Los jardines en flor
—Qué pájaro tan vulgar —dijo Roshana—. Y, sin embargo, canta como si fuera el señor de todos los seres alados.
—En tiempos de Artan intentaron dorarlos mientras estaban aún vivos —dijo Rakhsar—. Muy pocos sobrevivieron al proceso, y los que lo hicieron no volvieron a cantar. El rey se enfureció tanto que estranguló a los supervivientes con sus propias manos, y luego vertió oro fundido en la garganta del hombre que le había prometido hacer que los ruiseñores fueran tan hermosos como su canto.
Roshana se apartó de la jaula y observó a su compañero.
—Creo que te inventas esas historias para fastidiarme, hermano.
Rakhsar se echó a reír.
—¡En absoluto! Si quieres historias sobre los excesos de los reyes, no hay necesidad de inventarlas. Simplemente ve al registro de la corte y toma cualquier pergamino. Nuestra familia tiene una historia de excesos. Somos los reyes de Kuf, Roshana. Definimos el exceso. Si eso te ha parecido interesante, deja que te cuente…
—No más. Iremos a comer pronto.
—De todos modos, comes como un pájaro. —Rakhsar tocó la jaula, una hermosa pieza dorada adornada con esmaltes e incrustaciones de lapislázuli, sanguinaria y rubí. El pajarito pardo del interior quedó en silencio, e inclinó la cabeza para mirarlo.
—Creo que le caigo bien —dijo Rakhsar con una sonrisa.
—Déjalo en paz. Prefiero oírle cantar que escuchar más historias tuyas.
Rakhsar se apartó de la jaula y se reclinó en el diván tapizado de seda que compartían. El sol le caía sobre el rostro y, cuando el viento se movía entre las ramas de los altos árboles, las sombras iban y venían sobre sus rasgos. Su piel respondía a la luz del sol con un dorado pálido, casi traslúcido, y azul como la marca de un golpe en los huecos de sus sienes y fosas nasales. Sus ojos, intensos y violetas, parecían capturar la luz moribunda y devolverla al atardecer. Su cabello, largo y rojizo, estaba atado detrás de la cabeza en un nudo sujeto con un anillo de plata. Llevaba una túnica bordada con hilo de oro, y dejó que sus zapatillas se balancearan en las puntas de sus pies al reclinarse, estudiando los dibujos que trazaban los cedros sobre el cielo.
Su hermana era su melliza, igual de alta y dorada, pero más delicada, con los ojos más oscuros. Y su rostro tenía una expresión menos aguileña, aunque era un espejo del de su hermano. En el rostro de Rakhsar había ingenio, humor, curiosidad y una viva inteligencia. En Roshana había una gentileza de la que su hermano carecía por completo. Y tampoco poseía el destello de crueldad que residía en los brillantes ojos de su mellizo.
—Jaulas —dijo Rakhsar—. Algunas son más grandes que otras, pero a fin de cuentas todas cumplen la misma función. Al menos el pájaro puede esperar una larga vida, a condición de que se acuerde de cantar. Tú y yo, Roshana… Nuestras vidas dependen de los caprichos de un anciano. En cualquier momento, los honai podrían venir a por nosotros. Vendrán a por mí, algún día. Estoy seguro. Lo he sabido desde que era un niño y vi cómo miraba nuestro padre a mi hermano.
Roshana no dijo nada. No podía discutir con la verdad.
—Entre tanto pasamos aquí nuestras pequeñas vidas, como tu pájaro, matando el tiempo lo mejor que podemos, disfrutando de nuestras intrigas insignificantes, con la esperanza de ganamos su favor. Nuestro padre. —Levantó una mano y pareció agarrar el aire—. Es como intentar coger las sombras del cielo. Se ha decidido por Kouros, mi responsable hermano mayor. E incluso antes de que Kouros sea rey, yo moriré, y a ti, si tienes suerte, te casarán con algún funcionario al que se le deba un favor.
—Nuestro padre es un buen hombre —dijo Roshana en voz baja.
—Sí. Eso es lo más peligroso; es un buen hombre que hace lo que cree correcto. Malcrió a su propio hermano, y mira lo que eso le costó: Jutha perdida, Artaka sumida en rebeliones continuas, los monstruos del otro lado del mar avanzando hacia el Imperio Medio bajo el estandarte del usurpador. Kouros no cometerá el mismo error. Nuestro padre no se lo permitirá.
Rakhsar se incorporó con un movimiento precipitado, estudiando los arbustos que les rodeaban.
—¿Has oído eso?
Roshana suspiró.
