Estaba equivocado. Nada se interponía entre nosotros y Ctesifonte salvo el Éufrates y el Tigris, dos de los ríos más grandes que ha conocido el hombre. A esta altura de sus respectivos cursos apenas los separan unas millas, las cuales constituyen una rica región dedicada estrictamente a la defensa y el placer del rey, una isla fértil cubierta de viñedos, de generosas huertas y arboledas, y salpicada de magníficos pabellones y cotos de caza de todos los rincones de la tierra. Mas ¿cómo cruzar esos dos ríos y ascender por la empinada margen izquierda del Tigris para llegar hasta el enclave estratégico de Ctesifonte? ¿Y cómo trasladar nuestra valiosa flota por la tierra que se extendía entre ambos cauces? Admito, Hermano, que eso me tenía muy preocupado desde que Juliano se decidiera por esta ruta de la orilla derecha del Éufrates. De hecho, yo no era el único, pues los generales del emperador llevaban semanas susurrando sus temores sobre el mismo asunto. Únicamente a Juliano y Salustio parecía no preocuparles nuestro avance hasta Ctesifonte, y era lógico, pues solo ellos estaban versados en historia.
Hace dos siglos y medio, cuando el emperador Trajano siguió esta misma ruta para atacar a un antepasado del rey Sapor, fue lo bastante previsor para llevar consigo un excelente destacamento de ingenieros dirigidos por un genial hidrógrafo cuyo nombre se ha perdido pero cuyas obras siguen siendo más resistentes que las del propio Trajano. Este hombre había advertido, al estudiar las elevaciones y la configuración del terreno, que podía abrirse un canal entre ambos ríos y desviar agua del Éufrates a fin de conducir los barcos hasta el Tigris. Trajano llevó a cabo el proyecto, luego los persas taparon su gran obra, y un siglo más tarde Severo volvió a excavarla. Los persas la cubrieron de nuevo, esta vez obturando la boca del canal con enormes piedras y ocultando su recorrido para que futuras generaciones no pudieran encontrarlo. Sin embargo, no habían contado con la perseverancia de Juliano. Tras armar a toda prisa un puente de pontones sobre el Éufrates que todo su ejército cruzó, capturó e interrogó a gran número de campesinos y granjeros de la zona. De ese modo logró localizar el tramo exacto donde la tierra era menos compacta y más fértil en comparación con las llanuras circundantes, y poniendo a trabajar a sus ingenieros dio con la pista del antiguo canal y las rocas que taponaban la boca.
Fue tarea fácil abrirlo de nuevo una vez que cuarenta mil hombres se pusieron a cavar. Una semana sacando barro, tarea en la que el propio Juliano colaboró desnudándose y sumergiéndose hasta los hombros en la enorme zanja como el esclavo más humilde, exhortando a sus hombres a arrastrar los escombros y la tierra de generaciones para la gloria de Roma. Con una enorme e impetuosa oleada producida al retirar la última piedra, el poderoso Éufrates descendió dos pies de profundidad en la boca del canal y la flota navegó felizmente, sobre una marea de agua turbia de lodo, hasta el Tigris, donde ancló apenas a dos millas del otro lado de la ciudad de Ctesifonte, corriente arriba.
Cuando Juliano alcanzó el Tigris a bordo de la embarcación principal, adornada con los banderines y estandartes de todas sus legiones y una guardia ceremonial de fornidos legionarios, apenas podía concentrarse en la tarea que tenía entre manos. Sin echar siquiera una ojeada a las gigantescas murallas de la ciudad, visibles ahora río abajo, clavó la mirada en el horizonte del noroeste, imaginando ansioso la llegada de Sapor al frente de sus tropas. Deseó en voz alta que el rey persa se hubiera retrasado o incluso hubiera caído ante las fuerzas aliadas de Armenia dirigidas por el general Procopio, de quien no tenía noticias desde que sus ejércitos se separaran unas semanas antes.
—Es un suicidio —exclamó Víctor, que buscó con la mirada el apoyo de los demás generales reunidos en la tienda—. ¡Un verdadero suicidio!
Del exterior llegaban los vítores de las tropas congregadas en la orilla del Tigris, en la decreciente luz de la tarde mientras proseguían las carreras de caballos. Juliano había organizado unos juegos para celebrar nuestra inminente llegada a Ctesifonte. Los hombres improvisaron un hipódromo enorme, palestras para la lucha libre y el boxeo y una pista larga y recta a lo largo de la orilla para las carreras pedestres. El emperador llegó incluso a determinar el lugar exacto donde los espectadores —el ejército al completo— debían hacer las apuestas y animar a sus camaradas para que el fragor de las cornetas y el clamor de los soldados alcanzaran la orilla izquierda del río y la propia ciudad. También había tomado la precaución de apostar guardias a lo largo de la margen del río para impedir que los espectadores se agolparan en ella para ver el espectáculo. Quería que la guarnición persa situada al otro lado de la corriente tuviera una panorámica despejada de las actividades, y lo consiguió, pues, cual romanos humildes que solo podían pagar localidades baratas, la guarnición de Ctesifonte al completo, unos veinte o treinta mil hombres, se congregó en la ribera del río, a un cuarto de milla de distancia, para ver los juegos con vivo interés. Colocaron taburetes y mantas en la orilla y se pasaron jarras de vino mientras animaban a sus favoritos y gemían cuando perdían, comportándose en general como invitados, y en realidad lo eran, por expresa invitación del emperador romano. Juliano observó la escena con satisfacción.
