En cuanto el sol disparó sus primeros rayos sobre el campamento cual saetas lanzadas desde una catapulta, el largo cuchillo dio en el blanco. La sangre, caliente y viscosa, salió a borbotones, empapó los pliegues blancos y la orilla púrpura de la túnica inmaculada de Juliano y martilleó la jofaina de plata que tenía a los pies. La respiración del tembloroso animal, previamente aturdido mediante el impacto de una maza, se redujo a un gorjeo espasmódico y sus enormes ojos se desorbitaron para luego nublarse a medida que la sangre abandonaba su cuerpo. Los soldados observaban la escena en silencio mientras las pomposas oraciones de los videntes dedicadas a Ares, el rey de la guerra, sonaban en sus oídos. Poco después de la cuchillada en la garganta la efusión perdió ímpetu hasta reducirse a un hilillo. La cabeza cayó pesadamente sobre el polvo y, tras una fuerte sacudida, el animal pereció.
De inmediato los arúspices etruscos, dos hombres morenos y menudos tocados con sendos gorros cónicos que habían acompañado a Juliano en todos sus viajes desde su apostasía y a quienes yo detestaba, procedieron a realizar su tarea sosteniendo en alto sus cuchillos con entusiasmo. Tras abrir el vientre del animal con un corte limpio, indicaron a Juliano que se acercara. Buen conocedor de la técnica, el emperador se apoyó sobre una rodilla frente al todavía trémulo animal y le introdujo los brazos hasta los codos en la cavidad, que el más corpulento de los brujos se esforzaba por mantener abierta. Después de cierto forcejeo y algunos gruñidos, extrajo el brillante hígado morado con ambas manos, como un bárbaro que sostiene triunfalmente la cabeza de un enemigo. Se arrodilló reverentemente ante Máximo y los arúspices y estos tres posaron solemnemente las manos sobre su cabeza y luego sobre el hígado, que palparon para examinar su firmeza, su color y el grosor de la vesícula. Finalmente, cada uno farfulló una abominación a los dioses y pintó una franja de sangre en la frente y las sienes de Juliano. Tras ponerse de pie, este elevó el hígado por encima de su cabeza, de modo que la sangre le corrió por los brazos, le salpicó la barba y el pecho desnudo y le manchó los ropajes ceremoniales mientras los soldados contenían la respiración.
—Los dioses ordenan —gritó— que, igual que hicieron con Alejandro en el pasado, los persas deben entregar esta ciudad y Ctesifonte. De ese modo, los conquistadores entrarán en las filas de los inmortales, y por la sangre sagrada de este buey sacrificado vosotros, mis hombres, seréis fortalecidos y purificados para la victoria que os aguarda. ¡Por la conquista!
—¡Por la conquista! —rugieron cincuenta mil voces, bramido que llegó hasta las almenas de la condenada Maozamalcha—. ¡Por la conquista! —repetían cada vez más fuerte, decididos a que el mensaje llegara, vibrante y amenazador, hasta las puertas de la propia Ctesifonte—. ¡Por la conquista! —tronaban las voces mientras Juliano, inmóvil con el terrible órgano en alto, contemplaba los cielos. Detrás de él, la enorme pira, preparada con madera de palmera embadurnada de brea para recibir el animal sacrificado, empezó a arder como una bola de fuego dirigida al cielo y un humo negro invadió el aire y se posó sobre los hombres. La excitación colectiva había alcanzado su punto álgido con el cántico, y cuando levanté la vista hacia las almenas de la ciudad advertí que estaban abarrotadas de persas silenciosos. La guarnición y los ciudadanos, miles de ellos, habían acudido de otras partes de la fortaleza atraídos por el clamor procedente del campamento romano. Las lustrosas mallas de los soldados brillaban como estrellas con los tempranos rayos del sol.
