El mes de las ranas
La imperial Ashur, la mayor ciudad del mundo. Las últimas brisas de primavera que descendían frescas y azules de las montañas Magron al oeste se habían hundido en la tierra reseca del enorme valle del Oskus. El primer verdadero calor del verano había llegado a la ciudad, y el sol se reflejaba con dolorosa brillantez en las baldosas de oro pulido que recubrían el zigurat de Bel.
El polvo se levantaba en las calles, y los toldos a rayas de comerciantes y mercaderes estaban bajados para protegerse del creciente calor del año. Mot y Bel habían terminado su combate una estación más; las lluvias habían llegado y pasado, y el resplandeciente tejido de canales de irrigación que recorría la tierra a lo largo de muchos pasangs en torno a la ciudad gorgoteaba y bullía de ranas, que los granjeros locales llevaban a la ciudad en cestos, como una exquisitez culinaria de la temporada. En antiguo kefren, aquel mes se había conocido antaño como Osh-ko-ribhu, el Tiempo de Comer Ranas.
Kurun mordió la suya con placer, arrancando la delicada carne del espetón con unos dientes pequeños y blancos como los de un gato. También tenía un rostro gatuno, con la barbilla puntiaguda, los ojos grandes y una pequeña nariz chata que se consideraba fea entre los kefren de casta alta, que preferían un apéndice más ganchudo en sus largos rostros dorados. Kurun era un hufsan de las montañas Magron, un joven menudo y delgado, con la piel oscura y los ojos de su raza, y un cabello negro que, cuando no lo engrasaba, se erizaba tieso y espeso sobre su cabeza como el pelaje de un gato en una tormenta. Tenía una sonrisa encantadora, y el hombre de las ranas asadas le conocía bien: no quiso aceptar su dinero, sino que siguió atendiendo su carbón y escuchó mientras Kurun le contaba las noticias de la Ciudad Alta; las palabras salían de su boca de manera entrecortada, entre bocados.
—Y Auroc, el cocinero mayor, dice que el chambelán de los carruajes le ha ordenado empezar ya los preparativos para el traslado a Hamadan. Los recaudadores del diezmo están en camino mientras te hablo, Goruz, y traen a la mitad del rebaño imperial desde Bokosa. Veinte mil cabezas de ganado, dijo Auroc, y le preocupa que la hierba nueva no esté aún lo bastante alta para alimentarios bien durante todo el trayecto hasta Hamadan.
—Veinte mil cabezas de ganado —dijo el vendedor de ranas, sacudiendo su canosa cabeza—. En esta época del año, acabarán con toda la hierba y el grano. Esto perjudicará a los granjeros del valle.
Kurun se limpió la boca.
—El señor quiere que la carretera esté libre antes de pleno verano, o eso dicen en el palacio. No se me ocurre por qué. ¿Acaso el ejército no partió hace meses?
—Tal vez quieran reunir otro ejército —dijo Goruz, encogiéndose de hombros.
—¿Qué necesidad hay de otro ejército? Con uno es suficiente.
—Yo estuve en Kunaksa, Kurun, con la leva de la ciudad. Vi cómo nuestro flanco izquierdo, treinta mil hombres, era arrasado como paja al viento cuando aquellos monstruos chocaron contra él. Son demonios; ¿quién puede decir que no han hecho lo mismo con el ejército que partió al oeste?
Kurun frunció el ceño.
—Eso es una historia que se cuenta para asustar al populacho, Goruz. Todo el mundo sabe que los demonios del otro lado del mar fueron destruidos por nuestro señor, perseguidos hasta el otro lado de las montañas y aniquilados. Sus cabezas cortadas llegaron a todos los rincones del Imperio.
Goruz volvió a encogerse de hombros, en el gesto resignado del pobre ignorado.
—Sé lo que vi. Hace casi treinta años, pero no olvido aquel día. Lo recuerdo mejor que cualquier otro día de antes o después, así es la guerra. Su recuerdo permanece claro y frío en la mente de un hombre.
Kurun devolvió al anciano el espetón de madera y arrojó un fémur diminuto a la calle.
