En Sirmio Juliano solamente pasó tres días, pues el tiempo era de vital importancia y la coyuntura estaba de su parte. Hasta ese momento había avanzado con todo su ejército más deprisa de lo que podían avanzar los mensajeros y espías imperiales para informar a Constancio de sus movimientos. Por contra, el emperador, ignorando el ritmo de Juliano, se estaba permitiendo regresar de Siria pausadamente, deteniéndose en todas las ciudades importantes que había en el camino para recibir las ovaciones de sus súbditos.
Juliano se detuvo lo justo para reponer provisiones, celebrar una carrera de carros a fin de premiar a la ciudad por su caluroso recibimiento y afianzar las guarniciones más alejadas. Fortalecido ahora por los soldados de Nevita, reanudó su rápido avance hacia Constantinopla. Siguiendo el Danubio, entró en Mesia, que lindaba por el sur con Tracia. La costa sur de Tracia, a su vez, limitaba con el mar de Mármara, en cuyas orillas descansaba Constantinopla, su destino. Por consiguiente, Juliano ya había cubierto casi la mitad de su viaje sin la pérdida de un solo soldado ni la muerte de un solo ciudadano romano.
El camino que tenía ahora por delante, no obstante, era con mucho el más peligroso, pues la región de Tracia contaba con ciudades fuertemente fortificadas, como Filipópolis y Adrianópolis. Era preciso conquistarlas antes de alcanzar la capital, y Juliano ignoraba cuáles eran los sentimientos de las guarniciones y los habitantes de esas ciudades. Más aun, al igual que una trampa para anguilas con sus afiladas púas apuntando hacia dentro a fin de impedir que la presa huya una vez ha entrado a comerse el cebo, Tracia era una región fácil de penetrar pero casi imposible de abandonar en circunstancias hostiles. Se accedía a ella a través de una vasta cordillera que iba de este a oeste con un único paso por el valle de Soucis. Aunque este representaba una marcha fácil para quienquiera que descendía desde Mesia, que era lo que Juliano y su ejército pensaban hacer, a la hora de abandonarlo por el norte presentaba serios obstáculos aun cuando no hubiera tropas enemigas defendiéndolo. Y de haber una guarnición numerosa allí apostada, la retirada de Tracia sería prácticamente imposible. Recuerda, hermano, que las anguilas son un manjar que hay que desollar y freír cuando aún están vivas y se retuercen temblorosas en la sartén.
Tras explorar personalmente el paso, Juliano llegó a la conclusión de que, dado el reducido número de sus tropas, era una temeridad continuar la marcha sin intentar primero un acuerdo diplomático con las ciudades fortificadas. Ocupó el paso con una guarnición al mando de Nevita y se retiró a la cercana Naissus, ciudad bien abastecida donde él y sus soldados podrían pasar cómodamente algún tiempo.
Ese otoño, las cosas se pusieron feas. Aunque bien atrincherado y provisto en Naissus, los esfuerzos de Juliano por disuadir a las ciudades vecinas de apoyar a su primo fracasaron. Los ancianos apenas necesitaron debatir el tema para decidir en qué bando descansaba su suerte, si en las legiones de Constancio, repuestas de la victoria del este y apoyadas por las arcas y recursos de tres cuartas partes del Imperio Romano, o en la agotada pandilla de hombres de Juliano, que se aferraban débilmente a un remoto paso montañoso en el norte de Tracia. Además, pese al exiguo territorio capturado, nuestro ejército estaba desanimado. Los problemas políticos y militares, tanto locales como de la Galia, eran fuente constante de disgustos, y las comunicaciones con París eran irregulares. Juliano se esforzaba por mostrar su apoyo a la región interesándose por el bienestar de la gente, restaurando acueductos y torres, devolviendo preeminencia a las ciudades y bajando los impuestos en algunas zonas, tal como había hecho con éxito en la Galia, y pasaba incontables horas tratando de poner al pueblo de su lado mediante reuniones y cartas personales a funcionarios influyentes. Con todo, los apretones de mano y las sonrisas vagas de una docena de funcionarios, aunque apreciadas, no son nada comparados con las armaduras y los duros bíceps de una legión romana, y a ese respecto Juliano andaba muy escaso.
