Tras separarse de las fuerzas de Procopio, el ejército prosiguió su marcha hacia el sur y el este hasta alcanzar Callinicum, la ciudad fortificada del Éufrates, tres semanas después de haber partido de Antioquía. Aquí Juliano fue homenajeado por los jefes de varios grupos nómadas sarracenos que juraron obediencia al emperador sobre una rodilla flexionada y le ofrecieron una corona de oro. Juliano los recibió cortésmente y aceptó la ayuda militar que le brindaban, pues los miembros de esas tribus tenían larga fama de odiar a los persas y ser excelentes en la guerra de guerrillas. Aquí también nos reunimos con la flota que había navegado tranquilamente río abajo, y a partir de ese momento las vastas fuerzas de tierra y agua penetraron juntas en el corazón de la vieja Mesopotamia.
El ejército cubrió noventa millas en una semana para llegar a Cercusium, ciudad situada en la confluencia de los ríos Chaboras y Éufrates que Diocleciano había fortificado años atrás por tratarse de un enclave vital para defender Siria de las invasiones persas. Juliano reforzó la guarnición asignando cuatro mil soldados de su propio ejército y ordenó la construcción de un puente de pontones para cruzar el afluente. Los cincuenta barcos portadores de vigas ya cortadas, pilotes y millas de amarras se pusieron en acción, para sorpresa de los aletargados lugareños, y en dos días se erigió un puente a lo largo de la media milla de la desembocadura del Chaboras, que el ejército entero, incluidos carretas de avituallamiento, camellos y caballos, cruzó en cuestión de horas. Las tropas prorrumpieron en vítores cuando los últimos grupos de bueyes cargados de forrajes y maquinaria de asedio atravesaron los sólidos maderos y luego, estupefactas, escucharon la orden de Juliano de verter brea en el puente recién construido y prenderle fuego. Una vez destruido, no habría esperanza de regresar. La seguridad y la arrogancia del emperador no tenían límite.
Los malos presagios nos perseguían como un castigo divino e inquietaban cada vez más a los hombres. Durante una tormenta que estalló inopinadamente en un cielo azul, un rayo mató a dos caballos y un soldado llamado Joviano, nombre derivado del de Júpiter, rey de los dioses romanos; una inundación hizo que varias docenas de barcos se precipitaran contra los diques de piedra que protegían la orilla y zozobraran, y un inesperado tornado arrancó los ganchos de las tiendas de los soldados, que salieron volando y derribaron dolorosamente a algunos hombres. Como había ocurrido con las demás señales, Juliano decidió pasarlas por alto, pero los hombres no podían y algunos incluso declararon que una expedición romana tan hacia el este era innecesaria y no conocía precedentes en tiempos de paz. Cuando llegamos a un lugar llamado Zaith, a dos días de Cercusium, donde descansaba la magnífica tumba del emperador Gordiano, los murmullos y la falta de disciplina eran tales que varias legiones de auxiliares se negaron a continuar la marcha hasta que se hiciera algo respecto a las malas premoniciones.
Cuando le informaron de la preocupación de los soldados, a Juliano le enfureció la falta de fe en él. Su primera reacción fue ordenar a las tropas rebeldes que siguieran marchando so pena de organizar un consejo de guerra y condenarlos a muerte. Sus generales, sin embargo, señalaron, con el acuerdo quedo de Máximo, que aunque consiguiera obligar a los hombres a marchar no le estarían apoyando de corazón. El soldado que ha perdido la confianza en su jefe es peor que un inútil; de hecho, constituye una amenaza por su propensión a acobardarse y huir, poniendo así en peligro el valor y la vida de los soldados fieles.
—Habla con ellos, Juliano —le insté—. Utiliza tus habilidades. ¿Te acuerdas de la Galia, antes de la batalla de Estrasburgo? Siempre has sabido animar a tus tropas.
Juliano se serenó, pero seguía indignado.
—Me niego a creer —dijo— que Alejandro tuviera que engatusar a sus soldados para que cruzaran el desierto como cachorros en dirección a su cuenco de leche. Pero si eso es lo que hace falta para poner en marcha a los sarracenos, que así sea.
Y sin más demora ni planificación, se dirigió a grandes zancadas hasta el gran montículo de tierra situado junto a la tumba marmórea en forma de barco de Gordiano y aguardó con sus oficiales superiores a que los heraldos congregaran a las tropas. Al poco, todas las centurias, cohortes y manípulos estaban reunidos en formación, mientras los más alejados del campamento llegaban corriendo como si se dispusieran a combatir, pues los heraldos, por orden de Juliano, habían llamado a las armas para que las tropas se apresuraran. Allí, bajo un cielo azul sin apenas nubes, con el sol brillando sobre las onduladas llanuras de pasto marrón que se extendían desde el río como la visión de una égloga de Virgilio, Juliano pronunció el discurso más, digamos, educativo que he oído en mi vida, exceptuando, naturalmente, tus inspirados sermones, hermano.
