II

Tal como Juliano había dicho, su objetivo no era únicamente fomentar una existencia pacífica en la Galia, sino devolver a la provincia la prosperidad de que había gozado como joya del Imperio Occidental de Roma. Ya he mencionado que a su llegada encontró una burocracia estatal desastrosa, abotagada por el nepotismo y la incompetencia, y fragmentada por los ataques de los invasores bárbaros. Recién nombrado césar, lógicamente, carecía de experiencia tanto en asuntos civiles como militares pero, una vez que hubo consolidado las victorias de su ejército y se hubo otorgado cierto espacio para respirar, Juliano estaba destinado a convertirse en un administrador tan competente como lo había sido en su cargo de general. En realidad, «competente» no es el término que mejor describe su actuación. Bajo la tutela inicial de Salustio, y más tarde con su ingenio y determinación natos, pronto se convertiría en el gobernador más brillante que la Galia veía desde hacía generaciones.

Del mismo modo que cuatro años antes había pasado el invierno entrevistando a cada uno de los comandantes de las guarniciones de la Galia bajo su mando y elaborando con ellos estrategias, Juliano convocó a los prefectos y supervisores tributarios de todas las ciudades y procedió a reorganizar de arriba abajo el sistema de recaudación y gasto, así como a detener la evaporación fiscal que se producía a lo largo de las numerosas vías por las que viajaban los ingresos hasta las arcas del Estado. Muchos recaudadores veteranos dimitieron de su puesto como protesta contra las autoritarias medidas, y Juliano los sustituyó enseguida por otros, nombrados no de acuerdo con lazos de sangre o sobornos, sino con su competencia administrativa y su lealtad al césar y a Roma. Con ayuda de Salustio y otros oficiales de confianza, emprendió una revisión de las finanzas de la provincia, tarea a la que dedicó dos inviernos completos examinando cuentas y tasaciones durante noches interminables. La equidad y aptitud que demostró en temas fiscales, hermano, es algo que han resaltado autoridades de todas partes, tanto seculares como religiosas, algo que tú también has señalado y que hasta el santo Ambrosio de Milán, pese a su prolongado odio al césar, ha reconocido a regañadientes. Pues era en beneficio del Estado romano y del pueblo llano que tales temas fiscales debían regularse. Diligentemente, Juliano se aseguró de que nadie fuera gravado con más impuestos de los que le correspondían, de que los ricos no se incautaran de las propiedades de los pobres, de que nadie se hallara en un puesto de autoridad que le permitiera aprovecharse de los desastres públicos y de que ningún funcionario pudiera infringir la ley con impunidad.

Lo más importante de todo fue la eliminación de dos prácticas sumamente nocivas mediante las cuales Florencio, el prefecto, había conseguido, con su negligencia, llevar al borde del desastre a la provincia de la Galia. La primera era la concesión arbitraria de «indulgencias», o sea, la anulación de impuestos atrasados, la cual, a ojos de todo hombre justo, podría parecer beneficiosa. Mas no era ese el caso bajo el mandato de Florencio, pues dicha práctica únicamente beneficiaba a los ricos, que mediante métodos como obsequios, sobornos y amenazas eran capaces de convencer a los recaudadores de que renunciaran a las cantidades debidas por sus propiedades e ingresos, al menos hasta que se concediera una nueva indulgencia. En cambio los pobres, como suele ocurrir, debían pagar todos los impuestos que debían, sin excepciones ni aplazamientos, en cuanto llegaba el recaudador. Huelga decir que esa práctica generaba tremendas pérdidas para el erario y perjudicaba el bienestar del pueblo.

