Los hijos del rey
«He tenido suerte», se dijo. Contempló los grandes cedros, tan antiguos como la estirpe de su familia, y suspiró en silencio. Su felicidad no fue nada más que un brillo pasajero sobre su rostro. Nada más. Un rey debía pensar siempre en quién podía estar cerca, incluso cuando eran los seres que más quería en el mundo.
Y sus seres más queridos nunca debían saber cuál era su posición, porque ello significaría que sus vidas entrarían en el juego. El eterno juego de quién hacia qué a quién en el mundo.
«Tengo más de sesenta años. Soy un anciano que ha dejado atrás su mejor época. Soy el hombre más poderoso de este mundo».
Y sin embargo… Miró al otro lado de los jardines, más allá de los comensales y las hordas de cortesanos y asistentes que se movían sobre la hierba a la luz de las lámparas, hacia donde podían oírse las voces de los niños bajo las sombras más profundas de los árboles.
«Mira a esos niños, jugando bajo las estrellas. Son mis hijos e hijas, y no les conozco. Deben ser criados como caballos purasangre, llevados a la madurez y luego seleccionados, hasta que encuentre a uno digno de soportar todo esto con sus manos. Sus manos».
«Bel, señor del sol, la música y la fecundidad, mírame ahora. Tu hermano, Mot, ha traído una segunda gran tormenta a mi mundo, y te necesito ahora. Necesito un modo de leer los corazones de mis enemigos».
Contempló impasible el jardín nocturno, el tranquilo río, los niños que jugaban, al mismo tiempo suyos y ajenos. Trató de grabar aquel recuerdo, de esculpir aquella escena en mármol, o en cristal imperecedero, para guardarla en alguna parte de su mente aún no corrompida. Sabía cómo hacerlo. Lo había practicado durante muchos años. Todo el tiempo que llevaba en el trono.
«Dales tiempo. Dame tiempo. Señor de todos nosotros, préstame tu paciencia».
—Majestad. —Era Dyarnes, fiel como un perro, siempre junto a él.
Su padre Midarnes había muerto en Kunaksa, dirigiendo a los honai, y su hijo había ocupado su lugar.
«Dios de todas las cosas», pensó Ashurnan. «¿De veras han pasado treinta años desde aquel día?»
—Sí, Dyarnes.
—Hay un intruso en los jardines. Mis hombres lo han capturado. ¿Me das permiso para encargarme?
—Por supuesto. Te perderás el mejor vino, Dyarnes. Haré que Malakeh te guarde una copa.
Dyarnes se inclinó profundamente, luego se ató el komis en torno al rostro y se marchó.
Kouros hizo una pausa con la copa a medio camino de su barba.
—¿Sucede algo, padre?
—Dyarnes se encargará. Disfruta de tu vino, Kouros. Huele las estrellas. Bebe con tu hermano y deja que vea que sois educados el uno con el otro.
Kouros era lo que en el Imperio se conocía como kefren negro. Su cabello era oscuro como un cuervo, y su constitución era pesada, pero tenía los ojos de las castas altas. Su madre no estaba allí aquella noche (no le gustaba comer al aire libre), y él había heredado su tez.
La hermosa Orsana, a la que Ashurnan había convertido en su primera esposa unos treinta y cinco años atrás. Procedía de Bokosa, la capital de la enorme y rica satrapía de Arakosia. En el pasado casi mítico anterior a las Grandes Guerras, sus antepasados habían sido reyes, y su unión con Ashurnan había reforzado los lazos de los orgullosos arakosanos con la familia imperial.
Ashurnan recordó los primeros años de su matrimonio. Había sido como aparearse con una pantera, y no pudo evitar sonreír ante el recuerdo.
Su mirada recorrió la mesa. Rakhsar y Roshana, los gemelos nacidos de su segunda esposa. Se parecían a su madre, hermosos y elegantes como los purasangre criados en su país. Ashana había sido una muchacha esbelta y hermosa, un alma gentil. Ashurnan se había casado con la feroz Orsana por necesidad política y simple deseo, pero Ashana había conquistado su corazón. Una princesa de Niseia, que parecía demasiado buena para el mundo, y así había resultado ser. Había dado los mellizos a Ashurnan, y había muerto poco después… de unas fiebres. O así se había decidido. Ashurnan no había vuelto al lecho de su primera esposa desde entonces, pues los rumores concordaban demasiado bien con sus propias sospechas.
