Juliano había hecho todo lo posible por erradicar los casos más notorios de despilfarro y excesos en la corte que había heredado de Constancio. El palacio de Constantinopla y sus dependencias contaban, literalmente, con miles de cocineros, barberos y coperos, y no me refiero a miles en total, hermano, sino a miles en cada cuerpo. Había tantos guardarropas al servicio del emperador como tipos de prendas: esclavos responsables de las ropas de palacio y esclavos a cargo de la indumentaria urbana, esclavos encargados de los uniformes militares de campo y esclavos a cargo de los uniformes para desfiles, y esclavos responsables únicamente del lujoso vestuario para el teatro. Había esclavos dedicados exclusivamente a sacar brillo a las vajillas, mientras que otros solo tocaban las copas, y entre estos había subespecialistas destinados a sacar brillo al oro, sacar brillo a la plata y sacar brillo al cristal. Los esclavos encargados de las joyas no osaban traspasar la autoridad de los esclavos responsables de las perlas, mientras que los esclavos de los baños cedían terreno a los esclavos masajistas, que a su vez delegaban en peluqueros y barberos. En las comidas, los esclavos ujieres de vianda supervisaban a los asistentes de sala, que a su vez controlaban a los camareros que entraban los platos y los camareros que los sacaban. Los coperos formaban una compleja jerarquía, según sostuvieran la jarra o presentaran la copa, mientras que los esclavos más respetados, aunque a menudo menos longevos, eran los catadores, cuyo deber eran comprobar la inocuidad de la comida y la bebida del emperador, y de quienes se esperaba que desempeñaran su tarea con más esmero que los catadores de Claudio y Británico en generaciones pasadas.
No es posible subestimar el número de eunucos sin una función clara, pues abarrotaban los salones y pasillos como moscas en una letrina, aunque debo reconocer que de estas había muy pocas gracias a los vastos pelotones de eunucos empleados en los lavabos reales para mantenerlas a raya. Los excesos salpicaban incluso a la guardia de palacio que Juliano había heredado, la cual, aunque aparentemente formada por soldados, hablaba con gran remilgo para regocijo de los toscos galos de Juliano. En lugar de las obscenas canciones castrenses, los soldados de la guardia entonaban canciones afeminadas de obras musicales; en lugar de dormir en bancos de piedra, exigían colchones de plumas. Juliano se quejaba de que en los viejos tiempos un soldado espartano podía ser condenado a muerte por atreverse a aparecer bajo techo hallándose de servicio, mientras que ahora los guardias de palacio en Constantinopla bebían de copas con incrustaciones más pesadas que sus espadas y eran más hábiles evaluando la pureza de una moneda de oro que probando el grosor de un escudo enemigo. Eran una panda de pusilánimes que, como dice el poeta cómico, consideraban superfluo utilizar arte en el hurto y, por tanto, robaban abiertamente. Juliano añoraba los tiempos de aquel soldado corriente que, según le habían contado, tras robar un joyero parto lleno de perlas durante el saqueo de una fortaleza persa, arrojó el contenido porque no era consciente de su valor y prefirió conservar la caja porque le gustó la cubierta de cuero pulido.
Despidió a todos los palatini, los parásitos de la corte, lo que supuso un importante recorte en las nóminas y la eliminación de miles de puestos de la noche a la mañana, para indignación y desesperación de quienes ostentaban tales sinecuras. Mediante un único decreto redujo el palacio de Constantino a un enorme desierto, barriendo departamentos enteros de esclavos y subordinados sin distinción de edad, antigüedad o circunstancias, incluso entre los criados fieles y honrados de la familia imperial.
La humildad y el sentido común innatos de Juliano pronto apaciguaron la reacción del pueblo y las clases nobles, que al principio fue de indignación e incluso preocupación por la salud mental del emperador. Juliano analizó la aplicabilidad de sus célebres reformas fiscales y jurídicas aquí, en la ciudad más poderosa del Imperio, y ordenó su imposición, para alegría del pueblo llano, que llevaba mucho tiempo agobiado por los impuestos que pagaban para sufragar los excesos de Constancio. Juliano también se ganó enseguida al Senado de Constantinopla tras otorgarle una serie de privilegios y poderes sin precedentes. En otro gesto cargado quizá de más valor simbólico, invirtió la costumbre del anterior emperador de llamar a los senadores a su presencia y obligarles a permanecer de pie mientras él escuchaba sus deliberaciones. En lugar de eso, era Juliano quien se personaba en el Senado y ocupaba un asiento vacío para participar en los debates como uno más, e insistía en que los asistentes permanecieran sentados en su presencia.
