II

Conmocionado por las implicaciones de la conversión de Juliano, durante semanas mantuve las distancias siempre que me era posible, no habiendo decidido aún si podía o no continuar sirviendo a un emperador que ya no era cristiano. Al menos, podía elegir a ese respecto, mas uno no tiene la opción de vivir o no bajo un emperador no cristiano cuando los dominios de este abarcan todo el mundo conocido. Por toda la ciudad había corrido la noticia del buen recibimiento dispensado por el emperador a Máximo en la corte y de la apostasía de Juliano, y la población estaba agitada, si bien era una agitación dividida. Los obispos denunciaban al emperador desde el púlpito y las mujeres cristianas se lamentaban abiertamente cuando recorría las calles, amén de rezar en voz alta por su salvación. Por su parte los paganos de la ciudad, que seguían siendo la gran mayoría, festejaron la conversión con alegría y provocación, y colmaron a Juliano de invitaciones a celebraciones de antiguas deidades y sacrificios a las que él se esforzaba por asistir. Llenó los jardines y las estancias del palacio de altares y estatuas de dioses, hasta el punto de que semejaban templos. Cada mañana, celebraba la llegada de su deidad titular, Helios, el dios Sol, con el sacrificio de un buey blanco, y por la noche, cuando el sol se ocultaba por el horizonte, hacía derramar sangre de otras víctimas. En las ceremonias públicas la sangría llegaba aún más lejos, pues a veces había docenas de animales que chillaban agonizantes y duraban toda la mañana, hasta que los eunucos responsables del protocolo tenían que retirar al emperador del altar, asearle y cambiarle de ropa para que asistiera a tiempo a los actos públicos, donde recibía y premiaba a sus soldados.

Como mandaba la tradición, tenía el trono rodeado de insignias militares de Roma y la república. Y al tiempo que las iniciales de Cristo se retiraban del labarum —el estandarte imperial que, desde tiempos de Constantino, mostraba tales letras junto con una corona y una cruz—, los supersticiosos símbolos paganos se integraban en los dibujos y adornos de forma tan ingeniosa que hasta un cristiano piadoso corría el riesgo de idolatría simplemente por saludar respetuosamente a su soberano. Los soldados desfilaban ante Juliano y cada uno de ellos, antes de recibir un generoso donativo de su mano, debía arrojar granos de incienso en la llama que ardía sobre el altar. Algunos cristianos devotos se negaban, o por lo menos se confesaban y arrepentían después, pero eran muchos más los que, atraídos por el oro y temerosos del emperador, entraban en la diabólica rueda. Puesto que yo me negaba incluso a presenciar tales atrocidades, me descubrí considerando la triste posibilidad de reducir mi participación en el círculo personal de Juliano, para su disgusto y extrañeza, pues no entendía por qué me preocupaban las creencias religiosas de los demás, y para regocijo de Máximo, que me veía como un intruso con la educación y la cultura de un mero oficial. Para entonces yo barajaba la idea de marchar de Constantinopla e iniciar mi propio camino, pero vacilaba, diciéndome que quizá lo de Juliano era pasajero, que pronto volvería a ser el de antes y que no debía precipitarme en mis decisiones.

Al poco de iniciado el nuevo año, a fin de combatir el letargo invernal en el que se había sumido la ciudad tras el frenesí de la sucesión y la Navidad, Juliano decidió celebrar una serie de juegos y combates en el circo. Al principio se tomó la idea con resignación, como un pasatiempo impropio de la mente de un filósofo. Durante el tiempo que habíamos pasado en la Galia, Juliano jamás asistió a los juegos; de todos modos, en las ciudades provinciales como Sens y París solo se ofrecían espectáculos de segunda categoría. Y todavía ahora, en la ciudad más importante del mundo, Juliano dudaba que fueran dignos de su atención. Le recordé lo peligroso de su postura, pues el propio Julio César ofendió en una ocasión al pueblo romano, hasta el punto de que este amenazó con rebelarse, cuando mostró su indiferencia por estos espectáculos leyendo unos despachos mientras tenía lugar una carrera. Juliano, con todo, fue aceptando la idea y al final decidió ofrecer tres días de juegos que culminarían con un combate de gladiadores a la altura de su ascenso al trono.

