—Quema la flota.
Máximo alzó la cabeza bruscamente y sus ojos, bordeados de rojo, se abrieron de par en par con una suerte de malévolo asombro. Hasta el sobrio Salustio retrocedió.
—¿Señor? —dijo el general, dejando a un lado los mapas que estaba examinando en la tienda de Juliano.
—Ya me has oído. Quema hasta el último barco. Nos haría falta medio ejército para subir las malditas embarcaciones por el Tigris. Además, representan una tentación en el caso de que los soldados quieran huir. Quema la flota o impedirá que nos enfrentemos a Sapor con toda nuestra fuerza y valor.
Juliano ya había tomado la decisión de no sitiar Ctesifonte. La ciudad era demasiado fuerte, la guarnición superviviente demasiado numerosa y sus existencias —según información facilitada por desertores—, abundantes. Además, nuestra posición al pie de las murallas resultaba insostenible, aunque solo fuera por la presencia de un peligro con el que no habíamos contado: la enorme nube de moscas y mosquitos que llegaban del río y los canales, en tales proporciones que eclipsaban el sol de día, oscurecían las estrellas de noche y casi enloquecían a hombres y animales. Así pues, las criaturas más diminutas de Dios llaman la atención de las más grandes. El primer ministro de Sapor en Ctesifonte había enviado un embajador para ofrecer a Juliano la devolución de todas las ciudades romanas que los persas habían conquistado durante la última década, pero el emperador rechazó desdeñosamente la propuesta. «¡Devolver lo que nos pertenece por derecho no es una concesión! —espetó arrojando el documento a la cara del atónito embajador—. ¡Que los cobardes persas salgan de sus muros y luchen en las llanuras como hombres!».
Pero la guarnición de Ctesifonte no estaba dispuesta a hacer tal cosa. Nos lanzaban pullas y disparaban flechas sin ton ni son, desafiando al emperador a demostrar su coraje yendo a buscar al gran rey para combatir contra su ejército y no contra una guarnición sitiada. Juliano se tomó el insulto muy a pecho. No obstante, atacar al rey Sapor sin que la guarnición nos cerrara el paso por detrás exigía abandonar Ctesifonte y seguir el Tigris corriente arriba, hacia el norte. Era imposible llevar con nosotros la enorme flota.
—Quémala —repitió obstinadamente.
—Augusto —repuso Salustio con cautela, como si hablara a un niño excitado—, al menos déjala donde está, como… como… —titubeó, algo impropio de él, mientras Juliano le miraba severamente— como medio de retirada. Destina una guardia que la defienda de los ataques de la guarnición de Ctesifonte. En el peor de los casos, nuestros hombres podrían quemarla para impedir que se apoderaran de ella. Por otro lado, si Sapor nos obliga a… retirarnos, podríamos navegar por el Tigris hasta el golfo y llegar sanos y salvos a Egipto.
Eran más palabras de las que Salustio acostumbraba pronunciar de un tirón. Estaba claro que el asunto le inquietaba. Juliano, sin embargo, no quiso ni oír hablar de ello.
—La retirada no es una opción, Salustio —espetó—, y sospecharé de tu lealtad, como ya sospecho de tu sabiduría, si vuelves a plantear esa posibilidad. Tampoco regresaremos por donde hemos venido. Ya hemos arrasado la región y no quedan víveres. Mañana avanzaremos por el Tigris para reunirnos con Procopio, y Sapor, tarde o temprano, tendrá que vérselas con nosotros y caerá. Quema la flota.
Cuando miró en derredor, sus viejos camaradas, Oribasio, Salustio, yo, todos los que le habíamos servido fielmente en la Galia y cuyos consejos había solicitado y seguido en el pasado, callamos. Hasta Máximo permaneció mudo, reprimiendo sus habituales susurros al oído del emperador.
Juliano contempló nuestros rostros sombríos con aparente satisfacción.
—¿Ha quedado claro?
Al salir de la tienda, Salustio me llevó a un lado. Era la primera vez, creo, que me buscaba directamente.