La otra técnica de Florencio, en cierto modo el anverso de la indulgencia, era el augmentum, un impuesto suplementario que un decreto de Constancio firmado años atrás había permitido que el prefecto aplicara a discreción. Este elevado e irregular impuesto estipulaba que las cantidades debidas por aquellos contribuyentes que no podían o se negaban a pagar debían recaer en quienes ya habían abonado sus propios impuestos. Cuando Juliano se enteró de semejante desvergüenza, sus ojos se encendieron de ira y murmuró «¡Tiranía!» antes de declarar que, mientras él gobernara en la Galia, ningún impuesto de esa índole sería permitido en su provincia. Solo tuvo que nombrar las regiones donde se habían aplicado los augmenta en el pasado —Iliria, por ejemplo— para demostrar que la población se había visto reducida a la miseria a causa de ellos. Solo los ricos, naturalmente, eran lo bastante influyentes para poder declararse «insolventes». Por consiguiente, el gravamen volvía a recaer en los pobres.

Furioso por los desafíos que le arrojaba Juliano, a quien tenía por un aficionado en temas de administración civil, Florencio se pasó el invierno yendo y viniendo entre el palacio del césar y sus opulentas dependencias portando números, cuadernos y registros fiscales. Juliano no se dignó siquiera a hojearlos, y en una ocasión, estando yo presente, incluso los arrojó al suelo y ordenó a Florencio que desapareciera de su vista. El prefecto descargó en Constancio coléricas misivas para quejarse de la impertinencia e ignorancia de su joven pupilo, pero el emperador, reacio a hacer del asunto una batalla, se limitó a intentar reconciliarlos, implorando en privado a Juliano que fuera más confiado y flexible con su prefecto.

Al final, la obstinación de Juliano se impuso y Florencio se vio obligado a ceder, para gran beneficio de la provincia, pues al eliminar exenciones y exigir estrictamente el pago de todas las cantidades debidas Juliano fue capaz de inflar las arcas del Estado hasta un nivel sin precedentes en todo el reinado de Constancio. Efectivamente, durante su administración, consiguió incluso reducir la capitatio, la carga fiscal por cabeza, de veinticinco aurei a solo siete, cantidad que, después de las medidas de eficiencia aplicadas, seguía ofreciendo un amplio presupuesto para el funcionamiento del Estado. La clave consistía no solo en gravar a los contribuyentes, sino en asegurar los pagos, quizá por primera vez en siglos. Tales medidas eran casi desconocidas no solo en la Galia sino en todo el Imperio, y los métodos de Juliano empezaron a ser célebres en la capital.

Igual de importantes, quizá, fueron sus reformas jurídicas, que contrastaban sobremanera con las prácticas aceptadas hasta el momento. Harto de buscar jueces y gobernadores locales con aptitudes que estuvieran a la altura de la educación y la equidad que exigía Juliano, al final decidió impartir él mismo justicia. Eso, sin embargo, comenzó a suponer una carga, pues en los meses de invierno el tiempo se le iba cada vez más en la resolución de pequeñas disputas sobre bienes y reclamaciones de dotes. Hacia la primavera, cuando se sabía que no tardaría en partir en una campaña contra los bárbaros, individuos que buscaban desagravio se apelotonaban en el palacio para suplicarle que atendiera su caso antes de marchar, fenómeno que creaba largas colas en los pasillos y la escalinata de entrada. No le daban respiro ni de noche, cuando demandantes especialmente insolentes o desesperados se apostaban cerca de las ventanas de Juliano y vociferaban o cantaban su alegato y defensa en cuidados versos para atraer su atención.

Como era evidente que no disponía de tiempo para investigar personalmente cada asunto, muchas veces remitía los casos a los prefectos y gobernadores provinciales, y a su vuelta revisaba el resultado de los pleitos. No mejoró el respeto a su intimidad cuando se supo que muchas veces suavizaba las sanciones impuestas por aquellos.