De repente, Juliano bajó los ensangrentados brazos, entregó el hígado a Máximo y, desenvainando su espada, se volvió de espaldas a sus hombres. Contempló las hileras de artillería y maquinaria que habían instalado durante la noche, paralelas a las murallas: una docena de gigantescas ballistae con las cuerdas bien tensadas y cargadas con enormes jabalinas de madera y punta de hierro; una fila de «escorpiones» con una piedra del peso de un hombre en cada red para que saliera disparada al liberar la tensión de las cuerdas; catapultas de campo preparadas para lanzar ráfagas mortales de saetas, y mil arqueros armados con arcos largos. Juliano clavó la espada en el aire, la señal acordada. Con un chirrido que silenció el clamor de los soldados, las cuerdas de las máquinas saltaron y escaparon de sus bobinas. Cuarenta palancas subieron simultáneamente. El roble golpeó el hierro y el hierro la tierra, y el aire se inundó de piedras y saetas que viajaban sibilantes hacia los atónitos defensores. Los persas apenas tuvieron tiempo de parpadear antes de que las rocas los alcanzaran y cada una de ellas derribara a una docena de hombres. Una saeta de madera atravesó la armadura de un oficial y empaló a tres hombres que tenía detrás, provocando orificios en sus torsos del tamaño de una mano. Un escorpión negligentemente cargado la noche antes dio un brinco al soltarle la cuerda. El armazón retrocedió y aplastó el cuerpo de un ingeniero hasta dejarlo irreconocible. Pero el verdadero pavor se concentraba en la ciudad.
De las torres se elevaron gritos, y apenas se había disipado el polvo del primer impacto cuando los mil arqueros de Juliano, obedeciendo otra señal, hundieron la punta de sus flechas en los recipientes de brea en llamas que tenían a sus pies y llenaron el aire de una nube negra de proyectiles malolientes destinados a sobrevolar a los defensores de las murallas y aterrizar en los tejados y pajares de la ciudad. Se oyeron nuevos aullidos de dolor y pavor, esta vez procedentes de mujeres que observaban la escena desde las murallas, y después de que los arqueros y artilleros colmaran el cielo con su infierno sibilante, un manto de humo negro se elevó desde una docena de puntos y nos impidió ver.
Durante el primer ataque de la artillería, los soldados de infantería que habían asistido al sacrificio enmudecieron de espanto y asombro. Instantes después, sin embargo, prorrumpieron en vítores ensordecedores y echaron a correr hacia los puestos asignados a sus cohortes, detrás de la artillería, a fin de prepararse para obedecer la orden de Juliano de arremeter contra la ciudad en cuanto el diluvio de fuego hubiera amainado. El sol se elevó en el cielo, el humo al otro lado de la fortaleza se espesó y el olor que llegaba a nuestro frente era de muerte, de carne quemada, de excrementos y vómitos, de toda la carnicería y sufrimiento inenarrables de una ciudad asediada. El implacable ataque de la artillería duró horas, derribó almenas y abrió nuevas grietas en el duro granito de las murallas. Sin embargo, seguían aguantando, y las puertas continuaban cerradas. Sus defensores, durante las escasas pausas de nuestra artillería, lanzaban burlas e insultos obscenos a nuestras familias y genitales en un griego antiguo de fuerte acento.
Al principio nuestros soldados, impacientes por el botín que les aguardaba, no podían estarse quietos. Cuando los metódicos ingenieros de artillería rechazaron su ayuda, se pusieron a recoger piedras y otras municiones para las máquinas. Con todo, el sol abrasador y el aire negro y maloliente empezaron a hacer mella. Frustrados e irritados por la demora, los soldados se dejaban caer al suelo, se arrancaban las rígidas armaduras y los cascos y se protegían la cabeza bajo escudos que apoyaban sobre lanzas clavadas en la tierra. Pasado el mediodía, tras un sostenido ataque de artillería tan violento que habría hecho tambalear hasta los muros de Roma, Juliano cabalgó entre las filas, furioso y empapado de sudor, y dio la orden de detener el fuego. Las compañías de ingeniería cayeron derrotadas al suelo pidiendo agua y comida y el personal auxiliar corrió a atenderlas. Juliano observó cómo los hombres comían y bebían con avidez y en silencio. Luego desmontó y entró indignado en su tienda, donde permaneció el resto del día.
