I

Qué cosa tan espantosa, hermano, es una guerra civil. La paz reina en tus dominios, el enemigo ha sido sometido en todas las fronteras, el ejército está reparando fortalezas y drenando pantanos para hacerlos cultivables, el emperador está satisfecho y la Iglesia se está expandiendo, cuando de repente, en cuestión de una semana, de un solo golpe, por una orden imprudente, todo se viene abajo. La vida de uno se trastorna, el Imperio está al borde del cisma y la muerte todo lo invade. Una semana de la que un día concreto fue el momento decisivo, aunque me resultaría difícil determinar exactamente qué día, pues todo se me aparece borroso; y dentro de ese día una hora, un minuto, un segundo. Antes del cual, de no haberse dado la fatídica orden, todo habría permanecido como estaba; después del cual todo se pierde, o se gana, según cuál sea tu bando, y dentro de ese bando, según seas un general con una finca en Panonia a la que puedes retirarte en paz o un soldado de infantería cubierto de barro, en cuyo caso poco importa en qué bando luches pues el resultado final será el mismo, y la jubilación, la esposa bárbara de recios brazos y los dos acres de tierra para un huerto a cambio de los veinte años de servicio serán tan imposibles de conseguir como el vuelo de Ícaro al sol. Solo se precisa una semana, hermano, para que Dios cree el universo, para que la guerra civil estalle, para que una parcela de judías brote en verano. Solo se precisa un día para ver las luchas de gladiadores en el circo, para que nazca un niño. Una hora para asistir a una misa o para que ese mismo niño muera. Un minuto para contar un chiste, para decir una oración, para pedir perdón, para pronunciar una traición. Un segundo para que una abeja pique, para que un arquero pierda una flecha, para que un asesino —o un emperador— termine con una vida. Mas es imposible predecir esa insignificante fracción de tiempo o detener su inexorable progreso y, pese a las buenas intenciones, lo que Dios ha decretado se manifiesta, y la abeja pica, y la guerra estalla.

Al igual que el divinizado Julio cuatrocientos años atrás, Juliano había cruzado su Rubicón pero, mientras que el primero sabía lo que hacía, no puede decirse lo mismo del segundo. Pues aunque los galos le nombraron salvador de su nación, y de hecho del Imperio, lo hicieron porque casi ninguno de ellos se había alejado en toda su vida más de veinte millas de París y no podían imaginar un imperio mucho más vasto que su nación. Pocos eran los rayos de sol en el horizonte; la visión de Juliano estaba cubierta de nubes. Es cierto que podía jactarse de haber creado un ejército de primera en los últimos cinco años, pero también lo había hecho Constancio a lo largo de su reinado y sus soldados cuadriplicaban en número a los de la Galia, y el emperador contaba con el apoyo de Roma y Constantinopla y todas las ciudades poderosas del este. Aunque el pueblo y los soldados galos no podían ver más allá de su existencia cotidiana, Juliano y sus asesores sí podían, y nuestras perspectivas no eran prometedoras.

A falta de una estrategia mejor, Juliano optó por intentar ganar tiempo para solidificar su base local en tanto que templaba a Constancio e incluso le disuadía de su ira. Así pues, entró en negociaciones directas con él, explicándole en una respetuosa carta cómo se había producido su aclamación como augusto y dejando claro su deseo de llegar a un entendimiento. Dedicamos varios días a buscar y limar las palabras de la misiva para dar con un tono que no fuera tímido pero tampoco arrogante, reconociendo a Constancio como dirigente máximo del resto del Imperio pero solicitando a cambio el reconocimiento de Juliano como dirigente supremo del oeste. En lo que me pareció un último toque maestro, Juliano decidió que el emperador recibiera la carta de manos del viejo Euterio, hombre a quien Constancio conocía desde hacía tiempo y uno de los pocos de la Galia que gozaban de su respeto y confianza. También envió cartas explicativas a los senados de Roma y Atenas, y en un anacronismo propio de él, como muestra de su deseo de salvaguardar las viejas costumbres, mandó copias a los espartanos y corintios aun cuando hacía seis siglos, como mínimo, que sus ciudades carecían de peso político en el mundo.

El gesto resultó inútil. Euterio y su comitiva fueron importunados y hostigados a lo largo de todo el trayecto por agentes de aduanas y otras autoridades imperiales hostiles. Cuando por fin cruzaron el Bósforo y entregaron la carta al emperador, que estaba de visita en Cesarea de Capadocia, este, presa de un ataque de cólera, se puso a gritar y a escupir por sus fofos labios, haciendo que su corte corriera a esconderse y el propio eunuco temiera por su vida. Sin interrogar siquiera a Euterio, negándole el derecho a explicar la carta, el emperador le ordenó que se marchara. El eunuco regresó a la Galia y aconsejó a Juliano que se preparara de inmediato para una guerra.

