IV

Desde lo alto del paso de Soucis, que Juliano visitaba a caballo cada dos o tres días para comprobar el emplazamiento de sus soldados y el progreso de las fortificaciones, se obtenía una visión amplia de los preparativos que llevaba a cabo el enemigo al pie del valle. Constancio, lógicamente, no estaba. Según los despachos de los mensajeros que nuestros exploradores habían capturado, todavía se hallaba en su pausado regreso a casa después de que Sapor, el poderoso Rey de Reyes, hubiera renunciado a atacar los territorios romanos. El persa justificó el abandono de su campaña alegando que los augurios eran desfavorables. Aunque no se había derramado ni una gota de sangre ni perdido ni ganado una sola pulgada de suelo, Constancio había declarado una gran victoria y ahora se hallaba camino de Constantinopla en una procesión triunfal. Desde la comodidad de su ciudad imperial tenía previsto desplegar todas sus indemnes legiones del este para aplastar definitivamente al advenedizo de la Galia, que tanto le había decepcionado.

Corría el rumor de que Constancio todavía se hallaba en Antioquía cuando el valle comenzó inopinadamente a bullir de frenética actividad. En cuestión de días, un numeroso contingente de las legiones permanentes del emperador en Tracia al mando del conde Marciano penetró tranquilamente en el nacimiento del valle y trepó hasta media ladera. Acamparon en la orilla de un riachuelo, instalaron centinelas cuyos gritos casi podíamos oír desde nuestros puestos avanzados y procedieron a cortar metódicamente los árboles circundantes para construir fortificaciones a fin de impedir que les invadiéramos por sorpresa antes de que pudieran conseguir más refuerzos. Esa posibilidad era, desde luego, ridícula, pues los miembros de ese contingente superaban con creces el número de soldados que nosotros podíamos destinar a un ataque sorpresa. Lo único que veía de positivo en esos preparativos era que el enemigo, al parecer, nos creía mucho más poderosos de lo que en realidad éramos y consideraba la reputación de Juliano mucho más formidable de lo que en realidad era. Por consiguiente, si lográbamos atacar antes de que llegaran refuerzos enemigos, sus injustificados miedos podrían jugar a nuestro favor.

Sin embargo Juliano, por primera vez en años, estaba paralizado por la indecisión. No; indecisión no, pues ¿qué opciones tenía entre las que decidir? El resultado, empero, era el mismo: inacción, interminables e infructuosas reuniones con sus consejeros militares y noches enteras paseándose por el despacho y el campamento. La posibilidad de recibir refuerzos estaba descartada. Habían llegado rumores de que Jovino se hallaba atrapado en el norte de Italia, en medio de varias rebeliones locales, y hacía lo posible por impedir el levantamiento de toda la región. Era evidente que Juliano estaba sufriendo, aunque yo, por si servía de algo, había hecho las paces con él después de nuestra disputa. No era buen momento para enzarzarse en riñas personales, y por lo menos mi conciencia está tranquila a ese respecto.

Dos semanas después de la llegada de los soldados de Marciano al valle, advertimos que la actividad aumentaba.

Hasta nuestras trincheras llegaron, inopinadamente, gritos de boyeros y chasquidos de látigos que inundaron nuestros oídos, y los centinelas treparon a lo alto de unas rocas salientes para ver qué sucedía en el valle. En la distancia al principio, más visibles después, asomaron manadas de bueyes que, uncidos en grupos de doce y veinticuatro, tiraban de grandes carros con ruedas de la altura de un hombre, llenos de pertrechos y víveres que no podíamos ver porque estaban tapados con pesadas lonas. Tres días estuvieron las bestias subiendo por el rocoso y empinado paso con los quejosos carros y su pesada carga, seguidos de dos legiones de infantería ligera, los lancearii, con sus largas armas rematadas en bronce, y los mattiarii, armados con sus pequeñas jabalinas. Era la vanguardia del ejército imperial del este, al mando de un general llamado Arbecio, que se había personado en el oeste para apoyar a las tropas tracias de Constancio. Arbecio acababa de llegar, justo a tiempo para que los artefactos de asedio que Marciano había encargado semanas atrás le bloquearan el paso por el angosto camino.