Después había habido esposas menores, incontables concubinas, un jardín de rostros hermosos. Pero Orsana seguía siendo su primera esposa, su reina, y tenía derecho de veto sobre todas las demás. Nunca habría otra Ashana, otra mujer con quien compartir su corazón; Había tenido suerte una sola vez.
El gran rey levantó la copa y la inclinó primero en dirección a Kouros, su primogénito, y luego hacia Rakhsar y Roshana, los mellizos a cuya madre había amado. Los tres hermanos le devolvieron el saludo, y a lo largo de las largas mesas los demás invitados dejaron que sus conversaciones se marchitaran en el cálido aire para observarlos.
Sostuvo la mirada de sus hijos, uno detrás de otro. Kouros, digno de confianza, susceptible, siempre desconfiado y siempre ansioso de palabras de afecto o alabanza. Roshana, cuyo rostro abrasaba una parte del corazón de Ashuman, hasta tal punto que a veces le resultaba difícil contemplar su belleza por los recuerdos que evocaba.
Y Rakhsar, voluble, sardónico, la luz más brillante de las tres, y la más peligrosa. Ashurnan amaba a su hijo menor, pero no se hacía ilusiones de conocerlo en absoluto. El rápido ingenio de Rakhsar derrotaba cualquier intento de intimidad. Tal vez Roshana le entendía, pero Ashuman no creía que él lo lograra nunca.
Y era una verdadera lástima.
El gran rey vació su copa, sin apenas saborear el vino. A su lado, el catador tomó un sorbo; asintió, y el copero real volvió a llenársela de la jarra.
Los tres hermanos reales bebieron su propio vino. Kouros y Roshana tomaron apenas un sorbo, pero Rakhsar vació su copa con un gesto grandilocuente y una sonrisa. Tenía el aire de un condenado decidido a saborear hasta el último bocado de su vida, mientras que Kouros era como un sacerdote entregado al deber y la penitencia.
«Kouros y Rakhsar, sangre de mi sangre, carne de mi carne. Uno será rey, y el otro debe morir. Así funciona nuestro mundo».
Una imagen azotó su mente: el rostro de su hermano en Kunaksa mientras su propia cimitarra le abría la garganta. Ashurnan cerró los ojos un instante. Treinta años. Era ya un anciano, y en sus sueños el rostro de su hermano muerto era siempre el mismo. Aún podía oler el polvo de aquel día, levantado por los caballos en nubes enormes. Podía oír el himno de muerte de los macht mientras avanzaban.
Había presenciado una docena de batallas desde entonces, pero Kunaksa era siempre la que más destacaba en su mente. Había sido la primera y, aunque las crónicas imperiales dijeran lo contrario, sabía que había sido una derrota.
Y habían vuelto.
«Dios, soy demasiado viejo. No tengo fuerzas. Ni siquiera estoy seguro de tener la inteligencia necesaria para escoger a los hombres adecuados para luchar por mí».
El vino le afectaba; apenas había comido nada. La agria sospecha de que su reina trataba de envenenarle le cortaba el apetito. Aquella zorra con ojos de gata. ¿Hasta qué punto controlaba a Kouros? ¿Podría el príncipe conservar su independencia?
Y Rakhsar… ¿Crecería la crueldad de su interior hasta convertirse en un desastre visible?
«Tengo que seguir vivo», se dijo. «No hay tiempo para esto. Soy el gran rey, y debo encargarme de esta batalla, como ya hice antes».
Levantó la mano que había matado a su hermano y la observó. Las manchas amarillas sobre la piel dorada, las venas como gusanos azules en torno a los nudillos. Luego volvió a mirar a Kouros. Imaginó el Imperio gobernado por aquellas cejas fruncidas, aquella frente gruesa, y detrás de él su madre, que inspiraba terror a todos los esclavos del palacio. No miedo ni respeto, sino puro terror. En una ocasión había ordenado a los honai que violaran hasta matarla a una joven noble de Bokosa por haber rechazado los avances de su amado hijo.
«El poder es crueldad, en última instancia», pensó Ashuman. Pero para algunos el sufrimiento era un fin en si mismo.