Me rogó que asistiera.

—Es hora de distraerse, Cesáreo, aunque solo sea por un par de días —dijo—. Te he decepcionado, lo sé. Un cambio de actividad es lo que necesitamos.

Ese día llegamos tarde debido a unos asuntos importantes que le habían retenido en palacio; de hecho, muy tarde, para irritación del público, que, como siempre, esperaba la llegada del emperador y su séquito a la tribuna con la misma impaciencia que el propio combate. Ya habían tenido lugar las luchas preliminares y la multitud empezaba a exigir el gran acontecimiento para el que habían pagado, el combate entre campeones. Fue entonces cuando llegó Juliano, seguido de mí y de un modesto séquito. El público estalló en ovaciones mientras el emperador tomaba asiento y, con un movimiento de la cabeza indicaba al presidente del circo que anunciara el acontecimiento estelar.

Esta vez actuaba un campeón galo con el apodo impronunciable de Vercingétorix, en honor al poderoso jefe arverno que tantos quebraderos de cabeza había dado a Julio César siglos atrás. Se decía que jamás había perdido un combate de gladiadores, algo que caía por su propio peso dado que todas las luchas de este nivel eran a muerte. El hombre, cuya estatura superaba en una cabeza a un individuo de talla media, poseía buenos músculos de la coronilla a los pies, una melena castaña hasta la cintura y unos bigotes enormes que le colgaban por ambos lados del mentón, y tenía fascinado al público. Cuando anunciaron su nombre, Vercingétorix se paseó por la arena, envuelto en un clamor ensordecedor, con la misma tranquilidad que si regresara del mercado, balanceando las manos en los costados y saludando con la cabeza a algunos conocidos que divisaba en las gradas. Vestía únicamente un taparrabos rojo y un casco de cuero con sendos orificios para los ojos que le cubría la mitad superior del rostro, y que tenía la doble finalidad de mantener la melena a raya y darle el aspecto aterrador de un verdugo. Calzaba sandalias robustas y en el cuello lucía un delgado cordel que parecía mucho más fino y frágil en comparación con la musculatura y los nervios del pecho y los hombros. De él pendía un objeto diminuto que besó a modo de talismán cuando se detuvo frente a la tribuna del emperador, con la enorme espada colgada del ancho cinturón, en el costado derecho. El escudo, hecho a medida con un mínimo de cuatro capas de cuero de buey cubiertas por una lámina de bronce tachonada con incrustaciones de gemas y oro, le colgaba de una correa cruzada al hombro, a modo de trofeo expuesto al público. Aunque Vercingétorix no debía de tener más de veinticinco años, enseguida se adivinaba que, además de un gran luchador, era un exhibicionista que cultivaba el aspecto de jefe bárbaro para regocijo de los espectadores. Se quedó quieto ante nosotros, mirando al emperador a través de la careta mientras su amplio torso subía y bajaba muy despacio. Me maravilló que pudiera permanecer casi desnudo ante cien mil personas, a punto de librar un combate a muerte, y respirar tan profunda y serenamente.

—¿Dónde se hallaban los hombres como él cuando luchábamos contra Cnodomar, Cesáreo? —susurró Juliano admirando la sorprendente corpulencia del guerrero.

La luz del sol reflejó en el talismán que colgaba de su cuello, casi enterrado en la maraña de vello rojizo que le cubría el pecho, y advertí que era una cruz.