Otro rugido del exterior ahogó las palabras de Víctor dentro de la tienda. Cuando hubo amainado, Juliano, sin tomar en consideración el pesimismo de Víctor, miró furioso a los demás generales.
—Un aplazamiento —dijo desdeñosamente— no hará que el río se estreche ni que la orilla opuesta descienda. El tiempo solo hará que el enemigo se fortalezca, que aumente en número. No conseguiremos el éxito a fuerza de esperar. Debemos actuar de inmediato. El enemigo está relajado porque piensa que nuestros hombres pasarán la noche de juerga. No se nos presentará una oportunidad mejor. Roma no puede esperar. —Y dio media vuelta.
Salustio se levantó para marcharse.
—Descargad los barcos más grandes —ordenó a los demás— y agrupadlos en tres escuadrones. Mantened a los hombres festejando; cuanto más ruido armen, mejor. Eso hará que la guarnición permanezca con la guardia bajada. Actuaremos a medianoche. Víctor, tú dirigirás cinco barcos, cruzarás con ellos el río y descenderás una milla. Toma la cabeza de playa en silencio para dividir la guarnición de la ciudad. El resto de la flota, que transportará al ejército, se unirá a ti de escuadrón en escuadrón. Ahora, moveos.
Los generales salieron en silencio al calor de la noche, y Juliano y yo quedamos solos en la tienda. Él se volcó un rato en su trabajo mientras yo revisaba algunas notas y levantaba la vista cuando un clamor se filtraba del exterior. Al rato, apoyándose en el poste de la tienda, Juliano se desperezó y se frotó los ojos fatigados. Entonces me miró como si acabara de reparar en mi presencia.
—Cesáreo —dijo, casi con tono de disculpa—. Todavía el único hombre de todo el campamento dispuesto a permanecer despierto conmigo. Todavía el mejor amigo que tengo.
Me sonrió y meneó lentamente la cabeza. Sonreí a mi vez pero no dije nada, y él se percató de mi escasa disposición a aceptar del todo su rama de olivo, a reparar la amistad que tanto se había resquebrajado en el palacio un año antes. El semblante se le nubló mientras sus ojos se llenaban de inquietud.
—Y sin embargo sigue existiendo esa distancia entre nosotros —añadió—, esa barrera que yo creé y soy incapaz de derribar. Todavía me echas en cara mi grosería durante aquel banquete. Cesáreo, si no te lo he dicho antes, te lo digo ahora: lamento sinceramente mi conducta de aquella tarde.
Negué con la cabeza.
—No es eso. Aquello es agua pasada. Pero tienes razón, existe una barrera. No puedo por menos de lamentar la hostilidad que sientes hacia tu pasado, hacia todo lo que es cristiano, hacia…
Juliano interrumpió mis palabras con un suspiro de exasperación. Se levantó y caminó hasta su mesa, donde empezó a pasearse de un lado a otro.
—¿Todo se reduce a eso, Cesáreo? ¿Sigues negándote a ceder un poco, a llegar a un acuerdo conmigo? No he prohibido ninguna religión, no he arrojado a ningún hombre a los leones ni a los gladiadores. ¿No te basta con que haya permitido que todas las sectas convivan pacíficamente dentro del Imperio? ¿Por qué debo besar los pies del Papa antes de que te des por satisfecho?
—Porque Dios no convive con otros dioses —contesté.
—¿No? —Se volvió hacia mí con el rostro enrojecido—. Cesáreo, hemos atravesado el desierto y conquistado las tierras del rey más poderoso que Persia ha tenido en generaciones. Hemos destruido cada una de las fortalezas que hemos encontrado por el camino, y todo ello al compás de los himnos que elevamos a Ares y con las manos lavadas en la sangre de los bueyes sacrificados. Si tu Dios sintiera tantos celos de los demás dioses, ten la seguridad de que no me habría permitido semejante éxito en la batalla. Cesáreo, Cesáreo, ¡sé lógico! Al insistir en que adore como tú a tu Dios, en que me someta a él, ¡te burlas de mí! ¡Te burlas de todo lo que he conseguido hasta ahora!
Seguí sentado, mirándole sosegadamente, mientras él volvía a pasearse nervioso por la tienda. Y como las palabras elocuentes se negaron a visitar mis labios, decidí aceptar tu consejo, hermano, de hablar con sencillez y decir solamente la verdad.