—Hombres valerosos —gritó, un comienzo prometedor—, al veros a todos vosotros, héroes, tan llenos de energía y entusiasmo, os he reunido aquí para explicaros que, contrariamente a lo que han insinuado algunos desafectos, esta no es la primera vez que los romanos han invadido el reino de Persia. Ventidio, general de Antonio, obtuvo innumerables victorias sangrientas sobre esta gente, por no hablar de Lúculo. Pompeyo, después de diezmar las numerosas tribus hostiles que se interponían en su camino, también entró en este territorio y vio con sus propios ojos el mar Caspio. Reconozco, con todo, que hablo de tiempos muy remotos. En épocas más recientes, Trajano, Vero y Severo regresaron de Persia con triunfales coronas de laureles, y Gordiano el Joven, cuya tumba aquí honramos, habría hecho otro tanto después de haber derrotado al rey persa en Resaina e imponerle una huida vergonzosa si no hubiera sido víctima, aquí mismo, de una malvada conspiración planeada por sus propios hombres. Pero la justicia puso a los enemigos de Gordiano en su balanza y el espíritu del emperador muerto no tardó en ser vengado. Cuantos conspiraron contra él, cuantos tramaron frustrar la voluntad del emperador mientras el ejército se hallaba vulnerable y lejos de casa, encontraron muertes dolorosas, como ha de ocurrirle a quien conspira contra su legítimo soberano.
Dicho esto, hizo una pausa y miró directamente a las compañías de sarracenos, cuyas quejas habían motivado esta asamblea. Silenciosos, recibieron las miradas frías de las legiones galas y, casi imperceptiblemente, recularon. Una vez lanzada su implícita amenaza, Juliano prosiguió con una voz potente que viajaba sin esfuerzo por el aire quieto de las llanuras.
—Pero todos estos emperadores, todos, se movían por deseos bajos. La ambición de alcanzar una gran victoria, el ansia de riqueza, la búsqueda de una expansión territorial desenfrenada. Las motivaciones perversas producen resultados contaminados. Nuestra motivación, en cambio, es sumamente noble: estamos aquí para vengar a nuestros ejércitos exterminados en el pasado. Estamos aquí para recuperar nuestros estandartes perdidos y reparar el daño infligido a las ciudades romanas que Persia ha capturado últimamente, las cuales, bajo gobierno persa, viven en la miseria y la esclavitud. Pero, sobre todo, ¡estamos aquí para restaurar la gloria y la civilización de Roma! Toda Roma, pasada y presente, quienes viven y los espíritus de los que han muerto, os están observando, calibrando hasta qué punto van a ser vengados, y eso depende de vuestro valor. ¡Sed los héroes que vuestros antepasados os están llamando a ser! ¡No les defraudéis! Todos nosotros, desde el emperador hasta la infantería, estamos unidos en nuestro deseo de reparar tales agravios, de invertir los desastres del pasado, de fortalecer el flanco del gran Imperio Romano. ¡La posteridad dará cuenta del esplendor de nuestros esfuerzos y logros!
»Soldados, a vosotros os corresponde juzgar vuestra ansia de botín, esa ansia a la que los ejércitos romanos tantas veces han sucumbido. Permaneced en formación cuando avancéis. Seguid a vuestros comandantes y, cuando llegue el momento de luchar, ¡hacedlo con cada fibra de vuestro cuerpo! A fin de cuentas, las órdenes que doy, las acciones que emprendo, las estrategias que elaboro a vosotros os toca seguirlas, no por mi autoridad como emperador, sino por mis habilidades como general y vuestra confianza en esas habilidades. Nuestro enemigo es taimado y vil, pero os doy mi palabra de que aquel que se rezague será desjarretado, ¡si no por el enemigo, por mí!
»Por la gracia de la Deidad Eterna, juro por mi honor que estaré siempre con vosotros. Las líneas del frente me verán luchar entre ellas, y también la caballería y los arqueros, y los augurios respaldan mis esperanzas. Pero si la muerte me encuentra en la batalla, me satisfará haber sacrificado mi vida por Roma y por vosotros, mis heroicos soldados. Sea cual sea mi suerte, sean cuales sean mis esperanzas, ahora las fío a vosotros. Armaos de valor, confiando sin titubeos en la victoria. Sabed que yo compartiré en igual proporción las penalidades que podáis padecer. Recordad que las causas justas siempre triunfan, ¡y la nuestra es una causa justa! ¡Sed héroes!
Los soldados aplaudieron con un entusiasmo que yo no veía desde que partiéramos a Antioquía, aunque estaba lejos del que presencié durante los días victoriosos de Juliano en la Galia. Los hombres se golpearon las rodillas con los escudos y algunos le instaron a saludar, lo que Juliano hizo obedientemente, aunque alargó el saludo en exceso después de que el clamor se hubiera apagado. Caí en la cuenta de que había evitado el delicado tema de la religión haciendo referencia a la «Deidad Eterna», y que tanto los soldados cristianos como los paganos parecían aceptar por igual ese estímulo. Solo las tropas galas mostraron su entusiasmo con gritos de alegría, recordando aquellas ocasiones, cuando Juliano estaba al mando y luchaba junto a ellos, en que habían visto poderosos pueblos bárbaros destruidos u obligados a suplicar clemencia.
Los hombres marchaban ahora en silencio, renunciando a las conversaciones ociosas y las canciones que a menudo acompañan a las tropas en sus desplazamientos. El sol calentaba más, el trayecto diario era largo y, aunque la moral había subido desde la arenga de Juliano, los soldados estaban tensos y pensativos y preferían guardarse la energía para la tarea que se avecinaba.