Kouros era un buen líder de hombres, y tenía seguidores en el ejército. Los arakosanos eran la mejor caballería del Imperio, y le seguirían hasta la muerte, por lealtad a su madre. Si Kouros era descartado, ello significaría algo parecido a la guerra civil en la propia metrópoli. No había otra opción.
Y sin embargo, al ver las poderosas mandíbulas de Kouros masticando la comida, el corazón de Ashurnan dio un vuelco. El Imperio, capturado en aquellas mandíbulas inflexibles. En cualquier otro momento, el Imperio se hubiera inclinado bajo el kefren negro y su madre, y seguido adelante como siempre; pero aquél no era cualquier otro momento.
Malakeh se inclinó hacia él, apoyado en su cetro de ébano. Demacrado como un espino, el anciano visir había dirigido la maquinaria de la corte durante un cuarto de siglo.
—Señor, los mensajeros del oeste han comido y están esperando.
—¿Dónde están?
—En la terraza de hiedra. No han hablado con nadie.
—Bien. Iré a su encuentro, Malakeh, solo.
—Señor…
—Solo, Malakeh. Que nadie nos moleste, ningún honai. Pero avisa a Dyames.
El visir se inclinó. A Ashuman casi le pareció oír el crujido de la columna vertebral del anciano. Se levantó, extendiendo una mano para mantener a los comensales en sus asientos. Incluso después de tantos años, aún sentía oleadas de impaciencia ante el protocolo de la corte. Lo había depurado hasta donde se había atrevido, pero un gran rey necesitaba algo de pompa y misterio a su alrededor, incluso entre los que le conocían bien.
Kouros se levantó a pesar del gesto, dejando la copa. Ashurnan vaciló un instante, y luego indicó a su primogénito que le siguiera. No tenía fuerzas ni paciencia para poner a Kouros en su lugar delante de toda la mesa.
¿O sí? Ashurnan se volvió y dijo a Malakeh:
—Que el príncipe Rakhsar se reúna con nosotros.
La terraza de hiedra estaba en el extremo norte de los jardines, a medio pasang de distancia bajo los árboles iluminados por las estrellas. El padre de Ashurnan, Anurman, la había hecho construir como un lugar donde sentarse a beber vino con sus amigos y camaradas de armas. Anurman había sido un rey guerrero, un hombre que hacía amigos y los conservaba con una facilidad que maravillaba a Ashurnan. Había bebido bajo aquella hiedra con Vorus, el macht, y Proxis, el jutho. Ambos le habían amado como perros, y ambos habían traicionado a su hijo. Proxis se había llevado a Jutha del Imperio, y la había convertido en un reino independiente. Vorus había dejado marchar a los juthos en Irunshahr cuando la total destrucción de los Diez Mil vacilaba en el fiel de la balanza.
Había braseros de carbón encendidos en la terraza, y algunas lámparas. Las tres siluetas se levantaron de sus asientos al acercarse el gran rey, y se arrodillaron. Ashurnan estudió sus rostros. Los tres eran kefren de casta alta. No reconoció a dos de ellos, pero el tercero era un rostro familiar.
—Merach —dijo—. Ha pasado mucho tiempo.
El canoso kefren sonrió y le miró a los ojos. Merach había sido su guardaespaldas personal. Habían cabalgado juntos en Kunaksa. Había pocas personas en el mundo en quienes Ashurnan confiara más, pues Merach estaba totalmente desprovisto de ambición. Era un soldado, simple y llanamente. Pero también era arconte del ejército occidental.
—¿Los despachos?
Merach miró al suelo, abrió la mano y señaló una funda de pergaminos con tapa de cuero que había sobre la mesa.
—Lectura suficiente para un mes, señor.
Kouros había empezado ya a abrir el sello de la funda y a hojear los pergaminos del interior, como un cerdo en busca de trufas. Rakhsar permanecía a un lado, con el rostro entre las sombras.
—Supón que me lo cuentas tú mismo, Merach —dijo el gran rey, aunque todo estaba ya escrito en el rostro del kefren, que parecía tan gris como su cabello.
Merach levantó la vista. Llevaba el cansancio esculpido en los rasgos, y la grasa de haber comido con apetito en la barbilla.