—No hay nadie más que nosotros, hermano. A menos que los pájaros sean capaces de espiar, estamos a salvo.
—Kouros también tiene sus espías, ¿sabes? Ha empezado a reclutar a un grupo nuevo.
—¿Cómo te has enterado de eso?
—Por uno de mis espías. —Rakhsar sonrió.
—Hoy estás imposible, Rakhsar. Voy adentro. Pronto será hora de cenar, y tengo que cambiarme. Tenemos invitados del oeste.
—Sí, pero dudo que les quede mucho apetito cuando nuestro padre haya acabado con ellos.
—¿Por qué? Rakhsar, ¿qué es lo que has oído?
—¿Qué te importa? Prefieres escuchar a tu ruiseñor.
—Hermano, te juro que…
Rakhsar se levantó. Recorrió el pequeño y bien cuidado claro mientras las sombras se movían sobre su rostro y los ancianos árboles crujían bajo la brisa.
—¿Qué es lo que he oído? He oído muchas cosas, Roshana. He oído que no todo va bien en el oeste. El enemigo presentó batalla en el río Haneikos, y nuestras tropas fueron derrotadas. Las satrapías de Gansakr y Askanon están abiertas a los invasores, y todo el territorio entre el Haneikos y el Sardask es ya suyo, hasta la ciudad de Ashdod.
Rakhsar hizo una pausa, con los ojos relucientes, intensos y duros como astillas de cristal.
—Tendrá que haber otra leva, esta vez de verdad. Y si no me equivoco, creo que la dirigirá el mismo gran rey.
—¿Nuestro padre en la guerra? Pero es un anciano, Rakhsar.
Rakhsar sonrió agriamente.
—Tiene los robustos hombros de mi hermano para llevar parte de su carga. En cualquier caso, los preparativos ya han empezado. Están llevando ganado al oeste, a Hamadan. Creo que se llevará también a los honai. Y si quieren cruzar las Magron antes de las primeras nieves, tiene que ponerse en marcha muy pronto.
Roshana sacudió la cabeza con incredulidad.
—¿Cuántos años han pasado?
—¿Desde Kunaksa? Treinta. Toda una generación desde que Ashurnan el Grande conquistó su imperio y mató a su hermano. Ahora tendrá que hacerlo de nuevo.
—¿Y nosotros? —Roshana abrió sus ojos oscuros—. ¿Simplemente nos dejarán aquí?
—A eso me refería, hermana. El gran rey abandona su capital. Se lleva consigo a su primogénito y heredero. ¿De veras crees que me dejará atrás? Sería un estúpido de considerarlo siquiera. No. —Rakhsar se miró los largos dedos. Sus manos empezaron a restregarse una contra la otra, como si se las estuviera lavando. Era como si no pudiera conseguir que se quedaran quietas—. No. Éste es mi momento. Kouros hará que me maten antes de partir hacia Hamadan, y nuestro padre no interferirá. Así serán las cosas.
Una suave campanada atravesó el aire, un eco tembloroso que recorrió los jardines como una vibración enviada por el crepúsculo.
—Nos llaman —dijo Rakhsar—. Nuestro amado padre nos pide que comamos con él.
—¿De veras crees todo eso, hermano? —preguntó Roshana. Ofreció la mano a Rakhsar, y él la ayudó a levantarse del diván bordado.
Le sonrió con verdadero afecto, pero aquella luz dura aún brillaba en sus ojos.
—Se te ha caído una. Permíteme. —Se arrodilló frente a su hermana y deslizó su delgado pie entre las tiras de cuero fino y escarlata de la zapatilla. Luego se incorporó y le tomó ambas manos—. Estoy lo bastante seguro para hacer algo al respecto, y arriesgarme a morir para evitar la muerte —dijo en voz baja—. Para ti no es lo mismo. No te juegas nada en esto; cásate, ten hijos, intenta ser feliz. No volveré a hablarte de estas cosas. No son asunto tuyo. Pero quería que lo supieras, Roshana.
—Vas a marcharte —dijo ella—. Pero ¿cómo podrás hacerlo? Rakhsar, te vigilan noche y día.
—Lo tengo todo previsto. —Rakhsar se inclinó y la besó—. No debería habértelo dicho, pero quería despedirme. Necesitaba que lo supieras.
—Llévame contigo…
—Imposible. ¿Sabes lo que eso significaría? Nunca has salido de la ciudad, Roshana. No sabes cómo es el mundo.
—Tú tampoco.
La boca de Rakhsar se curvó en una mueca de cimitarra.
—Tengo una idea bastante aproximada.