En dos días llegamos a Dura, importante centro de comercio y caravanas que, por orden de Sapor, había sido abandonado. Habíamos abrigado la creencia de que aquí, en el corazón de Asiria, encontraríamos un botín que compensara nuestras penurias, pues cuentan que el gran rey Ciro, antepasado de Sapor, había elegido esta región como su principal fuente de suministro. En aquellos tiempos destinó cuatro aldeas enteras únicamente a dar sustento a sus perros indios; el presupuesto público mantenía ochocientos sementales y dieciséis mil yeguas para los establos reales. Sin embargo, nos llevamos una amarga decepción, pues los graneros estaban vacíos, los productos de las huertas arrancados y los campos quemados. Nuestro único consuelo reposó en las grandes manadas de ciervos que residían en la región, los cuales, desesperados por la pérdida de pastos en los incendios, se comportaban de manera muy impropia de ellos. Debilitados, se mantenían agrupados incluso después de reparar en nosotros, nos miraban con los ojos vidriosos de hambre y apenas intentaban huir cuando nos aproximábamos, lo que nos permitía ahorrar munición porque podíamos capturarlos con redes, o bien a fuerza de golpes en la cabeza con los remos de los botes en el momento en que intentaban cruzar el río para ponerse a salvo. El venado constituía un cambio refrescante para los soldados.
Fue aquí, durante nuestro breve descanso, donde Juliano aceptó la invitación de un guía beduino del lugar para visitar un antiguo templo de Apolo cavado en las inclinadas márgenes de piedra arenisca de un cauce seco. El angosto sendero que, desde las llanuras, descendía serpenteando por los muros de piedra hasta el templo había desaparecido. Así pues, nos vimos obligados a dar un rodeo de varias millas para bajar por otro camino y a volver sobre nuestros pasos por el cauce. Desde lo alto se divisaba el templo, que parecía casi una cueva, aunque con columnas exquisitamente estriadas y estatuas de piedra desgastadas adornando la entrada.
Mediante un complicado sistema de escaleras y cuerdas armado expresamente para la visita del emperador, Juliano fue aupado hasta la entrada. Sus ojos brillaban de expectación y me miraban con regocijo mientras subía. ¿Cuánto hacía que no le veía así, relajado y feliz, alejado de las presiones del mando y las visiones que rondaban sus sueños? Ni siquiera la idea de presenciar sus abominables oraciones en un abandonado santuario dedicado a una deidad irreconocible me parecía tan espantosa como en otras ocasiones, pues si Juliano estaba satisfecho la razón y la calma prevalecían, y muchas cosas buenas, hermano, pueden resultar de la razón y la calma. Por algo prefiere el demonio el caos.
Con las cuerdas todavía atadas a la cintura, recorrimos los últimos pies por una cornisa semiderruida que antaño había hecho de sendero para los cuidadores del templo. No obstante, cuando llegamos a la cueva nuestros ojos no se encontraron con la estatua de Apolo y los murales de tiempos homéricos que la imaginación de Juliano había esperado, sino… una iglesia cristiana.
En realidad, hermano, no deberías hacerte ilusiones, pues en esas llanuras desérticas es improbable que tales estructuras merezcan el nombre de «iglesia». Mejor le iría el nombre de ermita, pues estaba habitada por un anciano de larga barba y aspecto demacrado que vestía un mero taparrabos y estaba ciego como una salamandra de tanto mirar el sol, algo que hacía incesantemente, sentado en la entrada, frente al cañón seco que tenía delante. La estancia estaba vacía y exenta de restos de presencias paganas. El único adorno era una pequeña cruz que pendía de la pared, por lo demás desnuda, y que el ermitaño, en cualquier caso, no podía ver.
Juliano al principio se quedó sin habla y luego su estupefacción se tornó en ira. Empezó a caminar desesperado por la cueva, introduciendo la cabeza y las manos en recodos y grietas en busca de alguna talla, algún grabado, cualquier cosa que indicara la presencia de una de sus irrisorias deidades. Su cólera tenía aterrados a los guías beduinos, pues al no ser cristianos ni helenistas ignoraban las diferencias entre las religiones romanas y no habían caído en la cuenta de que el emperador podía ofenderse. Justo cuando Juliano, indignado, decidió abandonar su búsqueda, llegó la única comida del día del ermitaño: pan seco y caldo de lentejas que tres ascetas cristianos de una pequeña comunidad enclavada en las rocas de abajo colocaban en un cubo que el anciano subía con una cuerda de cáñamo.
Juliano procedió a interrogarle con malas maneras, mas en vano, pues el anciano solo hablaba un dialecto enigmático del siríaco que ni siquiera nuestros guías eran capaces de descifrar. Acto seguido, ordenó a algunos de los guardias que nos acompañaban que trajeran a los tres ascetas para explicar la situación. Estos llegaron temblando y haciendo reverencias, sorprendidos de encontrar a un enfurecido emperador romano en su diminuta capilla del desierto.
Tras someterlos a un severo interrogatorio en el griego macarrónico que uno de ellos hablaba con dificultad, Juliano finalmente se volvió con una mueca de asco.
—Su lema, dicen, es el viejo proverbio «Renunciad a todo y todo tendréis». Por eso viven miserablemente en este patético santuario dedicado a su religión de pescadores. —Se paseó por el recinto echando humo—. Yo tengo otra versión del dicho con que contraponer esa necedad. —Se volvió hacia los pasmados ascetas—. Es de Plotino, a quien os convendría leer más que a vuestro ignorante galileo: «Acabad con todo».
