Era un hombre de muy baja estatura con el desacertado nombre de Máximo, poco más alto que un enano y me atrevo a decir que con muchas de sus características, pues su enorme cabeza, su voluminoso torso y sus piernas cortas y flacuchas le hacían caminar con un balanceo que siempre provocaba risas disimuladas entre los mezquinos eunucos de palacio. Sus ropas eran viejas y estaban llenas de remiendos, lo cual no es ningún pecado, pues estoy seguro de que Nuestro Señor no vestía mejor, pero dudo que lavara y zurciera sus prendas tan de tarde en tarde como Máximo, que las llevaba siempre cubiertas de manchas de no se sabe qué actividades y alimentos pasados, algunos, me temo, muy pasados. Que yo supiera, solo vestía una andrajosa túnica marrón y una capa demasiado larga con la que, al caminar, barría la suciedad de las calles de Constantinopla y la arrastraba hasta la estancias adonde entraba.
Aunque de cierta edad, costaba determinar si Máximo tenía cincuenta años, sesenta o más. Como el cuero bien lubricado, su piel oscura era de esas que se resisten a las arrugas y te impiden calcular la verdadera edad de su dueño. Tan resistente epidermis aparecía, no obstante, desfigurada por un bulto escamoso parecido al liquen, de unos dos dedos de ancho y otros tantos de largo, bajo la oreja izquierda, que amenazaba periódicamente con reventar y empezar a sangrar y pedía a gritos un ungüento curativo que yo poseía en abundancia y le habría aplicado con gusto si él hubiera mostrado el menor interés, pero cada vez que le sacaba el tema su mirada dura y hostil me detenía en seco.
Lo más extraordinario de Máximo, no obstante, era su actitud, pues cuando hablaba, caminaba o entraba en una estancia actuaba como si solamente existieran dos personas en el mundo: él y Juliano. La primera vez que vi a este hombrecillo fue el mismo día que llegamos a Constantinopla, mientras el recién aclamado emperador se hallaba conversando con el administrador de la corte en un pasillo, junto a la entrada principal del palacio. Gracias a la confusión que reinaba ese día, Máximo había logrado abrirse paso entre el gentío que se agolpaba fuera, convencer a los abrumados guardias de que le permitieran la entrada y atravesar autoritariamente el corro de eunucos ansiosos por conseguir una audiencia con el emperador para asegurarse el mantenimiento de sus cargos. Máximo caminó raudo, balanceando la cabeza y los hombros como un pato, hasta el emperador, que se hallaba de pie examinando un plano del palacio y sus dependencias.
Juliano tardó unos instantes en bajar la vista y posarla en el extraordinario hombrecillo que tenía delante, pero cuando lo hizo sus ojos se iluminaron, esbozó una sonrisa radiante y envolvió a Máximo en un abrazo entusiasta que dejó atónitos a los refinados cortesanos e incluso a mí.
—¡Máximo, viejo amigo! —exclamó, y creo que nunca había visto tanta alegría en su rostro.
Se disculpó con el administrador y condujo al enano hasta una sala de reuniones privada. El hombrecillo pasó por delante de los impacientes consejeros y eunucos con porte arrogante y siguió al emperador hasta la sala.
Fueron varias la ocasiones en que presencié esa misma escena en el curso las primeras semanas y, aunque la efusividad del emperador menguó a medida que se acostumbraba a tener al enano siempre al lado, la alegría que mostraba su rostro cada vez que aparecía nunca disminuyó. Mas no puedo decir lo mismo de los demás moradores de la corte. Los eunucos y cortesanos odiaban al hombrecillo, sentimiento que era recíproco, pues en las ocasiones en que Máximo no se mostraba totalmente indiferente blasfemaba contra ellos entre dientes y se abría camino a codazos si intentaban impedirle el paso, aun cuando el propósito de los cortesanos fuera únicamente anunciar su llegada. Hasta yo, para vergüenza mía, llegué a despreciarle, pues su grosería no conocía límites. Se diría que únicamente abrigaba sentimientos humanos hacia Juliano. El día que Oribasio llegó de la Galia, me lo llevé a un lado para interrogarle sobre ese extraño personaje del que nadie en palacio parecía saber nada, y hasta el voluble asclepiano tardó en decidirse a hablar con libertad.
—Lo evito como a la peste —me comentó—. Ese tipo me produce indigestión.