—Bien, pase lo que pase, Goruz, al menos las ranas están buenas este año.
—Lo están, rechonchas y deliciosas como en los mejores años, alabado sea Bel. ¿Vas a volver a la Ciudad Alta ahora, Kurun?
—¿Adónde si no? —El muchacho esbozó una blanca sonrisa—. Esta tarde hay una audiencia, Goruz. Se esperan mensajeros del Imperio Medio. Si puedo llegar a las plataformas, pronto te traeré más noticias.
—Recuerda cuál es tu sitio, muchacho. ¡Esa espalda tuya tan flaca no fue hecha para soportar los azotes! —le gritó Goruz. Pero Kurun ya se había ido, abriéndose paso en la abarrotada calle como un pececito resplandeciente entre las piedras de un río pardo.
Llevaba la franja púrpura de la casa imperial en su quitón, y tatuada en su hombro se veía la cabeza de caballo estilizada que era la marca del gran rey. Pertenecía al hombre que lo poseía todo. Era una criatura de la Ciudad Alta, como llamaba la gente de abajo al zigurat del palacio. Conocía los accesos traseros a las alturas, las entradas oscuras que conducían a las entrañas del palacio, donde se afanaban legiones de esclavos de todas las razas del mundo. El zigurat era más antiguo que la propia Ashur, un montículo artificial tan grande como una de las montañas naturales, una ciudad dentro de la ciudad cuyos habitantes se contaban por decenas de miles, libres y esclavos, nobles y plebeyos.
Kurun había nacido entre las verdaderas montañas que recorrían el límite del mundo al oeste, pero ya no las recordaba. Cuando la gente pobre de las Magron no podía pagar a los recaudadores imperiales en su visita anual, les entregaban a sus hijos a cambio. Miles de niños eran trasladados a Ashur cada año, esclavos del rey, para ser criados en su servicio y dedicados a lo que él creyera conveniente. Trabajaban en sus campos, transportaban sus cargas, saciaban las necesidades carnales de sus soldados y oficiales, y engrasaban la maquinaria de la abigarrada metrópolis que era la antigua Ashur, señora del mundo. Así había sido durante toda la historia desde tiempo inmemorial. Así sería siempre.
Kurun había tenido suerte. Lo habían regalado casi enseguida al palacio. Su amo era el mismo cocinero mayor de la corte. Su recuerdo auténtico más antiguo era el de estar girando un espetón sobre una parrilla de carbón, mientras sus lágrimas siseaban al caer sobre las brasas. Antes de aquello sólo había una borrosa impresión de aire frío, cielos azules y brillantes, y el resplandor del sol sobre la nieve. No había vuelto a ver nieve desde entonces, excepto en los días claros de otoño, cuando uno podía distinguir los picos coronados de blanco de su tierra natal, centelleando en el horizonte. Cuando el gran rey trasladaba su corte a Hamadan para huir del calor del verano en las tierras bajas, Kurun siempre quedaba atrás, por mucho que tratara de insinuar a su amo lo contrario. Era un esclavo hufsan, y había miles como él en las tierras altas de Hamadan.
Se abrió camino sin esfuerzo entre las multitudes. El valle del Oskus producía dos cosechas al año, y algunos de los granjeros más emprendedores de las llanuras fluviales estaban ya en la ciudad con sus productos, aventajando a sus competidores con sus cargamentos de arroz, trigo temprano, granadas y palmitos. El polvo empezaba a espesarse bajo sus pies, y una insinuación del hedor del verano había empezado a elevarse desde las alcantarillas abovedadas que gorgoteaban en todas las calles. En las zonas más pobres, eran poco más que zanjas rodeadas de ladrillo; más cerca de los zigurats, se convertían en enormes túneles subterráneos, a través de los cuales Goruz afirmaba que podía pasar una carreta.
Kurun se detuvo para aspirar la fragancia de un ramo de irises púrpura en un puesto de flores. Crecían como malas hierbas en el valle del Oskus, trazando bordes de vivos colores a lo largo de los canales de irrigación. En la ciudad, casi todas las casas tenían ramos en jarrones de cerámica para endulzar el aire. Su aroma era un heraldo del verano, tanto como el hedor de las alcantarillas.