—Yo, en cambio —repuse con calma—, solo veo benevolencia por parte de Dios al permitirte ese éxito. Tú, sin embargo, me exiges que atribuya el mérito de tu victoria a una deidad griega largo tiempo desacreditada. Si cambiara de dios como el viento de dirección, ¿no tendrías una pobre opinión de mí? ¿Preferirías que me convirtiera a tus dioses por un capricho tuyo? ¿Qué diría eso de mí o de cómo eliges a tus compañeros?
Juliano detuvo sus pasos y me observó largo rato. Luego se relajó y dejó escapar una risita.
—Para alguien que siempre se ha declarado ignorante en el arte de la retórica, te has expresado muy bien —dijo a regañadientes—. Si permito que sigas siendo el representante cristiano en mi corte se me tendrá por un idiota, pero si insisto en que te conviertas se me condenará por haber admitido a un pelele. En ambos casos soy yo quien sale perdiendo. Me hieres con una flecha adornada con una pluma de mi propia ala.
—No es eso lo que pretendo. Yo no te he importunado por tus creencias. ¿Por qué te preocupas tú de las mías?
—Sí me importunas, Cesáreo —afirmó Juliano con los ojos entrecerrados—, aunque más con tu actitud que con tus palabras. Cada vez que me miras me estás acusando. Te diriges a mí, cuando lo haces, con el más estricto mínimo número de palabras. Te ocultas durante mis sacrificios y rechazas el lugar de honor reservado para ti junto con mis demás consejeros, dejando un asiento vacío que resulta desagradable a la vista. No haces otra cosa que importunarme.
Me levanté.
—En ese caso, quizá sea mejor que deje de atenderte. Ofreceré mis servicios a los cirujanos del campamento.
Tras reflexionar un instante, la expresión de Juliano se suavizó.
—No, no permitiré que trabajes con esos matasanos. El problema, Cesáreo, es mío y solo mío si permito que mi paz mental se vea perturbada por la obstinación de un solo hombre. Tus servicios son necesarios aquí.
Tomó asiento y la vehemencia y sinceridad que por un momento había atisbado en su rostro desaparecieron como una vela que se apaga, para ser reemplazadas por una expresión neutra de resolución. Aguardé en silencio a que prosiguiera, mas no volvió a levantar la vista de su trabajo. Interpreté su silencio como una señal de que ya no requería mi presencia y me marché.
Los cinco barcos abandonaron sigilosamente sus amarres portando cada uno ochenta hombres con las armas y los escudos cuidadosamente envueltos para que no repicaran, y los remos amortiguados con trapos para reducir el chapoteo. Los soldados que quedaban en el campamento estaban al tanto del plan, y afilaban sus armas y formaban filas en sus propios barcos sin dejar de alimentar los cientos de hogueras que bordeaban la orilla y el jolgorio soltando carcajadas, gritando mecánicamente apuestas y maldiciones y entonando canciones obscenas que viajaban por el silencioso y negro río.
A oscuras, los cinco barcos navegaron con la proa recta hacia el centro del río a lo largo de cincuenta o cien pies, hasta dejar atrás los bancos de arena de la orilla; entonces comenzaron a descender dejándose llevar por la corriente con el objetivo de atracar en un punto que había sido explorado antes de que anocheciera, donde la ribera se elevaba de forma más gradual. No había luna que iluminara el trayecto, pues habían escogido esa noche a conciencia. Tres exploradores habían nadado al caer la tarde hasta la playa donde debían desembarcar, cada uno con una brasa de carbón en un frasco sellado y un envoltorio impermeable con astillas secas embadurnadas de brea. Si alguno de los nadadores sobrevivía tras permanecer sumergido entre los juncos durante varias horas, debía encender un fuego para guiar a los barcos.
Rodeado de sus generales, Juliano aguardaba con la flota congregada en la orilla, escudriñando la oscuridad. Las risotadas y los cantos resultaban insoportables, disonantes, pues la tensión del momento pedía a gritos silencio y concentración. Al otro lado del río, en el campamento persa, todo seguía como antes, las hogueras reduciéndose a rescoldos y los piquetes vociferando ocasionales consignas en la oscuridad. Me esforcé por aislarme del irritante alboroto concentrándome en otros sonidos y sensaciones, pero mis ojos solo veían oscuridad en la dirección en que habían desaparecido los barcos. Mis oídos hipersensibles no solo sufrían la tortura del jolgorio, sino de los sonidos insignificantes de la mera existencia: el lento golpeteo del agua contra la arena, el chirrido de las sandalias del hombre que tenía al lado meciéndose irritantemente sobre sus talones.
De súbito Juliano dio un paso al frente.
—¡Mirad! —susurró con voz ronca—. ¿No es la señal de fuego?
Vagamente, semejante a una chispa lanzada por una de nuestras hogueras, divisé al otro lado del agua una partícula naranja que parpadeó un instante, pareció desaparecer y de pronto se intensificó al hacer contacto con la yesca y las astillas, después de lo cual su artífice se apresuró a soplar y añadir las ramitas que había llevado consigo. La luz se hizo visible para todos y su gemela apareció en la negrura rizada del agua.
