Estoy envejeciendo, hermano, más deprisa que los días que transcurren ante mí y arrancan los años de mi vida como un niño arranca las hojas de un libro que han dejado a su alcance. Durante los últimos cinco años temo haber envejecido diez, y durante los cinco siguientes serán veinte, y a este ritmo no tardaré en darte alcance y adelantarte, e incluso competir con padre. Mas no es físico mi envejecimiento; en muchos aspectos todavía se me puede considerar un hombre relativamente joven y, aunque mi cabello empieza a ralear y encanecer en las sienes, mi cintura todavía es esbelta, mis intestinos fuertes, mi andar ágil, y mi capacidad para hacer volver la cabeza a una doncella de vez en cuando no ha disminuido, si bien el deseo de dejarme tentar por tales distracciones es harina de otro costal. No; no es en el aspecto carnal en el que estoy envejeciendo, pues toda carne debe seguir las leyes de la naturaleza y solo el paso uniforme de los días y las noches puede contribuir al ajamiento físico. Estoy envejeciendo por dentro, pues mi espíritu está cansado, cansado hasta la médula, si me permites la combinación de una metáfora espiritual con una carnal, y este agotamiento que no me deja ni a sol ni a sombra comenzó el día que llegué a Antioquía y vi confirmados los planes de Juliano contra los persas. Pese al vigor de los soldados, el descaro y las irreverencias de los marineros, las risas y las bromas de Juliano, y hasta la sonrisa ocasional de la boca pustulosa de Máximo, yo tenía un presentimiento, sentía cierta tristeza relacionada con la expedición, quizá debido a la superficialidad de sus motivos. Mientras nos preparábamos para la marcha me sentí como un anciano ante un larguísimo viaje.
La campaña contra los persas, dicho sea de paso, era totalmente innecesaria. Hasta el propio Salustio había intentado en vano disuadir a Juliano.
—Cree que devolverá a Roma su antigua gloria —refunfuñó el consejero cuando, en una ocasión, le pregunté con prudencia por los motivos de Juliano.
—Eso me ha dicho a mí también. ¿Y lo conseguirá?
Salustio hizo una mueca y esquivó la pregunta.
—Está siguiendo su visión, a su diosa, y Máximo le anima. Conoces a Juliano tan bien como yo, médico. No puedes disuadirle de algo que ve como su destino. Y Persia, dice, es su destino.
—Eso han creído todos los emperadores romanos de los últimos cuatro siglos. Algunos ganaron batallas, incluso guerras, pero ninguno ha conquistado realmente Persia. No es posible que crea a Máximo cuando le dice que es su «destino».
—Oh, sí le cree —dijo Salustio con resignación mientras volvía a los preparativos militares de la marcha—. Le cree ciegamente.
El rey Sapor no era un idiota. De hecho, me atrevería a decir que era el monarca más astuto al que se había enfrentado un emperador romano. Aunque se hallaba, en el trigésimo año de su reinado, todavía era un hombre joven, ya que, por una extraña circunstancia, había ostentado el título de Rey Supremo más tiempo del que llevaba vivo. Su padre, el rey Hormouz, falleció prematuramente cuando su esposa estaba embarazada de su primer hijo, lo que despertó las ambiciones de otros príncipes de la familia real que aspiraban a gobernar el enorme imperio. Previendo una guerra civil, la viuda de Hormouz ordenó inmediatamente la coronación del futuro heredero antes incluso de conocer su sexo. Para la ceremonia se instaló en el salón de coronaciones un lecho real sobre el que la reina se tumbó con gran pompa en presencia de todos los cortesanos y nobles. Sobre el lugar donde se suponía se encontraba la cabeza del futuro rey se colocó una magnífica corona y todos los sátrapas se inclinaron ante la barriga majestuosa de la reina y su contenido real. El gobernante Sapor, con su título oficial de Rey de Reyes, Compañero de las Estrellas y Hermano del Sol y la Luna, nació unas semanas más tarde y para entonces su ascenso al trono fue un hecho inevitable.