La ciudad se abrió ante él al entrar en la gran extensión de la Huruma, el Camino Sagrado, una enorme avenida de casi medio pasang de anchura que unía el templo de Bel con el palacio. Recorría la ciudad con la precisión de un corte de cuchillo, y resonaba con el ruido del agua. El aire estaba lleno de la humedad de las fuentes. Allí se celebraban las famosas procesiones históricas: los grandes reyes la recorrían para ser coronados en la cúspide del templo, y los sátrapas conquistadores desfilaban al frente de sus ejércitos. Los mismos sacerdotes bendecían las fuentes cada año con una neblina de incienso, acompañada por los cánticos de la gente y el tañido de las antiguas campanas de bronce. La gente acudía desde todo el Imperio para llegar hasta allí, contemplar el zigurat de Bel y el del gran rey, sumergir las manos en el agua sagrada y llenar un frasco que llevarían a sus casas para salpicar sus campos y conseguir así las bendiciones de los sacerdotes supremos de la tierra. Se decía que el aliento del propio Dios estaba en las aguas de la Huruma, y Kurun hizo una pausa, igual que siempre, para rozar la superficie de uno de los estanques y tocarse la frente con algo de líquido. El agua era demasiado sagrada para ser bebida; incluso se usaba para ungir la cabeza del gran rey el día de su coronación. Sólo él podía beberla, ingiriendo así el aliento de Dios, y volviéndose sagrado e inmaculado, tocado por el mismo Creador.
Kurun sintió un tirón en el borde de su quitón, y bajó la vista para ver un rostro oscuro y de ojos brillantes, con una melena descuidada como el rabo de una vaca.
—¡Kurun! ¡Que Bel te bese y te bendiga!
Kurun agarró al niño por el hombro y lo arrastró a un lado, bajo la sombra de un toldo.
—No puedes estar en la Huruma, Usti. ¿Es que no sabes nada? Los guardianes del agua te llevarán a golpes hasta las puertas.
—Quería tocar el agua, para tener suerte.
—Los nomoi no están permitidos.
—¿Quién va a darse cuenta?
—Siempre se dan cuenta, Usti. —Kurun se calmó, aflojando su apretón sobre el flaco brazo del niño. Rozó con el pulgar la zona húmeda que aún quedaba en su frente, y tocó la sucia carita—. Ya está. Te he dado mi bendición de agua. Que Bel te proteja.
Una sonrisa que mostró unos dientes pardos y mellados.
—Una bendición tuya, Kurun, vale más que el dinero.
—No es cierto. No intentes eso conmigo —advirtió Kurun al pilluelo—. Y mantén la mano junto al costado. Ya no te quedan más.
El niño levantó un brazo, y la desgastada manga cayó para revelar un arrugado muñón de carne.
—Ésta es mi vida, Kurun. Como igual de bien que un sacerdote en esta época del año; los granjeros se compadecen al verme y me arrojan toda clase de cosas de sus carros. ¡Estaré gordo antes de la mitad del verano!
—Los granjeros tienen buen corazón —dijo Kurun, con la condescendencia del habitante de la ciudad. Pero sonrió, y rebuscó entre los pliegues de su faja. Un óbolo de cobre relució a la luz, recién acuñado y apenas teñido de verde. El niño abrió la boca de par en par.
—Toma esto, y mantente alejado del Camino Sagrado.
Dejó caer la moneda en la palma de Usti, y el niño la apretó hasta que el blanco de sus huesos asomó a través de la suciedad.
—Me has bendecido dos veces hoy, Kurun. Compraré una rana verde y la sacrificaré en tu honor en la Puerta del Jardín.
—No sacrifiques ranas; cómprale un espetón a Goruz, mientras todavía queden.
El niño retrocedió, con los ojos resplandecientes.
—Mis hermanos comerán carne hoy, Kurun; entonaremos un cántico sagrado para ti en el…
—Sí, sí. Ahora piérdete antes de que te vean los guardianes del agua.