Las máquinas eran descomunales y estaban astutamente diseñadas para derribar o atravesar las endebles fortalezas de rocas que nuestros soldados se estaban apresurando a apilar antes de la llegada de las primeras nieves. Entre otros artefactos, había gigantescas ballistarii para arrojar grandes piedras a nuestros soldados mientras trabajaban, y catapultas equipadas con enormes saetas de hierro, todos destinados a debilitar nuestras defensas e impedir que reforzáramos nuestras fortificaciones. ¿Por qué, quizá te preguntes, no construimos nuestras propias máquinas y lanzamos una lluvia destructiva a nuestros agresores desde las alturas, teniendo la gravedad como aliada, para impedir que establecieran una base tan próxima a nuestras líneas? No sé a quién culpar, hermano, pero no hay duda de que fue un descuido por nuestra parte, pues en nuestro lado del paso, a lo largo de muchas decenas de millas, no crecían árboles lo suficientemente recios para soportar la enorme presión de las palancas y el peso de las piedras, y aún menos para construir los carros sobre los que instalar tales máquinas; tampoco disponíamos de hombres que enviar a los alejados bosques para cortar y trasladar la madera. ¿El descuido? Que Juliano no hubiera previsto semejante falta de material y la hubiera remediado conquistando el terreno del otro extremo del paso, donde los árboles eran más grandes y numerosos, y donde hubiera podido establecer una posición más fácil de defender utilizando las cimas del paso como segunda línea de defensa.

Nuestros soldados observaban atónitos la escena mientras su confianza en la aptitud de su dirigente empezaba a flaquear, aun cuando en el pasado Juliano hubiera salido victorioso de situaciones muy poco halagüeñas. Pero todas nuestras victorias habían sido sobre bárbaros sin formación. Ahora, por primera vez, nos enfrentábamos a un ejército romano, y la diferencia era evidente: el ritmo pausado de los preparativos, la pesada inevitabilidad de sus movimientos, la disciplina, que se reflejaba en las tiendas ordenadas en hileras, la simplicidad e impermeabilidad de las empalizadas de troncos, el toque de corneta que oíamos desde nuestra cima para llamar a los soldados a revista, a cenar, a dormir, a levantarse, a desfilar, a entrenar. Nos enfrentábamos a un ejército romano donde cada hombre valía lo que tres bárbaros juntos, y su lealtad al emperador era inquebrantable.

Es posible que nuestros hombres hubieran aguantado eso, e incluso sobrevivido al invierno, de no haber sido por la carta del enemigo. ¿Hasta qué punto este triste relato se debió al efecto de una carta? Una carta dirigida no a Juliano, sino a nuestros hombres, y cuyo efecto no tuvo nada que envidiar al del texto que, redactado por Oribasio, excitó a nuestros soldados y sus familias hasta el punto de aclamar a Juliano nuevo emperador. Una vez que se hubo montado la primera ballista, un artilugio enorme provisto de un tirador hecho con pelos de prisioneros persas y unas ruedas pintadas de negro azabache para darle un aire más siniestro, el enemigo apuntó con esmero y efectuó un lanzamiento de prueba contra nuestra guarnición apostada en lo alto del paso. La máquina, en lugar de piedras o bolas de fuego, disparó un arcón de madera con centenares de papiros que reventó al aterrizar en el suelo rocoso de nuestra fortaleza dispersando las hojas en todas direcciones.