—Médico —dijo con voz ronca, como si le diera vergüenza, pero mirándome fijamente—, llevas muchos años sirviéndole. ¿Acaso ha enloquecido?
—Así es —contesté sin vacilar—. Enloqueció hace años, cuando ofreció su primer sacrificio a Mitra.
Salustio bufó.
—En ese caso, hemos enloquecido todos, ¿no crees? Excepto tú. ¿Eres la única voz juiciosa dentro del círculo del emperador?
—Quizá. No puedo hablar por vosotros.
Al oír eso, la cara de Salustio se puso inusitadamente tensa.
—Si está loco, ¿por qué le seguiste hasta este infierno en lugar de quedarte en tu amada Nacianzo?
Callé, algo sorprendido de ver a Salustio sin su perpetua máscara de calma y dominio de sí. Debió de pensar que no le había oído, porque su rostro se crispó aún más.
—He dicho, médico, que si está loco…
Desperté de mi ensimismamiento y le interrumpí.
—No es a mí a quien has de plantear esa pregunta —dije—. Yo voy donde hace falta curación. Si he seguido a Juliano hasta este infierno es precisamente porque está loco. Esa pregunta deberías hacértela tú.
A la mañana siguiente, el humo negro y pringoso del sacrificio fue particularmente denso. El ejército había prendido fuego a cada campo, cada molino, cada huerta, casa y viñedo de Ctesifonte en un radio de veinte millas. El humo se mezclaba en el río con las finas espirales que todavía se elevaban de los rescoldos de mil barcos, la mayor destrucción infligida a una flota romana desde Actio cuatro siglos antes. En menos de una hora habíamos levantado el campamento.
Los habitantes de Ctesifonte se asomaron a las murallas de la ciudad para contemplar nuestra partida meneando la cabeza con alivio y extrañeza.
Avanzamos durante una semana hacia el norte, siendo nuestro objetivo la provincia romana de Corduene, situada a unas trescientas millas. Vivíamos exclusivamente de los víveres que transportábamos, pues alrededor de nosotros, en una extensión de varias millas a ambos lados, las tierras habían quedado arrasadas, primero a manos de nuestros soldados en las cercanías de Ctesifonte, y luego de los propios persas. Un amplio destacamento de la guarnición de esa ciudad nos seguía a una distancia respetuosa. No era lo bastante numeroso, hermano, para incitarnos a entablar una batalla campal, pues los persas habían descubierto que sus soldados no podían competir con los nuestros en un combate directo. Aun así, se dedicaban a hostigar y asaltar nuestros flancos, arramblar con valiosos carros de víveres, desviar tropas que podrían haberse empleado para ayudar con las provisiones y quemar los campos que se extendían ante nosotros obligándonos a marchar sobre cenizas. En un momento dado pasamos dos días sin poder avanzar, rodeados de maleza en llamas y un humo asfixiante.
Juliano se hartó finalmente de las quejas y temores de los hombres, pues hasta los veteranos galos empezaban a expresar abiertamente sus dudas sobre nuestros planes. Recurriendo a una vieja táctica del rey espartano Agesilao, los convocó urgentemente y se presentó ante ellos con Arinteo, un comandante tracio de constitución robusta. Agotado física y mentalmente, Juliano apenas podía hablar, y aún menos componer un discurso conmovedor como había hecho en el pasado para alentar a sus hombres.
—¡Tribunos, centuriones y soldados del ejército romano! —gritó con una voz ronca que apenas sobrepasó las primeras filas—. Me han llegado noticias de que teméis el hostigamiento del enemigo. Sus armaduras, decís, son impenetrables. Sus arqueros, infalibles. Su caballería demasiado veloz para alcanzarla con nuestros pesados ponis.
Hizo una pausa y hubo un murmullo de descontento.
—¡Mirad aquí! —exclamó—. ¡Mirad el origen de vuestro temor!
