Sobre nuestra marcha, hermano, poco tengo que decir, pues aunque mi unidad y la de Jovino eran los primeros ejércitos hostiles que recorrían los antiguos caminos romanos de los Alpes hasta Italia desde hacía generaciones, no tropezamos con enemigo alguno ni sufrimos las emboscadas y demás impedimentos que habíamos temido, ni siquiera el lanzamiento de una piedra a manos de un niño travieso. Quizá dudes de que la breve descripción que viene a continuación pueda cubrir con suficiente detalle una marcha secreta de casi ochocientas millas por territorio hostil. Con todo, no consigo recordar ningún acontecimiento de los omitidos capaz de hinchar este corto relato con algo sustancial. Los soldados estaban obligados a caminar diariamente veinte millas o más, y la velocidad de avance del ejército y sus tácticas sorpresa crearon el efecto deseado sin necesidad de que asestáramos un solo golpe. El pánico se iba extendiendo alrededor. Días antes de nuestra llegada los exploradores de Constancio ya habían dado la alarma. Las ciudades se vaciaron y las guarniciones se dispersaron o marcharon hacia el sur y el este. El prefecto pretoriano de Italia, el funcionario civil más poderoso de la provincia, huyó antes de la llegada de Jovino llevándose consigo al prefecto de Iliria. La velocidad y la fluidez de nuestra aproximación al Danubio eran asombrosas, casi preocupantes por la ausencia de obstáculos, como si Constancio estuviera reservando sus fuerzas para un ataque masivo a nuestra llegada.
Fluidez y velocidad, digo, salvo en mis obligaciones. Como jefe de los mensajeros, trabajaba día y noche coordinando las misivas y despachos entre Jovino y Nevita, así como todos los pormenores no relacionados con la correspondencia oficial entre los tres ejércitos, como organizar el avance de víveres, resolver problemas administrativos en la Galia y efectuar ascensos y traslados dentro de las legiones, pero en un área en concreto, la más importante, estaba fracasando miserablemente y eso me tenía preocupado. El caso es que durante las largas semanas de marcha no conseguí establecer un solo contacto con Juliano, no recibí una sola orden de él ni logré hacerle llegar un solo informe sobre nuestros progresos. Todos mis mensajeros regresaban a las pocas semanas de su partida, después de mostrarse reacios o incapaces de adentrarse en las profundidades de la Selva Negra, bloqueados en sus esfuerzos por obtener noticias sobre el paradero de Juliano. El bosque es grande, pensé, enorme, pero ¿tanto como para tragarse a un emperador y a tres mil hombres sin dejar rastro?
Al principio atribuí la falta de comunicación con Juliano a la incompetencia de mis mensajeros o a la mía propia por darles instrucciones o incentivos insuficientes. Pero una semana tras otra de silencio por parte de un comandante al final siembra dudas. Nevita estaba escandalizado, horrorizado ante la idea de haber puesto su vida y su prometedora carrera al servicio de la demente empresa de rebelarse contra Constancio con un ejército de diez mil hombres y un jefe devorado por las bestias o las tribus salvajes de la floresta. Cuanto podíamos hacer, le dije, era llegar a Sirmio y aguardarle allí, rezando y esperando lo mejor.
Cuando, doloridos los pies, entramos en Sirmio el día señalado, con las tropas de Jovino todavía a dos semanas de camino, nos sorprendió ver las puertas de la ciudad abiertas de par en par. Desde las murallas y almenas la población nos aclamaba y lanzaba flores a nuestros fatigados soldados. En la entrada nos recibieron soldados galos repuestos y descansados, que nos escoltaron hasta el foro central, donde nos dio la bienvenida un sonriente —¿quién si no?— Juliano, que, por sorprendente que pareciera, había llegado dos días antes, después de dejar atrás a cada uno de mis mensajeros, con sus tres mil jinetes y organizado una fiesta para nosotros. Le miramos boquiabiertos, y apuesto a que la única persona más sorprendida que nosotros era Luciliano, el comandante romano al mando de Panonia antes de nuestra llegada, cuya historia merece una breve digresión para compensar la falta de acontecimientos que relatarte sobre nuestra marcha.
El conde Luciliano, soldado veterano, había combatido valientemente contra los persas y acababa de ascender a su cargo actual. Unos días antes, había recibido una información poco precisa sobre el avance de Juliano, lo cual, debo admitir, fue más de lo que yo pude lograr. Pensando que disponía de varios días o una semana para organizar su defensa y así ganarse el favor de Constancio, esa noche Luciliano se fue a la cama soñando con su próxima victoria. Durmió como un tronco hasta que, al amanecer, lo despertaron inopinadamente la punta de una espada contra la garganta y un montón de hombres de sonrisa perversa alrededor de su cama. Sin que sus gritos de protesta obtuvieran respuesta, lo maniataron, amordazaron, auparon a la primera bestia encontrada en los barracones, que resultó ser un asno, y condujeron como un prisionero por delante de su guardia personal, también amordazada y atada como gallinas, hasta los cuarteles militares situados en el centro de la ciudad. Tras entrar a la fuerza en su despacho, Luciliano encontró a Juliano sentado tranquilamente en su butaca, leyendo a Marco Aurelio.
Al parecer el césar había encontrado un poco de suerte inesperada en su viaje. Dicen que, como tirano, Alejandro Magno no tenía rival; su idea del desayuno era una larga marcha, y de la cena, un desayuno ligero. Juliano solía ser algo más generoso con su desayuno, pues se permitía un vaso entero de agua, de haberla, pero en todo lo demás seguía el ejemplo de Alejandro, obligando a sus soldados y caballos a avanzar por el bosque sin descanso, y por fortuna no habían tropezado con ningún unicornio ni demás criaturas que hubieran podido frenar su progreso. Llegados al Danubio, capturaron suficientes embarcaciones para transportar a todo el ejército por la corriente, que ese otoño era rápida y que ellos aceleraron remando. El esfuerzo sobrehumano de los remeros y una semana de vientos favorables habían trasladado la flota setecientas millas en apenas once días. Tras desembarcar a diecinueve millas de Sirmio, Juliano había aprovechado la noche sin luna para, en dos horas, llegar con sus tropas a la ciudad, reducir sigilosamente a los guardias antes de que estos supieran siquiera que estaban siendo atacados y capturar al comandante.
Luciliano estuvo a punto de morir del susto, pero al reconocer al césar, que vestía la púrpura imperial y le había prometido clemencia a cambio de que le jurara lealtad, decidió aceptar la situación y hasta intentó mostrar su gratitud por el indulto ofreciendo un consejo oportuno.
—Es una imprudencia, emperador, invadir territorio ajeno con tan pocos hombres —dijo con cautela.
Juliano esbozó una sonrisa ácida.
—Guarda tus sabias palabras para Constancio, soldado. Puedes besar la púrpura imperial no porque necesite tu consejo, sino para calmar tus nervios.
Luciliano así lo hizo. Se apresuró a jurar fidelidad al nuevo emperador y recibió un puesto de mando en las legiones de Juliano.