Y dicho esto, ordenó a los guardias que se llevaran de la iglesia todo —la cruz, el ermitaño y el cubo— y la prepararan para realizar un sacrificio de purificación al día siguiente.
Yo escuchaba sus airadas palabras con estupor, al tiempo que observaba cómo los tres ascetas, apiñados en un rincón sin entender nada, suplicaban con la mirada que no les hicieran daño, mientras el viejo místico seguía sentado de cara al cauce seco del río, murmurando abstraídamente una oración.
—¡Juliano, esto es una locura! —le interrumpí en medio de su diatriba—. Los guías dicen que el templo llevaba siglos abandonado antes de que los ermitaños lo encontraran. Nadie sabe si alguna vez estuvo dedicado a Apolo o a un dios escorpión del desierto. Es tan justo utilizarlo como iglesia que como templo pagano. ¡Debes parar el escandaloso trato que se está dando a estos hombres!
Juliano se detuvo, me miró iracundo y, desoyendo mis palabras, continuó su paseo.
—«El sacrificio supremo», lo llaman, y a este anciano ciego, su cabecilla, «el ermita santificado». ¡Qué hipocresía! —bramó—. Este viejo loco duerme en el suelo, en una habitación vacía, y come lentejas, y a eso lo llama sacrificio. ¡Por todos los dioses, yo hago lo mismo! Pero además me gano la vida. Lo suyo no es un sacrificio, es el colmo del exceso, pues depende por entero del servicio de esos otros. ¡Son sus criados! Le preparan la comida y se la suben en un cubo, y bajan sus desechos con el mismo método, y ya sea por una percepción errónea del santo sacrificio o por puro desconocimiento de los principios higiénicos más elementales, utilizan el mismo cubo para ambas cosas. ¿Qué clase de religión es esa, Cesáreo? ¿Es que están locos?
Yo guardaba silencio, indignado, cerrando y abriendo furiosamente los puños en un intento de controlar las emociones que me embargaban en ese momento. Los guardias ataron cuidadosamente al callado anciano y lo sacaron de la estancia de la que llevaba treinta años sin salir, acompañado de los lamentos e himnos que cantaban sus turbados compañeros. Nunca más, me juré, volvería Juliano a cometer semejante atrocidad.
Fue un suceso, hermano, intrascendente, aunque casi puedo ver tu expresión de ira al leer esta palabra. «¿Intrascendente? —aúllas—. ¿Que una comunidad de ascetas cristianos sea arrancada de su casa como un perro por este… este anticristo?». Deja que me explique. Naturalmente, hermano, que es trascendental como un acto aislado, pero si se suma al total de ultrajes trascendentales que ha cometido Juliano, demasiados para relatarlos aquí, no constituía más que una gota en el océano. En ese sentido, como dirían los sofistas, era intrascendente dentro de su trascendencia. Y como una pequeña herida que supura durante un tiempo pero al final cicatriza, el suceso habría permanecido como insignificante en mi mente si también hubiera permanecido como tal en la de Juliano, mas no fue así.
Esa noche, todavía furioso, irrumpí en su tienda para exigir algunos papeles que me había dejado allí el día anterior. Hallé a Juliano dormido con la cabeza sobre la mesa, presa de un sueño agitado y diciendo incoherencias en voz lo bastante alta para inquietar a los guardias que velaban fuera.
—¡Demonios! —gemía. Era evidente que lo sucedido ese día le atormentaba, a su manera, tanto como a mí—. ¡Demonios! ¡Los cristianos son diablos!
De sus labios brotaron otros epítetos a los que no presté atención, pues sus primeras palabras me habían dejado horrorizado, así como el hecho de verlo sudar y retorcerse sobre la mesa, haciendo muecas por unos temores y tormentos imaginarios reservados a los lunáticos y los poseídos.
Que Dios me ayude, hermano, pues en aquel momento pensé en el asesinato, ¡el asesinato! Peor aún, la idea me asaltó con tal ímpetu, con tal furia infernal, que fui incapaz de controlar el camino hacia el que me llevaban mis pensamientos. No conseguía borrar la idea de mi mente, como había aprendido a hacer con otros pensamientos indignos, pronunciando un paternoster o una oración a la Virgen. No, la idea del asesinato me asaltó y la idea del asesinato permaneció, y quedé paralizado tanto por la fascinación de ver al emperador de Roma vomitar obscenidades delirantes en sueños como por el terrible acto que yo podría cometer y el placer que me producía pensar en ello. Qué sencillo me resultaría acercarme al hombre con la correa de cuero de una sandalia y estrangularlo hasta que dejara de moverse. Con un simple trapo para proteger el cuello, hasta podría hacerlo sin dejar huella. ¡Por la mañana los guardias encontrarían al emperador y pensarían que se había tragado la lengua en un ataque de epilepsia! O arriesgándome apenas un poco más a ser descubierto, podría, en cuestión de un instante, aplastarle la cabeza mediante un contundente golpe con el candelabro de cobre o, sencillamente, extraerle la daga del cinturón, clavársela en el corazón y colocar cuidadosamente sus manos en torno a la empuñadura para fingir un suicidio. Sería tan fácil, apenas unos momentos, y el curso de su campaña, el futuro de Roma y el cristianismo ¡podrían cambiar!