Los espías que Sapor tenía en Antioquía enseguida informaron al monarca de los preparativos de Juliano. El rey conocía bien el alcance de la fuerza militar y las alianzas extranjeras que se estaban estableciendo contra él y, más importante aún, la calidad de su dirigente, el joven y enérgico emperador que había diezmado a los bárbaros del Rin, cruzado el Imperio Romano como un rayo y tomado la capital sin derramar una sola gota de sangre romana. Confirmados los preparativos de Juliano, Sapor renunció a toda arrogancia y envió una carta cortés al emperador para recordarle la afinidad que compartían por su capacidad como grandes dirigentes y proponerte que limaran sus diferencias de una forma amistosa.
Sin embargo las cualidades y la reputación de Juliano, que habían espantado al Rey de Reyes lo bastante para pedir la paz, eran las mismas que impedían al emperador cambiar su plan de acción pese a las claras ventajas y el ahorro de tesoros y hombres. Los entusiastas esfuerzos de Juliano durante su año en Antioquía habían producido un ejército de sesenta y cinco mil legionarios romanos y un número parejo de auxiliares árabes, escitas, godos y sarracenos; una alianza con el rey Arsaces de Armenia que representaba otros sesenta mil soldados armenios listos para detener a los persas en su frente del noroeste; una flota fluvial esperándole en el Éufrates al mando del conde Luciliano, integrada por mil navíos que transportaban toda clase de armas y provisiones, y cincuenta barcos de guerra gigantescos y un número igual de barcazas para la construcción de puentes y otras obras ribereñas. Los barcos de madera, cubiertos con pieles crudas y cargados hasta las bordas de un suministro inagotable de armas, utensilios, provisiones y artefactos, eran tan numerosos que cubrían el río Éufrates de orilla a orilla. Con semejante respaldo, ¿qué respuesta podía darse a la carta diplomática del rey Sapor, presentada con toda humildad por su propio tío, quien, ataviado con sus mejores galas, ofreció ricos presentes, un excelente semental árabe, los territorios que Roma llevaba tiempo codiciando y la coexistencia pacífica entre dos imperios poderosos mientras vivieran ambos dirigentes?
Por desgracia, el tío del rey no calló tras su humilde ruego, como habría hecho un hombre sabio, sino que procedió a recordar a Juliano los infortunios de su predecesor, el anciano Valeriano, durante su expedición persa realizada un siglo atrás, cuando fue capturado y despellejado, y su piel rugosa se exhibió como un «trofeo eterno» en la corte persa. Mientras Juliano hervía en su asiento, el estúpido embajador le describió alegremente la derrota de Galerio, tan reciente que seguía viva en la mente de los veteranos de mayor edad. Su ejército había quedado prácticamente destruido y el general a duras penas consiguió regresar a Antioquía con vida. Juliano escuchó al diplomático con la mirada encendida de indignación.
Acto seguido, rompió la carta.
Con una sonrisa de desprecio, lanzó los pedazos a la cara del atónito tío.
—Di a tu soberano que se ande con cuidado —dijo con enojo—, pues yo, Juliano, Sumo Pontífice, césar y augusto, sirviente de los dioses y de Ares, destructor de los bárbaros y liberador de los galos, no reconozco la superioridad de ningún individuo sobre mí ni de ningún imperio sobre Roma. Apresúrate, hombre, y adviértele, pues es mi intención confirmárselo personalmente al frente de mi ejército.
La guerra ya no era solo posible, sino inevitable, y el único destino concebible del enorme ejército de Juliano era Ctesifonte, la capital soberana de Persia.
La inmensa colección de soldados emprendió la marcha el 5 de marzo, una fecha cuidadosamente elegida, pues el tiempo era todavía lo bastante fresco para hacer el trayecto agradable. Las colinas, por lo general áridas, se hallaban en esta época del año cubiertas de pastos verdes y regadas por multitud de arroyos. La ruta nos llevó a través de Siria en dirección este, por las ciudades de Litarbae y Beroea, hasta Hierápolis, centro de caravanas de la región, donde se estaban congregando más soldados y provisiones para sumarse a nosotros.