Las cosas no mejoraron a la mañana siguiente, cuando nuestros soldados volvieron a contemplar con resentimiento y rabia cómo las máquinas y la artillería lanzaban proyectiles sobre la ciudad sin tener un efecto decisivo. Juliano casi había enloquecido de impaciencia e ira. A Ares había ofrecido esa mañana cinco toros, cinco bestias magníficas que, en opinión de los arúspices, el ejército no podía permitirse para un único sacrificio y por una ciudad tan pequeña. Juliano sabía, siempre había sabido, que tales ofrendas a los falsos dioses no tenían más efecto que las huellas de un hombre en unas arenas movedizas, a pesar de lo cual persistía en su locura. Pasó el día evitando mi mirada, la mirada de un hombre que no habría dudado en reprenderle por su detestable obstinación. Se paseaba de un lado a otro entre las líneas despotricando contra las irreductibles murallas del mismo modo que un lobo rondando un redil de ovejas aúlla contra la cerca, con las mandíbulas sedientas de sangre, mientras los corderos tiemblan de miedo. Insultaba brutalmente a los ingenieros, que se esforzaban por mantener el ritmo que él les exigía, invocaba a los dioses contra los inquebrantables persas y rechazaba los consejos de sus asesores de que bebiera agua o descansara. Empezaba a temer que no fuera capaz de tomar la ciudad sin un esfuerzo prolongado. Y lo peor de todo era que sus exploradores habían recibido los primeros rumores de que el rey Sapor se aceraba con su numeroso ejército.
Su estado de ánimo cambió cuando, al atardecer, llegó cabalgando un legionario bajo y de complexión menuda, con el pelo emplastado de sudor y mugre, el torso cubierto de costras de barro como si padeciera una enfermedad cutánea y los ojos enrojecidos y entrecerrados bajo el sol cegador. La guardia de suspicaces galos se negó a dejarle pasar para hablar con el emperador, hasta que este se asomó y vio el alboroto que el hombre, indignado, estaba armando. Sonrió e hizo retroceder a los guardias.
—Dejad que los pequeños se acerquen a mí —declaró con calma, dedicándome una mirada taimada a la que no respondí—. También a los pequeños mugrientos. De hecho, sobre todo a los mugrientos, si la noticia que este hombre trae es la que estoy aguardando.
El soldado, con el rostro todavía encendido de ira, se detuvo ante el emperador sin que su actitud y su voz dieran muestras de especial respeto.
—Está listo —dijo sin más.
—Bien —repuso Juliano mientras le daba una palmada en el polvoriento hombro—. ¿Cómo te llamas, soldado?
—Exsuperio, señor.
—Exsuperio, «el aventajado». Tu nombre es un buen presagio, soldado, pues esta noche los persas recibirán su merecido castigo de alguien que es ciertamente superior. «Exsuperio» será nuestra contraseña esta noche y tú, soldado, abrirás personalmente las puertas de esa apestosa ciudad al ejército romano.
Exsuperio asintió, lentamente y con una solemnidad que contrastaba con su aspecto de zapador. Sin otra palabra, giró sobre sus talones y pasó tranquilamente por delante de los guardias para perderse en las entrañas del vasto campamento romano.
Antaño se creía que los romanos habían recibido la ayuda del propio Ares en su batalla contra los lucanos en la guerra de Pirro, si bien no logro comprender por qué ese dios, aun suponiendo que existiera, pondría en peligro su grandeza asociándose con los mortales de ese modo. Según la leyenda, en el calor de la batalla se vio a un soldado de enorme estatura portar una descomunal escalera de mano y dirigir un ascenso imposible por las murallas de la ciudad a fin de alcanzar la victoria. Al día siguiente, al pasar revista, dicho soldado no apareció aun cuando le correspondía recibir recompensas y honores, de ahí la creencia de que debía de ser un dios.
Pero Juliano no se enfrentó a ese problema, pues Exsuperio cumplió todas las expectativas y recibió una corona de laureles por su labor. Entrada la noche, después de que por fin cesaran los silbidos e insultos que todavía con entusiasmo nos lanzaba el enemigo, el pequeño zapador dirigió a mil quinientos soldados que reptaron por un estrecho túnel de trescientos pies de longitud apuntalado a toda prisa con maderos traídos por la flota fluvial. Poco antes del momento en que se esperaba que alcanzaran el final del túnel, las cornetas llamaron al ataque y el ejército al completo procedió a asaltar la ciudad por tres costados y provocar un estruendoso clamor para distraer a los habitantes del ruido metálico de las herramientas que sonaban bajo sus pies.