¿Alguna vez un hombre ha tenido tanto poder en sus manos, tanto poder indiscutible, un poder capaz de trastornar el mundo, de derribar un imperio, como el que yo tuve durante esos breves momentos en la tienda? ¿Había dispuesto Cristo de tal potencial concentrado en su cuadragésimo día en el desierto, cuando Lucifer le ofreció todos los reinos de la tierra a cambio de un simple acto de homenaje? ¿Estaba Lucifer tendiéndome la misma oferta, aquí, en mi propio desierto? De ser así, ¿sería mayor pecado aceptar las condiciones del diablo o rechazarlas, como hizo Cristo, sabiendo que el hombre que tenía delante podía ser el representante de Satanás en la tierra? Cuando Lucifer se apareció ante Cristo como hombre, ¿habría estado justificado que Cristo le hubiera matado? Había intentado toda mi vida servir a Dios sirviendo y sanando a los hombres. ¿A esto se reducía todo, a la sórdida decisión de utilizar una correa en el cuello o un candelabro contra el cráneo?
La cabeza me daba vueltas y tenía la sensación de que el espacio entre las paredes de lona se estrechaba. Rígido, como entumecido de frío o terror, avancé un par de pasos arrastrando los pies, con una mano tendida hacia el candelabro, y entonces me detuve en seco. Juliano seguía desplomado sobre la mesa, con la cabeza ladeada hacia mí, pero ahora, y tal vez desde hacía rato, si bien mi enardecido cerebro me había impedido advertirlo, estaba callado y quieto. En la tenue luz advertí que tenía su ojo visible clavado en mí, bien abierto y sin pestañear. Ignoraba cuánto tiempo llevaba observándome y si intuía los pensamientos que me habían pasado por la mente.
Levantó despacio la cabeza y los hombros, se reclinó en su asiento y se mesó el pelo, desperezándose de su siesta como le había visto hacer tantas veces. Ahora su expresión era tranquila, como la del Juliano que recordaba de la Galia, y una leve sonrisa asomó a sus labios, causada por la vergüenza de que le hubiera descubierto echando una cabezada. Miré a Juliano, a mi amigo y camarada de los últimos ocho años, y sentí náuseas, asco por haberme visto tan capaz de llevar a cabo el terrible acto que mi mente había estado rumiando. No sin razón el nombre de Lucifer puede traducirse como «portador de luz», aunque la luz que proyecta ciegue en lugar de iluminar. Meneando la cabeza, como si fuera yo quien acababa de despertar, me acerqué hasta la mesa para recoger mis papeles y me marché sin decir una palabra en tanto que Juliano me miraba desconcertado.
Al día siguiente, cuando dejamos atrás las colinas, los centinelas me contaron que los humillados ascetas habían abandonado su comunidad por la noche y se habían dispersado por el desierto, solo Dios sabe hacia dónde. Que el Señor los proteja.
Continuando nuestro descenso por el Éufrates, aceptamos la rendición de Anatha, una pequeña isla bien fortificada en medio del río. Durante la inspección de los prisioneros nos sorprendió encontrar a un romano de unos cien años o más, que apenas sabía latín porque llevaba muchos lustros viviendo en esta región. Rengueando a causa del reumatismo, se acercó al emperador y sus atónitos consejeros, se enderezó, miró como pudo a través de sus ojos velados por las cataratas y ladró una orden con una voz que nos sorprendió por su claridad y tono autoritario:
—¡Llévame hasta tu general, tribuno!
Juliano, desconcertado al principio, enseguida recuperó el aplomo y colocó solemnemente una mano sobre el hombro del anciano.
—Soy el comandante local —dijo—. ¿En qué puedo ayudarte?
El hombre le miró un largo instante, dio un paso atrás y saludó con el brazo en alto.
—Salve, tribuno. ¡El soldado de infantería Casio Rufino se incorpora al servicio, señor!
Con una tenue sonrisa que asomó por su barba enmarañada, Juliano le ordenó que descansara y, después de saludar respetuosamente con la cabeza a los impresionados familiares que habían empezado a congregarse, invitó al viejo soldado a acompañarle a su tienda para tomar una copa de vino. Casio Rufino aceptó con gran solemnidad, y si dispusiera de más tiempo y papiros de los que tengo asignados, hermano, podría escribir un libro entero con las aventuras de ese viejo sinvergüenza, pues durante las siguientes dos horas le fue permitido verter su deslavazado relato sin interrupción, una auténtica historia viviente de las largo tiempo olvidadas guerras romanas. Explicó que había participado en las campañas persas del emperador Galerio setenta años atrás, que las legiones le habían abandonado en Anatha para que muriera de la fiebre producida por una herida de la que, no obstante, se recuperó. Finalmente hizo de esta isla su hogar, prosperó, se casó con varias mujeres y tuvo muchos hijos y nietos, a algunos de los cuales se hizo venir a la tienda para que atestiguaran de un hecho del todo extraordinario: durante décadas, Casio Rufino había augurado que sería enterrado en suelo romano el año de su centenario.