Arinteo inclinó la cabeza, y unos soldados empujaron al frente a tres prisioneros persas embutidos en la lustrosa armadura de la infantería del rey, las junturas de las articulaciones hábilmente forjadas para que se adaptaran a la perfección a los músculos y extremidades del soldado, y una representación del rostro humano tan ajustada a la cabeza que los hombres parecían revestidos de escamas metálicas. Las únicas aberturas por donde podía introducirse un arma eran los pequeños orificios de los ojos y las fosas nasales. El efecto del conjunto era estremecedor. No obstante, el impacto quedó amortiguado porque los prisioneros tenían las manos atadas a la espalda y se revolvían asustados, como si temieran que sus capturadores fueran a azotarles. De hecho, era evidente que ya lo habían hecho, pues uno de ellos goteaba sangre sobre las cenizas que tenía a sus pies.
Los hombres observaban a los tres prisioneros en silencio. Arinteo inclinó de nuevo la cabeza y tres guardias musculosos dieron un paso al frente y cada uno procedió a desnudar bruscamente a un persa, arrancando los cascos con tal vehemencia que les arañaban el rostro y cortando apresuradamente las correas y cierres que ceñían las armaduras. Una vez desnudos salvo por el taparrabos, los empujaron hacia delante y les obligaron a permanecer allí, frente al ejército romano, una auténtica vergüenza para los recatados persas. Dadas las claras muestras de turbación de los prisioneros, que se apretaban las manos contra la entrepierna, algunos soldados romanos rieron incómodos.
—¡He aquí el origen de vuestro temor! —repitió Juliano con los ojos muy abiertos y el rostro colorado de ira, mirando a los perplejos prisioneros. Ciertamente, es una condición exclusiva del hombre odiar a sus víctimas—. ¡He aquí la flor del ejército persa! Individuos miserables e inmundos que huyen como cabras cuando empieza la batalla.
La escena era, efectivamente, grotesca, pues al lado de los tracios robustos y bronceados que Juliano había elegido para la demostración los persas parecían mendigos de miembros flacuchos y cuerpos enfermizamente pálidos. Permanecían encogidos mientras los enormes legionarios les miraban con desprecio.
Esta vez fue Juliano quien inclinó la cabeza, y rápidamente cada tracio rodeó con un brazo el cuello de su prisionero y lo partió. Los tres persas cayeron mudos al suelo, sus ojos muertos mirando al cielo con asombro. El ejército romano guardó silencio.
—¡He aquí el destino del rey Sapor cuando ose hacer frente a nuestro ejército! —aulló Juliano con un tono de voz casi histérico.
Recibió unos pocos vítores carentes de entusiasmo antes de regresar a su tienda a grandes zancadas, murmurando y gesticulando con vehemencia para sí.
Los hombres volvieron a sus tareas y yo me recluí en mi tienda, avergonzado por la espantosa demostración. Juliano estaba enloqueciendo. Lo había sospechado durante años, llevaba meses convencido de ello, pero ahora hasta los soldados se daban cuenta. Estudié mis textos médicos buscando desesperadamente un remedio que equilibrara su imparable paranoia, su vanidoso deseo de gloria a costa incluso de su propia supervivencia. Sospechaba que su enfermedad no era orgánica, no era del cuerpo, pues de lo contrario los genios de la medicina ya la habrían curado. No, era una enfermedad de la mente, y no de la mente de cualquiera, sino de la mente de los hombres poderosos y ambiciosos. Lo cierto era que, salvo contadas excepciones, había afectado en mayor o menor grado a todos los emperadores romanos desde tiempos inmemoriales. Ni siquiera la filosofía era ya un antídoto para Juliano, si es que alguna vez lo había sido.