El presidente del circo anunció el nombre del adversario de Vercingétorix, un sirio romanizado de brazos largos y anchos, más alto aún que el galo pero de constitución menos hercúlea, que cruzó la arena con andar presuroso y saltarín para colocarse al lado de su rival. Te nía la piel morena, de un tono aceitunado, y llevaba la cabeza cubierta por una capa de pelo muy corto y erizado. Era unos diez o quince años mayor que el galo y su rostro mostraba las cicatrices de quien ha sobrevivido a muchas batallas, como la nariz torcida hacia un lado. Quizá el rasgo más destacado de su físico fuera el desmesurado tamaño del bíceps y el antebrazo derechos, el brazo de la espada; ya solo el antebrazo era casi el doble del de su compañero, casi como el músculo del muslo, fruto de muchos años de ejercicio y adiestramiento en el manejo de la espada.

También él llevaba únicamente un taparrabos, una espada y un escudo, pero sus armas carecían de adornos, incluso de brillo, como si creyera que los aderezos externos pudieran entorpecer su tarea. Semejaba un militar y, de hecho, un cortesano me susurró que era un exlegionario del ejército del este descubierto por exploradores imperiales a quienes habían impresionado su tamaño y su destreza para la lucha. Estaba considerado un scutarius, gladiador que prefería el escudo y la espada grandes. Leo, pues ese era el nombre que había elegido, tenía fama en todo el Imperio por el largo alcance de su brazo y su velocidad. El clamor de la multitud al oír su nombre quedó ahogado por los gritos de los corredores de apuestas y apostantes que hacían sus últimas predicciones sobre el resultado del combate.

Allí estaban, uno al lado del otro, Vercingétorix y Leo, mirando fijamente a Juliano, hasta que el presidente hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y una orquesta inició una fanfarria al tiempo que la gente guardaba silencio. A la segunda señal, los guerreros alzaron el brazo derecho y, con voz clara y firme, pronunciaron el saludo tradicional, claro y firme: Ave, Imperator, morituri te salutant! «¡Salve, emperador, los que van a morir te saludan!». Sin apartar la mirada de la tribuna imperial, retrocedieron unos pasos en direcciones opuestas a fin de colocarse el escudo. Con una última indicación de la cabeza, esta vez del propio Juliano, ambos gladiadores desenvainaron la espada y se miraron por primera vez.

El fervor se apoderó del coliseo cuando los combatientes empezaron a girar con cautela. Hasta el último espectador se había puesto de pie para tratar de ver por encima de las cabezas que tenía delante, vociferando a todo pulmón el nombre de su favorito o lo que debía hacer: «¡Ataca, galo!». «¡Acaba con él, Leo!». «¡He apostado mi casa por ti!». «¡Me he jugado a mi hija por tu cabeza!». «¡Mátalo!». «¡Mata a ese bastardo!».

Los luchadores golpeaban con vehemencia y, al mismo tiempo, precaución, agachando y desviando la cabeza a derecha e izquierda, haciendo amago de embestir con la espada para poner a prueba los reflejos del otro, la mirada clavada en los ojos del adversario, sin parpadear, entregados a una concentración que emborronaba el resto del espacio.

De repente, el sirio realizó una tremenda embestida con el escudo en alto y aterrizó sobre el del galo. El clamor de la multitud aumentó mientras ambos luchaban, haciendo sonar las espadas, hasta que el galo recibió un golpe de refilón en el hombro izquierdo que pareció encolerizarlo. Haciendo acopio de toda la fuerza de sus piernas, se abalanzó sobre Leo, que seguía presionándole con el escudo. El sirio, consciente de que Vercingétorix le superaba en peso y fuerza, permitió el avance del galo mientras él se arrojaba al suelo y rodaba ágilmente sobre su espalda para apartarse de su adversario. Pero Vercingétorix poseía sobrada experiencia para dejarse engañar por tan viejo truco. Patinó hasta detenerse y se dio la vuelta en el momento en que Leo volvía a ponerse en pie. Lamentando haber perdido la oportunidad de empalar a su contrincante mientras este yacía en el suelo, Vercingétorix se relajó a fin de prepararse para su siguiente movimiento, bajó el escudo unas pulgadas y echó una rápida mirada a su hombro sangrante.