Los días se volvieron frescos a principios de noviembre y la nieve ya había empezado a caer en las noches más frías. Juliano recurrió a regañadientes a las polainas de piel galas para poder soportar sus interminables rondas por el campamento. Los hombres se habían adaptado a la rutina invernal y permanecían agazapados a la espera del deshielo de la primavera que les permitiría reanudar la campaña, la crítica marcha hasta Constantinopla. Entretanto, su destino seguiría en manos de los diplomáticos.
Una mañana, Juliano y yo nos encontrábamos observando el campamento mientras despertaba y los hombres salían de las cabañas de troncos que habían construido como un refugio contra el frío más eficaz que las tiendas. Por una vez, hasta el propio Juliano tenía los ojos enrojecidos por el agotamiento, y me maravillaba que todavía tuviera energías para levantarse antes que sus hombres, mucho antes del amanecer. La noche previa había sido una noche de pánico para el ejército.
Nevita y los generales habían tenido una reunión en la humilde cabaña del césar, a la que yo también asistí, y se habían marchado en torno a la medianoche frotándose los ojos y desperezando el cuerpo. Yo me quedé en la cabaña para recoger papeles y otros objetos que había dejado esparcidos y luego me encaminé lentamente hacia la puerta. Juliano estaba fuera, contemplando el cielo, y al pasar por su lado me cogió del brazo. Me detuve, pero él siguió agarrado a mí y advertí que tenía la mirada clavada en un punto lejano, más allá del campamento. Seguí la dirección de su mirada hasta la negra oscuridad de un cosmos inundado de millones de estrellas que brillaban como las chispas de un fuego agitado. A lo lejos, sobre el horizonte del norte, la llameante estela de una estrella fugaz surcaba los cielos en un amplio arco. Me quedé mirándola, paralizado, hasta que desapareció con la misma rapidez que una antorcha arrojada al mar. Juliano estaba muy quieto, apretándome el brazo con fuerza mientras se oían gritos procedentes de los centinelas del campamento que habían visto el fenómeno, y las siluetas de los hombres arrancados de sus catres por el alboroto aparecieron delante de las hogueras. Al fin me soltó y se volvió lentamente hacia mí, casi a regañadientes, con una sonrisa de disculpa.
—Lo siento, Cesáreo —dijo propinándome una amable palmada en el brazo—. Un cometa… no es un buen presagio.
Resté importancia a su observación.
—¿Te refieres al viejo dicho de que los cometas anuncian la muerte de un gobernante? Somos hombres cultivados. Pon tu confianza en Dios, no en las estrellas. Todo irá bien.
Juliano asintió. En el campamento, sin embargo, reinaba la agitación. Los hombres exigieron que Juliano apareciera personalmente ante ellos para asegurarse de que seguía vivo y respiraba. Pasaron cuatro horas paseándose bajo el frío, llamándose unos a otros, doblando y triplicando la vigilancia contra el enemigo invisible y apostando enormes destacamentos alrededor de la cabaña de Juliano para protegerle pese a sus protestas. La superstición de los soldados me repugnaba, su temor producía lástima, su lealtad al césar era una lección de humildad.
Me quedé un rato en la cabaña mientras Juliano tranquilizaba a los hombres y no me marché hasta que se hubo tumbado en su catre para echar un sueño más que necesario. Cuando salí sigilosamente, apenas reparó en mi partida; lo dejé hablando solo mientras se rendía al sueño, algo que hacía cada vez con más frecuencia en situaciones de tensión. Yo tenía mucho en qué pensar cuando finalmente llegué a mis dependencias.
Días más tarde, cuando Juliano se estaba preparando para la ronda matutina, caí de bruces contra el suelo.
En otras circunstancias, un hecho tan nimio apenas merecería un comentario, y aún menos a ti, hermano, que sabes lo privado que puedo estar a veces de gracia física. Yo acababa de tratar a Juliano de algo sin importancia, un tirón muscular que le causaba molestias, y luego le había acompañado hasta su caballo para que iniciara la ronda del campamento. Al darle la mano para ayudarle a montar mi pie resbaló en el fango helado, y aunque él logró enderezarse y subir al caballo, yo perdí el equilibrio y caí de bruces contra el suelo. Cuando me levanté y procedí a sacudirme el barro de la cara y la túnica, me sorprendió no oír ningún comentario de Juliano, ya fuera una disculpa, una carcajada o una reprimenda a mi torpeza, cosas que no me habría extrañado escuchar de sus labios.
En lugar de eso, cuando me hube retirado el barro de los ojos lo descubrí muy quieto sobre su inquieto caballo, mirándome con los ojos desorbitados.
