I

—Tu lugar lleva mucho tiempo vacío.

Juliano señaló el banco con mi abollado escudo colgado del respaldo, donde siempre lo dejaba, listo para utilizarlo cada vez que él me proponía una de sus espontáneas sesiones de lucha. El entorno, sin embargo, me era desconocido: una sala amplia y lujosa de techo alto y paredes pintadas con chabacanos murales de pícaros sátiros y de ninfas en cueros, y en el suelo el mosaico, igualmente intrincado, de una escena pastoril. También él estaba desconocido. En lugar de la habitual ropa de lana descuidada y hasta andrajosa, lucía una túnica de lino blanco, inmaculada, con la tradicional banda morada bordada en oro en el bajo propia de su rango. Hasta la barba, que por fortuna había conservado o de lo contrario no le habría reconocido, aparecía cuidadosamente recortada y aseada, y el cabello, por lo común desaliñado, lucía el peinado corto tan en boga. Los eunucos de la corte, advertí, habían ejercido su influencia, mas no podía decir exclusivamente por el aspecto físico que fuera para peor. Sus ojos, sin embargo, me parecieron más hundidos de lo que recordaba. Más hundidos y más recelosos, como los de un animal en guardia o a punto de atacar. De nuestra vieja amistad únicamente quedaban el banco de madera y el escudo en la esquina.

Sonreí con tristeza mientras le observaba.

—Has cambiado —dije—. Al menos los eunucos no han conseguido quitarte la barba. Sigues pareciendo griego.

Se echó a reír.

—Oh, lo han intentado, créeme. La primera vez que permití al viejo y chocho Eutrapelo que me afeitara, tardó tanto que para cuando hubo terminado habían vuelto a crecerme los bigotes. Estoy seguro, Cesáreo, de que tú habrías realizado una amputación en el campo de batalla más limpia que el trabajo que él hizo rasurándome la barbilla, pero cuando me quejé de los cortes procedió a frotarme la cara con su linimento depilatorio, un psilothrum secreto y repugnante elaborado con grasa de asno, sangre de murciélago y no sé qué más, que me produjo una erupción en la piel, además de provocarme arcadas por el olor. ¿Te extraña que me haya dejado la barba?

Sonreí, mas enseguida recuperé la seriedad.

—Eres el emperador. No tienes por qué aceptar el consejo de nadie, sea eunuco o enano.

Juliano hizo una pausa.

—Hubo veces en que me habría beneficiado tu sentido común, Cesáreo —murmuró.

—Aquella noche dijiste cosas muy duras —repuse.

Se encogió de hombros.

—Era el vino el que hablaba. Sabes que no pretendía ofenderte.

Suspiré mientras probaba el viejo banco.

—Sabes que te perdono. Es mi deber como cristiano. Pero creo que tú te perdonas con excesiva facilidad.

—Los hay que no tienen perdón, Cesáreo. Sé que tu hermano ha estado hablando de mí en sus sermones. Gregorio es un buen hombre, pero mal aconsejado y algo histérico.

—Sus buenas razones tiene. ¿Es cierto lo de las persecuciones?

Juliano se mostró un tanto sorprendido, pero enseguida se recuperó.

—Cesáreo —respondió con calma—, el simple hecho de que siga permitiendo a tu hermano predicar contra mí, y no solo predicar, sino dedicarme toda clase de insultos, demuestra lo… exagerado de sus acusaciones, ¿no crees?

—¿Y Marco? —inquirí.

Suspiró.

—Marco. Reconozco que ha habido algunos problemas. A veces resulta difícil controlar a la multitud de otro continente. Los hombres interpretan mal mis palabras e intenciones. Yo no busco perseguir a los cristianos, Cesáreo, sino eliminar los favoritismos dentro del servicio civil y la injusta explotación de nuestra herencia griega por quienes no creen en los viejos dioses o, peor aún, se burlan de ellos.

—Por tanto, tu verdadero objetivo es restaurar el paganismo.