En un abrir y cerrar de ojos, Usti había desaparecido, como un ratón bajo una luz súbita. Kurun permaneció a la sombra del toldo. La gente apenas prestaba atención a la franja púrpura. Su joven rostro adquirió una expresión de tristeza momentánea. Luego sacudió la cabeza, bostezó, y continuó su camino hacia el imponente zigurat del rey.
La Escalera del Rey ascendía como si quisiera llegar hasta el cielo. Era para las castas altas, los funcionarios, diplomáticos y altos cargos al servicio del rey. Y quienes la usaban necesitaban estar en forma, porque había tres mil escalones, cada uno de ellos ancho como una cornisa. El gran rey subía a caballo hasta la cúspide del zigurat, pero todos los demás tenían que hacer el ascenso a pie.
En la base estaban los honai reales, como estatuas doradas, resplandecientes y cubiertos de bronce pulido, con granadas de plata en las partes inferiores de las lanzas. Había diez mil de aquellos kefren altos, los mejores soldados del Imperio, la guardia personal del mismo rey. Se había enviado un gran ejército al oeste el invierno anterior, pero los honai se habían quedado atrás, y el rey con ellos. Fuera cual fuera la guerra que azotaba las fronteras del Imperio, nunca se consideraba lo suficientemente importante como para merecer su atención personal. ¿Y por qué debería merecerla? Aquél era el mundo que todo el pueblo conocía y siempre había conocido. No había ninguna generación viva que hubiera concebido siquiera algo distinto.
La Escalera no era para gente como Kurun. Recorrió rápidamente el complejo laberinto de callejones y calles de ladrillo apiñadas a lo largo de la base de la Ciudad Alta, como rompeolas en un mar de colores brillantes. En aquella babel de gritos, regateos, movimientos y negocios, los pequeños mercaderes y comerciantes de la ciudad instalaban tradicionalmente sus puestos, sus carros, tiendas y cobertizos. Vendían animales pequeños para el sacrificio, sandalias de juncos trenzados, abalorios de todos los metales comunes y algunos preciosos, guijarros relucientes del río pulidos hasta centellear y ramitas anunciadas como brotes de los jardines del mismo gran rey.
Un hombre, Arozio el jardinero, tenía un puesto de árboles en miniatura, cuyo tamaño mantenía gracias a una poda constante. Siempre atraían a una multitud de espectadores de las provincias, y su puesto era bien conocido como un paraíso para los carteristas. Kurun apretó el puño contra la parte delantera de su faja al pasar, haciendo una señal con la mano al anciano jutho de rostro azulado. Quedaban pocos de su raza en Asuria. Casi todos los juthos, libres y esclavos, se habían marchado o fugado con los años para regresar con su pueblo en Jutha, bajo el rey rebelde Proxanon. Los que quedaban se habían convertido en algo parecido a una curiosidad que inspiraba cierta desconfianza. Pero en el Bazar Largo, Arozio formaba parte del paisaje, y le gustaba alardear de que el mismo sumo sacerdote había comprado allí.
Apareció una puerta oscura, varias veces más alta que Kurun y lo bastante ancha para que la atravesaran dos carretas al mismo tiempo. Parecía una entrada al otro mundo, y en muchos sentidos lo era. Era la Puerta de los Esclavos, una de los accesos a los oscuros intestinos de la Ciudad Alta. El tráfico que entraba y salía era controlado por más honai reales, pero aquellos guerreros no eran las figuras relucientes y legendarias que montaban guardia al pie de la Escalera del Rey. Llevaban auténtica armadura de batalla, y lanzas cortas con regatones de hierro que servían también como mazas. Como sus hermanos, resplandecientes al pie de la Escalera, eran incorruptibles (al contrario que casi todos los demás guardias de la ciudad) y tan rápidos a la hora de golpear como a la de preguntar. Kurun inclinó la cabeza al pasar junto a ellos, igual que el resto de la multitud, y el zumbido de la calle se amortiguó, de modo que pareció que la Puerta de los Esclavos era testigo de una larga procesión de penitentes absortos en sus pecados y en el polvo de sus sandalias.