—Pero está claro que Juliano ve algo en él —objeté—. ¿De qué se conocen?
—Es un viejo maestro de Juliano. Es pagano, pero no es tan acomodadizo como yo. Se toma muy en serio el culto a los antiguos dioses, hasta el punto, me atrevería a decir, de llegar a matar por ello. Ha realizado increíbles proezas mágicas, como resucitar a los muertos, hacer que objetos inanimados se movieran o producir sonidos y olores escalofriantes de la nada. Se rumorea que domina ciertas técnicas de magia negra, envenenamientos y cosas así, aunque yo creo que esos rumores son producto de los perversos eunucos, que a buen seguro también cotillean sobre mí. Sea como fuere, varios hombres que le contrariaron en el pasado han fallecido en circunstancias misteriosas.
—¿Circunstancias misteriosas? —repetí con escepticismo—. Oribasio, eres un médico competente, como yo. Las «circunstancias misteriosas» no existen.
—Es cierto —convino—. No obstante, algunas personas fallecieron por causas sorprendentes, gente cuya muerte él no lamentó. Recuerdo que años atrás uno de sus rivales en el instituto de Éfeso murió de cólera…
—Eso no es ningún misterio —le interrumpí—. Miles de personas mueren de cólera durante las epidemias.
—En aquel momento no había ninguna epidemia. —Oribasio dejó escapar un suspiro—. Su caso fue el único ese año. Tienes que reconocer que es muy extraño. Un obispo que le reprendió sufrió una embolia y quedó paralizado, a pesar de que solo tenía treinta y cinco años. Sufrió enormemente durante muchos días antes de morir de pura inanición porque no podía comer. Podría citarte otros casos, pero ya has podido hacerte una idea.
—Cuentos de viejas —me burlé—. Le llames como le llames, hierofante, hechicero, taumaturgo, invocador de dioses, no es más que un prestidigitador. Es terrible que Juliano se crea esas tonterías.
—No le subestimes, Cesáreo —dijo Oribasio con cautela—. Tal vez pienses que Máximo es un charlatán, pero esa palabra no es tan fácil de definir. Él se califica de «teúrgo», obrero de lo divino. Cuando realiza sus «milagros», utiliza todas las leyes conocidas por la ciencia y por los dioses, químicas, físicas y ópticas, para conseguir los efectos que desea obtener. Puesto que los dioses hicieron los espejos, o por lo menos crearon hombres que hicieran espejos, él y los de su clase no ven contradicción alguna en utilizarlos como accesorios para lograr el efecto teúrgico deseado. Diantre, los espejos no son nada. A veces utiliza cosas que no son fáciles de explicar y convence a sus seguidores de que es obra de los dioses. ¿Por qué salen chispas cuando frotamos determinadas telas con lana? ¿Por qué la piedra imán hace que el hierro cruce el aire atraído por ella? ¿Cómo es posible que materiales humildes como el salitre y el carbón, al mezclarlos, produzcan truenos y relámpagos? Nadie puede explicar esas cosas. La gente cree que son mágicas, y cuando Máximo las utiliza en sus técnicas le califican de mago. Pensarás que es un impostor, pero dado que emplea materiales que facilita la naturaleza, de hecho los propios dioses, él no ve sus trucos y manipulaciones como una impostura. Y lo convertirás en tu enemigo si le juzgas como tal. Cuando Máximo está cerca prefiero mantener la boca cerrada.
Con todo, cuanto más pensaba en la historia de Máximo y su conducta grosera, y en el hecho de que su presencia desagradara a todo el personal de palacio, más me inquietaba el tema. Finalmente, decidí sacarlo a relucir a la primera oportunidad. Una noche, a los pocos días de mi conversación con Oribasio, me hallaba estudiando con Juliano en su pequeño despacho cuando, inopinadamente, levantó la vista de su trabajo, se frotó los ojos y enderezó la espalda, como si fuera a desperezarse. Miró absorto a su alrededor, como si buscara algo que le distrajera un rato de sus meditaciones, y aproveché la ocasión.
—Juliano —dije—, voy a hablarte como un amigo que solo piensa en tus intereses y te ruego no te ofendas.
Juliano sonrió.
—¿Desde cuándo tienes pelos en la lengua conmigo? A veces semejas la voz de mi conciencia, Cesáreo, pero no quiero que cambies. Por favor, habla.