Al día siguiente, poco después de ponernos en marcha, divisamos en el horizonte una enorme nube que parecía de humo o polvo, una masa oscura que se elevó súbitamente por encima de la llanura, mucho más allá de donde nuestros exploradores osaban llegar. Al principio corrió el rumor de que era una gigantesca manada de onagros, esos asnos salvajes que abundan en estas regiones y se desplazan juntos para protegerse del ataque de los leones, igualmente numerosos. Después se dijo que era el ejército de Procopio, que llegaba con las tropas armenias del rey Arsaces como refuerzo para poder reanudar el asalto a Ctesifonte y capturar la ciudad de una vez por todas. Luego se extendió el temor de que la nube la provocaba el poderoso ejército del rey Sapor, que finalmente regresaba de su fallido intento de interceptarnos por el norte. Juliano escuchaba todos estos rumores impasible, observando la nube marronácea como los demás hombres, viéndola elevarse en el cielo, sin que tampoco él fuera capaz de discernir la causa.
Para evitar un error fatal en una situación incierta, ordenó que sonaran las cornetas y que los hombres acamparan donde estaban, a orillas de un arroyuelo, a pesar de que no era ni mediodía. Luego mandó fortificar el campamento con una apretada empalizada de escudos clavados en la tierra. El polvo de la enorme nube seguía avanzando hacia nosotros, muy por delante del vasto número de cuerpos que la originaban, y no tardó en envolvernos bloqueando la tenue luz del sol crepuscular y tiñendo la cara y la piel de los hombres de un extraño brillo rojizo. Esa noche nos acostamos asustados, ignorando todavía qué traía esa nube sigilosa del norte.
Despertamos al amanecer para descubrirnos rodeados de un ejército persa.
Los soldados estaban callados, extrañamente dóciles. No nos atacaban, ni fanfarroneaban, ni enviaban mensajeros. Únicamente nos observaban desde una distancia prudente. Levantamos el campamento y continuamos hacia el norte mientras los persas se dividían a lo lejos, a medida que avanzábamos, acompañándonos con cautela por ambos lados y por la retaguardia. Pronto descubrimos que su pasividad no se debía al miedo sino a la espera, pues se trataba únicamente de la vanguardia del ejército del rey. Otro enorme destacamento llegó al día siguiente, cien mil soldados de infantería, arqueros y elefantes dirigidos por Meranes, general superior del rey, y asistidos por dos hijos de Sapor. Eso no era todo. Que el cielo nos asista, me dije, pues poco después se presentó un tercer destacamento de igual tamaño que el de Meranes, aunque algo más lento debido al equipo pesado y los elefantes que llevaba consigo. El tercer ejército lo dirigía el rey Sapor en persona.
Con todo, los persas seguían negándose a atacar, sabia decisión ya que el tiempo estaba de su parte. La fuerza del verano caía de lleno sobre nosotros y los fornidos veteranos de la Galia y Germania languidecían bajo la sofocante polvareda y el incesante calor. La cabeza y el cuerpo les hervían bajo la armadura, mas se resistían a quitársela, pues los constantes ataques por los flancos y las inquietantes acciones de los arqueros y la caballería persas les obligaban a permanecer siempre alerta. La cara y el cuello de los soldados, sobre todo los de piel clara, aparecían colorados, cubiertos de ampollas a causa del implacable sol y en carne viva por las picaduras de las moscas. Los insectos aterrizaban dondequiera que hubiera humedad: una axila sudorosa, la comisura de un labio, una ampolla en el cuello o el hombro. Nuestros soldados vivían en un tormento constante y los persas seguían hostigándonos desde lejos, quemando hasta la última planta, obligándonos a avanzar a lo largo de millas de maleza humeante que horas antes habían sido llanuras de verdes pastos y campos de cereal maduro.
En un valle seco y desolado conocido en el dialecto local como Maranga, el rey finalmente se dejó ver dirigiendo un ataque de caballería contra nuestros soldados en una acción que casi podía considerarse una batalla, aunque nada parecido a lo que estábamos deseando provocar. Con todo, el enfrentamiento provocó una pérdida considerable de sátrapas y jinetes persas y no pocos soldados de infantería de nuestro bando. Las condiciones resultaban sumamente favorables para el adiestramiento y la destreza de la caballería persa, capaz como era de lanzar jabalinas y disparar flechas en cualquier dirección cabalgando a gran velocidad para luego huir, levantando una nube de polvo, antes de que las defensas romanas pudieran reaccionar.