He ahí el error que el astuto sirio había estado esperando. Durante la caída, los ojos de Leo no se habían apartado ni un momento de los de Vercingétorix. Ahora, en esa fracción de segundo en que el galo desviaba la vista, Leo le atacó.

La mirada del galo regresó como un rayo hasta Leo, pero ya era demasiado tarde. No tuvo tiempo de prepararse para el ataque, para afianzar su posición y alzar el escudo a fin de desviar la espada del sirio. Sobresaltado, Vercingétorix perdió momentáneamente la concentración y solo tuvo tiempo de dar un torpe paso a un lado para esquivar la embestida de su adversario. Eso, sin embargo, era justamente lo que Leo había previsto. El sirio pasó por su lado como un saltador de toros español, sin apenas rozarle el hombro, tras lo cual blandió la espada hacia atrás y con un golpe descendente y limpio rajó la corva del galo y cercenó los tendones que sostienen la pierna como si fueran los cordeles de una tienda de campaña. El mero impulso le hizo avanzar unos pasos más, agitando su puño ante la multitud, sabedor, por la frenética ovación, de que su táctica había funcionado.

Observé a Juliano. Estaba paralizado, contemplando con expresión de temor y fervor la arena ensangrentada. Su mirada despedía un brillo extraño, ese destello casi de anhelo, de sed de violencia, que solo se percibe en los hombres que se hallan en pleno combate, a punto de matar. El campeón sirio regresó lentamente al centro de la arena, donde el galo se había desmoronado sobre la rodilla herida, mientras mantenía la izquierda doblada en ángulo recto delante de sí, y un charco de sangre empezaba a formarse en la arena. Pese a la desesperada situación, incapaz de cambiar de postura, Vercingétorix parecía tranquilo; sus anchos hombros permanecían erguidos y el enorme pecho apenas se movía. Advertí que bajo la máscara de cuero tenía la boca cerrada y respiraba tranquilamente por la nariz. Sacudió su espesa melena para apartarla de los hombros y hacerla caer por la espalda —¡hasta en ese momento el hombre conservaba su vanidad!— y lenta, pausadamente, adoptó una posición de combate y aguardó el siguiente movimiento del sirio.

No tardó en llegar. Leo rodeó a Vercingétorix dos veces, rechazando la fácil maniobra de embestirle por la espalda, desde donde el galo, incapaz de girar sobre la rodilla herida, no habría podido defenderse. Así pues, se colocó delante de Vercingétorix con el escudo bajo y ladeado, consciente de que el galo no podía atacarle, y levantó despacio la espada para apuntarle directamente al pecho, formando con el brazo y el arma una línea mortal recta y única.

—¡Poderoso Zeus, fortalece mi brazo! —gritó, y el público estalló en un clamor.

El sirio flexionó las rodillas a fin de prepararse para el salto y el ataque que le habían granjeado el apodo de «el León».

Iba a ser la última vez que el poderoso brazo derecho del León alzaría una espada.

Sorprendentemente, justo cuando el sirio se disponía a atacar, Vercingétorix, empleando únicamente la pierna sana, se impulsó hacia delante con la agilidad de un gato y levantó el peso de todo su cuerpo con la fuerza del enorme muslo izquierdo, arrastrando la desjarretada pierna derecha como si fuera de trapo. Pillado por sorpresa y en una postura dirigida a saltar hacia delante en lugar de hacia atrás, el sirio permaneció inmóvil, con el escudo caído, durante una fracción de segundo mientras el galo bajaba la pesada hoja de su espada con una fuerza que rebanó la muñeca derecha de Leo como si fuera un trozo de queso. Vercingétorix se desplomó de nuevo sobre su rodilla, sonriendo visiblemente bajo la máscara y los bigotes, mientras Leo reculaba contemplando boquiabierto el muñón de su antebrazo, donde asomaban las puntas del cúbito y el radio por el tejido rojo que los rodeaba, al parecer demasiado atónito para sangrar siquiera.