El calor y la luz de la ciudad desaparecieron, y de inmediato el olor de la Ciudad de los Esclavos envolvió a Kurun. Miles de cuerpos sudorosos, mal lavados y hacinados. Excremento animal, hollín, humo de leña, y aquí y allá la fragancia enfermiza del perfume de alguna joven esclava.
Las enormes lámparas colgantes de arcilla contribuían al calor del interior. En la base del montículo siempre era de noche. Más arriba, en la enorme estructura, se habían cortado aberturas que admitían la luz de Bel, pero aquello era un laberinto subterráneo. Allí no había honai; los soldados de élite del gran rey no se ensuciaban con el hedor de la Ciudad de los Esclavos. En su lugar, había parejas de guardias hufsan a intervalos regulares, con cimitarras de bronce en las caderas y látigos de puntas de hierro en las manos. En aquellos corredores desgastados e interminables de piedra, decenas de miles de personas trabajaban sin cesar al servicio del gran rey, viviendo sus vidas, reproduciéndose y muriendo en el mundo iluminado por las llamas que había sido construido milenios atrás por sus propios antecesores.
Al principio, Kurun había temido los niveles inferiores de la Ciudad de los Esclavos. Era allí donde había empezado su esclavitud, y recordaba vivamente la primera vez que había visto desaparecer el sol y su joven cabeza se había llenado con el hedor del lugar. Le pareció un mundo de cavernas, una sucesión de pesadillas. Pero había tenido mucha suerte al ser vendido en la ciudad casi enseguida. No había permanecido allí el tiempo suficiente para aborrecer la luz del sol, como les ocurría a muchos esclavos. Cientos de habitantes de la Ciudad de los Esclavos dejaban de tolerar la luz de Bel en sus ojos. Se habían convertido en criaturas de la oscuridad, y no necesitaban lámparas para caminar por ella.
Pero no era un lugar donde vagabundear sin rumbo. Había túneles olvidados allí abajo, antiguas antesalas y viejos pasadizos que se habían tapiado y olvidado a medida que el trajín cotidiano cambiaba sus rutas, como un río cuyo lecho se movía con los siglos. Partes de la Ciudad de los Esclavos habían estado en desuso durante generaciones, y se decía que había esclavos renegados malviviendo en aquellos distritos abandonados, huyendo de la servidumbre y alimentándose de los incautos con sus apetitos bestiales e inimaginables.
Así les gustaba hablar a los esclavos de la cocina, reunidos en sus alojamientos al terminar el trabajo diario, o ebrios de vino de palma en los días de festival. Uno de los ayudantes de cocina que era amigo de Kurun, el grueso y lascivo Borr, disfrutaba hablándoles de la ocasión en que se había perdido en los niveles inferiores en su juventud, y había visto a los habitantes de la oscuridad. Decía que tenían la piel blanca como gusanos y los ojos grandes como huevos.
Un pasadizo inmensamente ancho y empinado ascendía delante de él, la mitad formada por escalones y la otra por una rampa por donde los esclavos empujaban carretillas mientras el sudor les resbalaba por las espaldas. Trabajaban desnudos, hufsan de las tierras altas que llevaban la marca del rey, no como un tatuaje en los hombros sino como un símbolo en los rostros. Tras ellos, un miembro de su propia raza blandía una correa de cuero contra sus pantorrillas, y les ladraba órdenes en asurio común, el lenguaje de las alcantarillas del Imperio, adornando la arenga con blasfemias hufsan de sus montañas natales. Los esclavos redoblaron sus esfuerzos. En las carretillas había cestos de almejas del Oskus, grandes como el puño de Kurun, y el brillo plateado de los peces gato de río, que aún abrían y cerraban las bocas mientras se retorcían, ahogándose en el fétido aire.
Junto a ellos estaba el otro lado de la moneda: grupos de hufsan que empujaban carretas vacías hacia abajo, tirando de cuerdas para aflojar la marcha de los ruidosos vehículos y mantenerlos bajo control. Intercambiaban guiños y bromas con los colegas que aún ascendían, y los guardias levantaban los látigos al pasar junto a un colega en señal de saludo.