Pese a las amplias reformas en el palacio y en los sistemas fiscal y jurídico, Juliano prestaba muy poca atención al funcionamiento de las cocinas. Quizá se debiera, a pesar de la proximidad de estas a su despacho, a que únicamente en los actos públicos probaba el resultado de sus servicios. Como era de esperar, Juliano había prohibido que le sirvieran exquisiteces, como las lenguas de pavo real o las ubres de cerda que Constancio adoraba. Casi siempre ordenaba a un ayudante que le trajera un plato de fruta y a veces hasta se olvidaba de comer o le era indiferente lo que estaba ingiriendo. Tal vez por eso —por su desinterés por la comida— permitió que los comedores y el presupuesto gastronómico permanecieran intactos y olvidados.
El talento que languidecía desperdiciado en la cocina, no obstante, floreció al fin semanas después de los juegos de los que ya he hablado, cuando el despensero persuadió a Juliano de que, para estar en consonancia con el protocolo, celebrara un banquete en honor de los nuevos senadores que acababan de ocupar sus cargos. Juliano aceptó distraídamente y me pidió que asistiera y me asegurara de que me reservaban un diván a su lado para no tener que soportar las sandeces de los ampulosos políticos. El resto lo dejó en manos de los cocineros. Aquel iba a ser un día aciago.
El cocinero jefe, al parecer un entusiasta de la literatura, había decidido, por razones desconocidas, que ese día se cumplía el doscientos cincuenta aniversario del legendario banquete de Trimalción, y se había propuesto reproducirlo hasta el último bocado. En mi vida había visto una comida tan repugnante y pueril. Un vasto ejército de esclavos se pasó varios días trajinando entre las inmensas cocinas y la zona del palacio Imperial conocida como Casa de Latón por su tejado de dicho material. En esta magnífica estructura se encuentran los cuatro batallones de la Guardia Imperial, al lado de la prisión estatal para los hombres acusados de traición, recinto que exigía mucha seguridad. También aquí se alojan los diferentes salones del trono y galerías de columnas donde el emperador recibe a los dignatarios y jefes de Estado extranjeros. Más importante aún, aquí es donde se encuentran los salones para banquetes, y durante varios días toda la actividad de las cocinas de palacio estuvo concentrada en establecer la crítica cadena de suministro hasta los mencionados salones, actividad que perturbaba seriamente la tranquilidad del despacho de Juliano debido a los gritos y risas de reposteros, confiteros, panaderos, carniceros, bodegueros, aguadores, horneros, pescaderos y demás servidores que Constancio había creído necesarios para preparar una comida.
La noche del banquete comenzó plácidamente. Los invitados habían estado entretenidos con la actuación de diversos coristas y músicos que interpretaron fragmentos de dramas clásicos, y bailarines ceñidos a los gustos austeros de Juliano, o sea, nada de malabares con fuego ni acróbatas desnudas de Siria. Máximo, que lucía la túnica llena de manchas y la barba desaliñada habituales y se hallaba en el diván opuesto al mío, al otro lado del anfitrión, mantenía la mueca amarga y la expresión penetrante de siempre. Y eso a pesar de que Juliano, por deferencia a la estatura del hombrecillo, había suprimido la compañía de enanos y bufones que Constancio solía contratar para hacer reír a los invitados. Observé a Máximo sonreír con afectación y susurrar adulador al oído del emperador, hasta que reparó en mi mirada y frunció el entrecejo. Pese al rechazo que me producía, como médico sentía cierta preocupación por él, pues se diría que la erupción se estaba extendiendo, ya que las pústulas que había observado bajo la oreja izquierda cuando Máximo llegó a la ciudad habían avanzado hacia la mandíbula y se aproximaban a la mejilla.
Cuando el espectáculo empezó a cansar y el apetito se halló debidamente estimulado gracias a las golosinas servidas por los esclavos, Juliano hizo una señal con la cabeza al ujier de vianda que se hallaba en la puerta, el cual se volvió hacia el pasillo y dio una palmada seca. Las conversaciones de la sala cesaron cuando un largo desfile de eunucos vestidos con ricos ropajes entró portando bandejas de plata sobre los hombros repletas de los increíbles resultados de los cuatro últimos días de duro trabajo en las cocinas. La creatividad del despensero y el cocinero jefe había salido del cascarón.