Juliano le trató con suma amabilidad y honores, y asignó a él y a su extensa familia, cargada del oro correspondiente a setenta años de salarios y pensiones retrasados, una caravana destinada al gobernador romano de Siria. Más tarde me contaron que el anciano, efectivamente, tuvo allí una muerte tranquila. Fue una bendición porque, en cuanto el patriarca y su familia hubieron partido, Juliano destruyó la ciudad.
Siguiendo el río, pasamos sin detenernos por las inexpugnables fortalezas de Achaiachala y Thilutha, pues se creyó más importante acelerar la llegada a Ctesifonte que destruir esas dos fortificaciones menores. Fue una decisión sabia, ya que las guarniciones persas que las defendían eran tan exiguas que no representaban un peligro para nuestros soldados y, sin embargo, habría supuesto un coste enorme de bienes y hombres el reducirlas. En Baraxmalcha cruzamos a la orilla derecha del Éufrates por un puente de pontones armado apresuradamente que, una vez más, Juliano destruyó después de su uso. Siete millas río abajo se alzaba la hermosa ciudad de Diacira, la cual, como las demás que habíamos dejado atrás, había sido abandonada, bien que recientemente. Encontramos vastas reservas de grano y sal blanca en polvo que nuestros oficiales de intendencia se apresuraron a confiscar. Descubrimos algunas mujeres allí escondidas, pero estaban locas y fueron ejecutadas. Proseguimos nuestra marcha por la orilla derecha del Éufrates y dejamos atrás un manantial del que no brotaba agua, sino una extraña sustancia negra parecida al betún que, al prenderle fuego, ardía fétida e interminablemente despidiendo un humo negro y denso. Desconcertados por las extrañas y aparentemente inútiles materias con las que Dios juzga adecuado bendecirnos, llegamos al fin a Ozogardane, una hermosa ciudad con baños y edificios de placer también desierta. Aquí paramos para descansar y reorganizarnos, si bien a los soldados les costaba relajarse porque en lo alto de cada colina y elevación circundantes se atisbaban las siluetas de exploradores persas que vigilaban sobre sus monturas nuestros movimientos. ¿El motivo? Que Ozogardane se hallaba de Ctesifonte a tan solo tres días de marcha.
A partir de aquí, el trayecto hasta Ctesifonte estaba protegido por una serie de ciudades fortificadas, cada una dotada de una guarnición más numerosa que la anterior. A diferencia de las fortificaciones encontradas hasta el momento, estas sí era preciso abordarlas. Y pese a encontrarnos a tan solo cincuenta millas de nuestro objetivo, el simple acto de marchar constituía una dura prueba, pues los persas habían recurrido a la ayuda de los ríos. Habían abierto las compuertas de sus enormes canales de riego hasta sumergir sus propias tierras y aldeas bajo un poderoso manto de agua y barro y, al mismo tiempo, anegar todos los campos y llanuras por los que debíamos pasar. Los caminos se cubrieron de agua y nuestro campamento se inundó. Avanzamos por cenagales durante dos días, los bueyes ayudados por los soldados a tirar de los carros de avituallamiento en el lodo, y por fin llegamos a Pirisabora, ciudad cuyo nombre significa «Sapor victorioso» y cuyas murallas de ladrillos impregnados de betún eran resistentes como el bronce. Los ingenieros militares de Juliano contemplaron consternados las almenas, mas sus protestas cayeron en saco roto: había que tomar la ciudad.
Nuestros proyectiles, enormes rocas en llamas y saetas lanzadas por las ballistae y catapultas que los soldados habían arrastrado desde Antioquía, demostraron ser inútiles. Los sitiados, cuyo valor hasta los galos de Juliano, hombres por lo general desdeñosos, reconocieron a regañadientes, habían instalado unas cortinas hechas de pieles de cabra, toldos y hasta colchas y sábanas delante de los muros para amortiguar y reducir el impacto de nuestros proyectiles. Se envió al príncipe Ormizda, hermano exiliado de Sapor que nos hacía de guía, a la primera línea del frente para negociar en su lengua la rendición de los sitiados, quienes, no obstante, le recibieron con mofas e insultos. Para gran consternación de Juliano, la toma de esta pequeña ciudad había degenerado en un sitio interminable cuando el tiempo era de vital importancia. Según nuestros exploradores, el rey Sapor, que semanas antes había subido por el Tigris buscando infructuosamente a nuestro ejército, se había percatado ya de su error y regresaba a marchas forzadas para defender su ciudad.
Juliano se pasó toda la noche conferenciando con sus generales sobre la mejor forma de obtener una victoria rápida, si bien al final la estrategia se decidió no de acuerdo con el consejo de los militares, sino con los conocimientos de historia de Juliano. Al alba, con la mirada nublada pero satisfecho con la solución que había concebido, el emperador hizo venir a Salustio, que entró en la tienda con su habitual porte digno y sereno.
—¡Es la clave de nuestra victoria! —exclamó Juliano entusiasmado—. Mañana estaremos ya en las puertas de la ciudad sin más derramamiento de sangre.
Conversaron en voz baja. Salustio meneaba la cabeza y enrojecía de ira al percatarse de que Juliano se negaba a escucharle.
—¡Una locura! —farfulló al salir poco después de la tienda con enérgicas zancadas.
Juliano me sonrió cansinamente.
—Ya no está instruyendo a un soldado joven —comentó con cierto tono defensivo—. Me parece a mí que la palabra de un emperador debería tener cierto peso en la mente de ese viejo idiota.