La prisa del viejo consejero, sin embargo, no estaba justificada, al menos por el momento. Poco después del encuentro en Capadocia, el emperador recobró el juicio y decidió que de las dos amenazas que se cernían sobre él, el recién aclamado augusto en el oeste y los persas en el este, la segunda era la más peligrosa. Por consiguiente, también él decidió aplicar tácticas dilatorias y envió su propia carta, donde exigía que Juliano renunciara de inmediato a su título de augusto y conservara exclusivamente su autoridad de subordinado en la Galia, y todo le sería perdonado, si bien no mencionaba las condiciones en cuanto al servicio de las tropas galas. Entregó la carta a un grupo de oficiales de la corte a quienes Constancio había asignado cargos militares y civiles en la Galia con el fin de impedir que Juliano cubriera esos cargos con hombres de su propia elección.

Seré breve, hermano, pues casi todo ese año de Nuestro Señor de 360 y la mitad del siguiente se emplearon en estas escaramuzas diplomáticas e insultos a duras penas velados. Constancio se hallaba atrapado en su campaña diplomática y militar contra el gran rey Sapor, reclutando nuevos soldados para llenar los huecos de sus legiones, ampliando la caballería, imponiendo fuertes gravámenes fiscales a todas las clases sin distinción y reuniendo enormes cantidades de provisiones, hombres y tesoros de Italia y demás provincias bajo su control.

Juliano, entretanto, dedicaba todo su tiempo a fortalecer su ejército, reclutar auxiliares de ambos lados del Rin, reforzar la recaudación de impuestos para garantizar que se pagara hasta la última moneda y someter a sus tropas a rigurosos adiestramientos y combates simulados. Los galos lo aceptaban de buen grado e incluso le animaban en sus empresas, hasta el punto de ofrecerle grandes sumas de plata y oro, aparte de los impuestos, que al principio Juliano rechazó pero que con el tiempo aceptó porque prácticamente le obligaron a ello.

Docenas de veces, no obstante, le hice un llamamiento a la prudencia.

—Juliano —solía decirle mientras repasábamos la correspondencia de las guarniciones o estudiábamos nuestros respectivos textos por la noche—, harías bien siendo discreto con los militares. Los espías informan al emperador de cada compañía que añades a tus legiones. Ya sospecha de tus intenciones. Estás reduciendo tus opciones, haciendo que sea cada vez más difícil dar marcha atrás.

Generalmente Juliano asentía o no me prestaba atención. Sin embargo, la última vez que le hice esa advertencia, soltó bruscamente el libro de derecho que estaba leyendo y se levantó.

—¡Maldita sea, Cesáreo, me subestimas igual que hacían el general Marcelo, Salustio y los demás! —Su voz, aunque controlada, tenía un tinte de indignación—. Tú y yo hemos luchado juntos, hemos llorado juntos. ¡Tú enterraste a mi hijo! ¿Tan poco me conoces? ¿Acaso todos mis esfuerzos por conservar la Galia, por llevar a Roma a la gloria, te han pasado inadvertidos? Todavía crees que pienso en la posibilidad de dar marcha atrás. Estás equivocado. Solo hay una dirección, hacia delante hasta el final. Solo Dios sabe si seré emperador u hombre muerto, pero no gobernaré conjuntamente con Constancio. No puedo aplicar filosofía a un hombre que carece de ella. No puedo seguir cohabitando con el hombre que asesinó a mi hijo.

—Pero, Juliano —repuse—, las cartas que le has escrito… los embajadores que has enviado indicaban que…

—No indicaban nada —me interrumpió con voz ronca, que apenas conseguía contener—. No interpretes mis dilaciones como vacilaciones. Estoy fortaleciéndome, Cesáreo. Necesito tiempo y no pienso precipitarme.

Guardé silencio y me limité a observarle mientras meditaba sobre sus palabras. Juliano respiraba lenta y profundamente, con los ojos clavados en los míos, y percibí de nuevo esa extraña luz, ese brillo fanático que tanto me había perturbado la primera vez que lo vi, en Estrasburgo, cuando estuvo considerando la posibilidad de ejecutar a la Bestia. Finalmente, ya sereno, desvió la mirada, volvió a sentarse muy despacio e inclinó la cabeza sobre el libro de derecho. Yo permanecí en mi asiento, atónito ante la metamorfosis que acababa de presenciar, del estratega tranquilo al hombre consumido por el odio y de nuevo al analista estudioso. Me levanté con intención de irme, pero antes de alcanzar la puerta Juliano dijo su última palabra.