—¡Los nadadores lo han conseguido! —exclamó aliviado Juliano, y los hombres se dieron palmadas en los hombros, pues eso significaba que los cinco primeros navíos no tardarían en desembarcar para hacerse con el control de la playa.
Nos disponíamos a subir a nuestros barcos cuando, de pronto, el cielo del este se iluminó con un millar de bolas de fuego que surcaron el aire formando arqueadas y veloces estelas amarillas. El pánico cundió entre los hombres.
—¡Flechas de fuego! ¡Los persas los están atacando con flechas de fuego! —gritó alguien.
Otras estelas feroces cruzaron raudas el cielo y una conflagración azulada se extendió para revelar el infernal rugido de un barco destruido. Vimos figuras que corrían frente a las llamas y el viento nos traía gritos ahogados.
—¡No! —exclamó Juliano antes de saltar por encima del agua y trepar a la regala del barco más próximo—. ¡Es la señal! ¡Han tomado la playa! ¡Por señas nos dicen que vayamos, que las colinas están a nuestro alcance!
Salustio le miró boquiabierto.
—¡Señor! Eso no es…
—¡Soltad la flota! —aulló Juliano, silenciándole—. ¡Es la señal! ¡Todas las manos a los remos! ¡Ctesifonte es nuestra!
Con un bramido, los hombres se precipitaron hacia los navíos, empujando los que ya estaban cargados y subiendo a los que aguardaban pasaje. Al poco la flota se hallaba en el río y los hombres, olvidada ya toda prudencia, encendían antorchas y marcaban con gritos el ritmo de las paladas mientras remaban hacia el punto de desembarque acordado. Al otro lado del río, en el campamento persa, reinaba el caos, los hombres y los caballos huían en todas direcciones. Sus gritos flotaban sobre el agua para llenar los huecos de los cantos de nuestros hombres.
Cuando llegamos, los barcos de Víctor no eran más que cascos en llamas destruidos por las marmitas de nafta y las flechas de fuego lanzadas por el destacamento persa que se hallaba vigilando ese tramo del río por si se producía una invasión. Los hombres de Víctor, no obstante, habían conseguido saltar a los juncos y matar a muchos enemigos que se habían lanzado al agua para saquear las naves romanas antes de que se quemaran del todo. Gracias a ellos, el resto de la flota tuvo tiempo de desembarcar sana y salva, tal como Juliano había previsto que ocurriría al lanzar su improvisada mentira, y llegar a lo alto de la orilla antes de que la guarnición persa pudiera regresar para interceptarnos. Cuando lo hizo, ya era demasiado tarde: treinta mil soldados romanos habían desembarcado, y seguían llegando más en gabarras y balsas, algunos sobre sus escudos de madera remolcados mediante cuerdas que colgaban de la popa de las embarcaciones si ya no quedaba sitio para ellos a bordo.
La noche fue larga, pero la cabeza de playa resistió. Cuando los primeros rayos de sol asomaron por las enormes murallas de Ctesifonte, a tan solo media milla de distancia, el ejército romano al completo se organizaba para la batalla en lo alto de la elevada ribera, mientras medio millar de embarcaciones cubrían el ancho del Tigris. Pese a sus dudas iniciales, Víctor había obrado magníficamente; había despejado el terreno de defensores y organizado las tropas que iban llegando. Los ingenieros estaban montando el equipo pesado y las armas de artillería, en algunos casos antes de desembarcarlas. También se estaba trasladando en barcas el ganado, una forma deliberada de comunicar a los persas que era nuestra intención instalarnos en la orilla izquierda del Tigris.
La guarnición de Ctesifonte, por su parte, se había recuperado del caos de la noche previa, y hay que decir a su favor que el tamaño de su ejército había aumentado notablemente con respecto al día anterior, hasta el punto de igualar e incluso superar al nuestro. Una de dos, o un destacamento había permanecido en reserva dentro de las murallas de la ciudad, o el gobernador local se había apresurado a reunir guarniciones de las urbes y pueblos vecinos. Nosotros observábamos con inquietud los preparativos persas mientras los romanos permanecían en formación, aguardando la orden de atacar. El enemigo contaba con la ventaja del terreno, emplazado como estaba en lo alto de una larga ladera que llegaba hasta las puertas de la ciudad, la cual, además, estaba dotada de baluartes y de trincheras cavadas durante los últimos días. Media milla cuesta arriba resulta interminable si has de correr con la armadura mientras te enfrentas a una lluvia de flechas persas, y los defensores tenían intención de hacernos sudar sangre con cada paso que diéramos. Miles de espectadores, hasta mujeres ataviadas con sus mejores galas, se habían instalado en lo alto de las murallas, protegidos por toldos y sombrillas, para presenciar el acontecimiento.