El público enloqueció.

—¡Buen lavado! ¡Buen lavado! —gritaban, desvirtuando morbosamente el saludo propio de los baños, mientras la sangre empezaba a brotar del brazo mutilado y caía sobre los muslos del sirio.

Quienes habían permanecido mudos por el desjarrete del galo se entregaban ahora a una orgía de gritos y ovaciones, de palmadas en la espalda y felicitaciones. El sirio caminaba por la arena sin rumbo, contemplando desconsoladamente su brazo cercenado, que ahora sangraba a borbotones, con la atención tan ida como se le estaba yendo la vida. Un senador de la tribuna contigua se hundió en su asiento llevándose las manos a la cabeza.

—¡No! —gimió—. ¡No, no, no!

La apuesta debía de ser cuantiosa. Vercingétorix, en un gesto burlón, se arrastró sobre su pierna izquierda hasta el lugar donde reposaba la mano de su rival, todavía aferrada a la espada. Asió el puño blanco y limpio de sangre con su enorme manaza, lo alzó junto con la espada para que todo el mundo lo viera y lo arrojó a los pies del sirio, como si le retara a unirlo al brazo y a continuar el combate.

El sirio, visiblemente sorprendido, contempló la espada salpicada de sangre y arena, y un brillo pareció iluminar sus ojos en tanto que su rostro recuperaba cierta serenidad. Tras ponerse de rodillas, se quitó el escudo del brazo izquierdo y trató de pasar el muñón del derecho por la correa. No era tarea fácil, pues esta estaba hecha para encajar cómodamente en el brazo izquierdo, mucho más delgado, pero tras unos instantes de muecas y movimientos torpes consiguió estirar el cuero lo suficiente para introducir el brazo derecho hasta el codo, y caí en la cuenta de su ingenio. Ahora el sirio podía sostener el escudo con el brazo derecho, si bien con torpeza porque carecía de mano para sujetar el mango y hacer girar el escudo alrededor del punto de sujeción de la correa. Pero lo más importante era la fuerte presión que la correa ejercía alrededor del brazo, de tal modo que hacía las veces de torniquete. Efectivamente, cuando, con gesto triunfal, alzó el escudo a la multitud, advertí que la hemorragia se había reducido a un mero goteo. Leo se inclinó despacio para recoger la espada con la mano izquierda, apartó de una patada su mano cercenada y luego tranquila, amenazadoramente, caminó hasta donde Vercingétorix se hallaba arrodillado, ahora boquiabierto.

Se hizo el silencio, un silencio asombroso e inquietante comparado con el ensordecedor clamor de unos momentos antes. Se acabaron los amagos y las estocadas, las combinaciones e intercambios. El golpe de gracia iba a producirse de un momento a otro y todos sabíamos que un hombre, uno de esos seres que competían en fuerza y valor, iba a morir.

Esta vez Leo no tenía paciencia para perpetrar una muerte elegante. Había perdido un miembro por ese motivo y no estaba dispuesto a que eso volviera a ocurrirle. Caminó hasta el atónito galo, cuyo torso subía y bajaba ahora presa del pánico, levantó la espada lentamente y le apuntó una vez más al pecho, pero preparado, esta vez, para el salto de su adversario. El galo no le decepcionó, pues era su única defensa. Impulsándose con la pierna izquierda, se abalanzó torpemente sobre Leo, que esta vez alzó el escudo para detener el golpe y se echó a un lado, de tal modo que Vercingétorix se desplomó sobre su pierna lesa. El galo arrojó el escudo para frenar el golpe y en ese momento el sirio le colocó una sandalia sobre la zona lumbar, lo aplastó contra el suelo y le puso la punta del acero sobre la nuca, inmovilizándole mediante el dolor. El sirio levantó la mirada del tembloroso gigante que yacía a sus pies y la dirigió a la tribuna del emperador.

