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Ruiseñores rotos

Había cierto consuelo en el frescor de la piedra. Kurun se había acurrucado en el rincón de la celda más alejado de la puerta, enroscado como una cochinilla. El suelo relucía de condensación, pues estaba más frío que el aire. Kurun lo frotó con la palma de la mano y trató de usar la humedad acumulada para lavarse, para quitarse la suciedad de encima, pero la sangre y otras materias formaban una sustancia acartonada y limosa desde sus nalgas a sus rodillas. No había nada más en que pensar. Que viviera o muriera había dejado de importar, ni a él mismo ni a nadie más.

Un ruido en la puerta hizo que se levantara en un espasmo de terror de todos modos. Sus pies resbalaron en el suelo cuando trató de apretarse más contra el rincón de la celda. La piedra se había convertido en una enemiga inflexible, que despreciaba su carne.

La puerta se abrió de golpe, y la luz de una lámpara le cegó. Levantó una mano como un hombre contemplando el sol.

—¿Puedes andar?

Asintió, y se incorporó agarrándose a la pared, mientras sus dedos buscaban asideros entre los bloques. Luego las piernas le fallaron, y cayó al suelo con un fuerte golpe.

—Sangre de Bel. Banon, tú has causado este desastre; recógelo. No tenemos toda la noche; me esperan en los jardines.

Un bulto que bloqueaba la luz. Un olor familiar. Kurun cobró vida, y empezó a dar puñetazos y arañar como un gato asustado.

—Estate quieto, maldito perro. —Un enorme puño le golpeó un lado de la cabeza, enviando luces brillantes por toda su mente y llenándole los oídos de un siseo agudo. El alto honai lo recogió y se lo colocó bajo un brazo.

—Tráelo… y asegúrate de limpiar la celda después. No estamos en los barrios bajos.

—Sí, señor.

Llevaron a Kurun a un lugar iluminado por las antorchas, con la cabeza baja, como un conejo preparado para la cazuela. Vio movimiento de pies calzados con sandalias, y briznas de paja sobre la piedra. Sintió náuseas, pero no le quedaba nada que vomitar. Cerró los ojos con fuerza, preguntándose cómo sería la muerte. No podía ser peor que lo que ya le habían hecho.

—Átalo, y regresa a tu puesto. Y Banon, límpiate, por piedad. Te ha llenado de babas.

—Ha valido la pena, jefe.

Kurun estaba en una especie de silla. Tenía las muñecas atadas a los brazos del mueble con correas de cuero. Luego le separaron las piernas. Trató de resistir, pero el dolor era excesivo. Estaba atado por los tobillos y rodillas, con los muslos separados. Abrió sus ojos hinchados.

Una habitación pequeña y sin ventanas, muy parecida a la celda anterior. Un kefren alto y lujosamente vestido le estaba observando. Conocía aquel rostro, pero el terrible pánico bloqueaba todo lo demás. Tal vez era el olor a madera de sándalo, una fragancia tenue como una chispa rota y ajena al rugido de su corazón.

Había una mesa junto a la pared opuesta, y un viejo hufsan atareado sobre ella, escupiendo sobre una piedra. Luego Kurun oyó el rasgueo rítmico de un cuchillo al ser afilado, el sonido del acero sobre la piedra que le resultaba muy familiar tras los años pasados en las cocinas.

—Señor, no, por favor. Mátame si quieres. Pero eso no. —Las lágrimas le caían de los ojos en cintas de plata.

El honai no dijo nada. Parecía preocupado. Estaba leyendo un trozo de pergamino. Emitió un gruñido.

—Tu amigo Auroc se ha desentendido de ti. Dice que le causas muchos problemas.

—¿Auroc? No. Señor, no. Te lo suplico.

Por primera vez, los ojos brillantes y violeta del honai se fijaron en los suyos.

—Tienes valor, esclavo. ¡Un mozo de cocina espiando al rey y su familia! Espero que te pagaran bien.

—Nadie me pagó. Fui un estúpido y no pensé.

—Tal vez.

Se abrió la puerta y entró un enorme kefren moreno de rostro pesado. Sus ojos relucían de ira. Al instante, el honai clavó una rodilla en tierra, y luego se incorporó. En la expresión del honai había un profundo respeto. Y miedo.

—Mi señor Kouros. Éste es el chico.

El kefren moreno se inclinó sobre Kurun, ignorando el saludo.

—¿Habéis sacado algo de él?

—Nada de utilidad. Sigue manteniendo su historia. —Hubo una pausa—. Mi príncipe, creo que tal vez sea la verdad.

—¡No soy un espía! —gritó Kurun.