Para hacernos frente los persas habían formado apretadas filas de arqueros protegidos con ceñidas lorigas tan lustradas que hacían daño a los ojos de lo mucho que brillaban. Contaban con el apoyo de destacamentos de infantería, que llevaban los escudos de la guardia del rey, unas presas curvadas que los cubrían de los hombros a los pies, fuertes pero ligeras, fabricadas con mimbre y reforzadas con lustroso cuero curtido. Los sementales blancos de los oficiales aparecían protegidos con la misma piel aderezada, y sus jinetes lucían un casco y una armadura con incrustaciones de piedras preciosas tan grandes que podíamos distinguir su color desde donde estábamos. Con todo, lo más aterrador eran las manadas de elefantes que aguardaban impacientes detrás de las tropas y cuyos inmensos cuerpos grises semejaban colinas vivientes. Nuestros soldados los contemplaban con nerviosismo, pues, aunque habíamos oído que el rey Sapor utilizaba tales bestias, habíamos confiado en que se las hubiera llevado en su expedición Tigris arriba.
Pese al caos y el alboroto generados al cruzar el río, Juliano no había olvidado un solo detalle en la preparación de sus líneas de combate. Se había ocupado de identificar a las tropas más débiles, es decir, los soldados asiáticos que se habían unido a nosotros en Antioquía, y colocarlas no en la retaguardia, donde existía el riesgo de que se asustaran y huyeran sin que nadie los detuviera, ni en la vanguardia, donde podían tropezar a causa del miedo y hacer que todo el ejército se diera a la fuga, sino repartidos en pequeños grupos entre sus demás compañeros, entre los fornidos galos que le habían acompañado desde Estrasburgo y que sabía se mantendrían leales incluso frente al ataque de una manada de elefantes. El propio Juliano, seguido de su consejo y un escuadrón de auxiliares con armas ligeras, iba de un extremo a otro de las líneas ya fuera para vapulear a un pelotón rezagado como para dar gritos de ánimo a los oficiales de caballería. Su inagotable energía alimentaba la expectación de los soldados.
De repente, se detuvo frente a su ejército y los ojos de todos los soldados se clavaron en él. Salustio y Víctor se acercaron cabalgando y le flanquearon con sus nerviosas monturas, de cara a las tropas. El silencio reinaba en el campo mientras Juliano inspeccionaba las filas de hombres cubiertos de polvo y quemados por el sol, hombres que habían marchado con él desde Antioquía, a lo largo de quinientas millas de arenas abrasadoras y ciénagas infestadas de sanguijuelas. Algunos habían recorrido con él tres veces esa distancia, desde las tierras más occidentales del Imperio. Le estaban observando en silencio cuando una sonrisa se dibujó lentamente en su rostro y su blanca dentadura brilló a través de la barba, que le había crecido indomable durante la expedición. Sonreía sin decir nada, este orador experto, este hombre que jamás se había quedado sin palabras ni había desperdiciado oportunidad alguna de sermonear a sus hombres, de animarles en la batalla, de reprenderles, incluso de darles una lección de historia. Más que todas las palabras de elogio, su amplia sonrisa reflejaba el amor y el orgullo que sentía por sus hombres y por todo lo que habían conseguido, y ellos, también mudos, sonrieron a su vez. Juliano alzó el brazo derecho, gesto reservado a los soldados para saludar a sus generales victoriosos. Las tropas, atónitas al principio, y tan silenciosas que hasta pareció oírse cómo tomaban aliento, estallaron en un clamor capaz de sacudir los muros de Ctesifonte, un bramido que hizo recular al corcel de Juliano, pero la sonrisa y el brazo de su jinete no flaquearon. Tras adoptar una expresión grave, el emperador levantó el puño por encima de su cabeza y lo bajó hasta la altura de la cadera: la señal de atacar.
De inmediato se oyó el sonido de los tambores de piel de buey y el anapéstico, el siniestro y repetitivo toque de tres redobles que marcan el paso pírrico. Desarrollado por los espartanos, suena como una danza por su movimiento, y su ritmo monótono y reiterativo hipnotiza. Tres pasos al frente y pausa a cada redoble. La concentración en el ritmo, en seguir el paso de los camaradas, brinda al soldado algo en que ocupar la mente, una distracción mientras avanza hacia una muerte dolorosa. Tres pasos, pausa. Los lustrosos escudos mecidos deliberadamente de izquierda a derecha en estricta sincronía. Sesenta mil hombres marchando con una precisión absoluta mientras el extraño e hipnótico compás y el balanceo de las vastas paredes de escudos siembran el terror en el enemigo que observa. Tres pasos, pausa. Bum, bum, bum, silencio. Como telón de fondo, el suave himno a Ares cantado en un tono grave, sentido más que oído, como una vibración en las entrañas. El descomunal monstruo de metal y muerte avanzaba lenta e implacablemente hacia los atónitos defensores de Ctesifonte.
Los persas no tenían la menor posibilidad.
La primera descarga de flechas, mil proyectiles sibilantes, descendió de lleno en nuestras primeras filas. El daño, desde esa distancia, fue leve, pues apenas se hincaron en los escudos o resbalaron hasta el suelo. Algunos hombres cayeron, pero el ritmo hipnótico de los tambores cumplía su objetivo y el paso no flaqueó. Las filas sencillamente pasaban por encima de los caídos y ocupaban su lugar. Los persas dejaron un momento de disparar, estupefactos ante esa visión.
