Juliano dejó caer la mandíbula sin apartar la mirada del viejo Euterio, quien, por primera vez desde que lo conocía, había perdido su inquebrantable calma.
—¿La mitad de mis soldados? ¿La mitad? —bramó el césar mientras el turbado eunuco trasladaba el peso del cuerpo de un pie a otro y se retorcía las manos.
—Son órdenes que ha traído el tribuno Decencio, señor —respondió Euterio—. Yno solo la mitad de tus soldados, sino la mejor mitad. El emperador ha especificado que los erulos, los bátavos, los celtas y los petulantes sean transferidos en su totalidad, así como trescientos hombres más tomados de cada una de las otras unidades del ejército. También debes enviar al emperador los mejores scutarii y gentiles de tu guardia personal. Decencio se aloja en el palacio del prefecto de la ciudad y está aguardando una respuesta a esta petición a través de… de Síntula.
Juliano levantó la cabeza de golpe.
—¿Síntula? ¿El escudero jefe? ¿Las órdenes fueron enviadas a mi escudero?
—No exactamente, señor… fueron enviadas al comandante de caballería Lupicino, pero comuniqué a Decencio que actualmente se hallaba en Britania con los auxiliares, sofocando una revuelta de los pictos. Así pues, las órdenes se entregaron al segundo destinatario de la carta, Síntula, quien, lamento decir, se ha apresurado a obedecerlas y se halla ahora seleccionando a los mejores soldados de tus legiones.
A Juliano le habían pillado desprevenido, pero recuperó la calma casi al instante. El emperador, como autoridad suprema del Estado, tenía todo el derecho a saltarse la jerarquía y transmitir sus órdenes a subordinados de rango inferior, pero este era un caso sin precedentes, irregular, que los libros de derecho describían como summum ius, summa iniuria: un derecho llevado al extremo puede ser una injusticia.
Juliano apretó la mandíbula.
—Haz venir ahora mismo a ese Decencio —ordenó secamente. Euterio abrió los ojos de par en par y se dispuso a abandonar presuroso la habitación cuando Juliano le detuvo—. Ah, Euterio —añadió lenta y pensativamente—, haz venir también a Oribasio para una consulta. —Al ver mi expresión interrogativa, desvió la mirada—. Hace tiempo que no hablo con mi viejo amigo —explicó con voz queda antes de inclinar de nuevo la cabeza hacia su trabajo.
Al parecer, la idea que tenía Decencio de «ahora mismo» difería de la de Juliano, pues el tribuno se hallaba holgazaneando en su cuarto cuando Euterio llegó, y el hombre insistió en que después de tan largo viaje se le permitiera echar una cabezada y asearse antes de ir aver al césar. Además, dijo, él trataba con Síntula y no veía la necesidad de responder a la petición de Juliano; si accedía a reunirse con él, sería según sus condiciones, no las del césar.
Seis horas más tarde, pasada la medianoche, entró insolentemente en el despacho de Juliano con la idea, sin duda, de sorprenderle cansado e impaciente por lo tardío de la hora, pero en este caso fue él quien se llevó la sorpresa, pues Juliano acababa de despertar de su cabezada y se encontraba charlando conmigo, descansado y relajado como un niño. El tribuno ocultó su sorpresa y tras una reverencia precipitada se sentó sin ser invitado y contempló con patente desagrado las paredes desnudas y el humilde mobiliario del espartano despacho.
Juliano le miró fijamente unos instantes, como si estuviera evaluándolo. El hombre era un cortesano de alto rango de Constancio acostumbrado a recibir misiones delicadas y visiblemente harto de su labor en lugares remotos como París, pero no del elegante estilo de vida del que, por su cargo, disfrutaba en Roma. Era un hombre grande, cuyas carnes se habían vuelto blandas por años de inactividad, pero poseedor todavía de un cuerpo robusto y del porte majestuoso del senador que una vez fue. La delicada tela de su toga y la exquisita calidad de los anillos que lucían sus manos contrastaban con el aspecto sobrio, casi deliberadamente descuidado, del césar, que alguien podría atribuir al dolor por la pérdida de Helena pero que en realidad se debía a su negativa a malgastar tiempo o dinero en cosas superficiales. Finalmente, Juliano se permitió una sonrisa maliciosa al mirar al hombre a los ojos.
—Gracias por tu visita, tribuno. Puedes hacer libre uso de mis servicios e instalaciones durante tu estancia en París. Podría incluso organizarte una visita a nuestras guarniciones y campamentos vecinos.
Esta vez a Decencio le resultó imposible ocultar su asombro, pues había esperado una reacción hostil. No obstante, se recuperó deprisa de la sorpresa.
—No veo necesidad de alargar mi estancia aquí. He transmitido mis órdenes a Síntula y partiré en cuanto los soldados estén listos.
Juliano asintió lentamente.