Los presagios, sin embargo, no eran buenos, y me avergüenza decir que, quizá debido a mi constante proximidad con Juliano y sus augures, hasta yo comenzaba a interesarme por tales señales, aunque hasta al obispo Atanasio le habría resultado difícil para pasarlas por alto. El plan era que nuestra entrada en Hierápolis constituyera una marcha triunfal precedida por las vastas formaciones de tropas extranjeras marchando en perfecta sincronía, con sus lustrosas armaduras relucientes al sol. No obstante, cuando estábamos entrando, una descomunal columnata que flanqueaba las puertas de la ciudad se vino abajo y a punto estuvo de aplastar el carro de Juliano, que acababa de atravesarla. Mató a cincuenta soldados e hirió gravemente a numerosos civiles que se hallaban cerca de la columnata o encaramados a ella, razón, sin duda, por la que se derrumbó. Sin embargo Juliano, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera la destrucción de Persia, no pareció reparar en la tragedia, ni siquiera cuando la ciudad estalló en un frenesí de lamentos por sus muertos. Fue con sumo esfuerzo que Salustio consiguió convencerle de que hiciera una visita de cortesía a los soldados heridos, las primeras víctimas de su campaña. Juliano, sin embargo, tenía la cabeza en otra parte, en los recuentos de tropas y en las líneas de avituallamiento, en las negociaciones con los aliados y en las condiciones de la rendición para los persas. No tenía emociones que dedicar a los muertos y heridos.
Permanecimos en Hierápolis tres días introduciendo cambios en las formaciones y emitiendo órdenes. Luego, en lugar de bajar por el Éufrates hacia Ctesifonte, como probablemente esperaba el rey Sapor, cruzamos el poderoso río en plena noche, por un puente de pontones, y atravesamos el desierto a un ritmo de veinte o treinta millas diarias. La ruta nos condujo hasta Batnae, donde tuvo lugar otro desafortunado suceso: una inmensa pila de grano se desmoronó en un puesto de avituallamiento y enterró y asfixió a otros cincuenta hombres que estaban reuniendo forraje. Nos detuvimos solo el tiempo justo para que Juliano ofreciera un breve sacrificio por el cuidado de las almas de sus hombres, ceremonia que dejó fríos incluso a los más fervientes adoradores del toro por el modo informal y distraído como la dirigió. Sin más demora, pusimos rumbo a Carrhae, ciudad memorable porque en ella tuvo lugar la destrucción del ejército romano bajo Craso unos siglos antes. Finalmente nos hallábamos camino del poderoso Tigris, a unas semanas de viaje, río que también conducía a Ctesifonte.
Ctesifonte había sido, de hecho, la meta alcanzada por el emperador Trajano dos siglos y medio atrás en su campaña victoriosa contra los partos. Trajano, sin embargo, había partido del norte, de Armenia, y marchado hacia la capital persa siguiendo el curso, más favorable, del Tigris, mientras un ejército auxiliar avanzaba hacia la capital por la escabrosa orilla del Éufrates. Al dejar atrás este río y avanzar en dirección al Tigris con su enorme ejército, Juliano pretendía que los espías de Sapor dudaran de cuál sería la vía de ataque que pensaba tomar, y puede que ni siquiera él mismo lo supiera aún mientras intentaba controlar desde lejos las fuerzas de Sapor. Finalmente decidió emplear la táctica de tenaza que tan buen resultado había dado a Trajano, bien que con una pequeña alteración: el ejército auxiliar de Juliano, al mando del general Procopio, continuaría hacia el Tigris, uniéndose a los armenios de Arsaces en caso necesario, y a renglón seguido arrasaría los distritos asentados a lo largo de ese río durante su marcha hacia Ctesifonte. Entretanto Juliano, con el resto de los soldados y provisiones, regresaría en dirección sur hasta el Éufrates para reencontrarse con la flota en Callinicum y luego apretaría el paso a fin de reunirse con Procopio en Ctesifonte.