Los soldados marcharon otros cien pasos meciendo los escudos a la par. Bum, bum, bum, pausa. Los persas lanzaron otra descarga, esta vez desde una distancia más mortífera. Más hombres se tambalearon y cayeron. En ese momento advertí que Víctor, que cabalgaba frente a sus tropas y se enfrentaba al enemigo con la misma temeridad que el emperador, era alcanzado en el hombro derecho por una flecha que le hizo echarse hacia atrás de dolor. Juliano también lo vio y se acercó al frente para comprobar su estado, pero Víctor enseguida se enderezó, con la flecha apuntando al frente, y agitó un brazo para alejarlo. Juliano le observó hasta asegurarse de que podía cabalgar y, acto seguido, levantó la espada hacia Víctor, la tan esperada señal de ataque.
Víctor no vaciló ni un instante. Espoleando su caballo, trasladó la espada a la mano izquierda y cabalgó hasta el frente de la formación romana, mientras el brazo derecho se balanceaba, ensangrentado e inútil, en el costado. Alzó el acero y abrió la boca para dar la orden de atacar pero, antes de que sus palabras llegaran a mis oídos, el estremecedor grito de batalla de los galos, que el ejército entero había adoptado como propio, las ahogó.
Quebrando el ritmo de los tambores, los hombres emprendieron una delirante carrera con los escudos en alto, hacia la lluvia de flechas enemigas, que ahora caían sobre ellos como un denso granizo, un chaparrón de silbidos mortales. De todos era sabido que el punto fuerte de los persas es la destreza de sus arqueros y que el método más eficaz, aunque también doloroso, de vencerles consiste en arremeter contra ellos y, sencillamente, derribarles, pues portan, como único instrumento defensivo, un escudo de mimbre que apuntalan en el suelo y aseguran con un pie. Se trata de una embestida aterradora que te lleva directo a las fauces de la muerte mientras ocultas el rostro tras la concavidad de tu escudo y corres a ciegas, esforzándote por mantenerte alineado con tus camaradas de derecha e izquierda y, de tanto en tanto, asomando la cabeza por encima del escudo para calcular la distancia. La lluvia de proyectiles contra tu escudo y tu armadura se intensifica y a veces, si te pegas demasiado al engañoso escudo de cuero y bronce, se cuelan flechas que te horadan la mejilla o el ojo.
Tras el brutal choque de los frentes, una nube de polvo se elevó sobre la llanura y dejé de seguir el desarrollo de la batalla, concentrado como estaba en no perder de vista a Juliano por si necesitaba mis servicios. Este cabalgaba de un lado a otro escudriñando la neblina de polvo, blasfemando porque no se veía nada. En un momento dado se sumergió en ella con su caballo y abandoné toda esperanza de que saliera con vida, pero instantes después salió, y lo hizo acuchillando vehementemente a un par de jinetes persas que con sus lanzas querían hacer tropezar a su caballo. Acabó con ellos la guardia de Juliano, que, como yo, se había sorprendido de verlo desaparecer en el polvo y luego alegrado cuando emergió de nuevo. Pero, para su estupor, Juliano volvió a sumergirse en la refriega y asomó mucho después con las espada y las grebas cubiertas de sangre.
La lucha ese día fue espantosa, un combate cuerpo a cuerpo bajo un cielo abrasador y la fatal nube de polvo. A veces, cuando la polvareda se levantaba por el débil soplo de la brisa, se veían montones de cadáveres y de caballos que se retorcían en las zanjas, cubiertos de tanta sangre y mugre que era imposible reconocer a qué bando pertenecían. Finalmente empezó a retroceder hacia las murallas de Ctesifonte a medida que los persas se replegaban. Al principio avanzaba despacio, pero luego ganó velocidad, hasta que, tras una colisión final y un aullido de agotamiento, los persas rompieron filas y por detrás de la neblina de polvo asomaron miles de ellos corriendo despavoridos hacia su ciudad. Entonces vi que las enormes puertas empezaban a abrirse pesadamente para recibirles.
—¡Las puertas! —gritó Juliano, cabalgando hacia la línea de batalla, que se alejaba rápidamente de él mientras los hombres corrían hacia las murallas para detener a los persas—. ¡Víctor, toma las puertas!
Habría sido imposible oírle por encima del delirante combate. Víctor, sin embargo, seguía allí con sus hombres, ahora desplomado a causa del dolor sobre el cuello de su caballo y sostenido por un guardia que cabalgaba a su lado. Debilitado por la pérdida de sangre, el general herido luchaba por gritar las órdenes. El fragor de la contienda lo envolvía mientras los romanos perseguían a sus aterrados enemigos acuchillándoles la espalda y las pantorrillas, desjarretándolos y pisoteándolos a centenares para luego apuñalarles y dejarlos perecer en sus propios jugos. Los persas empezaron a cruzar las puertas mientras los espectadores, desde lo alto de las murallas, sollozaban y se mesaban el cabello, y arrojaban cascotes y ladrillos sobre los romanos aun cuando estos se hallaban todavía demasiado lejos para recibir su impacto.