De nuevo volvió a sonar el gong por encima del canto de los pájaros. Oyeron pasos sobre las losas del camino, y se volvieron al unísono. Una niña apareció en el claro, una hufsa de piel oscura vestida con la librea del palacio.
—Grandes señores —tartamudeó la niña, con los ojos bajos—. Me envían a suplicaros que acudáis a la mesa. —Se arrodilló y volvió a levantarse.
—¿Una de las tuyas? —preguntó Rakhsar.
Roshana negó con la cabeza.
—Creo que es una de las esclavas de Kouros.
Rakhsar se acercó a la niña y la derribó de un puntapié en las costillas.
—Lárgate, y di a tu amo que el príncipe Rakhsar acude cuando le parece bien.
—Sí, señor —jadeó la niña, y se alejó, con la mano en un costado.
—No te ha hecho ningún daño —dijo Roshana en voz baja.
—Envía a una hufsa a buscamos, como si fuéramos inquilinos en su casa. Mientras nuestro padre viva, Roshana, nuestra sangre es tan noble y real como la del poderoso Kouros y la perra que le parió. —Le ofreció un brazo—. ¿Vamos, hermana? ¿Vamos a sonreír, a hacer reverencias y a comer y beber con nuestra familia?
Roshana levantó el pestillo de la jaula dorada del ruiseñor y abrió la puerta. Luego tomó el brazo de su hermano.
—Haremos una gran entrada juntos.
El palacio de los reyes era tan antiguo que convertía el recuento de décadas y siglos en una irrelevancia. Se decía que la única estructura del mundo que lo aventajaba en años era el propio templo de Bel. Los grandes reyes de Asuria habían tenido allí su sede desde que existía la monarquía; de hecho, se decía que en los niveles de la cocina del zigurat había estado el palacio original, relegado a una función más humilde cuando la estructura fue reformada y completada por los descendientes de Asur. Algunos eruditos irreverentes sostenían que los reyes añadían continuamente niveles al zigurat del palacio para superar al de los sumos sacerdotes, pero, si era así, no lo habían logrado. Las colinas gemelas de Ashur se contemplaban a través de la populosa llanura de la gran ciudad como dos titanes surgidos del mismo vientre. El propio palacio era tan grande como algunas ciudades; nadie había contado nunca las habitaciones con precisión, pero había millares, y englobaba un amplio espacio abierto donde se habían plantado los jardines imperiales. Eran tan grandes como media docena de granjas, un paisaje en si mismos, con ríos, bosques, pastos y rebaños de animales, bandadas de pájaros y bancos de peces. Los asurios creían que un jardín hermoso había algo de divino. Era agradable a ojos de Bel, un reflejo del mismo cielo.
En aquella época del año, el gran rey no siempre cenaba en las vacías estancias del palacio, sino que, cuando le asaltaba el capricho, comía bajo el cielo, entre los árboles plantados por sus antecesores. Aquella noche se había erigido un pabellón de seda en el jardín, con simples bancos y caballetes de madera situados sobre la hierba, cerca de un río resplandeciente cuyas aguas eran bombeadas desde las entrañas del zigurat por una legión de esclavos ciegos. Cientos de linternas colgaban de los árboles en torno al lugar y, a medida que el crepúsculo avanzaba, parecía que una hueste de doradas estrellas centelleantes hubiera sido capturada y obligada a relucir entre los árboles.
El propio rey estaba sentado aparte, sobre un trono de madera negra, como le gustaba hacer, y la única otra marca de su rango era una diadema de seda negra atada en torno a sus sienes. Una corriente continua de esclavos descalzos y de movimientos rápidos llevaban la comida a las mesas, supervisados por un kefren alto y cadavérico que llevaba un cetro de ébano recubierto de plata. Los invitados se acercaban uno a uno al trono negro y se arrodillaban ante el gran rey antes de que éste les pidiera que se levantaran con un gesto de su mano y una sonrisa para los más apreciados.
Se sabía de hombres que habían pagado enormes fortunas por una oportunidad de arrodillarse de aquel modo y atraer la mirada del gobernante del mundo. Su sonrisa, o la falta de ella, había bendecido o destruido vidas.
Los comensales eran entonces conducidos a su lugar en las mesas por pajes discretos, hijos de la nobleza que habían acudido a la corte para servir a su rey y actuar como garantía de la lealtad de sus familias. Pese al aspecto informal de la reunión al aire libre, había una rígida jerarquía en las posiciones en tomo a la mesa, y no había cantidad de dinero en el Imperio capaz de sentar a un comensal más cerca del plato del gran rey de lo que decretaba el alto chambelán.