Vacilé.
—Tu amigo Máximo es… un tipo inusual. Ha ofendido a algunos empleados de palacio y se ha ganado la antipatía de los eunucos. ¿Tan importante es que necesita el acceso totalmente libre al palacio y a ti?
Juliano me miró con cautela durante un largo instante, como si quisiera adivinar mis intenciones. Luego se levantó despacio, cruzó la estancia y cerró la puerta. El miedo se apoderó de mí, el mismo miedo que uno siente cuando alguien se dispone a informarle de la muerte de un amigo, y de hecho el Juliano que yo conocía, ese día, en cierto modo, murió. Volvió a su asiento, recuperó la mirada penetrante y suspiró.
—Cesáreo —dijo—, no todo lo que hace un emperador es de dominio público. Toda mi niñez, por ejemplo, transcurrió de forma muy discreta pese al hecho de estar estrechamente emparentado con el emperador y ser sobrino del propio Constantino. Pasé muchos años apartado, entre el destierro y la aceptación, nunca por razones personales sino por los vientos políticos que corrían. Mi tutor Mardonio y yo nos mudamos varias veces, entre Constantinopla, Nicomedia y mi remota propiedad en Macelo.
—Juliano —le interrumpí—, tus movimientos y tu dedicación al estudio son de todos conocidos. No tienes por qué explicarlos.
—No importa —dijo—. Pero los acontecimientos que vienen a continuación no los conoces. Cuando tenía veinte años Constancio me envió a la academia de Nicomedia para alejarme de las distracciones de Constantinopla. Pronto aprendí cuanto era posible de los maestros de Nicomedia y rogué al emperador que me permitiera viajar más lejos, ampliar mis horizontes. Finalmente cedió con la condición de que me siguiera acompañando Mardonio, que tenía órdenes de enviarle informes periódicamente.
»Durante mis viajes decidí visitar Pérgamo, pues había oído hablar de su célebre centro de estudios asclepianos y yo estaba pensando en investigar las artes curativas. No arrugues la frente de ese modo, Cesáreo. Sé qué piensas de los asclepianos y, en cualquier caso, al final no me incliné por esos estudios. Dentro de poco tendrás muchas más razones para arrugar la frente, o algo peor.
»En Pérgamo me adherí al místico Edesio. Edesio estaba mayor y para entonces le flaqueaban las fuerzas, pero había creado un círculo de discípulos vigorosos, entre los que se encontraban Eusebio y nuestro amigo Máximo. Cesáreo, la primera vez que asistí a una reunión de Edesio confieso que no fui capaz de marcharme. Tal y como les ocurre a aquellos a quienes muerde la “serpiente sedienta” en la leyenda, yo ansiaba devorar toda la sabiduría que ese hombre tenía que ofrecer. Edesio, sin embargo, no me lo permitió. Dijo que, dada su debilidad, se veía incapaz de hacer justicia a mi sed de conocimientos y me aconsejó que recurriera a sus discípulos para encontrar la respuesta a mis preguntas. Puede que, por otro lado, temiera las consecuencias en el caso de que Constancio se enterara de mi creciente interés por el misticismo. El anciano, con todo, me prometió lo siguiente: “Una vez admitido en sus misterios, te elevarás por encima de tu naturaleza física, de la naturaleza humana, para unirte a los espíritus”. ¿Cómo podía resistirme a eso? ¿Habrías podido resistirte tú si hubieras estado en mi lugar, Cesáreo?
»Así pues, a petición del anciano, emprendí mis estudios con Eusebio, pues Máximo se había marchado a Éfeso. Trabajé con ahínco, aunque me desagradaba el hecho de que hubiera acabado con Eusebio debido meramente a las circunstancias, no a que fuera el maestro idóneo. Descubrí que existían notables diferencias entre unos discípulos y otros. Máximo, por ejemplo, estudiaba las ciencias ocultas y la teúrgia, mientras que Eusebio veía tales prácticas como obra de charlatanes, prestidigitadores y dementes que se habían descarriado en el ejercicio de ciertos poderes oscuros. Ambos eran alumnos del viejo Edesio pero tenían una mala opinión de los trabajos del otro. Pregunté a Eusebio sobre las discrepancias entre sus respectivas creencias.