En Carrhae fui nuevamente testigo de un augurio, interpretado como bueno, que tuvo que ver con el caballo de Juliano. Desde el vergonzoso suceso en Tracia, cuando caí de bruces en el fango, me había asegurado, cada vez que cabalgaba con Juliano, de plantar bien los pies en el suelo antes de ayudarle a montar al estilo persa cuando no tenía a mano su lanza. Ahora, sin embargo, eso no me preocupaba porque no había barro.
Juliano me había invitado a dar un breve paseo a caballo para ver practicar a un destacamento de tiradores y arqueros escitas, invitación que acepté gustosamente, agradeciendo una excusa para salir de los confines del campamento. Por el camino el semental de Juliano sufrió un tirón en el hombro y fue sustituido por el de uno de los mozos que nos acompañaban. Pasamos una hora viendo el entrenamiento y estábamos subiendo a nuestros respectivos caballos para marcharnos cuando, inopinadamente, una piedra salió despedida de una honda y fue a parar a la testuz del caballo de Juliano.
No era uno de esos proyectiles de plomo con forma de bellota que los tiradores utilizaban en las batallas reales, sino un guijarro del río que un soldado había recogido del suelo. No obstante, la velocidad que llevaba era tal que al golpear la cabeza de la pobre bestia brotó un chorro de sangre que salpicó a Juliano, pues la piedra entró por la mejilla y destrozó las muelas de ese lado de la cara. El caballo cayó al suelo, derribando a su jinete en el proceso, y empezó a temblar y rodar por la tierra agitando los cascos y desparramando sus valiosos arreos de seda, gemas y oro.
Juliano enrojeció de ira.
—¿Dónde está? —gritó, y caminó a grandes zancadas hacia el atónito centurión que estaba entrenando a los tiradores mientras los desconcertados soldados se apiñaban atemorizados detrás de él—. ¿Dónde está el asno que ha derribado a mi caballo y que casi me mata a mí?
El centurión miró consternado a su escuadrón, sin saber qué hacer, en tanto que el mozo y yo corríamos hasta Juliano para calmarle antes de que cometiera alguna locura. Pocas veces le había visto tan enfurecido. Hasta cuando su hijo fue asesinado logró controlar sus emociones, pero últimamente su humor, que podía pasar de la indiferencia por la muerte de cincuenta soldados a una rabia descontrolada por una simple herida a un caballo prestado, me desconcertaba. Le así del hombro para impedir que se abalanzara sobre el centurión. De repente, un joven escita, apenas un muchacho, salió del grupo de tiradores y se acercó atemorizado al emperador.
Juliano le observó temblando de rabia y, cuando lo tuvo cerca, ladró:
—¿Te das cuenta de lo que has hecho, muchacho? Con tu torpeza casi matas al caballo, ¡y es solo por la gracia de los dioses que yo no esté como él! Un buen caballo, este… este… maldita sea, mozo, ¿cómo se llamaba el caballo? —preguntó volviéndose hacia el asustado muchacho, que estaba a mi lado.
—Babilonia —contestó el mozo.
Juliano se volvió hacia el tirador para seguir con la bronca cuando, de repente, se detuvo.
—¿Babilonia? —repitió maravillado—. Babilonia… ¡Muchacho, Babilonia ha caído! —Y una amplia sonrisa iluminó su cara. Arrojó sus brazos a los hombros del pasmado tirador y se volvió para mirar con calma al agonizante caballo, que luchaba por levantarse mientras los ricos arreos le colgaban desgarrados de los costados—. ¡Ha caído, muchacho, desprovista de toda su riqueza! ¡Has matado a Babilonia! —Y dicho esto, corrió hasta el animal, arrancó un trozo de cadena de oro que se había salido de la silla de montar y la puso en las manos del atónito muchacho—. ¡Que tu puntería nunca mejore! —gritó, y los arqueros y lanzadores prorrumpieron en vítores, más de alivio y sorpresa que de verdadero apoyo.
Regresé al campamento meneando incrédulo la cabeza, sorprendido de que un hombre que tanto creía en los dioses pudiera pasar por alto las señales dadas por los desastres que habían matado a docenas de hombres en las últimas semanas y continuara su campaña basándose en una piedra mal dirigida.