—Me han informado de las órdenes del emperador y estoy impaciente por satisfacer su voluntad. No obstante, como bien sabes, durante los últimos cinco años he pasado mucho tiempo en el campo, entrenando y haciendo campaña con mis soldados, y siento un gran cariño por ellos, como un padre por sus hijos. Y tal como haría un padre, me preocupa su bienestar, tema que el augusto, pese a su sabiduría, quizá no haya previsto. ¿Puedo preguntar, por tanto, qué planes tiene el emperador para mis hombres?
Decencio le miró con cautela, como si intentara discernir si tras esa pregunta se ocultaba una traición, pero al no percibir ninguna finalmente se encogió de hombros.
—No veo razones para ocultártelo. El emperador desea situar a tus soldados galos en la vanguardia de su campaña contra Persia. El rey Sapor ha atacado nuestras fronteras orientales y las legiones del este necesitan refuerzos. El emperador ha llegado a la conclusión de que en la Galia no existe amenaza de guerra, pues los bárbaros han abandonado sus intenciones de seguir atacando, evidentemente por temor a las represalias. La reputación de sus soldados galos se ha extendido más allá de los confines de la región, incluso hasta la corte de Sapor, que tiembla ante la idea de enfrentarse a los valerosos galos de Constancio. De ahí su decisión de transferir tropas que no necesitas a sus generales del este.
Juliano abrió los ojos de par en par y guardó silencio mientras asimilaba la información.
—Como ya he dicho, estoy impaciente por cumplir las órdenes del emperador. Hay, sin embargo, un pequeño asunto legal que resolver. Cuando recluté a los soldados galos que el emperador solicita, fue con la condición expresa de que nunca tendrían que ir a regiones situadas al otro lado de los Alpes. No soportan la idea de que los alejen de su hogar. No solo su traslado al este sería una violación de dicha condición, sino que mi futura capacidad para reclutar auxiliares galos se vería perjudicada si temen que puedan enviarlos a tierras cálidas, lejos de sus familias.
Decencio se encogió de hombros antes de ponerse en pie.
—Tus acuerdos privados con los bárbaros no son de mi incumbencia ni tienen peso alguno en las órdenes del emperador. Probablemente por eso la petición no iba dirigida a ti, sino a Lupicino y Síntula. Se te ha liberado de toda responsabilidad y me atrevo a decir que te convendría abstenerte de hacer algo por impedir el traslado. Buenas noches.
Y sin el menor gesto o inclinación, el hombre salió de la estancia.
Juliano hirvió de indignación unos instantes antes de dar un fuerte golpe en la mesa que hizo que algunos pergaminos salieran volando. Me levanté asustado.
—¡Maldita sea, Cesáreo! ¡Invadir Persia con mis soldados! Ese hombre está loco, loco. ¿Qué podría ganar el emperador con semejante empresa?
—Necesita hacer algo relevante, Juliano —dije con calma—. Constancio lleva más de una década en el poder y todavía no ha ido a la guerra ni conquistado territorios importantes…
—¿De modo que todo esto es para los libros de historia? —me interrumpió Juliano mientras comenzaba a pasearse de un lado a otro—. ¿Se está incautando ilegalmente de mis tropas para reforzar su reputación?
—Ilegalmente, no. Es el emperador.
Juliano se volvió de pronto.
—También el emperador está obligado a mirar por los intereses del Imperio —farfulló—. No es Nerón, por todos los santos, ¡es el hijo de Constantino!
—¿Acaso eso le exime de la ambición?
—No, pero tampoco le exime del buen juicio. Las provincias del oeste viven seguras y en paz, el dinero y el comercio circulan, y a los persas se les puede mantener fácilmente a raya con algunas negociaciones hábiles y un par de guarniciones. ¿Está dispuesto a poner en peligro todas esas vidas, todo ese tesoro, todo lo que hemos obtenido durante los últimos cinco años por una aventura disparatada, únicamente para que su nombre salga en los libros de historia? ¡Cesáreo, está loco!
—Y tú estás dispuesto a desestabilizar el Imperio al desobedecerle. ¿Quieres agravar su error?
Juliano se hundió en su silla, absorto en sus pensamientos, sopesando sus desagradables opciones. Si algo había aprendido de Salustio, de su fe cristiana, con los años, era que la autoridad debía respetarse… pero ¿hasta qué punto? ¿Hasta el punto de ir contra sus propios valores, contra su patriotismo? ¿Hasta el punto de poner en peligro la seguridad de la propia Roma?