La estrategia dio resultado. Cuando la guarnición persa corrió hasta las murallas para repeler el ataque, la mina se abrió y Exsuperio y su grupo de pronto se encontraron en el dormitorio de una anciana tan frágil, o tan cansada, que no la despertó el ruido de su suelo al abrirse, ni del paso apresurado de tres cohortes armadas. Salieron a las calles, en ese instante vacías porque hasta el último ciudadano apto estaba luchando en las murallas o escondido en su casa. Una vez que se hubieron orientado, corrieron hasta la entrada principal, mataron a los centinelas y abrieron las puertas.
Desde las almenas, los persas observaban conmocionados cómo los romanos irrumpían en la ciudad, y hasta se olvidaban de disparar. Juliano iba en cabeza, vociferando al enemigo que se rindiera, pero sus palabras se perdían entre los gritos de las mujeres y los niños y el clamor de sus soldados mientras lo destruían todo y mataban a todo el que se cruzaba en su camino sin distinción de sexo ni edad. Pasó el resto de la noche sobre su montura, en medio del tumulto, examinando fríamente la destrucción, observando impasible cómo los soldados persas de las almenas se arrojaban al vacío o desenvainaban sus dagas y se rajaban la garganta.
Nabdates, el gobernador de la ciudad, fue traído por la mañana con ochenta soldados del rey, todos ellos gravemente apaleados por sus capturadores, algunos con los ojos arrancados o las orejas cercenadas. Los habían encontrado ocultos en un sótano con la esperanza de sobrevivir a la carnicería que estaba teniendo lugar sobre sus cabezas. Juliano acercó el rostro a Nabdates, que desvió sus ojos hinchados y morados, y se volvió hacia Salustio con una mueca de desprecio.
—Libéralos —dijo.
Salustio le miró atónito.
—¿Señor?
—Ya me has oído. Libéralos. Dales caballos y raciones para un día y déjales ir. Llevarán a Ctesifonte noticias sobre la fuerza del emperador y la furia de los dioses romanos. Y su supervivencia será un testimonio permanente de su cobardía.
Al oír eso, Nabdates intervino.
—No, poderoso augusto —suplicó en un griego cuidado—. Mátame ahora.
—Ni hablar. Mátate tú. Eres libre de utilizar los precipicios o las cuerdas como gustes.
—Augusto, no puedo enfrentarme al gran rey ni a mi gente…
Juliano, sin embargo, ya había dado media vuelta con actitud despectiva y echado a andar por las calles abarrotadas de soldados ebrios que le daban palmadas en la espalda y le tendían la mano. Se abrió paso entre los cascotes de una calle elegante que ahora aparecía completamente demolida, los tejados derrumbados, los cacharros y los muebles partidos y arrojados por las ventanas. Había muertos por todas partes, cuerpos mutilados y aplastados, rostros de hombres destrozados por ladrillos o piedras, mujeres desnudas con el blanco cuerpo ensangrentado y retorcido, violado y lanzado después desde una cuarta planta. El emperador sorteaba la turba de soldados con la mirada al frente, sin mostrar emoción alguna por la espantosa carnicería ni por su asombrosa victoria, hasta que llegó a un pequeño foro donde un tribuno romano que hablaba persa dirigía la recogida de prisioneros y el botín de todos los cuarteles de la ciudad.
Hasta una ciudad que se ha preparado para la guerra, ocultado sus objetos de valor y enviado a sus nobles a refugios seguros contiene suficiente botín para deslumbrar a un ejército, y la pobre Maozamalcha no era una excepción. La pila ya era vasta y seguía creciendo a medida que los legionarios llegaban procedentes de las calles laterales. Venían con los brazos cargados de oro y plata obtenidos de los palacios y las casas de los ricos, anillos y brazaletes que goteaban sangre de los miembros inertes de los que habían sido arrancados, estatuas de mármol y oro de los templos y toda clase de telas, sedas y linos, algunas por estrenar, todavía en sus rollos originales, otras en forma de hermosos vestidos y ropajes que aún conservaban el calor de los cuerpos que los habían lucido. Las niñas y las mujeres se apiñaban alrededor del botín llorando y lamentando su desgracia, las que habían opuesto resistencia a sus agresores, con el cuerpo hinchado y sangrando, la mayoría todavía ilesas. El valor de su belleza había sido reconocido hasta por el más bruto de los capturadores, para quienes el oro por la venta de esclavas pudo más que la comezón de la entrepierna. En el grupo había niños que habían seguido a sus parientes femeninas y salvado la vida por su ingenio o por la clemencia de los soldados.