—Sí… quiero decir, no. Cesáreo, ese no es el objetivo último, pero es un resultado. Y no te parecería tan mal si pudieras quitarte tus malditas anteojeras cristianas. En cualquier caso, no hay otra forma de alcanzar el objetivo.

—¿Y cuál es exactamente el objetivo? —pregunté.

Adoptó una expresión de hastío.

—Cesáreo, conoces la situación tan bien como yo. La viste mientras gobernaba Constancio. Traición y asesinato en los niveles más altos del Estado, corrupción en el Gobierno, nepotismo, conflictos religiosos. ¿Y por qué?

—Dímelo tú, Juliano —propuse, sabiendo perfectamente cuál iba a ser su respuesta.

—Porque —contestó, dirigiéndome una mirada elocuente— la gente ha descuidado su religión ancestral, los dioses que en el pasado llevaron a Roma a la gloria. ¿Es de extrañar que hayamos sufrido invasiones bárbaras por todos los frentes? Los chacales siempre atacan a los débiles y tullidos, y así se ha vuelto Roma, débil y tullida. Cesáreo —añadió inclinándose para asirme del brazo, con fuego en la mirada—, sé que no me apoyas en el aspecto religioso, pero no importa. ¡Tenemos la oportunidad de redimir a Roma de todos sus errores pasados! ¡La tenemos! Por primera vez en décadas, el Imperio es capaz de volver a ser grande, incluso de superar su viejo esplendor. El control incontestable de todo el Imperio se halla en mis manos, el ejército está unido. Cesáreo, no hay nada que nos impida restaurar Roma, convertirla en el mayor imperio que haya existido en la tierra, ¡mayor incluso que el de Alejandro! ¡Nada se interpone en nuestro camino, Cesáreo, salvo la falta de entusiasmo!

—En ese caso, ¿por qué pierdes el tiempo con riñas religiosas? —osé preguntar—. ¿Por qué no dejas a los cristianos en paz?

Relajó la mano con que me sostenía el brazo y se echó a reír, aunque solamente con la boca. Sus ojos permanecían tristes e inexpresivos.

—¿Has dicho «riñas»? Cesáreo, ¿no tuvimos ya esa conversación en Naissus? No puedo restaurar Roma yo solo. Necesito a la propia Roma. Necesito su voluntad, la voluntad conjunta de todo el Imperio. Solo una cosa impide que esa voluntad se materialice, Cesáreo: la desatención a los dioses. Y solo existe una fuente de disensión en el Imperio…

—Los cristianos —terminé por él.

Juliano asintió casi con pesar y rodeó su mesa.

—Ni siquiera los persas representan un obstáculo —continuó—. Están atemorizados y suplican clemencia cual esclavos ante la amenaza del poder de Roma. Los cristianos, sin embargo, se niegan a cooperar, a contribuir a nuestros esfuerzos.

Decidí cambiar de tema.

—Juliano, en cuanto a la campaña persa que planeas, en París calificaste a Constancio de loco por intentar lo mismo.

—Ah, pero es que él estaba loco —repuso con una sonrisa—. Planeó su campaña contando únicamente con la mitad del Imperio. Yo, como bien recordarás, era la otra mitad y él sabía que no le apoyaría, a pesar de lo cual se embarcó en la aventura. Su motivación era pura ambición y codicia. La mía es la gloria de Roma. ¡Nuestra unidad representa la derrota de Persia! Como ves, él estaba loco.

—Todos hemos estado locos alguna vez —afirmé con voz queda.