Kouros se arrodilló hasta que su rostro estuvo al nivel del de Kurun. Extendió una mano. Sin decir una palabra, el anciano hufsan del rincón se adelantó y depositó el cuchillo sobre ella. Kouros comprobó el filo, sin apartar la mirada del rostro de Kurun.

—¿Fue mi hermano? —preguntó en voz baja—. ¿El príncipe Rakhsar?

La visión de Kurun se rompió en un reluciente mosaico de lágrimas.

—Señor, soy un esclavo de la cocina —susurró con voz ronca—. No soy nada.

Los ojos violeta le estudiaron. El príncipe kefren despedía ira, como un perfume agriado por el sudor. La mano que sostenía el cuchillo tembló levemente. Hubo un olor a quemado en la habitación. El hufsan de la mesa había destapado un brasero de arcilla y soplaba para avivar el fuego del carbón.

Finalmente, Kouros pareció relajarse un poco. Soltó un suspiro.

—Creo que tienes razón. El chico dice la verdad —dijo—. Puedo verlo en él.

El honai asintió.

—La juventud es atolondrada. ¿Qué hago con él, mi príncipe?

Kurun sollozaba de alivio, inclinado sobre las ataduras de cuero que le aprisionaban las extremidades.

—Gracias —susurró—. Gracias, señor.

Entonces Kouros se acercó más a él, con un movimiento sorprendentemente rápido en una silueta tan corpulenta. Agarró la carne blanda de Kurun, y el cuchillo serró por un instante. Luego cortó limpiamente. Un chorro de sangre, negra y reluciente, salpicó la cara de Kouros. Kurun chilló.

Al instante, el hufsan se adelantó, sosteniendo un espetón de hierro cuyo extremo brillaba con un resplandor amarillo. Lo situó entre las piernas de Kurun y movió la punta adelante y atrás, como si introdujera yeso en una ranura. Se elevó un humo repugnante. Kurun chilló y se tensó en la silla hasta que las correas se llenaron de sangre y los cartílagos de su cuello resaltaron como alambres.

Kouros contempló su obra. El honai le tendió una toalla de lino, y se limpió la cara.

—Es guapo, desde luego. Justo el tipo que le gustaría a Rakhsar. —Luego sonrió, y apoyó una mano en la coraza del honai—. No, a la señora Roshana. Que se lo envíen. Que sepa cómo son las cosas. Tiene el corazón blando, y se compadece de los chiquillos y vagabundos. Esto le servirá para enterarse de lo que hago con los espías de su hermano.

—Incluso cuando no son espías en absoluto. Una gran idea, señor —dijo Dyarnes, con el rostro impasible.

La sonrisa en el rostro de Kouros parecía incómoda. No encajaba con sus rasgos.

—¿Un corte limpio, Dyarnes?

—Muy limpio, señor. Yo no lo hubiera hecho mejor.

—El hijo de un gran rey nunca debe temer usar el cuchillo cuando lo considera necesario. Yo nunca lo haré. Que lo envíen a los aposentos de mi medio hermana tal como está.

—Si, señor. Se hará esta misma noche.

Aquella sonrisa inquieta continuaba en el rostro de Kouros cuando salió. Dyarnes se quedó mirando a Kurun un instante más.

—Dale algo para el dolor —dijo al hufsan del rincón, con su cara dorada deformada por el disgusto. Y luego salió de la estancia sin una sola mirada atrás.

—De modo que acudiste a una cena real sin invitación —dijo el viejo hufsan con una risita. Se inclinó, recogió del suelo el trozo de carne ensangrentada y lo sacudió frente a los ojos doloridos de Kurun—. Son más grandes que la mayoría, mi joven amigo. Despídete de ellos ahora. Tu vida empezará de nuevo esta noche. Has tenido mucha suerte.

—Suerte. —Kurun pronunció mal la palabra. Se había mordido la lengua, y tenía la boca llena de sangre.

El hufsan era una criatura oscura y encorvada, vestida con una túnica parda del mismo color que su piel. Sus ojos eran brillantes como los de un pájaro, y tenía los dedos largos de un músico o un erudito.

—Aclárate la boca. —Situó un cuenco junto a la boca de Kurun—. Bien. Ahora escupe. Por encima del hombro.

El líquido ensangrentado se derramó de la boca de Kurun. El anciano hufsan lo limpió con la tela que Kouros había desechado.

—No eres un espía de Rakhsar. Yo podía habérselo dicho. —Tomó un mortero de la mesa y recogió su contenido con una mano. Luego se arrodilló entre las piernas de Kurun y empezó a frotarlo suavemente sobre el corte chamuscado. Kurun cobró vida de nuevo, se revolvió en la silla y gimió en voz baja.

