III

Juliano sufrió un terrible golpe cuando se enteró de la incalificable traición de la emperatriz. Por ingenuidad o pura ceguera, no había caído en la cuenta de algo que todo el Imperio sabía: que los hijos del césar serían herederos del trono y eso haría peligrar la posición de Eusebia, pues el emperador, en lugar de aceptar al hijo de Juliano, podría sencillamente divorciarse de ella y tomar otra esposa que pudiera darle un hijo. De ahí su traición.

Juliano me ordenó que no revelara a nadie lo que me había contado Matilda. Mentí o, mejor dicho, me limité a decir parte de la verdad cuando Euterio me interrogó. Le informé de que la muchacha había muerto por causas naturales y que su caso estaba cerrado. El sagaz eunuco sospechaba que había algo más, estoy seguro, pero no dijo nada. Juliano, aunque conmocionado, se mantuvo por fuera tranquilo y eficiente, con un rostro que parecía ser ahora de granito. Su camino, sin embargo, era descender de un infierno a otro, pues a la semana de mi vuelta de Sens llegó la noticia de que algunos enemigos de Juliano de la corte del emperador, entre ellos Florencio, Pentadio y Pablo el Cadena, habían conseguido que Salustio fuera reclamado en Roma alegando que estaba poniendo a Juliano en contra del emperador. Se decía que Salustio estaba propalando el rumor de que el césar, no el augusto, era el más grande dirigente militar y civil del Imperio y el único salvador y restaurador de la Galia.

Las acusaciones eran ridículas, por supuesto, pues el taciturno Salustio raras veces expresaba su opinión sobre alguien o algo, y aún menos sobre el emperador. Pero los aduladores de Constancio, celosos del éxito de Juliano ante los germanos y la vieja y conservadora burocracia romana dentro de la Galia, atribuyeron su eficiencia a los esfuerzos de Salustio. En realidad, no veían una forma mejor de poner la zancadilla al césar que privarle de la presencia del que durante largo tiempo había sido su consejero y amigo. Las astutas acusaciones que, expresadas en forma de elocuentes alabanzas a las aptitudes de Juliano, presentaban ante el suspicaz y paranoico emperador tuvieron el efecto de la sal marina frotada contra una herida abierta.

Al principio la noticia dejó perplejo a Juliano y Salustio reaccionó adoptando una actitud aún más taciturna de lo normal. Con todo, aun sabiendo que le enviaban a una muerte segura, no a la jubilación honorable y desahogada que tenía merecida por sus largos años de servicio al Estado, mantuvo el mentón alto y tardó menos de un día en guardar sus escasas pertenencias en un macuto de cuero que se colgó del hombro antes de despedirse. A Juliano le perturbaron la frugalidad de sus bienes y la prontitud de su partida, la cual retrasó un día más para organizarle una escolta de treinta legionarios montados y regalarle su propia armadura, retocada a toda prisa por el mejor herrero de la ciudad, junto con un pequeño cofre lleno de julianos de oro. No obstante, cuando todo estuvo listo y Salustio subió pesaroso a su caballo para partir, el semblante de Juliano se volvió extrañamente apacible. Salustio le miró con suspicacia.

—Juliano —dijo—, te prohíbo que hagas nada por mí. No permitiré que te pongas en peligro ni pongas en peligro la provincia haciendo enfadar a Constancio con este asunto.

—No te inquietes, viejo amigo, no te inquietes. Solo busco el bien de Roma.

Salustio siguió mirándole fijamente.

—Son palabras como esas las que hacen que me inquiete.

Juliano sonrió con tristeza y dio una palmada en la grupa del caballo.

—Adiós, Salustio. Conserva la vida. —Calló cuando el caballo inició el trote—. Volveremos a vernos.

Salustio se volvió y le miró enfurecido desde la silla.

Durante esos tiempos sombríos Juliano gozó de pocas alegrías y motivaciones. De hecho, si decidiera contabilizarlas, sumarían como mucho tres. La primera y principal, en realidad la verdadera salvación de su alma, era el deseo de reducir su vida hasta la austeridad más pura. Mientras otros hombres en su situación buscaban casas en el campo, la costa o la montaña como refugio, y aunque quizá deseaba esas cosas, Juliano opinaba que las necesidades externas eran la marca del hombre corriente y superficial. De hecho, se enorgullecía de su capacidad para encontrar refugio en sí mismo cuando quería. En ningún otro lugar, decía, se refugia un hombre de los problemas con más silencio o libertad que en su propia alma, sobre todo cuando le inundan tantos pensamientos que, por el simple hecho de meditar sobre ellos, puede alcanzar inmediatamente una calma plena.