El tema del ágape eran los doce signos del zodíaco, de modo que cada uno de los doce platos estaba dedicado a uno. Juliano contempló consternado las originales imágenes representadas en las fuentes: para Aries, cerebro de oveja; para Géminis, dos parejas de riñones rellenos. El majestuoso León africano estaba representado por una delicada bandeja de higos númidas, Piscis por enormes fuentes de salmonetes de Córcega hervidos y la mejor lamprea de los estrechos de Sicilia, y Capricornio no por una cabra, como era de esperar, sino por enormes langostas adornadas con espárragos frescos y con las pinzas montadas sobre la cabeza, de tal forma que parecían una cabra. Virgo estaba representada por la desagradable panza de una puerca estéril que, inexplicablemente, se agitaba y palpitaba sobre una bandeja hasta que el esclavo que la servía extrajo un puñal y lo clavó en el enloquecido órgano, del que brotó una bandada de tordos vivos que sobresaltaron a los comensales. Sagitario, la cazadora, estaba representada por bandejas de caza fresca adornadas por —¿qué si no?— ojos de toro, ya de por sí nauseabundos. Entre plato y plato los esclavos se repartían entre los divanes con jarras de agua perfumada que vertían sobre nuestras manos para retirar el olor y los restos del último manjar. El limpiador de paladares fue Libra, una enorme balanza instalada en el centro de cada mesa con bizcochos dulces en un lado y, en el otro, delicados pasteles blancos como la nieve, hechos con la mejor harina.
El festín concluyó con el postre: un enorme Príapo labrado en hielo con rodajas de manzana enfriándose en torno a su tumefacto órgano, y rodeado de melocotones, uvas y hielo aromatizado. El efecto me pareció repulsivo, mas fue del agrado de los demás comensales. Entretanto se consumían copiosas cantidades de vino falerno, tan añejo que la fecha había desaparecido bajo el polvo acumulado sobre las jarras, pero que no podía tener menos de un siglo. La mezcla con agua era cada vez menor, «para», dijo Juliano, «apreciar mejor la calidad de la cosecha», hasta que, en contra de la tradición, y sobre todo en contra de los hábitos personales del emperador, casi todos los invitados acabaron consumiéndolo solo, con creciente deleite.
Los comensales emitían corteses eructos de apreciación, de acuerdo con la doctrina filosófica de que lo más sabio es seguir los dictados de la naturaleza. Bajo Constancio esta práctica se había llevado al extremo, y algunos de los comensales menos inhibidos se entregaron con entusiasmo a una emisión diferente de gases, pero una mirada de desaprobación del emperador puso fin a tales melodías. Incluso Trimalción había tenido la decencia de abandonar su diván y salir del triclinium cuando se vio presionado por la necesidad. Más flatulenta aún que la reacción al banquete fue, no obstante, la conversación de los invitados de la mesa de Juliano. Comenzó con prosaicas observaciones sobre el gusto del nuevo emperador por el clima de Constantinopla y diversos lugares históricos de interés, y pronto derivó hacia temas más sensibles sobre la política de Constancio y las posturas políticas de ciertos individuos no presentes en el ágape.
Yo apenas prestaba atención a los comentarios, limitándome a sonreír educadamente y picotear mi cerebro de oveja con desgana. No fue hasta que se abordó el tema de la religión que mi interés se avivó, aunque preferí no entrar en una discusión seria, pues para entonces los presentes habían consumido generosas cantidades de vino y seguro que expresarían la primera idea que les viniera a la mente sobre tal o cual práctica religiosa. También Juliano intervino más animadamente en la charla, mirándome con frecuencia en busca de la confirmación de sus planteamientos teológicos sobre la doctrina cristiana y tratando de incitarme a participar en la conversación, hasta el punto de echarme un cebo.
—¿Qué fue lo que dijo el apóstol Pablo? —preguntó, mirándome y arrastrando ligeramente las palabras.
—Señor, no soy un erudito de las Escrituras. Y aun cuando conociera de memoria todos los escritos de Pablo, ¿desearías que los repitiera ahora?
Juliano agitó una mano con impaciencia.
—Amigo mío, no permitiré que te zafes de tus deberes conversacionales tan fácilmente. Sabes muy bien qué dijo el gran hombre sobre la salvación, pues creciste entre obispos, como yo. «Pues si confiesas con tus labios que Jesús es señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvado». ¿No decía eso?
—Efectivamente. En su carta a los romanos. Muy apropiado.
Juliano sonrió al ver que yo empezaba a animarme, pero me mantuve parco.
—Y esa declaración es, de hecho, la esencia del cristianismo, ¿cierto?
—Por supuesto.
—Y quien reconoce su verdad y hace ambas cosas ante testigos puede decirse que es un auténtico galileo, ¿correcto?
—Un auténtico cristiano, sí, señor.
Juliano aguardó un instante para darme la oportunidad de extenderme en mi respuesta, mas yo solo podía sentir el calor de la habitación, el vino sin mezclar que hacía que la cabeza me diera vueltas, y supe que no deseaba intervenir en una conversación absurda ante senadores y cobistas de la corte. Juliano entornó los ojos ante mi clara negativa a seguirle el juego para provocar un debate.
—En ese caso —repuso con fungido asombro—, ¿por qué dicen que los cristianos me temen y desprecian, y aseguran que no soy uno de ellos? Aquí lo digo: «Jesús es señor». ¿Estoy salvado?