Finalmente, deseoso de recuperar una parte de su tiempo e intimidad, se limitaba a atender los casos de extrema importancia y, dado que estos eran los más seguidos, la reputación que tenía de dictar sentencias personalizadas se propagó aún más. Recuerdo en concreto el caso de Numerio, nuevo gobernador de la Galia Narbonense en el litoral sur. Sus enemigos le habían acusado de malversación de fondos y Juliano decidió llevar personalmente el caso, que permitió que transcurriera a puertas abiertas. A fin de dar ejemplo, dirigió las audiencias y testimonios con inusual severidad, muchas veces interrogando él mismo a los testigos. Numerio, sin embargo, preparó una defensa irrecusable y finalmente quedó absuelto, para gran alegría de sus partidarios. El sagaz fiscal Delfidio, que había hecho el largo trayecto desde Roma para tener la oportunidad de participar en un caso tan famoso, se exasperó ante la falta de pruebas a su favor y en un momento del juicio se dirigió al estrado con una ácida pregunta. «Poderoso césar —dijo—, ¿qué posibilidades hay de declarar culpable a alguien si a este le basta con negar las acusaciones?». Un murmullo recorrió la atestada sala cuando Juliano enrojeció de indignación por la impertinencia del hombre. Se levantó y miró autoritariamente a Delfidio, que al principio se mantuvo firme pero poco a poco empezó a encogerse contra la pared que tenía detrás. «¿Y qué posibilidades hay —bramó Juliano— de absolver a alguien si una simple acusación basta para condenarlo?».

Fue en torno a esta época, cuando su participación en los tribunales se hallaba en pleno apogeo, que el viejo Euterio, el eunuco, hizo una observación que, probablemente como ninguna otra, contribuyó al desarrollo de los acontecimientos posteriores. Había regresado de Italia, después de haber pasado mucho tiempo asimilando en silencio los rumores e intrigas de la corte de Constancio, y recuperado su puesto como máximo ayudante de Juliano.

—Señor —dijo despreocupadamente, como si acabara de tener una idea, y puede que así fuera—, perdona que salga ahora con esto, pero existe un desagradable asunto que todavía no has zanjado.

Juliano alzó la vista al techo, atónito al principio, aunque parecía haber regocijo en sus ojos.

—Euterio, viejo perro, ¿de qué estás hablando?

El eunuco mantuvo su acostumbrada gravedad.

—Perdona de nuevo mi atrevimiento, señor, pero Flaminia… la… ejem… la comadrona, tenía una hija que todavía vive. Lleva cuatro años consumiéndose en una celda solitaria sin haber tenido un juicio. Has degradado a otros gobernadores y jueces por tratar a sus presos con igual severidad. Cuentan que está medio loca, pero quizá deberías zanjar este caso de una vez por todas. Lenguas hostiles han estado rumoreando sobre su encarcelamiento, en particular la de Florencio. Y tales rumores pueden crear dudas sobre la imparcialidad de tus reformas jurídicas.

Juliano, que apenas recordaba la existencia de la muchacha, observó desconcertado al anciano y, a renglón seguido, miró interrogativamente a Salustio, que se puso a revolver los papeles que descansaban sobre la mesa para evitar su mirada.

—He intentado en varias ocasiones asignar el caso a un juez adecuado —explicó con voz queda Salustio—, pero todos lo han recusado. Temen tu ira si la declaran inocente y temen que les acuses de cobardes y lisonjeros si la declaran culpable. Pero, ante todo, temen tener que llamaros a ti y a doña Helena para declarar. Es una situación sumamente incómoda y yo te aconsejaría que resolvieras el asunto en privado, quizá enviando a un centurión de confianza a su celda con una cuchilla afilada.

Juliano saltó.

—¡Un centurión de confianza! ¿Y qué iba a impedir que ese centurión de confianza comentara el asunto a otro centurión de confianza y luego a otro? ¿He estudiado filosofía todos estos años para huir de mis propias responsabilidades? ¿Tan difícil es ofrecer a la muchacha un juicio justo y buscar la verdad? Desde luego que no. Yo mismo dirigiré el juicio como la prueba máxima a mi objetividad y autocontrol. Procedamos, pues.