La noche fue larga e insomne para Juliano y sus consejeros y cortesanos, y yo finalmente me retiré a mi cuarto. Por el camino estuve a punto de chocar con Oribasio, que se dirigía a ver a Juliano para la consulta solicitada. Le interrogué amablemente, pues era extraño que el letárgico médico estuviera levantado y, para colmo, pareciera tan lleno de energía a esas horas, pero se limitó a sonreír enigmáticamente antes de entrar en el despacho. Por iniciativa del complaciente Síntula, ya se estaban haciendo los preparativos para la partida de los soldados. Nerviosos, los hombres seleccionados, o cuando menos aquellos que sospechaban que sus compañías iban a ser seleccionadas, habían empezado a reunirse. Lo peor, sin embargo, eran los lamentos. Como bien sabes, hermano, las tropas auxiliares no sirven en su región sin un abundante número de acompañantes, sus esposas e hijos, a veces incluso sus madres y demás familiares, así como gran cantidad de mujeres entregadas a relaciones menos lícitas pero igual de ruidosas cuando se acerca la hora de la partida de sus hombres. De ahí los lamentos.
Con la llegada del alba, los lamentos se intensificaron, por motivos que descubrí cuando salí a la calle. Algunos grupos sin identificar habían producido, en un brevísimo período de tiempo, gran número de copias de una carta secreta dirigida a los petulantes, los celtas y otras tropas de las que se rumoreaba que iban a ser enviadas al frente del este. La carta contenía espantosas acusaciones contra el emperador Constancio y quejas por su traición a los fieles galos y la vergüenza impuesta a Juliano. «Nos llevarán a los confines de la tierra como vulgares criminales —decía el texto en un latín basto y en un galo igualmente tosco escrito con letras griegas—, y nuestras amadas familias, a las que hemos liberado de su anterior yugo únicamente mediante una lucha a muerte, volverán a ser esclavas de los alamanes». La carta proseguía con calumnias perversas y obscenas sobre el emperador que no me atrevo a repetir aquí, y tanto inquietó a los consejeros de Juliano, temerosos de que culparan al césar de tan difamatorio lenguaje, que, junto con la cohorte de Decencio, intentaron interceptarla antes de que se extendiera.
Al principio, los grupos se habían limitado a lanzar algunas copias, atadas a piedras, a los campamentos de los legionarios, pero el impacto de su lenguaje pronto se hizo patente. Los soldados, después de leer el texto, procedieron a copiarlo para hacerlo llegar hasta la mismísima ciudad de París. Esa noche, se vieron sombras pegando apresuradamente copias en esquinas y paredes e incluso escribiendo el texto con tiza al pie de monumentos cuando los ejemplares empezaron a escasear.
La ciudad estaba soliviantada. Juliano permanecía encerrado en su despacho y solo recibía a Oribasio, que entraba y salía furtivamente de la estancia con la elegancia que le permitía su pesada constitución. Incluso desoyó a Decencio cuando este regresó a palacio, enfurecido, para exigir que se eligiera de inmediato a los soldados destinados a Constancio y se pusieran en marcha antes de que cartas similares llegaran a las guarniciones remotas. El césar se limitó a contestar, a través de Oribasio, que las órdenes del emperador iban dirigidas a Lupicino, quien seguía ausente, y a Síntula, que para entonces estaba abrumado y temía la reacción de los soldados, y que a ellos les correspondía actuar; él se lavaba las manos. Decencio regresó a sus aposentos hirviendo de ira.
Multitudes de mujeres indignadas y seguidores de los campamentos empezaban ahora a congregarse en las plazas principales de la ciudad, y aunque era de día muchos portaban antorchas encendidas. Los guardias del prefecto, sobrecogidos por la turba, se limitaron a proteger sus propios cuarteles, situados junto al palacio, cediendo el resto de la ciudad a las beligerantes multitudes. Las mujeres gritaban consignas que viajaban de una calle a otra mientras se prendía fuego a las efigies del emperador y Decencio, un delito capital en el caso de que se apresaran a los instigadores. Juliano seguía encerrado en su despacho, si bien era imposible que los gritos y lamentos de la muchedumbre no atravesaran las paredes más gruesas del palacio, y que los alaridos de los atemorizados criados que corrían de un lado a otro levantando barricadas en las puertas no hubieran llamado su atención. Se limitó a ordenar, a través de Euterio, que en la ruta hacia el este los soldados fueran acompañados de los carros del correo imperial cargados con sus esposas e hijos legítimos hasta donde estuvieran sus hogares, a fin de que la separación fuera menos dolorosa para todos y calmar ligeramente los ánimos. La orden fue recibida con risas y burlas por parte de las multitudes, indignadas por el hecho de que Juliano pareciera haber cedido a la desvergüenza de Constancio.
Finalmente, en torno al mediodía, Decencio regresó al palacio disfrazado y acompañado de una guardia numerosa, e irrumpió sin avisar en el despacho, donde encontró al césar aguardándole tranquilamente.
—¿Qué significa este alboroto? —gritó Decencio—. ¿Es que no tienes control sobre la gente que gobiernas?
—Está visto que no —contestó Juliano con calma—, dado que el emperador ha considerado conveniente arrebatármelo y entregarlo a mis subordinados.