—Es una señal —dijo al fin, incapaz de desviar la mirada de mí—. El hombre que me alzó a mi elevada posición ha caído.
Tardé unos instantes en comprender qué había dicho, y que interpretaba mi caída como una premonición sobre el sino de Constancio. Le miré enojado.
—En primer lugar, una palabra amable sería de agradecer —repuse, olvidando mi costumbre de hablarle deferentemente en público—. En segundo lugar, me ofende tu inferencia. Yo no soy ningún auspicio, como un pedazo de entraña extraída de una cabra muerta, y los cristianos no creen en esas necias supersticiones.
Continuó mirándome antes de menear la cabeza, como si quisiera sacudirse sus pensamientos.
—Cesáreo —dijo—, hablemos. Toma un caballo del establo y acompáñame.
Su gravedad me desconcertó, y el mozo que sujetaba el corcel de Juliano partió al instante en busca de otro animal. Monté sin ayuda ni dificultad, y enfilamos un camino paralelo a la parte interior de las murallas de la ciudad que iba a llevarnos hasta el terreno abierto donde estaban acampados los soldados de la guarnición.
Juliano paseaba con actitud pensativa.
—Cesáreo, antes he querido ponerte sobre aviso, pero no he podido por falta de tiempo y también de voluntad. Tu último comentario, sin embargo, no me deja otra elección que plantearte el espinoso asunto.
—Hace casi seis años que soy tu consejero —dije—. Nada de lo que puedas decir podría sorprenderme.
—Creo que esto te sorprenderá. Los hombres no se han recuperado del temor que les ha provocado la visión del cometa. Me han pedido que dirija para ellos una hecatombe.
La cremación de una ofrenda. Cantar al dios de la guerra, leer entrañas y devorar carne sanguinolenta. Sorprendido no era la palabra. Estaba horrorizado.
—Y tú, naturalmente, te has negado, como buen cristiano…
Me miró sin abandonar el trote.
—No. Cesáreo, solo tengo trece mil hombres. Jovino se enfrenta a una rebelión a mis espaldas y yo veo a cien mil veteranos romanos acercándose desde el frente. No es momento de enredar a mis hombres en una riña religiosa.
—¡Una riña! —espeté—. ¡Estás hablando de la quema de ofrendas a ídolos paganos!
Juliano interrumpió suavemente mis palabras escandalizadas.
—Este es un ejército romano, no cristiano. Primero combatiremos. Después, determinaremos la orientación religiosa del ejército, si la hay.
—Yo diría que, como general cristiano, deberías hacer lo segundo a fin de hacer lo primero.
Suspiró.
—Cesáreo, este ejército es un microcosmos del Imperio. Del mismo modo que el ejército está dividido por la religión, también lo está el mundo, sobre todo desde que Constantino legalizó una nueva fe. La mitad del este es cristianoaria. Yo mismo crecí como ario. ¿Quién soy yo para decidir si ellos o sus adversarios ortodoxos, incluido tú, están viviendo una mentira basándome únicamente en sutilezas semánticas que encuentro incomprensibles? Media África es donatista, un tipo de partido político cristiano que Constancio no ha prohibido porque no es exactamente una doctrina hereje, aunque tampoco es ortodoxa, y solo la otra mitad de África es ortodoxa. ¿Debería el emperador decir a la mitad de los súbditos de ese continente que sus creencias son erróneas y que deberían entregarse a las tendencias asesinas de la otra mitad? ¡Y estamos hablando de cristianos, Cesáreo! Con tales divisiones dentro de la religión dirigente, ¿por qué quieres que genere todavía más tensión yendo en contra también de los paganos, negándoles un sacrificio pacífico? Ya habrá tiempo, cuando sea emperador, ir por ellos y consolidar una religión estatal.
—¿Cuando seas emperador? —repetí—. Con todos mis respetos, Juliano, hablas como si fuera un hecho inevitable. Cualquier hombre que comparara tu situación con la de Constancio pensaría que estás perdiendo el tiempo.
Juliano entornó los ojos al tiempo que detenía su caballo.
—Espero que solo estés haciendo de abogado del diablo, amigo, y que no sea esa tu verdadera opinión.
Guardé silencio para meditar mis palabras, consciente ahora de que caminaba por un sendero tan delgado como la hoja de una daga.