Santo Dios, qué asunto tan espantoso. Todavía tiemblo al recordarlo. Juliano tuvo la precaución de enviarme en secreto a Sens, acompañado únicamente de un guardia, para visitar a Matilda en su celda, determinar si estaba en condiciones de viajar a París para el juicio y, de ser así, hacer los arreglos necesarios para su traslado. Antes de mi partida, en una reunión apresurada conmigo y con Salustio, Euterio señaló el escándalo que estallaría si Juliano presidía, en calidad de máximo juez, el juicio público de la muchacha. El daño que supondría para su reputación de hombre imparcial el hecho de que el césar juzgara a un acusado haciendo simultáneamente de magistrado y demandante sería incalculable. Por no mencionar que la aparición de la hija de la terrible comadrona ante Helena probablemente haría tambalear aún más el frágil estado anímico de la princesa. Así pues, acordamos que yo intentaría demorar todo lo razonablemente posible el traslado de Matilda a París, a fin de darles tiempo para convencer a Juliano de que la idea de un juicio público era una locura y que se trataba de un asunto que había que resolver en privado.

Los esfuerzos de Euterio y Salustio fueron en vano, mas no por la razón que imaginas. Siguiendo sus instrucciones, tardé cinco días en llegar a Sens —trayecto que a un ritmo brioso se hace en dos días— fingiendo primero malestar físico, introduciendo luego un pellizco de arsénico en el pienso de mi caballo para producirle un cólico y, por último, deteniéndome en uno de los pueblos por los que pasábamos para, subrepticiamente, preguntar si alguien necesitaba atención médica. Acepté tratar de urgencia a una familia necesitada que, al final, resultó ser un simple caso infantil de sarna y conjuntivitis. Fui incapaz de alargar el tratamiento más de dos horas, pero para entonces ya era demasiado tarde para reanudar el viaje. Así pues, mi guardia y yo nos vimos obligados a pasar la noche en la casa del niño enfermo, donde al final el guardia, fortuitamente, logró contraer conjuntivitis, lo que retrasó nuestra llegada un día más. Qué se le va a hacer.

Cuando por fin llegamos a Sens, fui directo a la remota prisión de los aledaños donde estaba retenida la muchacha, reacio a demorarme en la ciudad por las muchas personas que me conocían y podían hacerme preguntas incómodas. Al llegar a la celda, una choza de piedra sin ventanas muy próxima a los muros de la ciudad y el vertedero municipal, me sorprendió que, pese a tener el cerrojo echado, no gozara de vigilancia alguna.

Miré entre los dos barrotes de hierro que casi cubrían por completo la estrecha ranura de aire situada en un lado de la pared y no vi nada, pero cuando hablé creí oír un leve ruido, como de ratas. Furioso con los centinelas no solo por el abandono de su deber sino por el penoso trato dado a una presa, envié a mi guardia personal a la guarnición de la ciudad para que hiciera indagaciones mientras yo me apostaba junto a la celda a esperar.

No había transcurrido ni media hora cuando un soldado de aspecto enfermizo, un viejo auxiliar galo pálido y sin afeitar, salió de las proximidades del vertedero arrastrando los pies y tambaleándose como un marinero que acaba de tocar tierra después de tres semanas de travesía. Me miró con los ojos ligeramente desenfocados y, en un latín chapurreado, me preguntó qué quería.

Le miré altivamente.

—¿Que qué quiero, mono borracho? Soy un médico enviado por las autoridades para comprobar el estado de tu prisionera. ¿Es así como haces tu guardia?

El hombre me miró insolentemente, evaluando si en verdad podía yo tener alguna autoridad sobre él; luego apartó la vista y se encogió de hombros con resignación.

—Si solo fuera el alcohol, señor. Es el cólera, que se ha extendido por las zonas fétidas como este vertedero y seguro que pronto llegará a la ciudad. Vengo de la letrina, señor, de vomitar y cagar hasta echar las tripas. Si lo deseas, será un placer para mí darte una muestra de los resultados, pues hay mucho más allí de donde vengo. Te conviene guardar tu tratamiento para gente como yo, no para la zorra de esa celda, pues si no ha muerto ya de cólera lo hará dentro de un par de días. —Acto seguido se apoyó débilmente contra la pared y consiguió sacar un hilillo de bilis por la comisura de la boca y esbozar una sonrisa burlona.