Decencio farfulló:
—París es escenario de una agitación que pronto derivará en una carnicería. Exijo que restaures el orden para que podamos reunir a los soldados y las provisiones.
Juliano le miró pensativo.
—Estás ciego si crees que es tan fácil silenciar París mientras rompes el compromiso de Roma para con los soldados. Si insistes en cumplir las órdenes del emperador, y repito que no haré nada para impedírtelo, te aconsejo que los reúnas en una zona alejada. Ve a Sens o Vienne, o incluso a Estrasburgo, y evita la confrontación con los seguidores del campamento. Si no lo haces, estarás llamando al desastre.
Decencio montó en cólera.
—Tus palabras son traidoras y se informará debidamente de ellas al emperador. Estás proponiendo que Constancio huya de una muchedumbre de mujeres y niños, que reúna un ejército victorioso a partir de un puñado de cabañas de algún pueblo remoto, que sus legiones huyan de la Galia en la oscuridad de la noche. No pienso hacer tal cosa. Si, como aseguras, estás dispuesto a ayudarnos en esta tarea, ordenarás que todos los funcionarios civiles y militares se reúnan frente al palacio dentro de tres días para organizar oficialmente la provisión de soldados y avituallamiento. La presencia de los funcionarios refrenará la ira de los soldados y estos, a su vez, controlarán a sus revoltosas esposas e hijos. De lo contrario, llegaré a la conclusión de que les apoyas.
Juliano asintió servilmente y sonrió.
—Así se hará, señor tribuno.
Decencio le contempló enfurecido y salió del despacho por tercera y última vez. Juliano me miró con cara de resignación mientras yo me maravillaba de su serenidad pese a la agitación que reinaba en la ciudad.
—Espero que haya una vida después de esta —comentó—, porque puede que mañana, a estas horas, nosotros y medio París estemos allí.
Le miré sorprendido.
—¿Acaso lo dudas? —pregunté.
—No dudo de los dioses. De los hombres, ya es otra cuestión.
—¿Los dioses?
Juliano sonrió y señaló el montón de deidades polvorientas que invadían la estancia.
—Es una forma de hablar, Cesáreo, solo una forma de hablar.
La agitación de París se extendió rápidamente a los distritos circundantes y luego a las guarniciones y campamentos vecinos. La calumniosa carta, sometida para entonces a varias revisiones, apareció en cuestión de dos días clavada en todos los pueblos contenidos en un radio de cien millas desde París. Cuando los soldados recibieron la orden de personarse en la ciudad y abandonaron barracones y cuarteles, sus familias, presas del pánico, trataron de detenerles y actuaron como si esperaran el inminente regreso de Cnodomar. Los soldados marchaban malhumorados por los caminos mientras sus esposas trotaban jadeantes a su lado, abrazadas a sus hijos y suplicando a sus hombres que no las dejaran a merced de la rapiña de los germanos. La carta estaba teniendo un efecto que superaba con creces las expectativas de sus anónimos autores.
Los primeros escuadrones empezaron a llegar a la ciudad abriéndose paso entre el gentío y los animales de carga. Juliano abandonó su despacho y sus consultas privadas para cabalgar hasta los arrabales afin de darles la bienvenida. Lo hizo efusivamente, abrazando a los hombres y oficiales con quienes había hecho campaña o entrenado en el pasado, elogiándoles por el valeroso servicio que habían prestado bajo su mando. Fiel a la promesa hecha a Decencio, les rogó que fueran leales a sus nuevos comandantes, quienesquiera que fueran, y les aseguró que se les recompensaría generosamente por su sacrificio. Las dos noches previas a la asamblea oficial, celebró un banquete para los oficiales, brindó con ellos por su nueva empresa y les preguntó si tenían alguna petición, que haría lo posible por satisfacer. Los invitados, sorprendidos al principio por la serena resignación de Juliano ante semejante desbaratamiento de las fuerzas de la Galia, se marcharon animados pero, al mismo tiempo, apesadumbrados por tener que abandonar no solo su tierra natal, sino también a un general tan noble.
Todo iba bien, tanto que incluso el propio Decencio se mostró satisfecho del progreso obtenido, hasta que cayó la noche y llegó la hora que ha sido la ruina de tantos planes. Con la oscuridad se avivaron los miedos y la imaginación de los soldados, alimentados además por la tensión del pueblo, que llevaba tres días negándose a dispersarse y seguía congregado en las calles y foros, ahora sucios y malolientes. Por los albañales corrían las heces de miles de mujeres insomnes que habían seguido a sus hombres desde el campo. Los berridos de cientos de niños asustados por las antorchas y los espíritus malignos que parecían flotar sobre la ciudad quebraban el silencio de la noche.