Noté sobre mí todas las miradas de la mesa y advertí que las demás conversaciones de la sala habían cesado. Hablé con calma y claridad.
—No sé de ningún cristiano que te desprecie, aunque tal vez duden de tu compromiso con su fe. Pronunciando esas palabras únicamente has satisfecho medio requisito. También has de creer de corazón.
—Ah, por tanto, si me salvo o no depende de si creo o no. Si creo en que obtendré la salvación, entonces obtendré la salvación. Una lógica pueril, ¿no te parece? Y si no lo creo, o no puedo creerlo del todo, ¿me salvaré en parte?
—No, señor —contesté—. No puedes salvarte en parte, del mismo modo que una mujer no puede concebir en parte.
Algunos comensales rieron con disimulo mi pobre ocurrencia, pero el rostro pétreo de Juliano enseguida los silenció.
—En otras palabras, todo mi destino depende de si creo o no. No de las buenas obras, de la caridad, del amor. Solo necesito pronunciar las palabras mágicas y creerlas, ya sea campesino analfabeto, rey o erudito, aunque, en realidad, cuanto más erudito sea menos probable es que crea. ¿Qué clase de religión estamos estableciendo aquí, que se basa en los caprichos del corazón más que en las acciones?
—Señor, estás menospreciando tu fe —repuse tratando de contener la rabia que me provocaba su tono burlón—. La describes en términos sumamente simples, prueba que no resistiría ninguna religión. Este no es un lugar adecuado para esta clase de conversaciones. Si insistes, podemos hablar de ello mañana, en privado, cuando estés menos…
—Tranquilo, tranquilo, Cesáreo, no pretendía ofenderte —me interrumpió Juliano con una sonrisa despreocupada—. Llamo a nuestros demás invitados a atestiguar que no he dicho nada malo ni incierto, ¿verdad? —Algunos comensales desviaron la mirada y otros rieron nerviosamente—. Confieso, palabra de honor, que creo que Dios resucitó a Cristo de entre los muertos, que en efecto sí creo, Cesáreo, del mismo modo que creo que Atenea se apareció personalmente a Odiseo para ayudarle a regresar a casa, y que Apolo habló directamente a Creso a través del oráculo. ¿Existe alguna duda ahora de que soy tan cristiano como el Papa? ¡Creo en esas cosas!
—«Los demonios también creen, y tiemblan», dicen las Escrituras.
Un silencio de estupor inundó la sala.
Juliano entrecerró de nuevo los ojos.
—¿Qué quieres decir con eso, Cesáreo?
—Solo una cosa —contesté despacio—. El pasaje de Pablo que has citado presupone que has reconocido la verdad de los Diez Mandamientos, el fundamento de la fe cristiana, el primero de los cuales es que no adorarás a otros dioses. Cuando dices «Jesús es Señor», tienes que querer decir que es el Señor de todo, no un señor. Tu creencia en Atenea y Apolo niega tu profesión de fe en Cristo.
Me recosté, sulfurado con Juliano por haberme puesto en ese aprieto. Él me dedicó una sonrisa afectada y por primera vez advertí verdadera maldad en sus ojos.
—Ah —dijo—, de modo que hay trampa. Un artículo definido implícito que modifica la palabra «Señor» en el pasaje de Pablo y que ni la lengua griega ni su traducción al latín fueron capaces de hacer explícito, al parecer debido a sus lagunas lingüísticas y estructurales, y que el perspicaz Pablo, escribiendo en una lengua que no era la suya materna, fue incapaz de aclarar. Disculpa mi dificultad, Cesáreo, para reconocer lo que hasta el último campesino cristiano a lo largo y ancho de Europa y África ha aceptado, por lo visto, tan fácilmente. ¿Dices, por tanto, que solo hay un señor?
Me humedecí los labios, intuyendo que se me estaba acorralando pero ignorando exactamente de qué modo.
—Sabes que sí, señor —respondí, y rápidamente me mordí la lengua.
Juliano se aferró a mis palabras triunfalmente, como había estado esperando hacer.
—¿Me has llamado «señor»? —preguntó con tono burlón—. Y creo recordar que te referías al emperador Constancio con ese mismo término, ¿me equivoco? ¿Y cómo llamarás a mi sucesor, en el caso de que tengas la fortuna de prestarle tus servicios? ¿Qué ha sido de tu «señor» singular, querido Cesáreo? ¿O acaso existe una pluralidad de tales eminencias que tú, en tu sabiduría, aún no has tenido la oportunidad de explicarme?
Me enfurecía la ligereza de su tono, al igual que el cariz sofista que había adquirido la conversación.
—Con el debido respeto, augusto —dije—, sabes tan bien como yo que según las fórmulas de cortesía he de dirigirme a ti por el título de «señor». Es una convención lingüística. Estás discutiendo sobre semántica, no sobre religión.