—Lo del río Haneikos fue un desastre, señor. El enemigo se nos echó encima a través del agua con su línea de batalla, y lo contuvimos en la orilla. El terreno era bueno, y una de las posiciones más ventajosas que he visto defender. Pero su caballería rompió el flanco izquierdo. Tiene cinco mil jinetes armados. Les llama sus Compañeros, y son kefren y macht. ¡Señor, tiene kefren de nuestra propia casta luchando para él!
Kouros levantó la vista de su pergamino.
—¡Imposible! Estás demasiado tenso, Merach.
—Señor, los vi yo mismo. Destruyeron nuestro flanco… —La voz de Merach cobró intensidad—. Teníamos a la caballería arakosana apostada allí, pero la arrolló como una galerna.
Kouros arrojó el pergamino al kefren arrodillado.
—¡Eso es mentira!
Merach quedó en silencio, con la cabeza inclinada. Fue Rakhsar quien recogió el pergamino, y lo enrolló sobre su eje.
—Hermano, tal vez quieras acabar de escuchar a este hombre antes de empezar a arrojarle cosas —dijo con una sonrisa.
—Continúa —dijo Ashurnan. Se removió buscando una silla, y fue Rakhsar quien se la acercó.
—Traigo despachos oficiales del propio sátrapa Darios; puedes ver su sello en los pergaminos.
—¿Y por qué te envió como mensajero? —quiso saber Kouros, implacable—. Eres arconte del ejército occidental, no un correo.
—Esperaba que mi presencia daría más importancia a lo que tenía que decir —replicó Merach.
—Vigila tu tono, general. Soy un príncipe real.
Rakhsar se sirvió algo de vino de la mesa, oliéndolo antes de beber.
—Padre, pese a la luminosa presencia de mi hermano, ¿no vamos a permitir que estos hombres se levanten? Las piedras son muy duras contra las rodillas.
Ashuman asintió. Miró a su hijo menor, y Rakhsan le tendió inmediatamente su copa.
—Yo seré tu catador —dijo—. No es de los mejores, pero los he probado peores.
—El general Merach hablará ahora, y sin interrupciones —dijo Ashuman, fatigado.
—Y con un poco de vino para aclararse la garganta —dijo Rakhsar, tendiendo otra copa al canoso general.
Se hizo el silencio. El viento se movía entre la hierba, y se oyó el ulular de un búho en los árboles. Ningún otro sonido. Estaban en el centro de la mayor ciudad del mundo, pero el zigurat los elevaba muy por encima de ella, y el viento nocturno era fresco, como si estuvieran en las colinas o las montañas. El perfume de las madreselvas diseminadas entre la hiedra iba y venía con la brisa, demasiado denso y dulzón para aquella oscuridad calentada por los braseros.
Merach vació su copa.
—Nuestra izquierda fue destruida, y nuestro centro quedó inmovilizado. Perdió muchos hombres allí. Los cuerpos se amontonaron en el agua hasta tal punto que cambiaron el curso del río, y el agua corría roja como una granada aplastada con el puño. Su caballería atacó la retaguardia de nuestra falange, y después de aquello todo saltó en pedazos y se convirtió en una cacería. Nos persiguieron durante pasangs a través de las llanuras al sur del Haneikos. Teníamos cincuenta mil lanzas al llegar al río. Dudo que una quinta parte lograra regresar a Gansakos. Perdimos la intendencia, las provisiones, los cofres de la paga, incluso las monturas de repuesto. Tiene infantería ligera armada con jabalinas y lo que llaman drepana, una espada curva. Corren tanto y durante tanto tiempo como los caballos.
Merach depositó la copa vacía sobre la mesa con un chasquido.
—Señor, me han dicho que ya sabías algo de esta derrota; ya tienes la sustancia, pero Darios quiso que conocieras también los detalles. Llevo dos semanas en la carretera, he matado a tres caballos cada día para llegar hasta ti. Darios me encargó que te dijera que Gansakr está perdida, y que Askanon no podrá resistir. Está trasladando su cuartel general a Ashdod y, si es necesario, resistirá allí un asedio.
»Señor, necesitamos otro ejército. Necesitamos tu presencia en el campo de batalla para inspirar a nuestra gente, como hiciste en Kunaksa. Necesitamos a los honai. Sin una gran leva, el Imperio Exterior no resistirá. No nos enfrentamos a un simple aventurero. Este hombre viene a conquistarnos.