Entre los árboles, discretos pero siempre presentes, los honai del rey, apoyados en sus lanzas, observaban atentamente a los comensales. Había otros más cerca, con arcos tensados en las manos, mientras su comandante, Dyarnes, permanecía detrás del trono con armadura completa, y el broche de compañero real reluciente sobre su musculoso antebrazo. Los reyes de Asuria habían encontrado su final en muchos lugares, y el palacio, incluso aquel pacífico jardín, había presenciado una buena cantidad de traiciones y derramamiento de sangre a través de los siglos. Así funcionaba el mundo, y ninguno de los hombres que llevaban la diadema lo olvidaba nunca.
También había niños entre los árboles, riendo y persiguiéndose unos a otros mientras los honai vigilaban. Aparecían y desaparecían bajo la última luz del sol, despreocupados como pájaros, mientras los más mayores guardaban cola para arrodillarse ante el hombre que les había engendrado. Todos los niños eran hijos de Ashuman; sus madres eran una hueste de concubinas procedentes de todas las satrapías del Imperio. Todos ellos eran hermanos y hermanas, pero no lo sabían.
Kurun observaba desde detrás de un árbol a aquellos niños dorados y hermosos, mucho más altos que él y tan despreocupados. Le desconcertaban. No había ningún propósito en su forma de perseguirse unos a otros por los jardines en penumbra, revoloteando como luciérnagas en torno a las linternas. ¿Qué estaban haciendo? ¿De qué servía aquello?
Se encogió más entre las sombras cuando un enorme honai pasó junto a él. La luz de las linternas parecía levantar reflejos de llamas y manchas de sombras en su armadura. Kurun pudo ver el resplandor de sus ojos en la oscuridad. No podía ni empezar a imaginar el aspecto que podían tener diez mil criaturas como aquélla preparadas para la guerra; la mera idea desafiaba a la imaginación.
Empezó a retroceder por donde había venido. Su miedo ascendió hasta ahogar a la curiosidad. Estaba desnudo; había dejado su hermoso quitón blanco en el palacio, pues su piel oscura se disimulaba mejor entre la penumbra de los bosques. Le habían ordenado quedarse junto a las plataformas de la cocina, pero la altanería del personal de palacio había sido demasiado para él, y la belleza del crepúsculo le había tentado a salir.
—Debes permanecer mudo como una piedra e inmóvil como un jarrón cuando estés allí arriba —le había dicho el grueso Borr, con el rostro reluciente de seriedad—. Un esclavo en el mundo de arriba no tiene sentimientos, ni necesidades, ni amores ni miedos.
Y sin embargo, Kurun también era un muchacho que pronto se convertiría en hombre, y en él había un espíritu que ni su vida ni su intelecto habían logrado domesticar por completo. Había abandonado su puesto, consciente de que pasarían horas antes de que empezaran a recoger los platos y bandejas para el descenso a las cocinas. Había recorrido los pasadizos del palacio como si aquél fuera su sitio. Era sólo otro quitón adornado con la franja caminando sobre el mármol, y su anonimato le había dado valor. La precaución del hombre había cedido ante la curiosidad del muchacho.
Hasta que se encontró bajo el cielo abierto y, por primera vez en su memoria, había mirado las estrellas.
Le habían aturdido, dejado con la boca abierta con su belleza, sus miríadas, girando en formas apenas distinguibles y olas espumeantes, como salpicaduras sobre la negra bóveda del cielo nocturno arrojadas por la mano del mismo Dios.
Y, recortadas contra ellas, las sombras más oscuras de los grandes cedros y cipreses de los jardines. Kurun no había visto en su vida tal cantidad de árboles, plantados sobre la hierba, sin orden aparente; no estaban alineados formando avenidas, ni situados en macetas. Eran reales y enormes, olían a resina y el viento les daba vida. Los tocó con algo parecido a la reverencia, pasando sus manos sobre la antigua corteza.
Kurun miró hacia atrás. El banquete del rey continuaba entre los árboles como un festival mágico. Había música; alguien tocaba suavemente un instrumento que Kurun desconocía, y cantaba una canción que nunca había oído. Pero la melodía llegó hasta su joven corazón. Se le llenaron los ojos de lágrimas. De modo que aquello era el cielo; así vivían los dioses. Y podía ver incluso la silueta lejana del propio gran rey, sentado en su trono negro con el komis blanco en torno a la barba y sonriendo… ¡Sonriendo!
Tendría mucho que contar cuando regresara a las cocinas. Tendría una historia increíble. La magnitud de todo ello pareció hincharse en su pecho, y las lágrimas de sus ojos aumentaron ante tanta belleza.
El golpe le pilló completamente desprevenido.