Le miré horrorizado. Durante los últimos días de viaje no había oído nada sobre una epidemia y no sabía si creer al hombre. En todo caso si lo que decía era cierto, que Matilda estaba agonizando, quedaba poco tiempo. Me aparté de él mientras me observaba con curiosidad, sin dejar de sonreír, y le arrojé una moneda de oro que aterrizó en el suelo, a sus pies.

—Déjame entrar para ver a la presa. Tengo órdenes.

El carcelero no apartó la vista de mí, ni siquiera para mirar la moneda.

—Yo también tengo órdenes, las de no dejar que nadie la vea, y durante cuatro años así ha sido. Solo sé que sigue viva porque cada día el pan desaparece y la mierda es arrojada por ese ventanuco que hay sobre tu cabeza.

Miré cauteloso la rendija de aire y me aparté unos pasos. Le lancé otra moneda.

—El tratamiento del cólera es caro, señor —dijo el hombre con voz queda, casi amenazadora.

Exasperado, le arrojé la bolsita de monedas que llevaba atada al cinturón. Cayó a sus pies con un golpe gratamente contundente. El hombre asintió en silencio y, sin dignarse a recogerla, pasó bruscamente por mi lado mientras extraía una llave oxidada de una anilla que le colgaba del cinturón. Tanteó la cerradura hasta que la llave encajó y la puerta se abrió hacia dentro sobre unas bisagras herrumbrosas, largo tiempo en desuso. Entré y oí el chirrido metálico de la puerta al cerrarse tras de mí.

Permanecí quieto mientras mis ojos se acostumbraban a una oscuridad únicamente quebrada por el angosto rayo de luz perpendicular que entraba por la rendija cubierta de telarañas. Miles de motitas de polvo flotaban perezosamente en el haz de luz, como si no supieran si quedarse en el entorno conocido de la celda o subir hacia la ranura y la libertad, los únicos seres aquí que tenían permitida esa opción. En la pared del fondo, donde aterrizaba el estrecho rayo, una lagartija diminuta se estaba empapando de una luz que para ella debía de ser un verdadero lujo. Antes de que mis ojos se hubieran adaptado del todo, y todavía reacio a apartar la mirada de la familiaridad y la seguridad de las partículas flotantes, sentí una mano en el tobillo y una voz asmática se elevó desde el suelo hasta mis oídos.

—De modo que el gran médico Cesáreo se ha rebajado a hacer una visita a su colega y acompañarla en su condena a muerte.

No dije nada. Había esperado la voz en la oscuridad, mas no esas palabras. No tenía sentido iniciar un debate con esta mujer demente, pues no había sido capaz de seguir una conversación ni cuando estaba cuerda, cuatro años atrás. Mis órdenes eran claras: comprobar su estado físico para determinar si podía viajar.

—No soy tu colega ni estoy aquí por una condena a muerte. Tampoco tú, por el momento. He venido a examinarte.

Oí un débil suspiro.

—Eres un médico competente, aunque a lo largo de tu carrera probablemente has tenido, como mucho, tres pacientes. Yo era una simple aprendiz de comadrona, pero asistí al nacimiento del triple de seres en un solo día. Tú traes vida y también la entierras. Yo hacía lo mismo, pero entre los humildes y desvalidos, no entre césares y emperadores, y a cambio de una cesta de huevos, no de una sinecura real. ¿Quién eres tú para negar nuestra afinidad, colega? —E hizo una profunda inspiración que desembocó en un ataque de tos y náuseas.

Escuché en silencio las expectoraciones, calibrando la profundidad pectoral desde la que emergía la flema, juzgando por el ácido olor la cantidad de sangre y tejido pulmonar deshecho que la mujer estaba expulsando con cada espasmo. Maldita sea, era el cólera. Tenía neumonía. Y sería un milagro que durara otra noche.