Había tardado tres semanas en llegar desde Nacianzo para reunirme con el emperador en su nueva sede de Antioquía, donde se estaba preparando para un último ajuste de cuentas con Sapor, el Rey de Reyes, el persa que desde hacía tanto tiempo era una espina para el Imperio. Desde Antioquía, Juliano estaba reuniendo hombres y provisiones para la expedición militar más poderosa que Roma había emprendido en una generación. Las provisiones llegaban por el puerto de Seleucia, próximo a Antioquía, y a través del desierto vía Alepo. Iban destinadas no solo al ejército y los auxiliares, sino a toda la corte, los administradores y los miles de seguidores que estaban haciendo de Antioquía, ya de por sí grande, una ciudad capaz de rivalizar con Alejandría, e incluso con Ctesifonte, en opulencia y riqueza. Al puerto de Antioquía arribaban frutas y vinos de Italia y azulejos decorativos de Narbona; el trigo de Egipto y de toda África, y aceite de oliva, plata y cobre de España; la carne de venado, las vigas de roble y la suave lana cardada de la Galia; los mármoles de Grecia y Numidia y los jamones curados de Bética; el estaño de Britania y el oro y el ámbar de Dacia. En las vastas caravanas de irritables camellos llegaban los dátiles de los oasis y el pórfido y el incienso de Arabia, el marfil de Mauritania y los papiros del valle del Nilo, el vidrio de Siria y Fenicia, y las sedas del Lejano Oriente, y de la India gemas, corales y especias. Y con la llegada del emperador, Antioquía eclipsaba ahora incluso a Roma y Constantinopla como centro del mundo.

Juliano había llegado a mediados de julio, cuando el resto del Imperio descansaba y huía del calor en una letárgica apatía. Le acompañaba Salustio, siempre a su derecha, el brazo de Juliano que manejaba la espada, mientras que Máximo se mantenía a su izquierda, la mano con que escribía, el lado de su intelecto. Eran sus asesores por excelencia, diestro y siniestro, y me sorprendió e inquietó profundamente que Máximo hubiera adquirido una influencia como consejero comparable a la de Salustio. El emperador fue recibido en la antigua ciudad por una enorme multitud, debido, en parte, a lo oportuno de su llegada, que coincidía con el tradicional festival de Adonis, amante de Afrodita, que se estaba celebrando en toda la ciudad con la creación de pequeños jardines artificiales y ritos que conmemoraban su muerte por un jabalí y su entierro.

Con todo, el hecho de que la multitud fuera numerosa no significaba necesariamente que apoyara con entusiasmo al emperador. Los antioquenos, en realidad, preferían aguardar antes de emitir un juicio sobre su nuevo huésped, pues habían oído muchas cosas de él —que era asceta, descuidado en su aspecto, erudito y aguafiestas, y un fanático religioso—, ninguna de las cuales contribuía a ganarse la simpatía de los residentes hedonistas, mundanos y cínicos de esa ciudad. Y aunque la población era mayoritariamente pagana y más o menos tolerante con el cristianismo o, peor aún, con un seudocristianismo que mezclaba algunos de los viejos ritos paganos con una liturgia cristiana adaptada, no veía con buenos ojos la entusiasta inmersión de Juliano en los sacrificios a los dioses antiguos. De hecho, le repelían sus excesos, pues, en tiempos de hambruna general (las cosechas habían escaseado ese año), durante las primeras semanas en Antioquía Juliano se había entregado a una orgía de sacrificios sangrientos desconocidos para la urbe.

De hecho, hermano, las acciones de Juliano eran tan extremas como los rumores exagerados que habíamos oído en Nacianzo e incluso peores. Era evidente que durante mi ausencia su forma de pensar había cambiado sobremanera, su gusto por las abominaciones crecido, su capacidad para los pensamientos refinados e inteligentes declinado. Yo había aceptado que ya no fuera cristiano, algo que, ciertamente, había dejado bien claro a todo el Imperio. Pero que hubiera renunciado incluso a las sutilezas de la filosofía que tanto había amado y en la que se había sumergido durante noches enteras, por esos brutales y humillantes sacrificios paganos, escapaba a mi entendimiento. Durante horas cada día, durante días sin fin, los albañiles de los templos corrían encarnados y Juliano iba de altar en altar con las manos y los brazos manchados hasta los hombros, chapoteando en pantanos de sangre, rodeado de montones de bestias descuartizadas, deleitándose en los muchos animales entregados a la prodigalidad de sus sacrificios. Tan insaciable era su apetito que contaban que competía incluso con el del rey Salomón, el cual, según las Escrituras, ofrecía sacrificios tan copiosos que la sangre y el humo infestaban Jerusalén durante días.