»“Máximo es el discípulo más veterano y brillante de Edesio”, contestó. “Dada su posición con respecto el anciano, y su abrumadora elocuencia, cree que está por encima de todas las pruebas racionales sobre estos temas. Te daré un ejemplo. Hace un tiempo”, prosiguió Eusebio, “Máximo invitó a algunos de nosotros al templo de Hécate, diosa de la luna y la brujería, patrona de puertas y encrucijadas, que se deleita con el sacrificio de canes. El templo estaba abandonado y prácticamente en ruinas, y los ladrones se habían llevado todo su contenido salvo la enorme estatua de Hécate. Una vez allí, Máximo alardeó de ser uno de los pocos elegidos de la diosa y de que ella lo veía superior a los hombres corrientes. Mientras hablaba, quemó un poco de incienso y recitó una oración en su propio honor. Entonces, Juliano, sucedió, todos lo vimos. La enorme estatua empezó a sonreír hasta que acabó riendo sonoramente. Nos alarmamos, pero Máximo nos aseguró que controlaba por completo la situación y que, para demostrarlo, solicitaría más luz a fin de que no tembláramos en la penumbra. Elevando la voz pidió a Hécate que proporcionara más luz y en ese momento las antorchas que la diosa sostenía en las manos se encendieron y nos envolvieron en una luz intensa y trémula. Nos quedamos sin habla, tanto por el poder de Máximo como por su dominio de esas artes oscuras, y abandonamos el templo presas del pánico. Lo que voy a decirte es confidencial, Juliano, porque se lo oí decir a mi viejo maestro sin que él lo supiera: no te acerques a Máximo”».
—Eusebio tenía buenas razones para desconfiar de las obras de ese hombre —le interrumpí—. Está claro que Máximo es un charlatán como los que has descrito. He ahí la naturaleza de los teúrgos, Juliano. Fingen que son capaces de controlar el orden de la naturaleza, determinar el futuro, dominar la lealtad de los demonios inferiores, conversar con los dioses, liberar el alma de sus ataduras físicas, pero son unos impostores que abusan de tu credulidad. El viejo truco de la diosa que habla se utiliza desde hace siglos para sacar donativos a los ingenuos. No es nada que no pueda simularse con un tubo de cobre y un embudo.
Mi escepticismo ofendió a Juliano.
—Máximo —declaró— me ha conducido a la Verdadera Fe.
Le miré atónito.
—¿Cómo es eso posible, Juliano? —inquirí—. Máximo no es cristiano y tú ya estabas versado en el cristianismo mucho antes de que os conocierais.
—He dicho que me ha conducido a la Verdadera Fe —repitió, lenta y categóricamente, clavando en mí una mirada de acero—. No he dicho nada de cristianismo.
Su expresión era grave y guardó silencio, a la espera de mi reacción. Me di cuenta del abismo que se abría a mis pies y volví el rostro. Estaba espantado, sentimiento que se intensificó a medida que transcurría la noche y Juliano me narraba, impasible, su iniciación a los misterios de Máximo.
—Fui a Éfeso y pasé allí un año —continuó— siguiendo un curso regular de teúrgia y adivinación. Como es natural, todavía rezaba en las iglesias cristianas y entre mis mejores amigos había muchos cristianos piadosos. No podía ser de otro modo, ya que los espías de Constancio me observaban desde todas direcciones. Aun así, encontré el tiempo y la ocasión de reunirme en secreto con Máximo y sus seguidores, que al final me iniciaron oficialmente en los misterios teúrgicos. Estás pálido, Cesáreo. —Sonrió con esa mezcla de maldad y placer que vi en una ocasión en un verdugo mientras respondía a las tristes preguntas sobre el procedimiento que su víctima le hizo antes de ser ejecutada—. ¿Has oído lo bastante para satisfacer tu curiosidad o quieres que te cuente más?
Le miré boquiabierto e incliné la cabeza en silencio, gesto que él interpretó como que consentía en oír el resto de su relato.