En torno a la cuarta guardia la gente ya no pudo aguantar más, y ya fuera por instigación de cabecillas secretos o por la presión de los temores autoalimentados, estalló la rebelión. Los guardias españoles apostados alrededor del palacio para proteger al césar fueron superados y pisoteados, y las multitudes enfurecidas se dirigieron en manada hasta los muros del edificio, aplastando entre las piedras y sus cuerpos a los desafortunados que se hallaban en las primeras filas, la mayoría mujeres jadeantes y sudorosas, a las que se sumaron muy pronto miles de auxiliares acuartelados en la ciudad para pasar la noche. Encendieron y alzaron más antorchas, y el aire se inundó de aullidos cuando el pelo y la ropa de algunos prendieron y las llamas se extinguieron rápidamente, junto con la vida de sus víctimas, bajo los pisotones de la multitud. El palacio estaba rodeado y sitiado. Corrí desde mis dependencias del ala norte hasta el despacho de Juliano, donde irrumpí en el momento en que levantaba la vista borrosa de su lectura, los párpados medio caídos, como si estuviera despertando de un sueño. Al verme meneó la cabeza para despejarse y se levantó tambaleante.
—Gracias a Dios que has venido, Cesáreo. Menudo sueño acabo de tener…
Le miré exasperado, preguntándome cómo había sido capaz de quedarse dormido en medio de semejante agitación y cómo, incluso ahora, su principal deseo era contarme uno de sus interminables sueños. Una consigna, casi imperceptible, empezó a filtrarse como un gas nocivo por los gruesos muros del palacio.
—Juliano —comencé—, la multitud…
—Cesáreo, el espíritu guardián, la mujer de la que te hablé, se me ha vuelto a aparecer. Lo hizo como antes, portando un bulto, Cesáreo. Era la misma, la diosa…
La consigna sonaba cada vez más fuerte, más apremiante, y le miré impaciente.
—Juliano —insistí—, te están llamando. La ciudad está alborotada, hay que hacer algo.
Pero Juliano se hallaba en trance, con una media sonrisa en la cara, mirando a través de mí como si la sombra fuera yo y no el fantasma que le rondaba.
—Me ha hablado, Cesáreo, por primera vez me ha hablado, y su voz era como una luz, como un hechizo, pero más que oírla la sentí, sentí que me penetraba, y aunque me estaba reprendiendo sus palabras eran tranquilizadoras, dulces como la miel…
Comprendí entonces que estaba fuera de mi alcance, que nada iba a disuadirlo de su locura y que la forma más rápida de abordar el problema de la agitación popular era instarle a que soltara su relato lo antes posible.
—¿Qué te dijo?
—Me riñó, como una madre a un hijo caprichoso. «Juliano», dijo, «llevo tiempo observándote en secreto, deseando elevarte aún más, pero siempre recibo tu rechazo. Si tampoco ahora soy bienvenida, me marcharé triste y desalentada».
—No comprendo…
—Dijo algo más —prosiguió Juliano, y yo comencé a desesperarme, pues la consigna se oía cada vez más fuerte y las sílabas hasta entonces ininteligibles empezaban a tomar forma y significado—. Dijo: «No lo olvides, Juliano: si vuelves a rechazarme, dejaré de morar en ti».
—Solo era un sueño, un sueño enigmático —observé.
—No, amigo mío, no era un sueño, era una visión que no tiene nada de enigmática, una visión clara como ninguna otra de las que he tenido. ¡Escucha!
Por primera vez me percaté de que también él era consciente de la consigna, del amenazador sonido que había empezado a abrirse paso en el palacio, rodando y resonando por los pasillos y antecámaras, ganando fuerza, como una ola que avanza hacia una playa abierta, a medida que se sumaban voces. Al instante cien mil lenguas bramaban desde todas las calles y rincones de la ciudad en una milla a la redonda. Antorchas y palos se agitaban al ritmo de las vocales del nombre de Juliano y del tremendo, traidor epíteto que le habían añadido y al que solo el emperador supremo tenía derecho: «¡Juliano augusto! ¡Juliano augusto!». La idea de una rebelión contra Constancio era una locura, un suicidio, pues el poder y la lealtad del ejército galo creado por Juliano durante los últimos cinco años no eran nada comparados con las fuerzas que el emperador podía reunir a partir de sus legiones del Danubio y del este con solo chasquear los dedos. Juliano, no obstante, se mantuvo impasible, y a medida que salía de su estado de somnolencia advertí que su semblante adquiría una expresión de alerta y se detenía a escuchar los gritos que llegaban del exterior.
Las masas gritaban su nombre y el título prohibido, decididas a no dejarse desanimar. Dos oficiales entraron en el despacho para rogar a Juliano que hablara desde el balcón a los soldados y los seguidores de los campamentos antes de que destruyeran la ciudad. Las mujeres, dijeron, habían empezado a desmontar el palacio piedra a piedra, y los últimos en llegar, frustrados por no poder alcanzar el muro, habían procedido a arrancar las losas de las calles y las tejas y canalones de los tejados de los edificios vecinos. Estaban desarmando París pieza a pieza.