—¡Las puertas! —vociferó Juliano cabalgando como un rayo, con la voz ronca pero la mirada victoriosa por haber alcanzado su objetivo—. ¡Mira, Cesáreo, la ciudad es nuestra!
Con un esfuerzo sobrehumano, Víctor se despegó del cuello del caballo y cabalgó hasta el frente para colocarse entre sus hombres y los persas; la flecha, ahora quebrada, todavía le asomaba por el hombro. Se detuvo frente a sus tropas y levantó el brazo izquierdo con la espada ladeada.
Era la señal de alto.
Los romanos enseguida obedecieron y algunos, exhaustos, cayeron desplomados, mezclándose con los miles de cadáveres que ya ocupaban el promontorio.
Tambaleándose sobre el caballo, Víctor observaba con aire triunfal la terrible carnicería mientras que los últimos persas trepaban hacia las puertas de la ciudad. En cuanto, renqueantes y apresurados, consiguieron atravesarlas, volvieron a cerrarse. Juliano se detuvo en seco, presa del estupor, y un lamento cargado de cólera llenó el aire y resonó por todo el campo.
—¡Víctor, idiota… jodido idiota! ¡Las puertas!
Hubo dos mil quinientos muertos persas y solo setenta víctimas romanas. El suelo aparecía cubierto de cadáveres enemigos, y solo de los cuerpos de los oficiales se obtuvieron más riquezas que las conseguidas en todas las ciudades tomadas hasta el momento. Juliano, no obstante, estaba desolado, pues Ctesifonte permanecía invicta, sus murallas inexpugnables, sus defensas intactas. Víctor deliraba debido a la pérdida de sangre y el dolor de la herida, pero en un momento de lucidez justificó la detención del ataque porque presentía que sus agotados hombres habrían corrido un grave peligro de haber continuado su disparatada carrera hasta el interior de las murallas, y entre las calles desconocidas de esa ciudad. El argumento era válido, pero Juliano estaba inconsolable.
Después de pasarse una hora solo en la tienda, despotricando y farfullando mientras los generales aguardaban, encogidos de miedo, fuera, entró Salustio.
—Señor, los hombres han luchado con fiereza… valientemente… Necesitan que les dirijas unas palabras, puede que hasta un sacri…
—Lo tendrán —le interrumpió Juliano—, lo tendrán. Dejemos que esta noche duerman a pierna suelta, se lo han ganado, más que los propios muertos. ¡Pero al amanecer haremos un sacrificio como no se ha visto aún en toda esta expedición!
A la mañana siguiente, cuando Aurora, la niña de la mañana con manto de azafrán, extendió sus dedos rosados por el cielo púrpura, se congregó a los soldados frente a un enorme altar instalado casi a un tiro de flecha de las puertas de Ctesifonte. Los adormecidos hombres formaron tambaleándose y gruñendo, estirando los entumecidos músculos, algunos con la armadura todavía manchada de sangre, pero conversando alegremente, pues esperaban con impaciencia el sacrificio y el reparto del botín. Me quedé a mirar, hermano. Por una vez, me quedé voluntariamente a presenciar el sacrificio de Juliano, pues, a decir verdad, en esa llanura vasta y vacía, ocupada únicamente por nuestro ejército y las murallas de la ciudad, no tenía a donde ir. En lugar de dirigirme a uno de los puestos de honor que Juliano reservaba a su corte, a Máximo, Salustio y Oribasio, me instalé entre las filas de un cuerpo de arqueros. De todos modos, Juliano estaba tan acostumbrado a mi ausencia en estas sangrientas ceremonias que sospecho que le habría sorprendido descubrir que esta vez me había quedado a observarla.
En el momento preciso en que los rayos del sol asomaron por el horizonte, Juliano subió lentamente por los escalones que conducían a la plataforma de madera donde iba a realizarse el sacrificio a Ares, el rey de la guerra. Vestía la túnica blanca e inmaculada de supremo sacerdote, con la franja morada en el bajo y las mangas como única concesión a su rango político. Los hombres prorrumpieron en entusiastas y ensordecedores vítores que atravesaron y rebotaron en los muros de la ciudad, haciendo que las cabezas de los guardias y los ciudadanos persas que estaban en lo alto se asomaran ahogando los sollozos y lamentos de las mujeres que no habían cesado desde que terminara la batalla. Probablemente, me dije, era la primera vez que Ctesifonte sufría la muerte de tantos hijos en un solo día. La ciudad debía de hallarse en un paroxismo de duelo y temor por lo que se avecinaba.