Kurun rebuscó en el interior de su faja el diminuto paquete envuelto en tela engrasada que había motivado su expedición a la luz del día. Auroc, el cocinero mayor, le había confiado la misión. Era sólo la segunda vez que lo hacía, y no quería perder el paquete tan cerca de su destino.
Arriba, arriba, siempre arriba. El empinado pasadizo se volvió sinuoso, una inmensa serpiente de piedra hueca en el interior del zigurat, con pasadizos que se abrían a ambos lados, y gente que se unía a él o lo abandonaba al seguir su camino por la Ciudad de los Esclavos. Era la Silima, el Camino de la Serpiente, la arteria principal del cuerpo del zigurat. Unía los diversos niveles, y era el único paso lo bastante ancho para los vehículos que recorrían todos los pisos de la enorme estructura. De muchos pasangs de longitud, era cuidadosamente mantenido por grupos de esclavos que limpiaban el detritus de su uso día y noche, y capataces que controlaban que el tráfico se moviera sin problemas.
Cuando la Silima estaba muy llena, uno podía situarse sobre el suelo de piedra de las cocinas de la parte superior, mucho más arriba, y sentir cómo todo el montículo vibraba levemente bajo los pies de uno, como un organismo monstruoso, un gran animal con las entrañas llenas de parásitos diminutos.
Los niveles de la cocina estaban cerca de la cúspide del zigurat. Allí, las aberturas que se abrían en las laderas soleadas del montículo hacían que las estancias de anchas columnas del interior parecieran deslumbrantes tras la luz sudorosa de las lámparas de la Ciudad de los Esclavos. Había plataformas con poleas sobre las que banquetes enteros eran izados hasta la cúspide, fresqueras llenas de hielo traído desde las Magron, corredores con hileras de jarras de vino en las que un hombre hubiera podido ahogarse, y jaulas de pájaros vivos cantando con todas sus fuerzas en los parches de luz, ajenos a la tabla de carnicero que aguardaba junto a ellos.
Todos los alimentos imaginables del Imperio estaban representados allí cuando era su temporada. En aquel momento, por todas partes había cestos de mimbre que resonaban con el croar de las ranas, y la abundancia era tal que los cocineros no prestaban atención a los mozos de espetón que se llevaban alguna de encima de las brasas cuando creían no ser vistos. Kurun había sido uno de aquellos sucios chiquillos, y recordaba bien el trabajo incesante, día y noche, las comidas robadas y furtivas, las peleas, los taparrabos rancios que eran su único vestuario, y la tensión constante para llamar la atención de los cocineros, conseguir su favor, ascender por la escala social. Había tardado dos años, o eso creía; no podía estar seguro. Había visto a muchachos matarse unos a otros por un lugar confortable donde dormir, y sus cadáveres eran arrojados fuera por la mañana sin ningún comentario de los cocineros, como simple basura de las cocinas que había que arrojar al vertedero. Dos años. Le habían marcado tan profundamente como una guerra.
Se tocó la franja púrpura de su quitón como si quisiera asegurarse de que seguía allí. Le identificaba como a un esclavo diferente. Los guardias de la Ciudad de los Esclavos no podían levantar el látigo contra él, y se había librado de los frecuentes abusos que sufrían los más jóvenes en los niveles inferiores. No sólo eso, sino que los que llevaban la franja habían sido marcados para algo mejor, para tener la posibilidad de prosperar. No conseguirían nunca su libertad (incluso Auroc era un esclavo, condenado a servir en el zigurat durante toda su vida), pero había diversos grados de servidumbre. Kurun incluso había acompañado a sus superiores al mundo de arriba, cuando tenían poco personal en los días de fiesta, o a veces simplemente como un añadido. Había respirado el mismo aire que el propio gran rey en la sagrada cúspide del zigurat. Para aquello se había esforzado, maquinado y trabajado durante toda su corta vida.
Auroc le vio, levantó una mano y ordenó a uno de sus asistentes que se ocupara del pescado. Había humo en el aire, pero no el suficiente para escocer en los ojos o contaminar la comida. Los pozos de ventilación conducían a las laderas del zigurat, y en los días sin viento los mozos de espetón tenían que manejar los enormes abanicos de madera del techo, engrasando sus ejes con aceite de oliva que luego lamían de sus dedos.