Hasta el último de nuestros dos mil soldados destinados en el paso esa semana atrapó una, como es lógico. El papiro contenía la transcripción de un discurso que, semanas antes, Constancio había dirigido a su ejército en el frente del este, y destacaba por su estilo oratorio. En dicho texto el emperador adoptaba la actitud de un padre decepcionado, un padre que había prodigado favores y alabanzas a Juliano, quien le pagaba ese amor con una ingratitud comparable al parricidio. Según el discurso, las acciones de Juliano representaban no solo un ataque a la unidad del Imperio, sino a la vida misma de su mentor. Constancio, por consiguiente, había encomendado a sus soldados la tarea de devolver la cordura a la tierra castigando al ingrato y trastornado joven y llevando a sus seguidores ante la justicia. Todo ello debía realizarse con la ayuda de la Deidad Suprema, que Constancio, consciente de la mezcla de lealtades religiosas del ejército de Juliano, tuvo la astucia de no identificar. En lo que parecía una referencia mordaz a la adoración que sentía Juliano por Homero, el emperador terminaba el discurso con una cita sacada de la Iliada, no de las Escrituras: «Una multitud de gobernantes no conviene; que haya un solo gobernante y un solo rey». Los escribas habían tenido el detalle de describir en algunos pergaminos la reacción de las tropas de Constancio tras el vibrante discurso, reacción que, por supuesto, consistió en una entusiasta ovación análoga a la que había recibido la arenga de Juliano un año antes.

El efecto sobre nuestros soldados no se hizo esperar. Aunque la deserción dentro de un ejército bajo presión es un hecho, la misiva desató una agitación que Juliano fue incapaz de contener. Fue preciso duplicar y luego triplicar la guardia militar que rodeaba el campamento, no para repeler al enemigo, sino para contener a nuestros soldados, hasta que la propia guardia empezó a desertar en tropel. El recinto carcelario que los hombres habían erigido precipitadamente enseguida se llenó, hasta que en un gesto de clemencia todos los acusados de deserción fueron liberados a condición de que no volvieran a intentarlo. Fue inútil. A las dos semanas de llegar la carta, un tercio de nuestros soldados había desaparecido, ya fuera en el frío monte bajo de los alrededores o, lo que era más probable, en las posiciones del enemigo. Nuestro ejército se desmoronaba ante nuestros ojos y el propio Juliano vivía cada vez más expuesto a la traición o el asesinato. A ese paso, Marciano y Arbecio conseguirían derrotarnos como habían hecho con el Rey de Reyes, o sea, sin perder un solo hombre.

Ante la falta de respuesta por parte de Juliano, los romanos del valle se volvieron más audaces. Habían encontrado un objetivo para las ballistae, y ahora se dedicaban a atacarnos al azar, sin avisarnos siquiera con un toque de corneta. Nuestros soldados podían estar tendidos en sus mantas por la noche o mordisqueando desanimadamente un desayuno frío cuando, de repente, un zumbido inundaba el aire, como si estuviera infestado de una bandada de aves gigantes. Docenas de piedras, algunas tan grandes como un cordero, se caían sobre el campamento obligando a los hombres a salir de sus frágiles tiendas y sumergirse en los fosos que habían cavado para esas ocasiones, donde permanecían temblorosos y echando pestes, envueltos en sus propios desechos por miedo a salir y a la espera de la siguiente descarga, que tanto podía llegar a los cinco minutos como al día siguiente. Aunque pocos hombres perdían la vida en esos ataques, la irregularidad con que se producían resultaba, de por sí, agotadora. Era una señal clara, como si no lo supiéramos ya, de que las legiones de Constancio estaban jugando con nosotros, pues sabían que podían aplastarnos cuando quisieran por el simple hecho de ser mucho más numerosas, si bien, a fin de minimizar en lo posible el número de bajas en su bando, preferían aguardar a que nuestras indefendibles líneas de avituallamiento y las deserciones de nuestros soldados hicieran que nos desmoronáramos.

Juliano, no obstante, seguía sin reaccionar. Apenas salía de su tienda y raras veces conversaba con sus generales, pues había poco de qué hablar. Limitaba sus contactos a los amigos más allegados, y cuando yo estaba con él advertía en su semblante una tremenda inquietud, la tensión entre lo improbable de sus esperanzas y lo inevitable de sus temores. En el campo no se apreciaba movimiento alguno por parte de ningún bando, con excepción del constante ir y venir de los soldados romanos del valle, reforzados diariamente con la llegada de miles de legionarios procedentes de la campaña persa. Los soldados seguían lanzando panfletos con la ballista, piedras y proyectiles, y nuestros hombres tenían los nervios desquiciados. Yo estaba seguro de que solo conseguiríamos aguantar unos días más, pues, pese a las deserciones, la comida escaseaba y Juliano tenía a todos los hombres a media ración.

