El día siguiente fue testigo del traidor ataque de Sapor con los elefantes que ya te he relatado, hermano. Mientras los enfurecidos galos trepaban sobre los animales muertos y moribundos en pos de los persas con el fin de desquitarse, yo procedí a extraer la punta de hierro de la larga lanza que se había clavado en la costilla de Juliano, rompiendo el hueso en el proceso. Sostuve la punta del arma frente a mí, contra el pálido cielo, y contemplé su contorno simétrico y mortal. Permanecí así largo rato, admirando la hermosa lisura del hierro, las equilibradas lengüetas, los cantos afilados como cuchillas intactos pese al impacto contra el hueso, su eficacia incólume, su capacidad de matar todavía insatisfecha.
En el desierto, en lo alto de una montaña, a Cristo se le ofreció la oportunidad de cambiar el curso de la historia cometiendo un pequeño acto degradante. El motivo de ese acto era indigno y carnal, y Él, que era divino, se negó. En mi caso, el motivo era divino, pero yo era carnal. Acepté el trato, si bien en aquel momento tan complejas consideraciones, tales reflexiones, no pasaron por mi cabeza. Al bajar la vista hacia Juliano, que permanecía inconsciente, advertí en su cara la misma expresión de angustia que había visto la primera vez que lo encontré soñando con demonios y cristianos en su tienda, y simplemente obedecí al Espíritu que me impulsaba a hacer lo que aquella noche había cruzado por vez primera mi mente. Me incliné y satisfice el potencial sanguinario forjado y limado en esa punta de lanza cuidadosamente moldeada por un herrero anónimo que nunca conocería la hazaña que su obra había llevado a cabo.
Cuando me levanté, ordené al pelotón de caballería que trasladara a Juliano al hospital de campaña instalado por el oficial de intendencia. Nadie había sospechado ni por un momento que entre los caídos se encontraría el propio emperador. Una vez que se hubieron marchado, anduve a tientas por la maleza y las cenizas del campo de batalla recogiendo el instrumental que había dejado caer mientras atendía a Juliano y subí a mi caballo para seguirles.
Poco después, cuando llegué sucio y cubierto de sudor y del polvo de la batalla, Juliano ya había sido desmontado del caballo y llevado al interior de la tienda. Fuera, los guardias vociferaban en un latín de campamento con acento galo que apenas logré comprender. Dispersé la alborotadora aglomeración que empezaba a formarse alrededor de la tienda y entré. Juliano yacía en un catre limpio, donde Oribasio le estaba desnudando para lavarle.
El médico levantó la vista cuando me acerqué.
—Gracias a los dioses que estabas con él cuando cayó, Cesáreo —dijo—. Corre a lavarte y ven a ayudarme. La punta de la lanza le ha penetrado el hígado.
—Me lo temía —murmuré antes de ir a por agua.
—¿De veras? —preguntó una voz fría.
Frené mis pasos y me di la vuelta. No había reparado en su presencia al entrar, pero ahora salió de las sombras y avanzó hasta Juliano sin apartar sus ojos de mí.
—Buenos días, Máximo —dije con calma—. No te había visto.
Sin devolverme el saludo, me habló con su voz aguda y condescendiente.
—Los guardias que lo trajeron explicaron que la jabalina se había detenido en las costillas. Sin embargo, ahora la encontramos en el hígado.
Me burlé.
—Los guardias no saben nada de medicina.
—Ah, pero tú sí. Y sin embargo no intentaste extraerla.
Guardé silencio. Máximo aún no había dirigido la mirada a Juliano pese a tenerlo al lado. Inclinado sobre la herida, Oribasio sostenía una cataplasma de díctamo, pero había detenido su examen para escuchar la conversación.
—Al percatarme de que la punta había penetrado hasta más allá de las lengüetas, pensé que sería mejor traerlo al campamento para extraerla —expliqué con cautela.