El calor era devastador, como un cepo que absorbiera el agua de los cuerpos de los hombres. Surgía de las parrillas de brasa, irradiaba de los hornos de pan, y parecía haber permeado las mismas losas del suelo. Auroc tomó un odre goteante de una de las jarras de agua que había por todas partes y lo vacío de un trago.
—Kurun, mierdecilla oscura. Has tardado lo tuyo. Sígueme, muchacho. —Le dirigió una mirada significativa. Kurun asintió y se palmeó la faja. Auroc cerró un ojo durante un instante.
Había panaderos, carniceros, pescaderos, pasteleros, mezcladores de vino, cortadores, picadores, amasadores, fogoneros y toda clase de especialistas a lo largo de las cocinas del zigurat. Cada uno tenía sus aprendices, ayudantes y toda clase de subordinados a sus órdenes, como los oficiales de un ejército. Era un sistema de castas, basado no tanto en la raza o la clase sino en la habilidad, y en la cumbre de aquel mundo cerrado y estratificado estaban los cocineros, los hombres que recibían las órdenes directamente de los chambelanes del mundo de arriba, en aquel territorio sacrosanto que era la misma corte.
Auroc era un verdadero kefren, alto y pálido como un abedul de montaña, con los ojos violeta y la nariz de depredador de su raza. Era el supervisor y el señor absoluto de las cocinas, y en alguna ocasión incluso le habían llamado arriba para ser felicitado por su trabajo por el mismo gran rey. En ocasiones de estado especialmente importantes necesitaba la disciplina y equilibrio mental de un general en guerra, y exigía lo mismo a sus subordinados. Cualquiera que le fallara era enviado a una velocidad increíble a la Ciudad de los Esclavos, y condenado a una vida de esfuerzo en la oscuridad.
—¿Cuánto te ha cobrado? —preguntó Auroc, tendiendo una mano de largos dedos.
—Dos surics de plata, amo. Pero he negociado mejor que él. —Kurun le tendió el paquete envuelto en tela, y añadió a él un montón de monedas tintineantes—. Está todo ahí. Pero le he dado un cobre a un mendigo que conozco cerca del Camino Sagrado.
Auroc contempló su palma, y luego el rostro tenso del chico que tenía delante.
—Eres muy generoso con mi dinero, Kurun.
—Me lo habías prometido por el encargo. Y además te he ahorrado más dinero regateando.
Auroc inclinó la cabeza a un lado, como una enorme ave de presa, un buitre dorado de mirada astuta.
—Lo que dices tiene sentido. A mí me convence, pero no te serviría con todo el mundo. A algunas personas les parecerías presuntuoso. Ni siquiera el dinero que ahorras te pertenece. Tu sueldo no te pertenece, a menos que yo lo diga. ¿Me entiendes, chico?
Kurun bajó la cabeza.
—Entiendo, amo.
No vio la sonrisa que recorrió el rostro del alto kefren.
—Muy bien. Otra lección aprendida. Ahora tengo otro encargo para ti.
—¿Sí, amo?
—Ve a ver a Ramesh, el modisto mayor, y dile que tiene que vestirte con ropa adecuada para el palacio.
Kurun levantó la vista de golpe, con los ojos relucientes. Las preguntas bailaban por su lengua como burbujas doradas, pero no dijo nada. Se limitó a asentir, y se inclinó profundamente ante Auroc. Luego se volvió y se alejó a toda prisa, como si temiera que su amo fuera a cambiar de opinión. Auroc soltó una risita.
El grueso Borr se secó las manos y se acercó al cocinero mayor.
—Un buen chico, nuestro pequeño Kurun —dijo—. Lo estás malcriando, jefe.
—Es posible —dijo Auroc—. Pero recuerda lo que te digo, Borr; dentro de diez años ese niño estará donde estoy yo ahora, o incluso más arriba. Tiene madera.
Borr lanzó un resoplido.
—Es hufsan.
—No dejará que eso lo detenga. Creo que ha llegado el momento de dejarle ver un poco más de sol.