Nada más reconocer a Juliano, el tribuno y los soldados se separaron cortésmente del botín y hasta las mujeres redujeron sus sollozos a un lamento más respetuoso. De todos es sabido que el emperador es el primero en elegir y que la mitad del botín le pertenece. Una vez retirada su parte, el resto del tesoro debe repartirse entre el ejército según rango y actuación.
Juliano rodeó solemnemente la pila levantando alguna que otra baratija o inclinándose para acariciar el mentón de una niña llorosa y obligarla a levantar la cabeza para verle la cara. Después de sostener en alto un curioso jarrón para verlo mejor, lo colocó en un lugar más seguro. Un niño harapiento y su hermana mayor estaban sentados algo separados de los demás. El crío parecía tranquilo y sus ojos, grandes y límpidos, no miraban al emperador, como los del resto de prisioneros y espectadores, sino los labios de la muchacha, que se mecía tarareando en griego un antiguo cántico cristiano.
La madre de Cristo,
Aleluya
Su hijo más preciado,
Aleluya
El Padre en los Cielos,
Aleluya, aleluya.
La muchacha calló cuando Juliano se detuvo frente a ellos, mas el niño siguió mirándole los labios, expectante, ajeno a la presencia del emperador romano, el individuo cuyas tropas habían destruido la ciudad y asesinado a su familia. El chico no se movió, ni siquiera cuando su hermana se encogió asustada. Juliano observó al muchacho mientras se preguntaba si era audaz o simplemente tonto. Luego llamó al tribuno que hablaba persa.
—Pregúntale quién es y por qué no tiene miedo como los demás.
El tribuno observó al niño con escepticismo y le ladró una orden. El muchacho le miró intrigado.
—Así no se le habla a un niño —reprendió Juliano al tribuno—. Suaviza la voz y hazle la pregunta. Tengo curiosidad.
El tribuno se puso rígido, concentrándose para luego, con un tono algo menos brusco, proseguir su gutural interrogatorio. Juliano suspiró.
—Señor —murmuró asustada la muchacha, y cuando levantó la cara comprendí por qué hablaba con voz tan queda, tan apagada. Tenía el rostro terriblemente magullado y el labio superior partido hasta la nariz. Me dije que, privada de su hermosura, pocas probabilidades tendría de que la incluyeran en el botín, y quizá fuera mejor así—. Señor —volvió a musitar en persa, con una voz que el tribuno apenas alcanzaba oír—, el muchacho es sordomudo.
—Ah —dijo Juliano mirando al niño con mayor detenimiento.
De pronto este pareció animarse, pues mirando al tribuno, cuyos labios había leído, lenta y quedamente procedió a representar su vida con gestos. Su padre era presbítero de una pequeña iglesia cristiana —me dije que probablemente había estudiado en el extranjero, de ahí el canto griego—, su madre era tejedora, tenía una hermana pequeña, o quizá fuera un hermano…
Fascinado, Juliano observaba cómo las manos del niño tejían lenta y elocuentemente su historia, y aunque muchos de sus gestos y conceptos resultaban irreconocibles, estaban muy bien estructurados y meditados. Sus grandes ojos seguían siendo inexpresivos, pero sus labios iban formando en silencio las palabras persas de su relato, imitando a quienes en el pasado habían intentado comunicarse con él a través del velo de su silencio.
—¿Cuántos años tiene, tribuno? Pregúntaselo. Aparenta la misma edad que ahora tendría mi hijo.