—Estate quieto. Si lo hago ahora mismo, todavía serás bonito ahí abajo, e incluso tal vez tengas una polla que funcione. Eres mayor de lo que suelen ser los chicos a los que se hace esto, de modo que tal vez conserves algo de tu hombría. Nunca tendrás que afeitarte, sin embargo.

Recogió el mortero y se limpió las manos, canturreando como un hombre satisfecho de su trabajo. Luego tomó un frasco de líquido ambarino. Lo acercó a la boca ensangrentada de Kurun.

—No desperdicies ni una gota. Es zumo de amapola, y tienes suerte de tenerlo. Creo que has caído bien a Dyarnes. Y el príncipe lo sabía, o te hubiera destripado para divertirse. Créeme, lo he visto. Pero ese cabrón negro aún tiene algo de vergüenza. Sabe que su padre se enteraría de una muerte innecesaria. Dyarnes aún sirve a dos amos.

»Ya está. Buen chico. Dentro de un momento, sentirás que el dolor se va, junto con todos los problemas de tu pequeña vida. Entonces te desataré. —Acarició el cabello negro y espeso del muchacho—. Estás vivo y eres joven, amigo mío. Esto pasará, como todas las cosas. No es el fin. Créeme, lo sé bien.

—¿Quién? —gorgoteó Kurun.

—Me llamo Hiram. Soy del harén. —Soltó una risita—. Hiram del harén, ése soy yo. Me han sacado de la cama para asegurarse de que no morirías desangrado. Las tuyas no son las primeras pelotas que recojo del suelo, créeme.

Kurun sacudió la cabeza y miró hacia la puerta.

—¿Quién? —repitió.

—Ah, ya comprendo. Bueno, esta noche te has rodeado de gente importante, esclavo de la cocina. El honai alto era Dyarnes, jefe de la guardia personal del rey. Y el monstruo sonriente de cabello negro que te ha cortado era nada menos que el príncipe Kouros, de quien la mayoría piensa que un día se sentará en el trono de su padre y gobernará el Imperio. Te ha tomado por un esclavo de su hermano. O tal vez no. Tampoco importa mucho. —Hiram sonrió, mostrando unos dientes amarillos y tan irregulares como las grietas de una valla rota.

Kurun se hundió en la silla. Sus ojos se apagaron.

—Muerte —dijo, en un largo susurro que acabó en un sollozo.

Hiram volvió a acariciarle el cabello.

—Nada de muerte, pequeño. Esta noche no. Kouros se ha esforzado demasiado para ser cruel. Roshana se encargará de que te traten bien. Tiene el alma de su madre. Y ésta no será la primera vez que Kouros deja algo roto en su puerta. Recuerdo que, cuando eran niños, una vez estranguló a su ruiseñor favorito y lo dejó sobre su almohada. —El rostro de Hiram se puso serio, y la piel cubierta de arrugas finas se tensó en torno a sus labios.

Kurun se había dormido y respiraba profundamente, con la cabeza caída sobre el pecho. Hiram empezó a desatarlo de la silla.

—De la cocina a la corte. Estás ascendiendo en el mundo, muchacho. Algún día, incluso es posible que pienses que valió la pena pagar este precio. —Su rostro se deformó, y pareció burlarse de si mismo—. Algún día.

Al otro lado de los zigurats de la ciudad, el sol se derramaba, reflejando el oro del templo de Bel y dándole un resplandor de llamas amarillas. Los transeúntes de las bulliciosas calles de abajo levantaron la vista y se tocaron la frente en saludo al sol, a Bel, el dador de vida.

El mundo había recibido el don de una nueva mañana.

A lo largo de la Huruma, los sacerdotes avanzaban en procesión con sus largos matacandelas, apagando las antorchas de la calle y dando la bienvenida al alba con cánticos antiguos y sonoros cuyas palabras ya no comprendían, pero cuyas melodías formaban parte del tejido de la propia Ashur.

El tráfico había empezado a moverse en largas hileras por todas las puertas de las legendarias murallas, y en los campos irrigados de más allá, los granjeros caminaban hundidos hasta la cintura en las últimas nieblas de la noche. El aire que les rodeaba estaba lleno del croar de las ranas, y las garcetas blancas se elevaban como bandadas de fantasmas en las palmeras.

Incluso a aquella hora, había una promesa de calor tras la fresca humedad del aire, y nubes de insectos se levantaban del suelo mojado para concentrarse en nubes en el aire. El verano crecía, y la estación avanzaba hacia los días cegadores de calor y polvo que marcaban el cénit del año.

El verano crecía, y las nieves de las montañas se retiraban hacia los picos, ensanchando los pasos. La hierba se espesaba en el suelo, y la tierra se endurecía. Era el inicio de la época de las campañas.

Era el momento de hacer la guerra.