Borr se encogió de hombros. Su cráneo liso relucía de sudor, igual que su temblorosa papada. Tenía un rostro pálido y porcino con unos ojos sorprendentemente amables.
—Como tú creas. Pero ten cuidado, jefe. Ni siquiera este lugar le ha enseñado respeto, y a la gente de arriba no les gusta ver talento e iniciativa en un esclavo. Lo sé muy bien.
Auroc apoyó una mano en el hombro grueso de su interlocutor.
—El que no ha sentido la llama no teme al fuego. No puedo vigilarle siempre, Borr, pero si aprende algo de humildad en el mundo de arriba, no será una mala cosa. Completará su educación.
Las cocinas se preparaban para el frenesí diario de la cena. El segundo mayordomo les había hecho llegar el menú y, tras estudiarlo, Auroc había siseado entre dientes y blasfemado en voz baja. Mientras los asistentes se congregaban a su alrededor, empezó a dar órdenes. Luego hizo girar el reloj de arena más pequeño y dio una palmada. Recorriendo las cocinas como un general inspeccionando su primera línea, hizo que los asistentes estallaran en una tormenta de actividad, y a su vez los ayudantes empezaron a recibir gritos y pescozones mientras amasaban, batían y sazonaban en sus respectivos puestos. Cuando las cocinas se hubieron convertido en una cacofonía llena de sentido, Auroc ocupó su lugar junto a las plataformas, se llevó la mano a la faja y abrió el paquete de tela que le había traído Kurun de la Ciudad Baja. Tomó algo de polvo rojo con una uña, lo contempló durante un segundo, y luego lo aspiró, parpadeando y con los ojos llorosos.
Apareció Kurun, vestido con un quitón blanco como la nieve con una franja púrpura de pura seda, con el cabello engrasado y reluciente. Auroc lo estudió.
—Pide a Yashnar un poco de kohl. Te lo pondrá ella misma. Y carmín para los labios. Quítate las sandalias; arriba irás descalzo. Asegúrate de llevar limpias las uñas de los pies. —Auroc miró el reloj de arena—. Date prisa, Kurun. Te enviaré arriba con el primer plato.
El muchacho tragó saliva, más nervioso de lo que Auroc le hubiera visto nunca.
—¿Qué debo hacer allá arriba, amo?
—Asegurarte de que no queda ningún plato sin recoger. Estate quieto y mantén la boca cerrada. No mires a nadie a los ojos. Sé decorativo, Kurun, como un taburete que nadie usa. No te apartes de la plataforma, y cuenta los platos al recogerlos; ayer faltaron dos. Esos cabrones de arriba creen que no sé contar. ¿Me has entendido?
El muchacho volvió a tragar saliva.
—Si, amo. —Levantó la cabeza y miró a Auroc a los ojos—. Gracias por esto.
—No me des las gracias aún. Y asegúrate de mear antes de subir. Va a ser una noche muy larga.
Las poleas giraron en silencio, lubricadas por el fino aceite que tenía un precio absurdamente alto en la Ciudad Baja. Kurun sintió que ascendía, dejando atrás el mundo que conocía, la extensión humeante y sudorosa de las cocinas, la luz del fuego, los calderos negros y las largas mesas de madera con esclavos inclinados sobre ellas. Auroc le miró a los ojos e inclinó la cabeza. Luego se perdió de vista. Kurun estaba en un pozo oscuro. La plataforma temblaba bajo sus pies recién lavados, y a su alrededor había un gran despliegue de platos y bandejas cubiertos. Ascendió más, y la suave piedra pasó junto a su nariz. Al levantar la vista vio luz, el oro del sol del atardecer.
Lo contempló un momento mientras su tamaño aumentaba encima de él. Luego, deliberadamente, se inclinó y levantó la pesada cubierta plateada de uno de los platos junto a él. De su interior cálido y oloroso extrajo una oliva negra, que rezumaba una salsa roja y dulce. Se la comió, masticando en silencio, saboreando un manjar digno de un rey.
Luego la luz creció a su alrededor, el brillo del sol le inundó los ojos, y pudo oír el sonido del viento al pasar entre las ramas de grandes árboles, el canto de los pájaros y la música plateada de muchas fuentes.