—Comprendo —repuso Máximo, y bajó pensativo los ojos para mirar la herida de Juliano por primera vez. Por el costado solamente asomaba el fino astil de hierro. La punta estaba completamente enterrada en la carne, hecho que impedía ver si tenía lengüetas. Me percaté de mi error—. No conozco esta clase de lanza —prosiguió lentamente Máximo—, pero es evidente que tú sí. Resulta extraordinario que supieras que la punta, pese a estar tan hundida en el hígado, tenía lengüetas.
Le sostuve la mirada y me obligué a conservar la calma mientras hablaba.
—Es la jabalina de infantería que emplean habitualmente ambos bandos. He visto muchas heridas de esta índole entre nuestros hombres durante la marcha.
En el semblante de Máximo apareció un atisbo de decepción. Con todo, no se dio por vencido y prosiguió con su astuto interrogatorio.
—Y estos cortes en las manos… El guardia dijo que Juliano agarró la punta con tanta fuerza que se cortó los dedos. Sin embargo, a pesar de sus hercúleos esfuerzos, no logró extraerla aun cuando se hallaba hundida en un tejido blando.
Independientemente de lo que Máximo diga, incluso cuando no habla, la mandíbula se me tensa de irritación y el sudor empieza a pelarme las sienes.
—El emperador debió de cortarse con su propia espada al caer del caballo —aventuré—, y estaba demasiado debilitado por la caída para poder tirar de la lanza. Como ves, todavía está inconsciente.
Máximo me miró con los ojos destellantes y yo salí de la tienda con paso lento.
Esa noche, Juliano repartió sus bienes terrenales entre sus amigos, se negó a nombrar un sucesor para dirigir el ejército y en sus últimos momentos, a fin de pasar el rato y distraer la mente, trató de embarcar a Máximo y al afligido Oribasio en una discusión sobre la naturaleza del alma. Habló largo y tendido, y se han hecho muchas conjeturas acerca de la sabiduría y la profundidad de su discurso en el lecho de muerte, de su supuesta aceptación de la victoria de Cristo, de sus reflexiones sobre la curiosa naturaleza de la muerte y sobre el sosiego con que Sócrates, Séneca y otros héroes de la filosofía aceptaban su propio sino. Tales conjeturas son falsas, pues lo cierto es que el hombre deliraba, como le habría ocurrido a cualquier persona con el hígado horadado y rodeada de un ejército hostil.
Justo antes del amanecer, presa de un estremecimiento y con un gemido de dolor, Juliano murió. Oribasio lo atendía mientras Salustio y Máximo observaban al pie del lecho y el muchacho sordomudo permanecía sentado en un rincón con los ojos muy abiertos. Yo velé a Juliano, contemplando su rostro ojeroso, atormentado por su sufrimiento y por la enormidad del acto que había cometido, hasta que se lo llevaron. Habían transcurrido poco más de tres meses desde que el ejército iniciara su marcha victoriosa desde Antioquía.
Los cinco contemplamos el cuerpo en silencio. Era un momento de sosiego antes de que la noticia de su muerte corriera por todo el campamento sembrando temores y lamentos entre los soldados. Máximo inclinó su rostro escamoso sobre Juliano, cuya barba larga y tiesa rozaba el pecho inmóvil, y miró en las profundidades pétreas de los globos oculares del difunto, vidriosos cual abalorios. Los demás le observábamos conteniendo la respiración. Finalmente, con un suspiro, se enderezó despacio.
—Su alma se ha marchado al mundo de los muertos —declaró antes de dar media vuelta para abandonar la tienda—. Ya no está.
Se hizo el silencio y Oribasio me miró con curiosidad. Tras cierta vacilación, pronuncié una oración junto al cadáver, lo encomendé a Dios e hice la señal de la cruz. Máximo, que se había detenido en la entrada de la tienda, observó la escena con expresión de desdén. Te r miné mi oración y pasé por su lado para regresar a mis dependencias, pero él me siguió y, acelerando el paso, me dio alcance.
—He dicho que su alma se ha ido —repitió entre dientes.