Juliano escuchó en silencio y luego asintió. Flanqueado por la pareja de oficiales, salió del despacho y recorrió los pasillos seguido de un pequeño destacamento de arqueros petulantes que también habían forzado su entrada en el edificio. Yo caminé detrás hasta al gran balcón que dominaba el foro, donde Juliano acostumbraba recibir a dignatarios y dirigirse al pueblo para hacer grandes declaraciones y en acontecimientos religiosos. Después de abrirle la amplia puerta de doble hoja, prácticamente lo empujó hasta la barandilla de piedra un guardia cada vez más nervioso, que luego retrocedió y se colocó detrás como si quisiera impedir la fuga de un prisionero, aunque Juliano no tenía la menor intención de fugarse. La escena que apareció ante nuestros ojos era impresionante.
El foro estaba abarrotado de muro a muro, la primera mitad por miles de mujeres que llevaban a sus hijos llorosos sobre los hombros o la cabeza, a salvo de la presión de las masas pero expuestos al peligro de las ondeantes antorchas. Las mujeres levantaban la vista agotadas, pálidas y ojerosas, con el cabello despeinado y grasiento, los labios secos después de tres días en la plaza sin más alimento y bebida que lo que obtenían de residentes y espectadores solidarios. Detrás, atestando la otra mitad del foro, llegadas de todas las calles adyacentes, estaban las legiones auxiliares con sus banderines, como si hubieran marchado a la par para sumarse a la revuelta. Los hombres se colgaban peligrosamente de las cañerías y canalones, trepaban y abarrotaban los tejados por encima del gentío, y los más intrépidos se aferraban a los salientes de las paredes que podían acoger un dedo o un pie. Todos entonaban la aterradora consiga como con una sola voz: «¡Juliano augusto! ¡Juliano augusto!».
Cuando las puertas del balcón se abrieron y apareció Juliano, la consigna nos empapó como un aguacero, y todos los rostros, iluminados por el fuego de las antorchas, se volvieron hacia nosotros. La gente tardó unos instantes en percatarse de la identidad del hombre del balcón, y con gritos de reconocimiento y victoria se impulsó hacia delante, a pesar de que un momento antes se hubiera dicho que estaban tan apretados que les sería imposible dar un solo paso. Chillidos y exclamaciones de dolor llegaron a nuestros oídos procedentes del muro situado debajo del balcón, el cual se hallaba fuera de nuestro campo de visión pero lo bastante cerca para que pudiéramos oír el sufrimiento de los que estaban siendo aplastados.
La consigna alcanzó un volumen ensordecedor y las paredes temblaron con las reverberaciones. Juliano contempló a la multitud y, aunque yo no podía verle la cara, supe, como si le estuviera mirando directamente, que había adoptado su expresión de dirigente militar inescrutable. Cuando la noticia de su comparecencia llegó a todos los rincones del foro y las calles adyacentes, el ruido aumentó. El entusiasmo popular alcanzó entonces una intensidad febril y todos gritaron y señalaron el balcón. Al cabo de un momento, sin embargo, mientras Juliano permanecía inmóvil contemplando a la multitud, se hizo el silencio, quebrado únicamente por el llanto distante de niños asustados que descansaban sobre la cabeza de sus madres.
—El deber de un soldado es obedecer a su general —afirmó Juliano en un latín comedido, sin rodeos, con una voz clara que viajaba fácilmente por encima de las cabezas del gentío y rebotaba en los muros de los edificios que rodeaban el foro—. Así han obrado siempre mis soldados y su lealtad conmigo ha sido recompensada convirtiéndose en la mejor fuerza militar del Imperio del oeste, invencible, conquistadora de los germanos y de todos los pueblos bárbaros del norte.
De los rincones más remotos del foro llegaron algunas ovaciones. La mayoría de los soldados, sin embargo, permaneció tan inmóvil como Juliano, a la espera de sus siguientes palabras. Las mujeres de la mitad frontal del foro mostraban, en el mejor de los casos, rostros impávidos y, en el peor, hostiles.
—El deber del pueblo es obedecer a su césar —prosiguió, y entonces comprendí qué estaba haciendo: estaba tanteando las aguas como hace un orador experto, dudoso del grado de atención o de simpatía de su público—. También en esto el pueblo del Imperio del oeste ha cumplido, construyendo para él París, la ciudad más importante de la Galia, célebre por sus bibliotecas y edificios públicos y por su total y absoluta lealtad a Roma…
Un murmullo emergió entre los presentes, no lo bastante sonoro o apremiante para que Juliano pudiera hacerse una idea precisa de su postura o de hacia dónde debía conducirlos, sino un murmullo más bien tenso, un adelanto de la que imaginaban iba a ser la declaración concluyente, el último punto de la trilogía del deber que Juliano estaba describiendo a sus súbditos.