Esbozó una sonrisa desdeñosa y se volvió hacia los hombres sentados alrededor de él, a quienes mi desafío al emperador había dejado boquiabiertos. Se apresuraron a sonreír nerviosamente, mas no osaron mirarle. Juliano se levantó, apuró la copa y la tendió al camarero que tenía detrás para que se la llenara.
—El ejemplo más notable que he presenciado esta tarde de alguien que ve la paja en el ojo ajeno y no ve la viga en el propio —dijo—. Mi querido amigo Cesáreo asegura que debemos suponer que el apóstol Pablo se refería a un solo señor, no a muchos, y que debemos suponer que la definición de Pablo de la palabra «señor» es diferente de la utilizada por cualquier otro hombre antes o después. Nuestro galileo aquí presente analiza gramaticalmente el significado de la sencilla frase de Pablo para apoyar su punto de vista, haciendo que Pablo diga algo completamente diferente de lo que muestran las palabras del texto. Y cuando le hago una pregunta franca sobre esa discrepancia, como haría cualquier lector franco, es a mí a quien se acusa de hablar de semántica. ¿Es este un resumen justo de nuestra conversación hasta el momento?
Las dos filas de cabezas situadas a sendos lados de la mesa asintieron vigorosamente para expresar su aprobación al análisis que Juliano había hecho de mi apologética, y todos los rostros se volvieron hacia mí. Observé que Máximo se había animado y ahora me miraba con una amplia sonrisa que dejaba al descubierto su mellada dentadura.
—Mi querido Cesáreo —prosiguió Juliano—, si tú y yo, que somos amigos desde hace muchos años, no somos capaces de ponernos de acuerdo en un concepto tan simple como la definición de la palabra «señor», ¿cómo vamos a resolver las disputas que se extienden por todo el mundo cristiano, desde España hasta Armenia, respecto a la verdadera naturaleza de Cristo?
Mi estómago se había reducido a una nudo, pero decidí plantar cara a este injusto ataque.
—César augusto —respondí—, la religión es una cuestión de fe, no de ciencia, y forma parte de la naturaleza de los hombres que sus diferencias aumenten de forma directamente proporcional a la fuerza de su fe. Las divisiones entre cristianos no deben interpretarse como un punto flaco del cristianismo, sino más bien como una muestra de la fuerza de la fe de los hombres. Los griegos inventaron la filosofía para que sustituyera a la religión y se salieron con la suya porque las creencias paganas de nuestros antepasados contradecían el deseo de los hombres de razón y de una fe razonable. En el cristianismo, no obstante, los filósofos griegos encontraron un fuerte rival y perdieron.
Juliano me miró con los ojos como platos y le sostuve la mirada un largo rato, hasta que por fin, meneando la cabeza débilmente, rompió a reír. Era una risa dura, quebradiza, que resonó en las paredes lisas del comedor al tiempo que él miraba a un lado y otro con expresión grave. Algunos comensales se sumaron a las carcajadas y, establecido el precedente, el resto los secundó. Las risas y los ataques de tos giraban alrededor de mí como una bandada de molestos estorninos. Permanecí impasible hasta que Juliano se tranquilizó y se enjugó una lágrima.
—Por lo visto —dijo casi sin aliento, en tanto que las risas morían al instante, algunos hombres sin abandonar su expresión de desconcierto, pues aún no sabían de qué reían—, nuestro silencioso cristiano, después de todo, tiene agallas y una religión, dice, capaz de competir con Homero, Platón y Aristóteles juntos. Cesáreo, mi hombre razonable, mi alquimista y anatomista, ahora profesa la fe por encima de la ciencia. No sé qué pensar ahora de tu medicina, querido amigo. ¡Quizá sea más útil a mi caballo que a mi corazón y mis pulmones paganos!
Soltó otra carcajada incontrolable a la que los demás comensales se sumaron con sus versiones tardías y cargadas de tensión, algunos mirándome con consternación y, creo, compasión. Juliano ya me había humillado lo bastante en público. Me levanté despacio y le hablé con toda la frialdad y dignidad de que fui capaz.
—Señor —dije pausadamente—, no soy filósofo ni retórico experto, como tú. Puesto que es de Dios de quien hablamos, no podemos entenderlo. Si pudiéramos entenderlo, no sería Dios. Buscamos lo insondable, Dios, con algo igualmente insondable, nosotros, lo cual, al final, es un imposible, una tautología que hasta un filósofo pagano debería ser capaz de percibir: no podemos ser comprendidos, ni siquiera por nosotros mismos, porque estamos hechos a imagen de Dios. Yo me limito a ser un interesado observador del mundo físico y las acciones de los hombres que lo habitan, más que de los oscuros pensamientos y razones que los hombres puedan tener para llevar a cabo tales acciones. Al atacarme así, atacas a la propia Iglesia y, por tanto, provocas un mal indecible.