Me detuve y me volví hacia él, sorprendido de que se molestara siquiera en dirigirme la palabra.
—Yo creo —repuse— que si se arrepintió antes de morir, resucitará. Su alma irá al Paraíso. He rezado para que así sea.
Máximo meneó despectivamente la cabeza mientras caminábamos envueltos en la luz grisácea del amanecer.
—Todo tiene su opuesto, médico, como el día tiene la noche, y el calor, el frío. El opuesto de la vida es la muerte, el opuesto de la existencia es la nada. Si Juliano ya no vive, significa que está muerto. Su alma renacerá en otra época, en otra entidad, pero Juliano está muerto.
Desvié la mirada y apreté el paso, pero Máximo se negaba a ser desoído. Sus cortas piernas se esforzaban por mantener mi ritmo, dos pasos suyos por un paso mío, como si anhelara inexplicablemente mi compañía. Volvió a hablar, esta vez con insistencia y apremio en la voz.
—También todo hombre tiene su opuesto —prosiguió—, como César tenía a Bruto, como Jesucristo tiene a Lucifer.
Sentí un escalofrío al oír el nombre de Nuestro Señor en esos labios blasfemos, pero me intrigaron las palabras del hombrecillo, su visión del mundo como un reino de contrarios, cada objeto con su opuesto, cada hombre con su doble maniqueo.
—¿Quizá como Juliano tenía a Constancio? —aventuré con cautela, aunque tratando todavía de alejarme.
—Quizá.
Guardé silencio y Máximo siguió mirándome con una expresión inescrutable.
—¿Y quién sería mi opuesto? —pregunté.
El hombrecillo sonrió dejando al descubierto su mellada dentadura.
—Médico, tú eres sanador —se limitó a decir antes de desviar la mirada hacia el altar del campamento, adonde uno de los etruscos conducía un buey para el sacrificio matutino de Máximo—. Eso significa que tu opuesto… soy yo.
Rompió a reír mientras desenvainaba su larga cuchilla y se encaminaba al adormilado animal. En el exhausto campamento reinaba un silencio inusual, roto únicamente por los lamentos de los heridos y el vago sonido, en las proximidades, de un canto aflautado que al principio no me llamó la atención. Me quedé donde estaba largo rato, absorto en mis pensamientos, contemplando al extraño hombrecillo, el antisanador, mi autoproclamado opuesto, mi negación, mi antídoto.
Y supe que, en ese aspecto, Máximo se equivocaba.
Giré sobre mis talones y eché a andar hacia mi tienda, pero el extraño canto se filtró de repente en mis pensamientos y tuve la sensación de que me seguía. Me detuve y escuché atentamente el canturreo. Luego, presa del asombro, me di la vuelta. De pie, en medio del camino de tierra, entre dos hileras de tiendas, mirándome pero sin osar acercarse, estaba el muchacho persa sordo, que había salido de la tienda de Juliano detrás de mí. Las palabras, casi ininteligibles, del antiguo himno cristiano que entonaba fueron, creo, las primeras que cruzaban sus labios, pero la sencilla y repetitiva frase siempre permanecerá en mi cerebro.
Padre que estás en los cielos…
Aleluya…
Padre que estás en los cielos…
Aleluya…
Las lágrimas brillaban al rodar por sus mejillas cubiertas de tierra. Su canto era tan humilde —un graznido, un susurro, unas pocas palabras entonadas con una melodía apenas distinguible, un himno terrenal que era pura sencillez— pero para mis oídos resultaba tan exultante y sentido como el coro de la gran Iglesia de Constantinopla. Descalzo y andrajoso, permaneció en medio del polvo, mirándome, y su rostro se iluminó con una sonrisa radiante.
Palabras sencillas. Un hombre sabio me dijo en una ocasión que no es posible expresar mayor júbilo por la Creación, mayor optimismo en la perfección del Reino que está por venir, que mediante palabras sencillas.
Y el sol salió un día más.