—Y el deber del César…
—La multitud contuvo la respiración.
—… Es honrar y obedecer al emperador Constancio augusto.
Un rugido surcó las masas, agudo al principio, pues las mujeres fueron las primeras en reaccionar, y más fuerte y grave a medida que las palabras alcanzaban los oídos de los soldados y mercaderes cuyas vidas tanto dependían de las acciones del césar. Era un rugido de ira, de exasperación e impotencia, y el gentío avanzó y retrocedió cuando algunas personas intentaron moverse, correr, actuar, impedidas por la presión de la multitud que maldecía y bramaba. Por el aire empezaron a volar objetos, al principio fruta, pan, ropa y desechos de la calle, pero luego, cuando los alborotadores treparon a los edificios de la plaza y comenzaron a destrozar los tejados y paredes, cosas más peligrosas, como tejas, ladrillos y piedras. Gritos de dolor y cólera llenaron el aire y las mujeres nos miraban con expresión de pánico.
—Juliano —grité abriéndome paso entre los guardias hasta el balcón. La majestuosa estatua de bronce de Julio César que ocupaba el centro del foro empezó a tambalearse inquietantemente sobre su pedestal—. Están destruyendo la ciudad y el ejército no tardará en ayudarles. A menos que aceptes lo que te ofrecen, lo perderás todo. ¡Te matarán!
Sus ojos brillaban de una forma extraña, como el fuego, y me miró severamente. Tenía crispadas las comisuras de los labios y las venas se destacaban en su frente. Se hallaba bajo una presión tremenda, pensé, más de la que ningún mortal debería tener que soportar. Se volvió de nuevo hacia la multitud y alzó la mano para pedir silencio.
Nada ocurrió y la desesperación se apoderó de mí. Solo las primeras filas se dignaban a mirarle, mientras que los hombres de los tejados y el fondo del foro habían enloquecido. Lanzaban materiales de los edificios a sus camaradas e insultos al emperador Constancio. Juliano alzó aún más la mano y pidió silencio, pero fue en vano, pues nadie oyó sus palabras, que parecían salir de una garganta seca. La escena era una pesadilla.
Sin vacilar, Juliano retrocedió, hizo señas a los arqueros y seis de ellos, los que cabían codo con codo en el balcón, se adelantaron. Al grito de una orden que solo ellos pudieron oír, descolgaron las ballestas de sus hombros y con un único gesto tesaron las cuerdas de tripa y encajaron las gruesas y temibles saetas. Yo nunca había visto disparar esas armas en momentos de agitación o combate, pero me habían hablado de lo que eran capaces: un arquero experto podía atravesar con su saeta una armadura situada a media milla de distancia. Las puntas grises brillaban a la luz de las antorchas, redondeadas y sin lengüetas, pues la capacidad mortal del arma dependía más de la fuerza del impacto que del efecto desgarrador de la ojiva.
Vacilando apenas un segundo para ver si los arqueros atraían la atención de la multitud, finalmente Juliano meneó la cabeza con frustración, señaló a un individuo especialmente activo que, subido a un tejado, sostenía una enorme piedra por encima de su cabeza e hizo una breve señal a los arqueros.
Como si una sola mano las disparara, las seis flechas abandonaron simultáneamente las cuerdas a una velocidad que las volvió invisibles al ojo. Un instante después el resultado se hizo evidente.
Cuatro saetas dieron en el blanco, mientras que la quinta y la sexta rebotaron contra el tejado y cayeron a la calle. El alborotador del tejado, atravesado dos veces en el pecho, una en la garganta y otra en el muslo de tal forma que recordaba al mártir san Sebastián, que Dios me perdone la comparación, quedó paralizado con la piedra todavía alzada por encima de la cabeza. Luego la piedra cayó, le golpeó dolorosamente el hombro y rodó por el tejado mientras el hombre se desplomaba sobre su trasero y se tendía de espaldas, como un cantero agotado disponiéndose a descansar. Su cuerpo resbaló por la pendiente, cada vez más deprisa, dejando una estela oscura y brillante sobre las tejas, antes de precipitarse ya muerto sobre las cabezas de la horrorizada multitud. Yo ignoraba su identidad y recé para que no fuera un soldado de Juliano. De entre los espectadores más próximos emergieron gritos perforados por el lamento agudo de una mujer, probablemente la esposa o concubina del fallecido, pero el resto del foro calló y todas las miradas se volvieron hacia el balcón con expresión de pánico y, al mismo tiempo, alivio.
Juliano indicó a los arqueros que abandonaran el balcón y apareció de nuevo ante la multitud.
—El deber del emperador, no obstante —continuó con calma, como si nadie hubiera interrumpido su arenga—, es guiar y honrar a sus súbditos, y en mis esfuerzos por obedecer al emperador hasta el final he contribuido a deshonrar a esos súbditos, he contribuido a romper el solemne juramento de Roma a sus auxiliares galos y, por tanto, a hacerme indigno de vuestra obediencia.