—Ya conocíamos estos hechos, Merach —gruñó Kouros—. Todos los sátrapas al oeste de las Magron llevan semanas haciéndonos llegar rumores de tu desgracia. Puede que no necesitemos una gran leva; puede que sólo necesitemos generales con algo de valor.
Merach bajó la mirada. Sus ojos relucían como monedas al sol. No dijo nada.
—Bien dicho, hermano —dijo lentamente Rakhsar—. Es una verdadera hazaña insultar a un hombre que no puede responder; realmente, tienes un don para ello.
—Vuelve a las estancias de las mujeres, Rakhsar. Aquí estamos hablando del mundo real. Si queremos oír chismes de harén, enviaremos a buscarte.
Rakhsar sonrió, pero sólo con los labios.
—Dudo que necesites mi ayuda para eso, Kouros. De allí no sale ni un susurro que tu madre no haya oído antes que nadie.
Kouros se irguió como un oso enfurecido.
—¡Maldito cabrón de mierda! ¡No hables de mi madre! Es la reina del Imperio, y la tuya no es nada más que huesos olvidados.
—Cierto… Bueno, eso la reina lo sabe muy bien, ¿no crees, hermano? Cuando la visitas, ¿bebes de su vino, o te llevas el tuyo?
Sobresaltado, Merach tuvo que retroceder un paso cuando los dos hermanos avanzaron el uno hacia el otro, Kouros convertido en un bulto negro, y Rakhsar en una sombra delgada como un sable. No llevaban armas, pero ambos parecían a punto de arrojarse sobre la garganta del otro.
—¡Quietos! —gritó Ashuman, y su voz furiosa resonó clara como un címbalo en la noche. Se sentía mareado, y le parecía ver moscas negras trazando círculos a la luz de las lámparas.
Los dos príncipes quedaron inmóviles, mirándose fijamente mientras el odio crepitaba en el aire entre ambos.
«Tal vez debería dejarles», pensó Ashuman. «Que acaben con esto aquí y ahora». Pero la parte de él que había madurado desde Kunaksa, la que llevaba cuatro décadas en el trono, estaba demasiado disgustada.
—Sois príncipes del Imperio, hijos del gran rey, no camorristas en una cabaña de las Magron. Por la sangre de Bel, ¿creéis que podéis comportaros así delante de mí? ¿Es así como se hacen los reyes? He visto a traidores condenados a ser empalados mostrar más respeto a la diadema que vosotros. Salid de mi vista, y no os dirijáis la palabra mientras os vais. Me ocuparé de vosotros, de los dos, más tarde. ¡Ahora marchaos!
Kouros dirigió una mirada furiosa a su padre y, en aquel instante, Ashuman vio al anciano en su interior: la pesada papada, las líneas curvadas hacia abajo en torno a su boca petulante. Luego se alejó, golpeando el suelo con los pies como si cada paso imprimiera su sello sobre él.
Rakhsar se entretuvo unos segundos más. Su rostro era una perpetua mueca burlona. ¿Qué haría falta para borrársela? Luego se inclinó ante su padre y se perdió entre los árboles.
—Tal vez acaben su discusión en la oscuridad —dijo Merach, y luego enrojeció—. Perdóname, señor.
—Ése no es el estilo de ninguno de los dos —dijo Ashurnan. Agitó una mano impaciente ante los dos compañeros de Merach, mudos y horrorizados, que permanecían olvidados al borde de la luz—. Marchaos, dejadnos. —Luego se frotó los ojos, tratando de ahuyentar. Las moscas negras.
—Más vino, Merach. Sírvenos a ambos.
Cuando estuvieron bebiendo de nuevo, Ashurnan dijo:
—Kouros es un cobarde, pese a su tamaño. Tiene una buena cabeza, pero es susceptible como una muchacha fea, y el veneno de su madre ha agriado algo en su interior. Rakhsar… siempre está tramando y planeando, pero sólo en beneficio propio. No piensa más allá. Ésos, Merach, son mis hijos. Los únicos con voz de hombre, en cualquier caso.
—Son tus hijos; no son el rey. Señor, todavía hay tiempo para que uno de tus otros hijos llegue a ser un hombre.
