La de Juliano, es una vida de las más extensamente documentadas de todos los emperadores romanos, lo que representa una ventaja y un inconveniente para el novelista histórico. El propio Juliano era un escritor prolífico, incluso obsesivo, y lo que se conserva de sus obras ocupa tres tomos completos de los textos clásicos de Loeb. A través de ellas podemos obtener una impresión sumamente interesante de la personalidad de Juliano, de sus inquietudes intelectuales, sus miedos y sus creencias religiosas, e incluso de su vida cotidiana. He procurado, en la medida de lo posible, incluir sus propias palabras en los diálogos de esta novela.
Igualmente valiosa, desde el punto de vista histórico-militar, es la historia de la última etapa del Imperio Romano escrita por Ammiano Marcelino, soldado que acompañó a Juliano y a sus predecesores en numerosas campañas. Como «hombre de trinchera», Ammiano presenta una visión fascinante de esos acontecimientos, una visión tan gráfica y emocionante que la mera ficción jamás podría superarla. Sus obras abarcan muchos años tanto anteriores como posteriores a los acontecimientos narrados en este libro y constituyen una lectura fascinante para quienes deseen ahondar en el tema.
También son muchas las epístolas de san Gregorio de Nacianzo que han sobrevivido para brindarnos una visión documental de la oposición cristiana a Juliano durante los últimos años de su vida, si bien la objetividad de Gregorio se ve mellada por su odio manifiesto al emperador. El séptimo sermón nos proporciona, además, la escasa información que poseemos sobre la vida y la carrera de su hermano Cesáreo, el médico imperial de Constancio y Juliano.
Entre las fuentes secundarias fiables están los clásicos, como la indispensable Historia de la decadencia y caída del imperio romano de Gibbon, y obras menos conocidas pero igualmente meritorias como las maravillosas biografías de Juliano escritas por Giuseppe Ricciotti, Gary Bowerstock y Polymnia Athanassiadi; trabajos de historia general como La vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio, de Carcopino; obras especializadas como Pagans and Cristians de Robin Lane Fox, y The Elephant in the Greek and Roman World, de H. H. Scullard, y manuales técnicos de la Antigüedad como Del arte militar de la caballería, de Jenofonte, y Epitoma Rei Militaris de Vegetio. También obtuve material sobre los estilos de vida y modos de pensar de la época de obras que son casi contemporáneas de Juliano: la Historia secreta, de Procopio, las Meditaciones, de Marco Aurelio y las Confesiones, de san Agustín quizá sean las más conocidas de las muchas que pertenecen a esa categoría, y con ellas he contado.
Los lectores interesados en la literatura clásica encontrarán en este libro, si lo leen detenidamente, gran número de referencias a la misma, sobre todo a La Eneida, de Virgilio. Y como todo escritor que se dedica a la Antigüedad, siempre me aseguré de tener cerca mis gastadas ediciones de Homero.
Soy el primero en reconocer que no habría sido capaz de llevar a cabo este proyecto solo, y aunque las limitaciones de espacio me impiden expresar mi agradecimiento a todas las personas que me ayudaron, sería una negligencia por mi parte no mencionar a las más importantes. La más obvia, cómo no, es Pete Wolverton, mi editor. Siempre le agradecí y apliqué minuciosamente sus sinceras opiniones y generosos comentarios, los cuales contribuyeron a mejorar enormemente este libro. Mi amigo y profesor de latín M. D. Usher me brindó valiosos consejos técnicos e históricos que le agradezco profundamente. Richard Ruud, comisario del distrito segundo del Departamento de Prevención de Incendios del condado de Clallam (Washington), me enseñó cuanto necesitaba saber sobre combustión orgánica. Y mis agentes, Bob Solinger y Mir Bahmanyar, se mostraron siempre dispuestos a darme un empujón o una lección de realismo cuando más lo necesitaba.
Mi mayor agradecimiento, naturalmente, va dirigido a mi familia, por su paciencia y apoyo inagotables frente a las presiones y dificultades que acompañan al trabajo de un escritor. Gracias, Eamon, por el café de las mañanas y las invitaciones a jugar. Gracias, Isa, por el acompañamiento de tu tarareo y los fabulosos abrazos a la hora de ir a la cama. Gracias, Marie, por los sueños y las esperanzas. Y, sobre todo, gracias, Cris, por tu aliento y consuelo, y por hacer que todo sea pleno. La vida, sencillamente, no puede ser mejor.
M. C. F.