Como médico coincido y voy aún más lejos al señalar que esta calma plena no es otra cosa que el buen ordenamiento de la mente. Del mismo modo que los médicos siempre tienen sus instrumentos y cuchillos listos para casos que de súbito precisan sus habilidades, también el hombre necesita tener listos sus principios para comprender las cosas divinas y humanas, y para hacerlo todo, hasta lo más nimio, teniendo presente el lazo que une lo divino con lo humano. El hombre no puede hacer correctamente nada relacionado consigo mismo sin, al mismo tiempo, tener una relación con las cosas divinas. Y apoyándose en sus principios fundamentales, Juliano era capaz de limpiar su alma y liberar su vida del desorden y la distracción, lo que le permitía concentrarse en desarrollar el plan que iba a elevarlo a las alturas y hundirlo en las profundidades.

Así pues, proseguía con su rutina de siempre, mas ahora con una severidad y una dedicación que rivalizaban con las de los ascetas más rigurosos. Daba cabezadas breves y despertaba espontáneamente, y cuando se notaba cansado volvía a tumbarse, no sobre un lecho de plumas o bajo cobertores de seda de vivos colores, sino en un basto jergón urdido que los campesinos galos llamaban susurna y bajo una vieja manta de lana militar o, como Diogneto, sobre una tabla y una piel. Se decía que Alejandro Magno dormía con un brazo sobre una jofaina de bronce y una bola de plata en la mano para que, cuando se durmiera y sus músculos se relajaran, le despertara el sonido de la bola al caer. Juliano, sin embargo, no necesitaba de tales métodos artificiales para despertarse cuando quería.

Era del todo indiferente al frío y el calor, y le daba lo mismo estar adormilado que despejado tras un buen sueño, ser criticado o elogiado. Me atrevería incluso a sospechar que mostraría por el hecho de estar agonizando el mismo interés que si estuviera haciendo cualquier otra cosa, pues para él morir era un acto más de la vida y le habría bastado con hacerlo bien, si esa era la tarea que había emprendido. Su moderación con la comida, básicamente vegetariana, era legendaria, y a veces aguantaba todo el día con una galleta de soldado, como si la idea de alimentarse hubiera abandonado su mente. Ni en los banquetes solemnes se prestaba a la práctica común entre los comensales de provocarse el vómito para poder seguir comiendo, ni aprobaba que se hiciera en su presencia.

Sin embargo, a pesar o quizá debido a los rigores físicos a los que voluntariamente se sometía, nunca le vi enfermar, salvo en una ocasión, cuando casi lo mató un brasero que le instalaron en su aposento. Ese invierno estaba siendo severo, sobre todo en comparación con el clima normalmente benigno de París, y el Sena criaba pedazos de hielo que parecían mármol, y en tal cantidad que casi formaban una senda continua de una orilla a otra. Juliano, por lo general, se negaba a que sus criados le caldearan la habitación, pues opinaba que el calor y la mala ventilación inducían al sueño, al cual no podía rendirse dadas todas las demás exigencias sobre su energía y tiempo. Esa noche, cuando finalmente permitió que le trajeran algunas brasas, sus temores se cumplieron y se durmió. Estando cerradas la ventanas, el humo pronto lo intoxicó, y fue únicamente por una feliz coincidencia que un escriba citado para trabajar lo descubrió tirado en el suelo, pálido y sin apenas aliento. Cuando yo llegué, Juliano ya había recuperado el conocimiento y me despidió agitando débilmente una mano, tras jurar que jamás volvería a permitir que se caldeara su habitación.

