V

Juliano recorrió triunfante las calles de Constantinopla a lomos de un semental blanco, guarnecido para la supuesta entrada victoriosa de Constancio. Pasó frente a las magníficas iglesias de Santa Sofía y Santa Irene, la célebre biblioteca conocida como Galería Real, que contempló con anhelo, los soportales de los joyeros, los baños de Zeuxipo, situados entre el palacio Imperial y el Hipódromo, y la calle Mayor. Realizó el trayecto precedido por un millar de sacerdotes y obispos que, vestidos con sus mejores galas, entonaban un himno solemne mientras rociaban a las multitudes en genuflexión con ramas de coníferas empapadas de agua sagrada. La calle, adornada con miles de guirnaldas y estandartes de seda, hervía de gente. Hasta los adoquines aparecían cubiertos de pétalos. Los niños lanzaban flores a Juliano y gritaban su nombre, y las mujeres chillaban al verle y tendían la mano para tocar su pie o la cola trenzada del caballo. El remanente de los trece mil galos que no le habían abandonado en el paso montañoso tres semanas antes desfilaban detrás de él, en orgullosa formación con armaduras de bronce y cuero nuevas y relucientes, festejando las tradicionales cinco libras de plata con que les había obsequiado el flamante augusto y disfrutando de su nueva condición de guardia personal.

En cada uno de los grandes foros por los que pasábamos —Arcadio, Amastriano, Amor Fraternal—, los prefectos de cada distrito de la ciudad se acercaban con la cabeza inclinada, tomaban las manos de Juliano para rendirle homenaje y le ofrecían palabras y obsequios de bienvenida. En el mercado de bueyes el nuevo emperador se inclinó para recoger a un niño de unos cinco años que había corrido hasta su caballo agitando una mano. Tras colocarlo en su regazo, Juliano y el muchacho avanzaron envueltos por el clamor atronador de los espectadores. Me dije que el niño debía de tener aproximadamente la misma edad que habría tenido el hijo de Juliano, quien, de haber estado vivo, habría montado exactamente en esa misma postura, sobre las piernas de su padre, como heredero del trono de todo el Imperio. Cuando por fin llegó a la inmensa plaza de Constantino, estalló una fanfarria de cuernos, la milicia de la ciudad marchó con paso preciso y el emperador Juliano augusto saludó a Constantinopla, la primera ciudad del Imperio de Oriente.

La fama de sus victorias en la Galia y la audaz ruptura con su mentor lo habían hecho célebre entre la población, liberada de la amenaza de una guerra civil que podría haber destruido la unidad del Imperio. La capital era un torbellino de alegría y buenos deseos pese a los funerales que se estaban celebrando simultáneamente por el difunto emperador, que el propio Juliano presidió en calidad de familiar más cercano y en los que consiguió incluso derramar alguna lágrima y ofrecer así una imagen razonable de dolor. Al parecer, Constancio había sufrido un inoportuno acceso de fiebre en Tarso, lugar donde nació el apóstol Pablo, y falleció poco después, a los cuarenta y cuatro años de edad y tras veinticuatro de reinado. La primera medida importante que tomó Juliano fue asignar una generosa pensión a la desconsolada viuda, Faustina, que había estado casada con Constancio apenas unos meses y, contra toda probabilidad y, supuestamente, sin ayuda de intermediarios salvo los santos, había conseguido quedar embarazada de su marido. La niña nació a principios del año siguiente.

Su segunda medida fue ordenar la liberación de Salustio, que se hallaba en una prisión de Milán a la espera de su ejecución, y su ascenso a magistrado supremo del tribunal destinado a juzgar crímenes políticos bajo la administración de Constancio.

Cuando entró en el palacio Imperial por primera vez como emperador, contempló el esplendor de los mármoles y mosaicos, la riqueza de los tapices, la abrumadora opulencia de cuanto le rodeaba, y enseguida ordenó que le despejaran una pequeña despensa situada junto a las enormes cocinas, donde montaría su sencillo despacho. La miríada de eunucos no daban crédito a semejante desaliño, pero Juliano se salió con la suya. Esa noche, cuando me senté en una butaca de su despacho con algunos textos médicos, mordisqueando un trozo de pan que había robado de la cocina, se reclinó en su silla dura y contempló el pequeño espacio con la misma satisfacción que si se tratara de la sala del trono del mismísimo rey Sapor.

—Cesáreo —dijo para mi consternación—, ¿todavía dudas de la importancia de tu caída en el fango?