La noche que llevaron a cabo esa acción, el 25 de junio, mientras Juliano todavía dudaba de qué lado había sufrido más pérdidas, ambos ejércitos acordaron una tregua de tres días para limpiar el terreno y atender a los heridos. Nuestros hombres trabajaron en la oscuridad, a la luz de las antorchas, recogiendo cadáveres romanos, pues era intención de Juliano aprovechar la tregua para partir a la mañana siguiente y crear distancia entre nosotros y el rey o, por lo menos, encontrar un terreno favorable donde organizarnos y provocar una batalla a gran escala. Esa noche, nuestra sesión estratégica en la tienda de Juliano se alargó tanto y los consejeros estaban tan cansados que la mayoría echábamos cabezadas donde podíamos, en los bancos o en el suelo, que estaban abarrotados de gente y papeles.
Y así llegamos al comienzo de mi relato, hermano, pues esa fue la noche que ya he descrito, la noche más oscura de mi vida, cuando soñé que la extraña mujer de sobrenatural belleza entraba en la tienda y se acercaba a Juliano con un misterioso bulto en los brazos.
Tras despertar, alarmado por la visión, Juliano nos ordenó que regresáramos a nuestras tiendas. Yo me dispuse a salir detrás de Salustio y Máximo, mientras Juliano se reía de mi desconcierto, todavía evidente por la palidez de mi cara.
—¡Un sueño! —exclamó—. ¡Nuestro médico ha tenido un sueño! ¡Tal vez los dioses hayan decidido comunicarse finalmente con él!
Hice una mueca, y justo cuando salíamos de la tienda un enorme meteoro cruzó el cielo desde la casa de Ares, como había hecho en las montañas de Tracia, dibujando una estela de fuego hasta desaparecer en el oscuro horizonte con la misma rapidez con que había asomado. Juliano quedó sin habla. Aunque no lo dijo, yo sabía que lo interpretaba como una respuesta de los dioses a su promesa hecha en Ctesifonte, cuando juró que no volvería a ofrecer un sacrificio al dios de la guerra. Comprendí, por el sudor que brotó inopinadamente de su frente, que lamentaba sus precipitadas palabras.
—Máximo y los arúspices dirán que debemos abstenernos de actuar hasta que aparezca una señal más favorable —comentó, como si ignorara mi opinión sobre este juego de adivinos.
—Si crees en las premoniciones, Juliano, no hay razones para pensar que un cometa no es un signo favorable —dije.
Permaneció en silencio largo rato, sin dejar de mirar el cielo.
—Cesáreo, he perdido la confianza. Esta noche he vuelto a tener el sueño, el Genio de Roma.
—Lo sé, Juliano.
Me miró sorprendido.
—Esta vez ha sido diferente. Ella me tendió la cornucopia, pero estaba… vacía.
—Solo es un sueño —repuse.
Meditó mi respuesta unos instantes.
—Los antiguos dicen que el sueño tiene dos puertas: la primera es de cuerno vulgar y por ella pasan fácilmente todos los espíritus. La segunda está hecha de un marfil inmaculado, blanco, lustroso, pero por esta puerta sombras malvadas nos envían sueños falsos para que nos atormenten. ¿Por qué puerta vino a mí el sueño?
Aguardé a que dijera más pero calló, y cuando me volví se me apareció agotado y menudo, con los hombros hundidos y una expresión de desaliento en el rostro.
—Mañana —dije con firmeza— harás lo que debas hacer para garantizar la seguridad del ejército.
Suspiró cansinamente y me miró con resignación.
—Cesáreo, lamento haberme burlado de ti hace unos minutos —dijo—. Sabes que, en mi opinión, no existe un hombre más valiente que tú, tanto dentro como fuera del campo de batalla. Mañana permanece a mi lado.
Que Dios me perdone por haber obedecido su orden. Para gran perjuicio de Juliano, me quedé con él hasta el final.