—No me está permitido hablarte de los misterios sagrados. Los secretos de Mitra han permanecido guardados durante siglos y estoy obligado, por mis votos, a no desvelarlos. La iniciación es un proceso largo y terrible, sujeto a muchas pruebas, si bien la mía, dadas las circunstancias, fue rápida y comprimida. Máximo me inició en una ceremonia privada, separado de todos sus demás discípulos, lo cual me hizo sentir sumamente honrado y halagado. Una noche de luna llena, bajó conmigo a un santuario subterráneo, un agujero donde moraban espíritus de tal naturaleza que necesitaban una oscuridad completa y la humedad subterránea para crecer. Caminamos lentamente por el túnel de piedra, un lugar frío que rezumaba humedad y olía a moho y muerte, iluminado únicamente por alguna que otra antorcha, y allí, Cesáreo, me enfrenté a horrores que nunca había imaginado, horrores que se hacían más intensos a medida que mi miedo crecía. Gritos sobrecogedores procedentes de recodos vacíos, exhalaciones repugnantes que salían de grietas abiertas en el suelo, apariciones feroces, ¡prodigios que no puedes imaginar!
Yo permanecía clavado a mi silla, hermano, estupefacto ante lo que Juliano me estaba contando.
—Me detuve varias veces y Máximo tuvo que devolverme el coraje, y seguimos adelante hasta que los demonios empezaron a fortalecerse haciendo flotar objetos en el aire e incluso lanzándomelos. Me enfrenté a ellos y recularon siseando como serpientes, y mi valor aumentó. No podía ahuyentarlos del todo; a medida que me adentraba en la cueva regresaban con más rapidez y violencia, pero había vencido a su poder.
—¡Naturalmente! —exclamé, levantándome con aire triunfal—. ¿Cómo no ibas a vencer teniendo a Cristo de tu lado?
—¡Siéntate! —me ordenó Juliano, y callé al instante, sobresaltado por su vehemencia. Me miró enfurecido y prosiguió—. Llegamos al final del túnel, una pequeña cámara abierta en la sólida roca, como una especie de tumba. En la pared del fondo aparecía tallado un nicho estrecho en el que descansaba un objeto blanco alargado. Máximo ordenó que se encendiera una antorcha y se hizo la luz, así, sin más. Entonces advertí que el objeto era una mujer joven, envuelta en ropajes fúnebres y tumbada como si estuviera muerta. Me dije que de ahí debía de venir el olor a putrefacción que se había hecho más intenso a medida que nos adentrábamos en el túnel.
»Máximo señaló a la mujer y le dio una orden en una lengua extraña y antigua. Ella se levantó lentamente y caminó en silencio hasta el centro de la cámara, ligera y etérea, como si flotara sobre un cojín de aire. Era la criatura más hermosa que había visto en mi vida, con el cabello trenzado a la antigua usanza y el rostro cubierto por un ligero velo. Tenía los ojos abiertos y me miraba. En las manos sostenía un bulto, la cornucopia, que me tendió mientras avanzaba hacia mí, caminando sobre el suelo pero sin hacer ruido, incorpórea como el aire, como un sueño fugaz. Justo cuando iba a alcanzarme, la antorcha se apagó y la mujer desapareció de mi vista, para mi pesar, pues para entonces ya no estaba asustado, sino hechizado, y ansiaba acariciarla.
»Huelga decir, Cesáreo, que se trata de la misma visión que tuve aquellas noches en la Galia, pero esta era la primera vez que se presentaba ante mí. La mujer, el espíritu guardián de Roma, se me ha aparecido muchas veces desde entonces, de forma visible e… invisible. Aunque nunca la toco, hablo con ella y es gran fuente de consuelo para mí.
Esa noche, salí del despacho de Juliano sobrecogido, tratando de concentrarme en lo que acababa de contarme y sus implicaciones. Desde hacía treinta y cinco años el Imperio era cristiano o, cuando menos, estaba gobernado por emperadores cristianos. Durante ese tiempo el cristianismo había experimentado un extraordinario incremento en el número de seguidores y de iglesias dedicadas al culto a Cristo, muchas veces como resultado de la reconversión de templos de dioses paganos, lugares donde se celebraban horribles sacrificios orgiásticos. ¡Cristo estaba ganando la mayor batalla de la historia para obtener almas! ¿Pretendía Juliano desbaratar esa victoria antes de que tuviera lugar? No daba crédito a la ligereza y la facilidad con que había renunciado a sus convicciones cristianas, y aún menos a que lo hubiera hecho tantos años atrás y mantenido en secreto ante tanta gente, o sea, ante todos, hasta que finalmente había sido proclamado emperador de todas las tierras de Roma y ahora estaba a salvo para profesar la fe que deseara.