Cuando el clamor de los hombres hubo amainado, Juliano hizo una seña con la cabeza a Máximo, que aguardaba con los arúspices etruscos delante de los peldaños de la plataforma. Subieron uno a uno, solemnemente, mientras sus ondeantes túnicas y sus gorros cónicos inyectaban una palidez fúnebre al resplandor de los primeros rayos de la mañana. Cada arúspice iba acompañado de un niño pastor que, con un ronzal, tiraba de un buey totalmente blanco, diez en total, cuidadosamente escogidos de los vastos rebaños del rey Sapor que pacían en los verdes pastos situados entre los dos ríos. Nuestro ejército ya se había incautado de suficientes reses para satisfacer las necesidades inmediatas y liberado al resto. Y este día, al conducir a los diez bueyes hasta la plataforma, algo extraordinario ocurrió.
El primero se negó a ascender por los cuatro peldaños, algo que sucedía con frecuencia porque el ganado no está familiarizado con tales estructuras. Este buey, sin embargo, no se resistía por obstinación, sino por pura lasitud. Estaba físicamente agotado. Al iniciar el ascenso se desplomó sobre una pata delantera, y fue con suma dificultad que el pastor y los dos etruscos consiguieron levantarlo, tirando para ello del ronzal y azotando al animal en las ancas hasta que alcanzó dócilmente el altar.
¿Estaba drogado?, ¿envenenado?, me pregunté. Se sabe que a estas enormes bestias, que pasan la mayor parte del tiempo pastando en el campo, hay que echarles narcóticos en el forraje a fin de sedarlas lo suficiente para que permanezcan tranquilas sobre el altar hasta el momento de aporrearlas y abrirles la garganta. Los videntes suelen ser precavidos con las dosis, pero quizá el ganado persa era más sensible al extracto de adormidera que nuestros fuertes bueyes de la Capadocia. El caso es que el pobre animal llegó tembloroso al altar y enseguida se desplomó. Juliano lo miró con curiosidad mientras el campamento entero guardaba silencio.
El asunto no terminó aquí. Los demás bueyes hicieron exactamente lo mismo, flaquearon y cayeron en diferentes posturas sobre la plataforma, los escalones, la base, allí donde se hallaban aguardando su turno. La lengua les colgaba lánguida, los flancos se les hinchaban como si hubieran hecho un gran esfuerzo y los ojos miraban al frente húmedos e inertes, sin la agitación nerviosa que cabría esperar de un animal frente a sesenta mil hombres. Todos los bueyes cayeron menos el décimo, que después de que le obligaran a pasar por encima de sus postrados compañeros se despabiló bruscamente. Con un fuerte bramido, empezó a dar coces con las patas traseras, como un potro recién capturado para su doma. Presa del pánico, sacudía la enorme cabeza y lanzaba espumarajos sobre los soldados de las primeras filas, que retrocedían por miedo a que los derribara. Finalmente una docena de guardias fornidos se abalanzó sobre el animal y lo inmovilizó contra el suelo mientras la pobre bestia seguía bramando, puede que suplicando a sus compañeros de Helios que vinieran a rescatarle, pero la única respuesta vino de Juliano.
Rojo de ira, hinchadas las venas del cuello, saltó de la plataforma y, sin mirar siquiera a los postrados animales que rodeaban, caminó hasta el tembloroso buey que yacía en el suelo. Un sacerdote clavó un martillo de hierro en la frente del animal para atontarlo y, tras una presta cuchillada en la garganta, este se derrumbó. Juliano, sin aguardar siquiera la ayuda de Máximo, como era su costumbre, se inclinó sobre el buey, le rajó el vientre e introdujo las manos en busca del órgano esencial.
Lo que halló le llenó de estupor e hizo que los guardias que le rodeaban contuvieran la respiración. El hígado estaba canceroso, infestado de manchas resecas y tejido muerto, hinchado hasta haber duplicado su tamaño. Los soldados se fueron acercando para verlo mejor, hasta que las espadas de los guardias los detuvieron. Juliano regresó a la plataforma para entregar el órgano a Máximo, quien, tras un rápido reconocimiento, se marchó sin decir palabra. Volviéndose hacia los soldados, el emperador levantó la mano que sostenía el cuchillo ensangrentado.
—¡Por Zeus, rey de los dioses! —gritó en un tono extrañamente agudo y trémulo. Las tropas guardaron silencio—. ¡Por el sagrado dios Mitra y por todos los habitantes del Olimpo, juro que nunca, nunca, ofreceré otro sacrificio a Ares! ¡Pues nunca un dios tan veleidoso y traicionero había maldecido antes la raza del hombre!
Los soldados, pasmados ante esa maldición al rey de la guerra, permanecieron en silencio. Desviando la mirada de los bueyes que se retorcían en el suelo, Juliano saltó de la plataforma y se dirigió a su tienda. Los hombres se dispersaron, meneando tristemente la cabeza, mientras yo contemplaba los despojos de la ceremonia. No era el primer sacrificio pagano al que asistía, pero no hay duda de que fue el más espantoso, y confieso que llegué a preguntarme si los nefastos resultados se habían debido a mi presencia.
Juliano mantuvo su juramento a pies juntillas.