Ashurnan inclinó la cabeza a un lado y esbozó una sonrisa torcida.
—Uno de los motivos de que siempre haya confiado en ti, viejo amigo, es que has conservado durante toda tu vida la simplicidad del soldado. Y, si te digo la verdad, te mantuve fuera de esta ciudad para conservarte así. No sabes nada del funcionamiento de la corte y del harén. Esos chiquillos que correteaban entre los árboles esta noche… habrán muerto todos antes de llegar a ser hombres.
Merach mostró los dientes un segundo en una mueca de furia.
—No debería hablar más.
—Puedes decir lo que quieras; para eso te envió Darios.
—Señor, perdóname. —Bajó la vista hacia su copa—. ¿Es la reina?
—¿Quién si no? —Ashurnan volvió a sonreír—. Orsana es una mujer maravillosa. Hubiera sido un buen gobernante de este imperio por derecho propio, pero tiene que trabajar a través de su hijo, que es un instrumento inferior. No tolerará a ningún otro. Es algo con lo que casi me he reconciliado, Merach. He protegido a Rakhsar hasta ahora porque pensé que había algo de promesa en él, pero ahora sé que no puedo llevar la contraria a mi esposa. Kouros me sucederá, si ese fénix del oeste le deja algo que gobernar. Y Orsana controlará el Imperio al fin. Es posible que sea para bien. Es una perra venenosa, pero tan competente como yo, y carece de mi absurdo sentimentalismo.
—Yo lo llamo honor —dijo Merach, y la furia aún ardía en sus ojos.
—Los reyes no pueden permitirse tener sentido del honor, amigo mío.
—Entonces no son dignos de ese nombre. Señor, ese enemigo nuestro del oeste, ese joven que se hace llamar Corvus… —Merach vaciló un instante—. Recogió a los heridos que dejamos atrás en nuestra huida, e hizo que sus cirujanos los trataran como si fueran sus hombres. No ha asolado la tierra como hubiera hecho cualquier ejército invasor, y sus hombres tienen una disciplina férrea.
—Ah —dijo Ashurnan—. Los macht. Son algo digno de verse en la batalla, ¿no es cierto?
—Son como una gran maquinaria. Los ha ejercitado hasta la perfección, tanto la infantería como la caballería. Todos visten de escarlata, como los mercenarios en Kunaksa. Ese joven es algo notable, señor. En siete años, ha conquistado casi doscientas ciudades estado acostumbradas a guerrear entre sí, y las ha convertido en una nación.
—Cierto. Me pregunto cuáles son sus planes para nosotros. —Ashurnan vació su copa y la arrojó fuera del círculo de luz, en un gesto que era un destello de furia.
Cuando se volvió de nuevo hacia su amigo, sus ojos relucían como los de un lobo a la luz de una hoguera.
—El Imperio resistirá, Merach. Ha resistido durante tantos siglos que los hombres han dejado de contarlos. Es la civilización. Los macht son bárbaros, una raza que no pertenece a este mundo, una aberración de la naturaleza. Serán derrotados por mí y los míos, igual que el fundador de mi estirpe les derrotó en el pasado. El Imperio no puede caer. Si cae, nos precipitará a todos a una edad oscura como jamás se ha visto en la historia.
»Saldré a luchar; los preparativos ya han empezado. Puedes regresar con Darios por la mañana. Dile que el gran rey acudirá, y con él marchará todo el ejército del Imperio. Nos verá al final del verano. Hasta entonces, debe resistir en Ashdod. Debe defender los pasos de las Korash para mi, cueste lo que cueste.
Merach asintió, con los ojos brillantes.
—Y, Merach. —Ashurnan se puso en pie, una figura majestuosa, con la piel dorada y la diadema como una línea negra a través de su frente—. No me importa cómo se comporte ese invasor, ni lo bien que trate a nuestra gente. No daremos cuartel a los macht. No haremos prisioneros ni tendremos clemencia. Debes hacer que Darios lo entienda. Luchamos en una guerra distinta a las que hemos conocido hasta ahora. —Ashurnan mostraba los dientes al hablar, como un animal gruñendo ante su enemigo—. Ya no basta con derrotarlos. Los macht deben ser exterminados.