Un día de fría llovizna de mediados de noviembre divisamos a dos jinetes que subían despacio por el paso. Lucían las insignias de embajadores y un pequeño escuadrón de caballería armado los seguía a una distancia respetuosa. Juliano no estaba en el paso ese día, de modo que el capitán de la guarnición, un galo llamado Honorio, esperó hasta que pudieran oírle para ordenarles que se detuvieran, se identificaran y expresaran el motivo de su visita.

Los dos embajadores gritaron que eran los condes Teolaifo y Aligildo, que acababan de llegar de la corte de Constancio y querían ver al césar inmediatamente. Honorio tenía que pensar con rapidez. Había recibido órdenes estrictas de no permitir que ningún enemigo cruzara la línea con el pretexto de entablar negociaciones o consultas para que no vieran lo debilitadas que estaban nuestras defensas, aunque para entonces seguro que el enemigo conocía perfectamente nuestra situación por boca de los desertores interrogados. No obstante, pese a las órdenes, Honorio se dijo que probablemente la prohibición del césar no incluía a los embajadores.

Tras vociferar que permitía pasar a los dos condes pero no a la escolta, los embajadores intercambiaron algunas palabras y, asintiendo con la cabeza, alzaron las manos y avanzaron lentamente hasta nuestras líneas, donde nuestros hombres les agarraron las riendas. La guardia romana permaneció quieta hasta que los embajadores hubieron desaparecido de su vista y luego regresaron a sus posiciones.

Honorio se adelantó a Naissus para informar al césar de la llegada inminente de sus huéspedes y, mientras aquel hablaba, una expresión casi de alivio cruzó el semblante de Juliano.

—De modo que ya está aquí —dijo tras despedir a Honorio para aguardar la llegada de los embajadores—. El ultimátum que estaba esperando. ¿Cómo te va con tus rezos, Cesáreo? Ponte al día en tus confesiones porque puedes tener la certeza de que hoy perecerás en el ataque si me niego a aceptar sus condiciones o te desollarán lentamente cuando comparezcas ante Constancio si me rindo.

Al poco tiempo de haberse marchado Honorio, llegaron Teolaifo y Aligildo. El semblante de ambos era inescrutable, como el de un campesino, y tuve que reconocer que evitaban la arrogante expresión de victoria que sin duda Constancio habría mostrado en similares circunstancias. Juliano se levantó para recibirles y ellos se inclinaron cordialmente, reconociendo todavía la superioridad de su rango.

—Buenos días, amigos —dijo magnánimamente Juliano, aunque con tensión en la voz—. Es una pena que no nos hayamos conocido en circunstancias menos… penosas.

—Al contrario —repuso en un griego impecable el embajador más alto, a quien más tarde identifiqué como el britano Teolaifo. ¿Dónde, me pregunté, había aprendido griego un britano?—. Encontramos las circunstancias muy propicias. De hecho, llevamos dos semanas viajando desde la corte del emperador con toda la rapidez que nos han permitido los caminos postales para venir a verte, y estamos encantados de haberos encontrado a ti y a tus soldados antes de que se haya derramado sangre innecesariamente. Es evidente que una batalla en estas condiciones sería devastadora.

Pese a sus jactanciosas palabras sobre su superioridad militar, no percibí presunción en sus rostros. Tampoco Juliano, y mientras sus ojos viajaban de un embajador a otro el desconcierto se apoderó de él.

—Vayamos al grano —dijo al fin—. ¿Puedo preguntar cuáles son las condiciones de la rendición que me exigís?

Teolaifo y Aligildo intercambiaron una mirada significativa.

—No pedimos tu rendición —respondió el primero con su vibrante voz—, sino tu favor. Salve, Juliano augusto. Constancio ha muerto.