La decoración de sus dependencias era parca. Una cruz en la pared oeste para que recogiera la luz del sol naciente y, apiladas por los rincones, piezas arqueológicas cubiertas de polvo por las que había desarrollado un reciente interés: huesos extraños de criaturas gigantes, conchas de moluscos desconocidos halladas en cumbres montañosas y, sobre todo, cabezas, torsos y otras partes corporales de ídolos diversos encontrados bajo tierra cuando sus ingenieros excavaban el suelo para construir nuevas murallas y edificios. En una ocasión, al toparme con un extenso depósito de lo que parecían fragmentos de sarcófagos desperdigados por el pasillo y la antesala, perdí la paciencia, no estoy seguro de por qué, hermano, quizá por el hecho de que reuniera vestigios de dioses muertos o, mejor dicho, inexistentes, actividad que me parecía frívola y fútil.

—Juliano —dije esforzándome por mantener un tono neutro pero directo—, tus colecciones se están convirtiendo en un peligro para tus guardias. El pasillo parece el cementerio de un pagano. El número de tus deidades griegas supera en mucho el de tus cruces.

—¿Más dioses paganos que cruces? —repitió distraídamente—. Como ha de ser.

—¿Por qué? —pregunté con suspicacia.

Juliano dejó de manipular con los documentos que inundaban su mesa y me miró sorprendido.

—¿Acaso un bocado de pan no basta para recibir la eucaristía? De acuerdo con los ortodoxos, hasta un pedacito de hostia basta para recibir toda la presencia y la gracia de Cristo. La gracia no se duplica si vuelves a hacer cola para recibir un segundo pedazo, ni se triplica si recibes tres. ¿Estás de acuerdo?

—Desde luego. Pero ¿adónde quieres llegar?

—A una cosa solamente: a que una cruz en la habitación basta para todos los propósitos de Dios.

—¿Y una estatua pagana no basta? —pregunté, algo molesto—. ¿Necesitas treinta?

—Ah, de modo que el problema no está en el desorden. —Contempló las hileras de cabezas y miembros mutilados con una expresión que juzgué de suma satisfacción—. Son muchas las deidades paganas. Y yo… en fin, como puedes ver, soy un coleccionista.

A la luz de velas y candiles proseguía con sus estudios de filosofía y poesía, y sus conocimientos abarcaban la extensa historia romana, tanto de los asuntos internos como de los exteriores. Aunque prefería hablar en griego conmigo y con quienquiera que conociera su lengua materna, también estudiaba latín en profundidad, idioma que llegó a dominar con el tiempo. La verdadera vida de Juliano consistía en trabajar a la luz de un candil, como el viejo héroe Demóstenes, cuyos adversarios habían asegurado con sarcasmo que sus oraciones olían a aceite. Y al candil se mantuvo unido incluso la noche de su muerte.

También en aquel tiempo desarrolló sus habilidades retóricas declamando interminablemente en los baños, por las noches, y entablando debates simulados consigo mismo o con uno o dos instructores, mientras yo u otro de sus amigos opinaba y hacía observaciones. En este campo consideraba que el éxito estribaba no en impresionar a los eruditos, sino en conmover al soldado de a pie, al hombre tosco privado de una educación formal pero bendecido con un sentido común infalible. Por consiguiente, aprendió y ensayó expresiones y giros que habrían dejado frío a un retórico profesional porque estaba convencido de que llegarían al corazón del soldado corriente. Como respuesta a mis dudas sobre la utilidad de sus esfuerzos, me recordó que a Aristóteles, el más grande teórico de la retórica, lo había contratado el gran Filipo de Macedonia para que instruyera a su hijo Alejandro, el más grande de los generales, y a partir de ahí hacía siglos que se reconocía que la elocuencia era una condición indispensable para el éxito militar. Calificaba de enorme error que en la educación moderna ese aspecto hubiera quedado olvidado. Apuntaba hacia arriba dirigiendo su retórica hacia abajo, a los hombres de armas que le apoyaban.