El oficial hizo la pregunta con esa voz atronadora que utiliza la gente ignorante que cree que por hablar así los ancianos y extranjeros les entenderán mejor. El muchacho observó los labios del tribuno y, antes de que este hubiera terminado, se volvió lentamente hacia Juliano y levantó seis dedos. Después se puso a hacer cuentas rápidas con las manos y me dije que estaba indicando el número preciso de meses y días transcurridos desde que cumplió seis años. El niño era listo.
El tribuno le miró enfurecido, como si tuviera delante un mimo de las calles de Roma que se mofa de los transeúntes. Finalmente, harto de no comprender sus gestos, se volvió hacia el emperador.
—Augusto, si no tienes inconveniente, señala los objetos que te interesan para que los aparte. ¿Quizá alguna joya? ¿O una hermosa virgen?
Juliano le miró con desprecio.
—No necesito una virgen, como tampoco la necesitaron Alejandro o Escipión el Africano. Salir victorioso de una guerra es suficiente satisfacción para no necesitar mancillar a una pobre muchacha con mi lujuria. Mis deseos son pocos.
Inclinándose hacia una caja de cedro, la abrió y descubrió que estaba repleta de monedas, darics de oro y sigloi de plata, una auténtica fortuna, además de piedras preciosas y algunas perlas sueltas, las existencias de un comerciante de joyas, quizá, o los ahorros mal escondidos de un noble acaudalado. Se puso de cuclillas y removió el contenido con el dedo índice, acercándose algún que otro objeto a los ojos para inspeccionarlo más de cerca y luego devolverlo a la caja. Finalmente se levantó con tres monedas en la mano, las más pequeñas, viejas y gastadas.
—Me quedaré estas monedas —dijo al tribuno—, pues pertenecen a la época de Alejandro y el hecho de que no hayan sido fundidas para acuñar monedas nuevas indica que los dioses las han conservado para mí.
El tribuno contempló atónito las pequeñas monedas y luego el enorme botín.
—¿Y qué más, señor?
Juliano sonrió.
—Solo esto —respondió posando una mano sobre la cabeza del pequeño sordomudo—, pues habla con suma elocuencia una lengua que solo los dioses conocen.
Al día siguiente, durante la marcha, una pandilla de persas andrajosos y medio locos estuvo recordando al ejército. No iban armados y habían pasado por delante de nuestros exploradores y centinelas fingiendo ser mercaderes del desierto, pero en cuanto estuvieron al alcance del oído de las columnas romanas empezaron a lanzar los mismos abucheos y mofas que tanto nos habían incordiado en Maozamalcha.
—Por todos los dioses, ¿qué es eso? —vociferó Juliano, y un guardia galo cabalgó hasta la pandilla de agitadores para verlos mejor.
Regresó con una sonrisa sarcástica.
—Nabdates y sus hombres, señor. Dicen que pretenden acompañarnos hasta Ctesifonte.
—Diles que tienen prohibido seguirnos. Diles que se vayan.
El centinela cabalgó de nuevo hasta los persas. Poco después los abucheos aumentaron y el galo regresó y se encogió de hombros en un gesto de impotencia.
Durante todo ese día, los persas siguieron cada uno de nuestros movimientos, burlándose de nuestra capacidad de lucha, nuestra fuerza y nuestras abuelas. Juliano los hacía ahuyentar pero regresaban. Ordenó que a dos de ellos les arrancaran los ojos con la esperanza de que eso espantara a los demás, pero Nabdates respondió dejando ciegos a otros dos de sus hombres, que continuaron con sus insultos y burlas retorciéndose de risa sobre los caballos de sus compañeros mientras la sangre brotaba de sus cuencas vacías. Esa noche, cuando nos disponíamos a acampar, Juliano suspiró.
—Me niego a que se pasen la noche torturándome con sus gritos infernales —dijo con resignación.
Salustio le miró con cautela.
—¿Qué sugieres?
—Dales lo que quieren.
Salustio ordenó que Nabdates fuera azotado pródigamente y quemado vivo, pena a la que el pobre hombre se sometió con gritos de agradecimiento y oraciones a sus dioses. Después de algunas horas de aullidos de dolor, la caballería de Víctor llevó a los demás hombres a las colinas, donde se dispersaron para no regresar jamás.
Ahora nada se interponía entre nosotros y la gran ciudad de Ctesifonte.