Juliano entornó los párpados.
—Y al matar a mi padre y mis hermanos, al matar a mi esposa y mi hijo, al hacer lo imposible por acabar también conmigo, ¿qué me hicieron los cristianos? También ahí existe el mal.
Me opuse a que atribuyera la tragedia de su familia a los cristianos.
—Lo que Constancio te hizo no fue en nombre de Cristo, sino de su propia locura. No puedes culpar de su maldad a su fe. Seguro que tú no me permitirías culpar de los excesos del helenismo a tus… deslices. Dios le juzgará. No te corresponde a ti vengarte en inocentes cristianos.
—Ni adoptar tu fe ciega.
En ese momento supe, hermano, que debido a la torpeza de mi lengua había fracasado en la conversación más importante de mi vida. Había terminado con ese banquete, con mi amistad con Juliano, con su obsesión por Máximo, y si durante el último año no hubiera estado tan ciego y distraído por los acontecimientos habría reconocido la irreparable brecha que se había abierto entre nosotros mucho antes, en aquel frío paso montañoso de Tracia.
—Señor —dije fríamente mientras me apartaba del diván—, me niego a seguir siendo objeto de tus burlas y abusos. Por tanto, pido que se me exima de continuar en esta sala y de mis obligaciones profesionales como tu médico.
Dicho eso, y tras una leve inclinación de la cabeza, me encaminé rozando la larga mesa hasta la puerta, notando en mí todas las miradas mientras el silencio reinante magnificaba el suave ruido de mis sandalias sobre el suelo impoluto. Fue el paseo más largo de mi vida, un paseo cargado de emociones que se agolpaban en mi interior: indignación por la prueba a la que Juliano me había sometido públicamente, satisfacción por haber abandonado la mesa y mi puesto al lado del emperador por mis principios, alivio por haber puesto fin al dilema que me acongojaba por estar sirviendo a un hombre que veía cada vez más como un enemigo del cristianismo, y preocupación por mi seguridad física y la de mi familia por haber dado la espalda al hombre más poderoso del mundo.
Al llegar a la puerta, me volví un instante y vi que Juliano, inclinado sobre Máximo, sonreía y charlaba animadamente mientras en la mesa las conversaciones se reavivaban. El tintineo de los cuchillos sobre las bandejas se reanudó y comprendí que muy pronto ya nadie echaría de menos mi presencia y daría la sensación de que la disputa no había tenido lugar, una disputa que para mí había significado el fin de una carrera, probablemente el fin de mi vida si la hubiera llevado hasta el extremo, pero que para Juliano y el resto de los comensales no era más que una discusión acalorada, detenida bruscamente por un cristiano fanático que, como todos sus correligionarios, se tomaba a sí mismo demasiado en serio para ser una compañía cortés.
Crucé el pasillo presa de una rabia ciega, doblando esquinas al azar, entrando en salones vacíos, hasta que desemboqué en un pequeño peristilo construido en un lugar poco usado, entre dos alas, con una fuentecilla en el centro embellecida por un mosaico de Jesús rodeado de los doce apóstoles. Por la claraboya se colaba un suave haz de luz que caía diagonalmente sobre una de las columnas estriadas e iluminaba las delicadas vetas rosas y amarillas del fino mármol, el cual se mostraba al mundo como un miembro humano privado de sangre, con la piel cuidadosamente retirada, como en una autopsia, con cada arteria y cada vaso al descubierto para ser examinados.
Caminé aturdido hasta la columna y me detuve a contemplarla, obligándome a apartar los confusos pensamientos que se agolpaban en mi mente, a enfocar la mirada en la lustrosa piedra, a concentrarme únicamente en lo esencial de la vida. Tras vaciar la mente, acerqué la cara a la piedra y seguí con los ojos las errantes líneas rosas y amarillas, cada una de ellas, hasta su diminuto, indistinto final, para luego retroceder por el capilar hasta que la vista empezó a fallarme por el esfuerzo de la concentración y el sudor de la frente me quemó los ojos. Los cerré y apreté la mejilla, el cuerpo entero, contra el mármol, que estaba frío salvo por la delgada franja que el rayo de sol calentaba, y de repente toda la rabia y la frustración que habían acumulado en mí las palabras y acciones de Juliano a lo largo del último año estallaron. Luchando por dominarme, me deslicé lentamente por el mármol hasta caer de rodillas, abrazado a la columna a modo de sostén, dejando sobre las estrías un rastro brillante de sudor que marcaba el sendero de mi declive y mi redención.
Por un breve instante la humedad dio a la piel fría e inerte de la piedra un aspecto de vida y sufrimiento, y luego también este se evaporó y desapareció.