En un caso así, en que un gladiador tiene la vida de otro en sus manos, es el emperador quien decide el sino del vencido, y lo anuncia mediante una señal de la mano: si el gladiador caído ha luchado con coraje, el emperador puede perdonarle la vida levantando el dedo pulgar. De lo contrario, este apunta hacia abajo y el gladiador muere.

Juliano se puso en pie lentamente, pálido por la conmoción que le había producido el extraordinario espectáculo y por la decisión que se disponía a tomar. Las gradas se llenaron de pañuelos blancos y empezaron a oírse gritos dispersos. «¡Perdónale!». «¡Mata al maldito galo!». «¡Arriba el pulgar, emperador!». «¡Abajo el pulgar!».

Las consignas se multiplicaron y en cuestión de un abrir y cerrar de ojos el estadio se convirtió en una competición de gritos y blasfemias indistinguibles. El sirio permanecía inmóvil sobre la arena, mirando pacientemente al emperador, mientras el galo seguía tumbado e indefenso y su pie derecho temblaba descontrolado por el insoportable dolor de los tendones rebanados.

Juliano extendió un brazo con los dedos cerrados en un puño y el pulgar horizontal, observando a los luchadores, deliberando en silencio. ¿En qué diantre está pensando?, me pregunté. ¿Existe alguna duda de que ambos han luchado con valentía y ambos son campeones?

No obstante, seguía sin reaccionar y la multitud empezó a inquietarse, impaciente por un resultado. El aire se inundó de objetos voladores, de cestas y vasijas. Existía el peligro de un alboroto, independientemente de la decisión de Juliano.

—Te lo ruego, Juliano —imploré, pero no podía oírme por encima del vocerío. Me levanté—. Te lo ruego, señor —grité—, el galo también es campeón.

Mas Juliano no pareció oírme ni verme, pues mantuvo la mirada al frente con ese brillo de loco, los ojos clavados en el victorioso Leo, los labios murmurando palabras que solo él oía, ahogadas por los gritos de la multitud. Entonces, pausadamente, giró el pulgar hacia abajo. Esbozando una levísima sonrisa Leo hundió la espada en la arena y con un movimiento veloz de la hoja rebanó el cuello de Vercingétorix. Cuando la cabeza rodó hacia un lado con el muñón hacia arriba, el pie derecho dejó de temblar y el clamor del público se hizo más uniforme, menos desesperado.

Horrorizado, me derrumbé en mi asiento mientras a Leo, súbitamente liberado de su esfuerzo, le fallaban las rodillas. Soltó la espada, que permaneció clavada en la arena balanceándose, e inició un tambaleante paseo victorioso por la arena agitando débilmente el escudo, que no osaba quitarse por miedo a sangrar hasta morir. Un ayudante vestido como Caronte, el portador de la muerte, corrió hasta Vercingétorix, retiró la espada y giró trabajosamente el cuerpo sobre la espalda. Celebró con un breve baile la obtención de un nuevo cliente e hizo señales a sus ayudantes para que se llevaran el cadáver de la arena, lo que hicieron dejando una larga estela de sangre a su paso. Pronto llegaron otros ayudantes a fin de rastrillar la arena ensangrentada y prepararla para el siguiente combate.

El cristiano estaba muerto; Roma había triunfado sobre el bárbaro, lo viejo sobre lo joven, Oriente sobre Occidente. El vasto tronco yace sin cabeza, sin nombre, en una fosa común de una costa extranjera. Encontré una excusa para regresar al palacio antes del inicio del siguiente combate, y no fue hasta mucho más tarde cuando Juliano hizo otro tanto.