—Cesáreo. —Su voz era suave pero penetrante, como su mirada. Me giré con cautela. Era mi amigo, cierto, pero le temía.

—¿Juliano?

—Cuando me subestimas, estás subestimando a la propia Roma.

Ese verano, los exploradores comunicaron a Juliano que Iliria, la provincia situada al norte de Italia y al este de la Galia, se había quedado prácticamente sin legiones debido a los reclutamientos del este y solo contaba con pequeñas guarniciones para defender las principales ciudades e instalaciones militares. Hallándose las negociaciones con Constancio en punto muerto y las fuerzas del emperador a punto de derrotar al rey Sapor en Persia, Juliano se dijo que había llegado el momento de actuar, antes de que su rival pudiera devolver toda su atención al problema de la Galia. Se puso en marcha.

Tomó la audaz decisión, insensata según sus consejeros, de hacerse con la región de Iliria en un solo ataque. Eso le proporcionaría un poderoso trampolín para controlar Italia hasta el sur e incluso conquistar Constantinopla mientras el emperador seguía ausente. Cual ilusionista, su tarea consistía en sacar enormes cantidades de material de una manga aparentemente vacía, y no exagero cuando digo que sus mangas estaban vacías; una vez sustraídas las tropas que había que dejar atrás para proteger de los alamanes las poblaciones fronterizas del Rin, sus fuerzas sumaban, en total, poco más de veintitrés mil hombres, un ejército irrisorio comparado con el de Constancio. Atemorizaba pensar que con él Juliano pretendía conquistar todos los territorios desde la Galia hasta Constantinopla y apropiarse de la ciudad más poderosa de la tierra ante las mismas narices del emperador.

Con intención de crear la ilusión de que un ejército demoledor estaba cruzando Europa, Juliano dividió sus tropas en tres comandos. Dos de ellos contaban con diez mil hombres cada uno al mando de los generales Nevita y Jovino, respectivamente. Juliano se reservó el tercero, integrado apenas por tres mil soldados, la crema de la caballería, el regimiento más veloz de las fuerzas galas. A cada comando le asignó una ruta. Nevita debía cruzar Retia y Nórico y descender por el curso del Danubio hasta Panonia. Los soldados de Jovino debían arrasar con el norte de Italia y reunirse con Nevita en el Danubio. Juliano cruzaría un territorio apenas trazado, el recorrido más largo y difícil de los tres, a través del corazón de la Selva Negra, que ocultaba el nacimiento del Danubio y en cuyo norte todavía moraban tribus germanas hostiles al gobierno romano.

De las tres rutas, la de Juliano no solo era la más ardua, sino la más aterradora, pues la Selva Negra era una región en la que los ejércitos romanos raras veces se aventuraban. Dicen que nadie ha conseguido llegar al otro extremo de ese bosque, a pesar de que ha habido hombres que lo han recorrido durante semanas hasta enloquecer, y de hecho tampoco se sabe dónde comienza con exactitud. Al dispersar las tropas, Juliano estaba emulando una estrategia empleada con suma eficacia por Alejandro Magno, basada en crear la impresión de que los soldados eran numerosos y en sembrar el terror. Los tres ejércitos debían reunirse en Sirmio, capital de la Baja Panonia, ciudad rural a orillas de un pequeño afluente del Danubio.

Tras acaloradas discusiones y con gran pesar por mi parte, Juliano decidió que no le acompañara a la Selva Negra. No habría tiempo para atenciones médicas durante su ataque a través de Germania, dijo; si le herían, no tendría más remedio que descuidar la herida o perecer. Así pues, decidió que, dadas mis aptitudes administrativas y estratégicas, acompañara a la unidad de Nevita como consejero. Mi tarea consistiría en mantener los contactos postales y las comunicaciones con el cuartel central de la Galia y coordinar la llegada simultánea de los tres ejércitos a Sirmio, la cual habíamos programado para los idus de octubre.

Antes de la partida busqué un hueco para hacer una visita al obeso Oribasio, a quien no veía desde hacía semanas. Aunque en muchos aspectos éramos muy distintos —generaciones diferentes, escuelas de práctica profesional diferentes, religiones diferentes—, siempre había encontrado agradable su compañía y estimulante su conversación, y quería despedirme de él. Con excepción de los días previos a la aclamación, cuando Juliano llamó a Oribasio para una serie de consultas privadas, yo había sustituido casi por completo a mi colega en los servicios médicos al césar. Ello se debía, sobre todo, a que yo estaba en mejor forma física para soportar las arduas marchas, si bien Juliano solía contarme en privado que desconfiaba de la competencia de Oribasio por lo anticuado de sus teorías y que si lo mantenía en la corte era sencillamente por amistad. No obstante, a Oribasio no parecía importarle lo más mínimo que sus deberes se hubieran reducido y siempre tenía una palabra amable para mí.