Tras el debate valiente pero infructuoso con el emperador, Cesáreo regresó a nosotros, a nuestro hogar de Nacianzo, cansado y vencido. Pasó muchos días sin hacer apenas nada, sentado en la cocina descorazonado o rezando durante horas en la pequeña capilla que yo había construido en un rincón de nuestra modesta morada. Cesáreo se mostraba tan callado y se movía tan poco que, aunque la casa resultaba pequeña para tres hombres adultos y una mujer, apenas se notaba su presencia.
Finalmente recobró el ánimo y pareció que había dejado atrás los acontecimientos de la Galia y su larga temporada junto al emperador anticristo. Incluso comenzó a aplicar algunas de las muchas técnicas médicas que había aprendido para tratar las enfermedades de los pobres y los leprosos del pueblo, traer niños al mundo y aun curar ganado rengueante, aunque más por necesidad psicológica que económica, pues había llegado de Constantinopla con una considerable cantidad de oro por su servicio a dos emperadores, y durante los últimos años había enviado más oro aún a nuestro padre, que lo había repartido todo, salvo algunas monedas para gastos, entre los pobres. Cesáreo decidió establecerse como médico en el pueblo y, mi más ansiado deseo, prepararse para una vida de santidad y meditación dentro de una comunidad religiosa, algo para lo que yo le creía sumamente apto.
Durante ese tiempo no prestó atención a las pocas noticias del mundo exterior que llegaban a nuestro pueblo, noticias muy poco halagüeñas. Juliano trasladó su corte a Antioquía y, a fin de deshacerse del signo místico de la promesa a Dios que había recibido en su bautismo, se lavó el cuerpo con la sangre de un toro durante el diabólico rito del taurobólium y juró lealtad al falso dios Mitra. Contaban que participaba diariamente en sacrificios espantosos, que mataba incontables animales con sus propias manos, que les arrancaba los órganos con sus propias manos para que los adivinos interpretaran las intenciones de los dioses y que se deleitaba con la sangre de las repugnantes ceremonias.
Su apostasía no se limitaba a sus prácticas personales, pues pese a declarar la libertad religiosa en todo el Imperio concibió atrocidades especialmente astutas que infligir a los cristianos. Todos los lugares religiosos, decretó, debían ser devueltos a la secta fundadora, lo que significaba, en casi todos los casos, que había que volver a transformar las iglesias cristianas en templos de falsas deidades paganas. Igualmente insidiosa fue su conclusión de que, puesto que los cristianos no creían en las divinidades griegas, había que prohibir a los maestros cristianos que enseñaran, y por consiguiente profanaran, las obras literarias de los antiguos griegos. Decretó que los cristianos no podían servir en el ejército ni ocupar cargos en el gobierno salvo por decisión del emperador. El objetivo fue apartar a los cristianos de los principales movimientos culturales y políticos del Imperio, lo que daría lugar a una onerosa esterilidad intelectual y dificultaría aún más nuestra labor. También permitió la persecución abierta de nuestra fe. Multitudes anticristianas profanaban iglesias en Siria y Fenicia. Los sacerdotes eran torturados y las vírgenes violadas. A las víctimas les abrían el abdomen y se lo llenaban de cebada para luego arrojarlas a los cerdos como comederos vivientes.
Ni siquiera el viejo Marco, obispo de Aretusa, que treinta años antes había rescatado al pequeño Juliano cuando estaban dando muerte a miembros de su familia, se libró. Le ordenaron que reparara un templo que supuestamente había profanado, pero se negó. Tal vez por respeto, Juliano no condenó a muerte a su viejo tutor, pero dejó su destino en manos de los habitantes de Aretusa. El pueblo, poseído por el diablo, lo arrastró de los pies por las calles, le arrancó la barba y lo entregó al tormento taimado de perversos colegiales, que se divirtieron pinchándole con sus styli. Finalmente, medio inconsciente y cubierto de heridas, lo embadurnaron de miel y lo dejaron al sol, a merced de las picaduras de los insectos, hasta morir. Cada picadura era una acusación contra Juliano.
Más inquietantes aún resultaban los informes sobre la creciente fragilidad del estado mental del emperador. Cuando ascendió al trono, todos dieron por sentado que la era de gobernantes inestables y paranoicos había quedado atrás, y que ahora el Imperio estaría regido por un hombre juicioso, de filosofía y creencias firmes. Ahora, sin embargo, empezaban a llegarnos rumores sobre los bruscos cambios de humor y virajes de política del emperador, su mezquino carácter vengativo y su atención insólita e injustificada a cuestiones sin importancia, sus arranques de energía seguidos de días interminables en que no hacía otra cosa que lamentar la muerte de su hijo y apenas conseguía reunir el ánimo necesario para levantarse de la cama. Ignoro si todo eso era resultado de su persecución contra los seguidores de Cristo —digamos que una suerte de castigo divino— o si la causa de su creciente inestabilidad mental era el sentimiento de culpa que le producía dicha persecución. ¿Cuál es la causa y cuál el efecto? O, ya puestos, ¿qué es verdad y qué es mentira? El rumor, como dice Virgilio, tiene tantas bocas y lenguas susurrantes como ojos y oídos, y transmite falsedades y calumnias tan fielmente como si fueran ciertas. Las historias sobre las acciones de Juliano eran numerosas, y nos llegaban embellecidas por la fantasía y sin el filtro de pruebas que demostraran su veracidad. Lejos como estábamos de la capital real, no sabíamos qué creer.