No había duda de que Juliano se sentía impulsado a conservar el favor de los dioses debido a su plan de marchar contra los persas y a fin de mantener el amor de sus soldados más veteranos y fieles, los celtas y los petulantes, que le habían acompañado desde la Galia y le habían sido leales incluso durante los días más aciagos del invierno en Tracia. No obstante, los continuos festines y orgías de la ruda soldadesca gala en los sacrificios constituían un escándalo constante para los refinados antioquenos, que noche tras noche veían sus calles alborotadas por soldados extranjeros ebrios y eran incapaces de ocultar su resentimiento.

Sin embargo, el favor de los dioses y de sus hombres era más importante para Juliano que las quejas que en privado expresaban los habitantes de su ciudad anfitriona, los cuales no tardaron en empezar a utilizar términos muy poco honorables en sus mofas sobre el emperador. Era un mono peludo, decían, con la barba de una cabra, siempre enterrado en sus textos filosóficos y sagrados, con las uñas largas y manchadas de tinta. Comía como un saltamontes y dormía como una vestal, y se pasaba los días descuartizando cientos de víctimas para sus preciados dioses.

Yo no vi un solo sacrificio, naturalmente, pues me negaba a asistir a ellos, y Juliano me eximía de esa obligación. Para mí constituía una pequeña victoria personal, pues generalmente Juliano obligaba a todos sus soldados y seguidores, tanto cristianos como paganos, a presenciar sus ceremonias. Con todo, hubo un acontecimiento durante este período previo a la campaña persa del que fui testigo indirecto y que merece ser descrito aquí, aunque me resistiré a darle una interpretación, hermano, en deferencia a tus mayores conocimientos en ese campo.

Hacia finales de ese año, como ya he dicho, Juliano decidió reconstruir el gran templo judío de Jerusalén, el cual llevaba tres siglos convertido en una pila de escombros, desde que los romanos lo destruyeran como represalia por la rebelión hebra. Durante muchos años, los emperadores romanos habían prohibido a los judíos visitar incluso sus ruinas, que permanecían como un signo de vergüenza, y en realidad hacía poco que estos habían podido volver a poner un pie en Jerusalén. Ese gesto de reconciliación tenía su lógica desde el punto de vista de Juliano, que no sentía por los judíos la hostilidad que profesaba a los cristianos y, de hecho, ansiaba granjearse su amistad. Los agentes hebreos tenían mucho poder entre los mercaderes de cereales de Egipto y el norte de África, y ejercían su influencia sobre la procedencia y los precios de muchos de los bienes de lujo que cruzaban el desierto en las caravanas llegadas de Persia. Más aún, en opinión de Juliano, la religión israelita no distaba mucho de la de los griegos, de la que se diferenciaba solo en pequeños detalles, y su principal defecto, naturalmente, era el monoteísmo.

Pero más importancia tenía para Juliano el beneficio metafísico que representaba la reconstrucción del templo: la afirmación de Cristo de que ni una sola piedra de ese gran edificio permanecería en pie sería rotundamente rebatida. El augusto, el sacerdote supremo del paganismo, humillaría a los cristianos en su propia casa demostrando que su dios era un fraude. De este último objetivo, por supuesto, no lo habló conmigo, y quizá exagere al atribuírselo como una de sus motivaciones.