En menos de una hora había puesto en marcha su plan. Ordenó a la artillería y los arqueros que dispararan implacablemente contra las almenas para obligar a sus defensores a buscar protección detrás de las abigarradas cortinas. Actos seguido, se colocó en medio de una falange de cien soldados escogidos con esmero que, formando una cuña, unieron sus escudos por encima de la cabeza y por los costados, como una enorme tortuga, para guarecerle de las flechas y demás proyectiles. Así dispuestos, asaltaron la puerta principal de la ciudad, una enorme estructura de madera reforzada con barras y cerrojos de hierro. En lugar de armas, los hombres portaban palancas, cinceles y herramientas de carpintería.
El ejército contuvo la respiración mientras rezaba a todos sus dioses por la seguridad del emperador. El enemigo, que enseguida reconoció al comandante que dirigía el temerario asalto, concentró todos sus esfuerzos en destruir el pelotón de improvisados cerrajeros que se ocultaban bajo los escudos. Sobre Juliano y sus hombres llovieron flechas, ladrillos y piedras que chocaban con fuerza contra los escudos y hacían tambalear a los soldados. Algunos, doblados sus escudos por el impacto de las rocas, caían al suelo, y cuando otros avanzaban para ocupar su hueco también tropezaban. Hasta nosotros, que nos hallábamos a cincuenta pasos de distancia, oíamos la voz de Juliano.
—¡Arrimad el hombro! —bramaba bajo el tejado de escudos mientras sus hombres hacían palanca en las barras de los portalones—. ¡Reventad las bisagras, serrad los tablones!
Era inútil. Por mucho que la artillería romana tratara de repeler la acción de los defensores de la ciudad, todos los recursos de los persas estaban concentrados en el pequeño pelotón de Juliano.
La estrategia estaba condenada al fracaso. Los persas empezaron a subir a la torre enormes bloques de construcción, de esos que aplastarían el pie de un hombre aunque lo depositaran suavemente sobre él. Lanzados desde una altura de cincuenta pies, su efecto resultaba demasiado espeluznante para imaginarlo siquiera. El ejército romano gritó al pelotón que regresara antes de que se produjera el desastre y esta vez Juliano obedeció. Sin deshacer la formación, protegidos todavía por los escudos abollados, los hombres retrocedieron a trompicones hasta su frente, lejos de los proyectiles, arrastrando consigo a los heridos. El ejército prorrumpió en vítores, como si hubiese obtenido una gran victoria, mientras los persas de las almenas igualaban nuestros gritos con abucheos acompañados de gestos obscenos.
Esa tarde, Salustio irrumpió enfurecido en la tienda, pero antes de que pudiera abrir la boca Juliano le silenció con una mirada severa.
—¿Acaso vas a poner en duda la sabiduría de Escipión, el más grande de los generales de Roma? —preguntó empujando hacia delante un deteriorado pergamino que contenía la historia de la guerra de Cartago escrita por Polibio.
Salustio lo observó con suspicacia y miró fríamente a Juliano.
—¡Léelo! —le ordenó este.
El general permaneció inmóvil, observándole fríamente, calibrándole con la mirada, como si intentara averiguar qué pasaba por la mente de Juliano, discernir hasta dónde podía provocarle.
—¡LÉELO! —gritó Juliano con la voz quebrada y los ojos desorbitados.
Los guardias apostados fuera de la tienda detuvieron su paseo y uno de ellos asomó cautamente la cabeza.
Salustio sostuvo la mirada hasta que Juliano desvió la suya. Luego, muy lentamente, dio un paso al frente y levantó el pergamino con los dedos pulgar e índice, como si sujetara un trozo de carroña putrefacta. Pasó la vista por el párrafo marcado con carboncillo.
—Aquí leo —declaró secamente— que la puerta que atacó Escipión estaba guarnecida por un arco de piedra, y que él y sus hombres pudieron manipularla con tranquilidad mientras los bárbaros intentaban en vano ahuyentarlos desde arriba, pues no podían alcanzarles con sus proyectiles. Escipión era, efectivamente, un general sabio.
Dicho esto, giró sobre sus talones y salió de la tienda mientras Juliano lo seguía con la mirada, presa de una rabia contenida.
La ciudad de Pirisabora dejó de crearnos problemas una vez que se aplicaron los recursos debidos. Desde la tienda de Juliano, Salustio fue directo al cuartel de las brigadas ingenieras y ordenó que construyeran a toda prisa una máquina que los griegos conocían como helépolis, «tomadora de ciudades». Pocos soldados del ejército habían visto o imaginado siquiera semejante artefacto, si bien los conocimientos enciclopédicos de Salustio sobre historia militar le permitieron hacer una descripción de esta máquina que Poliorcetes había desarrollado en Macedonia siglos atrás. Se trataba de una gran torre erigida con fuertes maderos y cubierta de pieles y mimbre verde, fango y otros materiales incombustibles. Con una altura de seis plantas, la estructura se elevaba por encima de las murallas de la ciudad, y en dos días estuvo terminada. Veinte arqueros armados con flechas llameantes y marmitas de hollín controlaban la planta superior, mientras que diez pies más abajo descansaba una rampa suspendida de cadenas que había que dejar caer sobre las almenas en cuanto se hubiera hecho rodar la torre hasta el pie de las murallas. Se eligieron cincuenta soldados para encabezar la acometida desde la torre hasta la ciudad, tras lo cual el ejército al completo debía seguirles, ya fuera por las escaleras de madera que llevaban a la quinta planta o a través de las puertas de la ciudad en el caso de que los asaltantes de la torre consiguieran abrirlas desde dentro.