La gente escuchaba atónita.
—Los antiguos mitos nos cuentan —prosiguió tranquilo, elevando la voz a medida que encontraba su ritmo retórico— que el águila, para comprobar cuáles de sus crías son legítimas, las traslada todavía implumes a las alturas y las expone a los rayos del sol para que el dios Helios determine qué crías son auténticas y destruya a las espurias. Del mismo modo me someto yo a vosotros, como si fuerais el propio dios solar. En vuestras manos está decidir si soy apto o no para guiaros. Si no lo soy, rechazadme como si me repudiaran los dioses o arrojadme al río como a un bastardo. El Rin no engaña a los celtas, pues hunde en sus profundidades a sus hijos bastardos y se venga así de la descendencia de un lecho adúltero; pero al que reconoce como puro de sangre lo hace flotar y lo devuelve a los brazos temblorosos de la madre, a quien premia de este modo por un matrimonio puro y sin tacha. Por tanto, me entrego a vuestro juicio a fin de que decidáis si soy legítimo para esta tarea y aceptar el debido castigo si, a vuestros ojos, no doy la talla.
Dicho esto, Juliano guardó silencio y bajó la cabeza para aguardar el juicio de la multitud, listo para aceptar el veredicto. La gente callaba, sorprendida y preocupada por las dudas del césar en cuanto al hecho de asumir el mando. De repente, un grito emergió del área donde se concentraban los soldados.
—¡Juliano augusto! ¡Juliano augusto!
El resto de la multitud se sumó instantáneamente al espantoso grito y el foro volvió a temblar, pero esta vez sin disturbios ni violencia. La gente permanecía muy quieta, y con la mirada clavada en Juliano. Solo se movían los labios, miles de labios que se abrían y cerraban a un tiempo pronunciando las sílabas que resonaban en las paredes y en nuestras cabezas.
—¡Juliano augusto! ¡Juliano augusto!
Juliano levantó la cabeza, asintió y la muchedumbre prorrumpió en vítores. Los arqueros me empujaron a un lado y auparon a Juliano sobre un escudo militar que se habían colocado en los hombros, la tradicional postura de triunfo, y que hicieron guiar de un lado a otro al tiempo que el césar saludaba con un brazo en alto.
Tras un largo clamor acompañado por los sollozos de alivio de las mujeres, que únicamente sabían que sus hombres no serían enviados a las rameras sudadas y pintarrajeadas de Siria, el capitán de los arqueros dio un paso al frente y anunció que, a fin de completar la ceremonia, el recién aclamado emperador debía ser coronado. Juliano arqueó las cejas.
—Soy soldado —gritó al capitán por encima del griterío—. No tengo corona.
El oficial me miró, reconociendo en mí al médico de palacio. Me encogí de hombros.
—Podría correr a buscar una tiara o un collar de Helena —propuse.
Juliano se estremeció.
—No sería un buen augurio —repuso.
Le miré exasperado, sorprendido de que se mostrara tan quisquilloso en un momento como ese.
—Entonces, una testera de caballería —dije sin pensar, recordando las joyas y herrajes que el caballo de Juliano lucía en las testuz durante los actos ceremoniales. Juliano soltó un bufido.
—Soy el responsable de mis actos —gritó, visiblemente ofendido—. No permitiré que se me retrate como un caballo guiado por la nariz.
El clamor de la multitud empezaba a amainar y un nerviosismo inquietante se fue apoderando de los presentes, que observaban la animada discusión en el balcón preguntándose si debían temer por la validez de su aclamación. Finalmente, un soldado decidió intervenir.
Dando un paso al frente, se quitó la gruesa cadena de oro que lucía en calidad de portaestandarte de la cohorte de los petulantes y, sin pedir permiso, la puso sobre la cabeza del recién aclamado augusto. Juliano se volvió hacia la multitud con la larga cadena colocada precariamente sobre la coronilla, un bucle caído sobre la oreja izquierda, y a medida que el clamor aumentaba por última vez advertí que los rostros sonreían y supe que todo iría bien.
Ese mismo día, cuando Juliano se enteró de la rápida partida de Decencio y Florencio después de la aclamación, Euterio le aconsejó que matara a los familiares y contactos del segundo, quienes, asustados, se ocultaban en los arrabales, y se apropiara de su considerable fortuna para el erario. En lugar de eso, Juliano ordenó que los bienes se catalogaran, empaquetaran y enviaran en carretas a Roma junto con la familia, que debía viajar con todas las comodidades, e incluso lujos, protegida por la misma cohorte de arqueros petulantes. Fue un acto magnánimo, que pasmó y desconcertó a Constancio; fue un acto muy propio de la naturaleza clemente pero también astuta de Juliano; fue su último acto como cristiano y el primero como disputado emperador augusto de Roma.