El plan de reconstrucción se presentó como la restauración de los lazos de amistad entre Roma y los judíos, y en noviembre de ese año Juliano me invitó a viajar a Jerusalén para presenciar el descubrimiento ceremonial de la puerta principal del templo, cuya área circundante había quedado limpia de escombros y donde la construcción de nuevas columnas y pórticos estaba a punto de terminar. Juliano ya había recibido noticias alentadoras sobre los progresos del templo, como por ejemplo que, al anunciarse que iba a iniciarse la retirada de escombros para comenzar las obras, judíos de todas las edades y regiones habían dejado a un lado sus diferencias y se habían congregado en la montaña sagrada de sus padres para presenciar el gran acontecimiento y echar una mano. Los hombres olvidaron su arrogancia y las mujeres su fragilidad; ricos benefactores donaron palas y hachas, y los cascotes se retiraban con las manos, incluso en mantos de seda. Se aflojaron los bolsillos y toda la población de la región celebró las piadosas órdenes de su nuevo monarca.

Pese a mis dudas sobre sus verdaderos motivos, me sumé gustosamente al viaje, pues nunca había estado en Jerusalén y me entusiasmaba la idea de visitar la Ciudad Santa antes de iniciar la campaña persa de la primavera. La noche antes de partir, sin embargo, un trirreme romano atracó sigilosamente en el puerto de las afueras de Antioquía y desembarcó a su único pasajero, Alipio de Antioquía, exgobernador de Britania, a quien Juliano había encargado el control de las obras del templo. Había salido de Jerusalén hacía tan solo tres días, pagando sobornos que sumaban la mitad de su fortuna en oro para asegurarse un viaje raudo que le trasladara a Antioquía antes de nuestra partida, viaje que había pasado azotando prácticamente al capitán para que instara a los hombres a remar más deprisa. Cuando Alipio irrumpió en el palacio, acompañado de dos marineros robustos y descalzos que miraban maravillados alrededor, advertí que tenía el rostro macilento y que sus gestos eran casi de pánico. Avisaron a Juliano y mientras este llegaba serví una gran copa de vino sin mezclar y la tendí al tembloroso arquitecto, quien, agradecido, la apuró de un solo trago. Luego explicó la razón de su apresurado viaje desde Jerusalén.

—Alteza —tartamudeó, hasta que Juliano le ordenó que se tranquilizara—. Estaba todo preparado para tu recepción… de hecho, ya se había cubierto el pórtico con cortinas de lona, listas para que tiraras de la cuerda que debía echarlas abajo y dejar al descubierto la entrada más hermosa de todos los templos de Oriente…

—¿Qué ocurre, hombre? —ladró Juliano con impaciencia—. ¡Habla de una vez!

—Hubo un temblor.

—¿Qué? —exclamé—. ¿Un terremoto? No hemos oído nada acerca de un terremoto. ¿Ha causado daños?

—A la ciudad no, señor —respondió el pobre arquitecto sin atreverse a mirar a nadie.

—Entonces, ¿a qué? —gritó exasperado Juliano.

—Señor —gimió Alipio—, el pórtico se vino abajo. Veinte hombres que estaban colocando la cortina quedaron enterrados bajo los escombros y el resto consiguió salvarse de las piedras refugiándose en… —Se interrumpió, como si no pudiera continuar.

Juliano le miraba, inmóvil.

—¿Dónde? —preguntó con voz queda y amenazadora.

—En una iglesia —susurró Alipio.

—Una iglesia —repitió Juliano antes de girar sobre sus talones y abandonar raudo la sala, murmurando amenazas y agitando los brazos, pese a no tener a nadie cerca.

—¿Qué hago? —me preguntó el abatido arquitecto mirando a los sacerdotes y guardias que le rodeaban, y al malévolo Máximo, que había escuchado toda la conversación en silencio.

Desde mi llegada a Antioquía había observado que el eritema de Máximo, si así podía llamársele, se había extendido varias pulgadas y ahora le cubría casi todo el lado izquierdo de la cara hasta desaparecer bajo el cuello de la túnica, del cual se tiraba constantemente.

—Te aconsejo que regreses al trirreme y aguardes a recibir órdenes del emperador —respondí amablemente.