En cuanto los habitantes vieron la aterradora máquina, se rindieron sin oponer resistencia.
La destrucción de Pirisabora levantó la moral de las tropas. Con grandes penalidades, enfrentadas ahora con entusiasmo, los soldados chapoteaban y avanzaban de nuevo por ciénagas y campos apropiándose de canoas y balsas y exterminando a los desorganizados defensores persas que encontraban en los pantanos. Así recorrimos catorce millas, distancia que en circunstancias normales y a paso ligero habría requerido poco más de una mañana, incluso con los pesados pertrechos que cada hombre acarreaba sobre la espalda, pero que con las inundaciones y las escaramuzas duró casi dos días. Construimos pequeños puentes con tablones obtenidos de la madera esponjosa de las palmeras y colocados sobre pilares de piedra. Si el pantano era demasiado profundo, se instalaban plataformas sobre bolsas infladas de piel de oveja hábilmente cosidas entre sí y cubiertas de betún. Estábamos tan cerca de Ctesifonte que hasta nos era posible olerlo, pues a veces, cuando el viento soplaba del este, traía el aroma de especias y hierbas del mercado, un mercado tan extenso que solo Ctesifonte podía acogerlo. Juliano sabía que si lograba alcanzar la ciudad antes de que Sapor pudiera reforzar su guarnición, sus murallas y todas las riquezas que contenían —de hecho, el control de todo el Imperio Persa— se rendirían a sus pies.
Recorrimos catorce millas, como iba diciendo, hasta que llegamos a Maozamalcha, antigua ciudad ante la que el ejército se detuvo pasmado. Por todos sus lados se alzaban rocas sumamente escarpadas que solo permitían una vía de acceso angosta con tortuosos desvíos. Por encima del afloramiento asomaban unas torres casi tan altas como la ciudadela central, que descansaba sobre un formidable promotorio rocoso. El terreno era algo menos severo en la parte de atrás, pues ofrecía una ladera que descendía hasta el río, pero en esas murallas los defensores habían reunido una temible colección de artillería y otras armas que impedían a los agresores formarse para un asalto ininterrumpido. Los espías nos informaron de que la guarnición de la ciudad no era la milicia exigua, desnutrida e inexperta que solíamos encontrar en tales situaciones. Las murallas estaban defendidas por un numeroso destacamento de las tropas regulares del rey Sapor que este había apostado antes de partir hacia el Tigris, ante la lejana posibilidad de que nos acercáramos a Ctesifonte por ese lado. Por una vez, el desventurado rey había acertado.
A lomos de su caballo, acompañado de un puñado de generales, de Máximo —su sombra deformada— y de un grupo de guardias con armas ligeras, Juliano bordeó lentamente la ciudad inspeccionando las murallas desde todos los ángulos y manteniéndose fuera del alcance de las flechas de los defensores de la fortaleza, que no cesaban de gritar obscenidades. Se detenían aquí y allá para examinar las características del terreno, las probabilidades de una aproximación y los posibles puntos débiles de la estructura de las almenas. En vano. Ninguna ciudad es del todo inexpugnable, pero hace falta un ojo experto para concebir una forma posible de tomar una fortaleza como Maozalmacha y mucho estómago para imaginar las consecuencias en el caso de conseguirlo, o de no conseguirlo. Si queríamos atacar Ctesifonte con éxito, no podíamos dejar a nuestra espalda una guarnición tan numerosa.
Esa noche, después de consultar con Salustio y sus generales, Juliano optó por aplicar una estrategia de asedio clásica. Él dirigiría personalmente el asalto abierto, así como el emplazamiento de la artillería y las máquinas. Justo en el momento en que salíamos de la tienda tras haber tomado esa decisión, Víctor, el comandante de caballería, se acercó al galope acompañado de una pequeña guardia cuyos rostros aparecían tenuemente iluminados por las antorchas que portaban.
—¿Qué noticias traes, Víctor? —preguntó Juliano mientras el hombre se apeaba de su caballo, salpicado de espumarajos—. Si vuelves a perderte otra reunión estratégica, te destinaremos a las cocinas.
—Mil perdones, augusto —musitó tranquilamente Víctor por encima de las risitas de Máximo y los demás—. Ayer salí a reconocer el camino del este y me he retrasado.
El semblante de Juliano adoptó una expresión grave.
—Ningún problema, espero. ¿Algún rastro de Sapor avanzando por el Tigris?
Víctor se enderezó con orgullo.
—Ningún problema, augusto, todo lo contrario. He cabalgado hasta las murallas de Ctesifonte y no he encontrado resistencia alguna.
El grupo calló. Juliano miró atónito al hombre.
—¿Has ido a Ctesifonte y vuelto en un día? Diantre, Víctor, eso suman setenta millas.
—Lo sé, señor. Quedan un par de fuertes por tomar, pero sus guarniciones se esconden tras las murallas como vírgenes. Los caminos están despejados. No hay rastro de Sapor por ningún lado.
Juliano miró a sus oficiales con una leve sonrisa.
—Señores, Ctesifonte es nuestra.