Se encontró ciego, tumbado en el suelo con hierba y sabor a sangre en la boca. No comprendía realmente lo que había pasado; tenía sólo una vaga impresión de algo grande, una explosión blanca en su mente. Alguien le levantó la cabeza por el cabello, y luego la dejó caer contra las raíces de un árbol.
—Pequeño y sucio cabrón. Será mejor decírselo al capitán. Y a Famak. Avisa a los demás. Es sólo un esclavo, pero nunca se sabe.
—Lleva la marca. Y tiene un culito muy bonito, además.
—Te guardaré un poco. Ahora vete.
Kurun se atragantó cuando una mano enorme lo cogió por la garganta y lo levantó. Las lágrimas de sus ojos le impedían ver nada más que el brillo distante de las linternas entre los árboles. La música seguía tocando. Podía oír risas de niños.
Otro golpe, que le rompió los labios contra los dientes.
—¿Quién eres y cuál es tu propósito aquí?
Parpadeó, aclarándose al fin los ojos, mientras el pensamiento racional luchaba por abrirse paso a través del desconcierto y el terror creciente en su corazón.
—Nada —graznó—. No hago nada.
La pregunta había sido hecha en buen kefren, el idioma de la corte, pero Kurun sabía lo suficiente para responder.
—Un pequeño hufsan desnudo, escondido entre los árboles. ¿Qué eres? ¿Una especie de ninfa del bosque? —El apretón de su garganta se aflojó. La mano le soltó y le dejó caer, jadeante, sobre la hierba en la oscuridad. Dos luces violeta parpadearon por encima de él. Pudo oler a cuero y sudor, y al toque metálico del bronce. Uno de los honai.
—Soy de la cocina —tartamudeó. Apretó una mano en torno a la raíz del árbol que tenía debajo, como si buscara que las escamas de madera retorcida le dieran fuerza—. No quería hacer ningún daño, amo.
—Por la Plaga de Mot, ¿qué está haciendo un esclavo de las cocinas en el jardín? Necesitas una historia mejor, chico. —Una mano pasó sobre él, casi una caricia. Los dedos se entretuvieron sobre sus nalgas. El honai soltó una risita—. Ni una cicatriz. Tienes la piel de una chica. ¿Con quién has venido a follar, hufsan? Dime la verdad, y es posible que te vayas con esas bonitas bolas aún pegadas al cuerpo.
—Yo… Nadie. No hay nadie, que Bel me oiga. Sólo… sólo quería ver los árboles y las estrellas.
Una carcajada. Pero entonces el honai se tensó y se irguió. Kurun levantó la vista para ver más siluetas enormes inclinadas sobre él, más ojos brillantes reluciendo en la noche. Hubo un golpe de carne sobre bronce.
—¡Mi señor!
—Tranquilo, Banon. ¿Qué es tan importante para que me hayas apartado del lado del rey?
—Un espía, señor. Le he encontrado acechando entre los árboles. Dice que es de la cocina. Los otros puestos han sido avisados. Perfume en la noche, un olor fuerte y reconfortante a sándalo.
—Levántate.
Kurun obedeció, protegiéndose instintivamente su desnudez con las manos.
—Si este muchacho es un asesino, es el más guapo que haya visto nunca. ¿Cómo te llamas?
—Kurun, amo.
—¿Quién es tu superior en la cocina?
Kurun vaciló.
—Auroc, amo… pero no sabe nada de esto. Yo sólo…
—Cállate. Banon, baja a la cocina. Conozco a ese Auroc. Que venga. Lo interrogaré más tarde.
—El esclavo dice que quería ver árboles y estrellas, señor.
Hubo un sonido de diversión general entre los honai. El que olía a madera de sándalo se le acercó más. Kurun pudo oler el vino en su aliento.
—¿De modo que árboles? ¿Qué te parece si te clavamos en uno, pequeño Kurun?
Kurun no dijo nada. La enormidad de todo aquello le estaba helando la sangre y convirtiendo su lengua en madera.
—¿Qué hago con él, señor?
—Llévalo a las celdas… y que llegue allí de una pieza, Banon. Tu trabajo no consiste en hacerle nada. El príncipe Kouros querrá encargarse de esto. No hay necesidad de que el rey lo sepa.
Una mano cayó sobre el hombro de Kurun y le apretó el hueso.
—Como desees, señor.
El del olor a sándalo volvió a inclinarse sobre él. Los ojos violeta se clavaron en el rostro de Kurun.
—Espero que la visión de las estrellas valiera la pena, hufsan.
Se llevaron a Kurun a rastras, inerte como un muñeco en manos de los honai.