Alipio me miró como si acabara de comunicarle su condena a muerte, algo que, de hecho, quizá hice, pues a la mañana siguiente fue encarcelado y más tarde asesinado por otro prisionero, al parecer un loco, que se había enfurecido con el desdichado arquitecto por razones que nunca averigüé.

—No importa —me dijo Juliano dos días después, ya sereno, durante el desayuno—. Ordenaré que retiren los cascotes y yo mismo colocaré la piedra angular del templo reconstruido.

Pero el viaje para colocar la sagrada piedra no iba a tener lugar. Durante las siguientes semanas, desde el distrito del templo de Jerusalén nos llegaron terribles informes que Juliano, al principio, rechazó con desdén y luego aceptó con cierta incredulidad. Finalmente convocó al mismísimo gobernador romano de Jerusalén en el palacio de Antioquía para que relatara los extraños acontecimientos, que escuchó estupefacto. Por lo visto, pese al entusiasmo con que se había iniciado la labor de limpiar el templo de los escombros acumulados durante siglos, ni un solo obrero de la ciudad, judío, pagano o cristiano, osaba ahora poner un pie a menos de cien pasos del solar por temor a recibir un castigo divino. Durante la primera semana que siguió al derrumbamiento del pórtico, mientras los trabajadores retiraban las piedras y columnas que descansaban en una pila caótica, unas terribles bolas de fuego brotaron de los viejos cimientos del templo y los carbonizaron, de modo que de ellos solo quedaron los negros esqueletos. Luego el fuego desapareció sin rastro de humo ni olores.

En un principio, el capataz de la obra atribuyó el fenómeno a filtraciones de betún negro, que abunda en la zona del mar Muerto, antiguamente conocido, de hecho, como lago Asfaltites por las masas de betún que periódicamente se desprenden del fondo y flotan en la superficie. Un obrero descuidado, aventuró, debió de prender fuego a un charco de betún al calentarse la comida en el refugio de las rocas, lo que inició la conflagración. A fin de investigar el asunto, el capataz envió algunos trabajadores a los sótanos abovedados del templo que aún permanecían intactos tras la destrucción a manos de los romanos.

La segunda ronda de llamaradas iluminó el cielo de la noche como un relámpago en un bosque dacio, y muchos ciudadanos de Jerusalén levantaron sorprendidos la vista para comprobar si iba a llover. Mas se sorprendieron cuando la ciudad al completo recibió un chaparrón de polvo, arena y piedrecillas. Si hubiese sido agua lo que caía, probablemente habría acortado el sufrimiento de los diez o doce exploradores del sótano que habían sobrevivido a la explosión. Los hombres habían emergido a la carrera, gritando despavoridos, con el pelo y las extremidades en llamas. La mayoría pereció horas o días después.

Como ya he mencionado en este tratado, he oído decir que los cadáveres pueden desprender fuego y yo mismo he visto salir fuego de un depósito de hielo. Nunca, sin embargo, lo he visto brotar de las piedras y espero no vivir lo bastante para presenciar semejante fenómeno. Los racionalistas de la corte de Juliano defendieron la hipótesis de que terribles gases acumulados en las profundidades de la tierra habían sido liberados, quizá a través de fallas provocadas por el temblor que echó abajo el pórtico, y que esos gases, a su vez, ardieron por la chispa de un cincel o la llama de un candil. Otros hablaban de la ira de los dioses, ya fueran los griegos, celosos de los favores que Juliano prodigaba a los judíos, o las misteriosas deidades bovinas de Persia, enfurecidas por la inminente marcha de Roma contra el Rey de Reyes. Los cristianos aseguraban que era un castigo divino contra el emperador por atreverse a poner en duda la divinidad del Salvador, mientras que Máximo y los arúspices atribuían el fenómeno a los todavía insuficientes esfuerzos por aplacar a los espíritus guardianes de Roma con más sacrificios.

En tus manos dejo la interpretación última, hermano, pues Juliano tuvo el acierto de desviar su atención y energía a otros asuntos.