Llamé a la puerta de la cabaña que mantenía como clínica militar para atender a la guarnición un par de veces por semana y asomé la cabeza.

—¿Oribasio? Me han dicho que te quedas en París. He venido a desearte buena suerte. Me marcho hoy.

Se levantó sobresaltado y con la cara roja. Sobre su mesa descansaba una pila de hojas con textos escritos en letra grande. Las estaba doblando una a una y arrojando al fuego que había encendido en el pequeño hogar. En la estancia hacía un calor sofocante. Cojeando, Oribasio se acercó a mí con el rostro sudado pero risueño.

—¡Me alegro por ti, Cesáreo! —exclamó—. Es solo el principio de tu aventura. ¡Ojalá pudiera terminar lo que yo mismo inicié!

¿Lo que él mismo había iniciado? Desconcertado, observé las hojas de la mesa, todas dispuestas al revés para que yo no pudiera leerlas desde donde estaba. Se me ocurrió que nunca había visto a Oribasio leer o escribir. De hecho, muchas veces me había preguntado si era analfabeto y la supuesta enciclopedia médica que estaba escribiendo una impostura. Resultaba extraño encontrar esos montones de hojas en una clínica militar, y más extraño aún que Oribasio estuviera quemando pergamino tan valioso, pero empecé a intuir algo.

—Oribasio —dije señalando los textos—, ¿qué has estado quemando tan diligentemente?

Esbozó una sonrisa enigmática, desplazó ligeramente su pesado cuerpo para ocultarme los textos. Aunque vueltos del revés, advertí que las letras eran grandes y toscas, y que podía descifrarlas si me acercaba un poco más…

—Nada importante —contestó con una risita, tratando de disimular el susto que le había producido ver adónde dirigía mi atención—. Algunos textos médicos de tus desencaminados hipocráticos —bromeó.

Avancé unos pasos en tanto que trataba de ocultar mis repentinas sospechas con otra broma.

—Oribasio, ¡ignoraba que supieras escribir! Y aquí estás, practicando el abecedario.

Avancé hasta un extremo de la mesa y me detuve en seco cuando la primera hoja y sus palabras en latín saltaron a mis ojos: «Nos llevarán a los confines de la tierra como vulgares criminales, y nuestras amadas familias, a las que hemos liberado de su anterior yugo únicamente mediante una lucha a muerte, volverán a ser esclavas de los alamanes…».

—¡Oribasio! —susurré conteniendo apenas la indignación en mi voz al descubrir por fin al autor de la misiva anónima que había causado semejante rebelión—. Dime que tú no… ¿Es obra tuya?

Su maliciosa sonrisa no flaqueó, ni siquiera cuando se encogió de hombros a modo de disculpa.

—Lo es, y también de Juliano, naturalmente. —Exhaló un suspiró teatral—. Aunque, en honor a la verdad, debo decir que la idea original es mía. Y el texto también. En fin, el secreto iba a descubrirse tarde o temprano. La tosquedad del latín fue un toque brillante, ¿no te parece?

—¿Te das cuenta de que esto puede llevar a Juliano y a todos nosotros a la muerte? —grité.

Oribasio meneó la cabeza y su sonrisa se fue debilitando a medida que su mirada adquiría una expresión grave.

—No me contraríes, Cesáreo —repuso, pero su tono no era amenazador, sino más bien el de un padre que riñe a un hijo torpe—, pues si me contrarías en esto, estarás contrariando a Juliano, y a través de él se forja tu destino. Eres joven y tu aventura solo acaba de empezar. Yo estoy gordo y débil, mi deber con el emperador ha finalizado y no espero nada de mis actos, salvo… —Se interrumpió.

—¿Salvo qué, insensato? —le apremié colérico, al ver que desviaba la mirada y quedaba absorto en sus pensamientos.

Volvió a mirarme.

—Salvo una cosa —dijo—, y tú eres el único hombre a quien se lo he dicho: el caso es que me produce una gran satisfacción saber que no fueron las multitudes, ni los generales, ni siquiera los dioses, sino el gordo y alegre Oribasio, con su pluma inteligente y su mente ambiciosa, yo, Oribasio, quien hizo a Juliano emperador. Oh, Juliano estaba al corriente de mi plan, como es lógico, pues se lo propuse poco después de la llegada de aquel payaso de Decencio, pero la ejecución del mismo fue solo mía. Quizá la historia me olvide como médico, Cesáreo, e incluso se mofe de mí como enciclopedista, pero como creador de reyes estoy entre los mejores.