Así estuvieron las cosas hasta la llegada al pueblo, un año más tarde, de aquel obeso impostor, el médico Oribasio, a lomos de un caballo sobrecargado y cojo del ejército, flanqueado por una docena de hastiados legionarios y un par de eunucos asquerosamente pintados, que observaron con repugnancia nuestra humilde comunidad e incluso el polvo de la calle. Yo no conocía a Oribasio, pero sabía de él por los relatos de Cesáreo y le reconocí sin asomo de duda. Lo mismo le ocurrió a él, pues en cuanto me atisbó en nuestro diminuto foro me llamó cordialmente por mi nombre, aunque sin el respeto debido a un obispo y sacerdote cristiano, y me preguntó por el paradero de mi hermano. Tan atónito me tenía esta aparición del pasado de Cesáreo que, sin detenerme a pensar, le indiqué cómo llegar a nuestra casa, lo cual me agradeció efusivamente. No fue hasta más tarde que lamenté mi acto y quise arrancarme la lengua de cuajo por el perjuicio que había engendrado. Corrí a casa lo antes que pude para plantar cara al pomposo impostor.
Oribasio se estaba preparando para marcharse cuando yo llegué, y después de saludarme secamente subió a su martirizado caballo, con ayuda de los sudados legionarios, y la comitiva al completo se alejó hacia el este, por donde habían llegado hacía menos de una hora.
Mi hermano se negó a hacer frente a mi mirada severa cuando le pregunté el motivo de la visita del horrible asclepiano. Vaciló unos instantes y, ante mi insistencia, reconoció que Oribasio había sido enviado por Juliano, el cual solicitaba, mejor dicho, rogaba, que Cesáreo volviera a su servicio. El emperador se preparaba en Antioquía para otra campaña militar, la más importante de su vida, aseguraba. Los servicios de Oribasio le habían bastado durante su vida sedentaria en el palacio de Constantinopla pero, aunque el demonio glotón acompañaría al ejército con la caravana de avituallamiento, el emperador deseaba que Cesáreo cabalgara junto a él en la batalla, como siempre había hecho en la Galia.
—Como es lógico, habrás rechazado rotundamente los ruegos del anticristo —dije.
—Rotundamente… no —admitió Cesáreo.
—¿Has actuado así por educación o porque el hechizo del emperador todavía te seduce, hermano? —pregunté.
Cesáreo se enfureció.
—No estoy bajo más hechizo que el de Cristo —espetó—. Si vuelvo a servir a Juliano, será por el bien de su alma inmortal. Cristo dijo que hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve hombres justos. ¿Serías capaz de negarme la gloria de ser el instrumento que disuada a ese pecador?
Contra ese argumento no tuve respuesta. No obstante, en el fondo presentía que la decisión de Juliano ya estaba tomada y era poco lo que mi hermano menor podía hacer para cambiarla, rodeado como estaba aquel de su corte de paganos y místicos.
—¿Y cómo piensas conseguirlo? —inquirí—. ¿Mediante la persuasión silenciosa? ¿Mediante la fuerza de los brazos? Hermano, a los cristianos se les martiriza y temo que estés poniendo a prueba a Dios colocándote al alcance del emperador, aunque sea con el pretexto de convertirle.
—Si Juliano es nuestro mayor enemigo —afirmó—, sería una negligencia por mi parte no intentar vencer su maldad. El Señor me dará fuerza y me guiará con la palabra o con mi brazo derecho para disuadirle de que siga cometiendo maldades.
Le miré detenidamente.
—Que tus palabras y tu brazo sirvan solo para sanar.
Suspiró.
—Llevo tiempo suplicando, hermano, el don de la elocuencia, la gracia del discurso persuasivo con que ganarme a Juliano…
—Rezas por el don equivocado, Cesáreo —le interrumpí—. No es el discurso elocuente lo que necesitas. El verdadero don es la sencillez. Es mediante el discurso sencillo como mejor te expresas, es mediante palabras sencillas como mejor transmites tu fe en la perfección del Reino que está por venir. Recuerda: «El sol salió un día más».
Esa fue la última conversación que mantuve con mi hermano antes de que partiera a Antioquía. A partir de ahora prosigue su relato.