Su segunda fuerza motriz, después de reducir su vida a los principios esenciales, era la religión, y de la fe cristiana era fiel defensor y contribuyente económico. El obispo de París era un invitado frecuente a su mesa y un colega en animadas discusiones, especialmente sobre la Trinidad, tema que interesaba y preocupaba sobremanera a Juliano. En el quinto aniversario de su ascenso a césar, se celebró en el palacio una gran fiesta, pero Juliano se concentró, sobre todo, en preparar un solemne oficio en la catedral de Vienne, la primera ciudad de la Galia a la que había llegado un lustro atrás. A fin de conmemorar la pericia del césar para unificar a los pueblos y ejércitos bajo su mando, el obispo local, pasable músico aficionado, reunió cuatro coros fuera de la catedral para cantar fragmentos del oficio en las cuatro lenguas bíblicas: hebreo, latín, el griego de los Evangelios y ese dialecto indocumentable, el habla de los lunáticos poseídos por los demonios. Bajo la dirección hábil del obispo, la música de este conjunto de coros combinado se elevó hasta los cielos en un ritmo y contrapunto perfectos. Lo que vino a continuación, sin embargo, fue menos armonioso, pues los tres coros cuerdos entraron en la iglesia para seguir con su cometido, mientras a los lunáticos se les obligaba a guardar silencio fuera de la nave. Semanas más tarde, en la festividad de la Epifanía, Juliano celebró otra solemne misa presidida conjuntamente por los obispos de Vienne, Sens y París, y ofreció una absolución general de los pecados que los asistentes agradecieron profusamente. En esta ocasión exhibía una magnífica diadema con incrustaciones de piedras preciosas, muy diferente de la corona barata que luciera cinco años atrás, al comienzo de su reinado, y que le daba el aspecto del presidente de un encuentro atlético local.

Esa misma noche, la pobre Helena falleció de la enfermedad de estómago que llevaba tiempo padeciendo. Abandonó este mundo, no obstante, con una sonrisa en el rostro, siendo su último pensamiento, sin duda, que no tardaría en reunirse con la carne de su carne que se había ido al cielo cuatro años antes que ella, si es que puede decirse que los no bautizados, aun siendo niños inocentes, pueden entrar en el Reino, tema sobre el cual, hermano, tú estás más capacitado que yo para opinar. Poco después recibimos la noticia de que la emperatriz Eusebia había muerto en Roma un día después que Helena. Ambos maridos derramaron lágrimas, no me cabe duda, pero es imposible determinar qué proporción vertieron por cada una de las mujeres.

En cuanto a la tercera fuerza motriz de su vida, en aquel momento yo ignoraba, aunque lo comprendí mucho después, que su principal motivación, de hecho la esencia de su ser, era de naturaleza impía. El motivo de la determinación que le impulsaba a levantarse cada mañana y trabajar todo el día y mitad de la noche hasta reventar era tan indigno de un filósofo, aunque quizá tan propio de un César, que no me sorprende que no se me ocurriera durante aquella época en la Galia. Sin embargo ahora, cuando escribo transcurridos ya algunos años, poseo la visión y la sabiduría para reconocer y nombrar lo obvio, su tercera motivación, el auténtico estímulo de su existencia.

La sed de venganza.

En aquel entonces, sin embargo, no tuve ocasión de reflexionar sobre ese aspecto porque fue por esa época, justo después de mi regreso de Sens con las noticias sobre la hija de la comadrona, cuando tuvo lugar otro suceso que se convirtió para mí en tema de mayor preocupación. Una noche de insomnio, me dirigí a los aposentos de Juliano en busca de compañía, sabedor de que lo encontraría despierto y probablemente con ganas de charlar. Cuando llegué, no obstante, hallé la puerta cerrada, y por ella se filtraba una conversación. No eran las pausas y exclamaciones efectistas que hacía cuando ensayaba sus discursos, sino una charla animada, casi una discusión. Dudando si interrumpirle, al final me senté en un banco del pasillo hasta que la llegada de un escriba citado para anotar los dictados de Juliano me sacó de mis pensamientos.

De repente se me ocurrió que quizá Juliano estuviera dictando.

—Creo que está ocupado con tu predecesor —advertí al escriba cuando se disponía a abrir la puerta—. No interrumpas al césar hasta que haya terminado.

El hombre me miró extrañado.

—No puede ser —dijo—. Soy el primer escriba que ha citado esta noche.

Sorprendido, me levanté y seguí al hombre hasta el interior de la sala, donde descubrí a Juliano sentado a su mesa, nervioso, con los libros cerrados y apartados a un lado y una mirada vacía, casi empañada, en los ojos. No había nadie más en la habitación. Fue la primera noche de las muchas que, a partir de ese momento, lo encontraría hablando solo.