—Estoy diciendo —proseguí con cautela— que primero deberías prestar atención a tu alma inmortal, y únicamente después a las opiniones de los demás. No me hagas extenderme sobre lo que es obvio. Ningún hombre es inmortal, ningún hombre puede saber cuándo le llegará la hora, y si ahora fomentas el paganismo entre tus soldados y luego caes en combate…
—Y si no permito ese sacrificio —me interrumpió— todavía podría caer en combate, pero por un golpe por la espalda.
—Exageras. Estos hombres te seguirían hasta el fin del mundo.
—Sobrestimas su lealtad. Hay corrientes entre las tropas de las que no sabes nada, Cesáreo, todo el día encerrado con tus libros.
—¡Yo! ¡Encerrado con mis libros! —exclamé.
—No te veo entrenar con la espada ni beber sopa con los hombres por la mañana.
—No necesito beber caldo de soldado para saber que al fomentar los sacrificios ofenderás a todos los cristianos del ejército, y que cuando seas emperador ofenderás a todos los cristianos del Imperio.
Ante mis francas palabras, Juliano enrojeció e hizo girar su caballo para hacer relinchar al mío y bloquearme el paso. Me miró con dureza.
—Engendraré mucho menos odio —repuso fríamente— «fomentando el paganismo», como dices, permitiendo la adoración inofensiva a Helios y Mitra, que imponiendo el cristianismo y, por tanto, tomando partido en la disputa de la ortodoxia. Si te preocupa que muera, créeme si te digo que esta línea de acción es mucho más prudente. ¿Es que acaso no lo has observado? Los cristianos son mucho más comprensivos con los paganos y los descreídos, a quienes tienen la esperanza de convertir, que con las sectas y herejías dentro del cristianismo. Los paganos son tolerados. A los herejes, en cambio, se les asesina.
—¡Estás loco! —exclamé—. ¿Estás dispuesto a perder tu alma por unos sacrificios primitivos a fin de evitar que algunos descontentos del ejército deserten? Juliano, escúchame, ¡esto es una locura! Estoy al corriente de los panfletos de Oribasio, ¡de toda esa campaña delirante!
—¿Locura? —Abrió los ojos de par en par, atónito—. Eso significa que no crees, ¿verdad? ¡Para ti todo esto es una travesura! Aquí el único loco es Constancio por llevar al Imperio al borde de la ruina en Persia. ¡Eso, amigo mío, es una locura! ¿No te das cuenta de que no he tenido más opción? ¿Es para ti la supervivencia de Roma algo… secundario? —En vista de mi silencio, sus labios esbozaron una sonrisa triste mientras el resto de su cara se mantenía impávida—. Semel insanivimus omnis —recitó.
Todos hemos estado locos alguna vez.
Sin otra palabra, retrocedí con mi caballo y me alejé. Juliano observó con asombro mi brusca partida antes de darme alcance y bloquearme de nuevo el paso.
—¡Cesáreo! —dijo, recuperando el tono autoritario que utilizaba con sus hombres.
Era evidente que mi hosco comportamiento le había ofendido. Para cualquier otro hombre, semejante rudeza con un oficial superior, y para colmo césar, habría sido motivo suficiente de degradación e incluso destitución. En ese momento me traía sin cuidado.
Le miré con calma y aire desafiante. Mi caballo permanecía quieto mientras el de él se removía, deseoso de alejarse. Juliano me observó en silencio, como si estuviera decidiendo qué juicio o castigo aplicarme por mi conducta, sopesando la amistad frente al deber y el protocolo. Por fin habló.
—La hecatombe tendrá lugar, Cesáreo. Y yo seré emperador.
Dicho esto, se alejó al galope. El asunto estaba zanjado.
Esa tarde, me negué a estar presente en la ceremonia. La sola idea me repugnaba, mas no podía proteger mis oídos de las voces de los sacerdotes, sobre todo la del repulsivo arúspice galo Aprúnculo, quien lanzó gritos infernales a los demonios, ni del clamor de los hombres cuando se leyeron los presagios. Más tarde me contaron, para mi incredulidad en aquel tiempo, que el propio Juliano había participado como sacerdote y sacrificado personalmente un buey. El olor a carne asada que flotaba esa tarde sobre el campamento me indignaba y, al mismo tiempo, hacía que mi boca salivara incontrolablemente, lo cual aumentaba mi indignación. Rogué al Señor que el olor se volviera hediondo para mi nariz y pasé el resto del día en el frío y la oscuridad de los bosques circundantes, alejando de mis oídos y fosas nasales la ofensiva ceremonia.