Me arrodillé a su lado, en medio de la oscuridad, y noté espantado que mi rodilla se hundía en una sustancia blanda y húmeda. Tendí una mano para palparle el pecho. Han sido muy pocas las veces que he sentido verdadero asco por un paciente o un procedimiento médico, ni siquiera en las autopsias de los sujetos más fermentados, pero en esta ocasión era difícil experimentar algo que no fuera repulsión. Sujeté el flaco hombro de la mujer. La piel, seca y escamosa, apenas cubría sus huesos de pajarito y noté que la muerte descansaba sobre ella como una mortaja.

—No he enterrado a más emperador —murmuré distraídamente— que el futuro emperador a quien tu madre asesinó, y sobre mí no recae ninguna sentencia de muerte.

Otra inhalación de aire desembocó en un ataque de sollozos y tos. Le puse una mano sobre el enjuto pecho y sondeé el vaivén espasmódico de los pulmones llenos de líquido mientras Matilda luchaba por recuperar el aliento.

—Todavía eres… joven —repuso con sumo esfuerzo, jadeando con cada palabra—, como yo. Tenemos toda la vida por delante, ¿no te parece? Hay mucho tiempo… para enterrar emperadores a puñados. En cuanto… en cuanto al que dices que mi madre asesinó, estás equivocado, querido colega. Estás culpando al cuchillo… del acto del carnicero.

Enferma o no, la mujer era increíblemente repulsiva, pero era mi paciente y yo había hecho el juramento, tanto por el espíritu de Hipócrates después de mis estudios como por el de Cristo en mi bautismo, de hacer cuanto estuviera en mi mano para ayudar a desgraciados como ella. Abrí mi bolsa, que había depositado sin querer sobre otra sustancia de sospechoso olor, y busqué algo que pudiera aliviarle el dolor de la congestión durante las pocas horas que le quedaban de vida. Con intención de entablar una conversación ociosa que la distrajera, más que de realizar serias pesquisas, retomé su última observación.

—¿Y quién podría ser el carnicero? —inquirí, y al instante lamentó la pregunta por temor a que provocara en su mente desquiciada otro ataque de tos, esta vez fatal. En tal caso me vería obligado a vivir con el pecado de haber matado a una mujer por darle conversación.

Esta vez la tos, sin embargo, no llegó. Matilda guardó silencio y tomó mi mano, que todavía descansaba sobre su pecho jadeante, entre sus dedos delgados con una fuerza sorprendente para alguien tan frágil. Tanto tiempo se aferró a ella que pensé que había perdido el conocimiento antes de poder darle la poción, y me disponía a levantarme cuando el ritmo de su respiración cambió y noté que se aclaraba la garganta para decir algo. Me quedé donde estaba.

—Más te habría valido examinar las monedas en lugar del cuerpo —dijo, y guardó silencio salvo por su respiración sibilante.

La miré desconcertado. ¿Las monedas? Las únicas monedas que me venían a la mente eran las piezas de oro de la bolsa que Flaminia tenía consigo cuando la detuvieron mientras huía de la ciudad. Yo apenas les había echado un vistazo cuando el soldado las mostró en su mano antes de que Pablo las confiscara para el erario. La muchacha desvariaba.

—¿De qué estás hablando? —pregunté suavemente, está vez con todos mis sentidos en guardia—. ¿Qué monedas?

—El dinero manchado de sangre —susurró—. Los julianos… los malditos julianos.

Me esforcé por recordar los acontecimientos de aquella espantosa noche. Poco a poco empecé a comprender. Los «julianos»… ese era el nombre que recibían las monedas de oro que había acuñado Constancio para conmemorar la coronación de Juliano como César del Imperio Occidental. Pero yo no era numismático. ¿Qué tenían que ver con…?

De repente lo vi claro. Las monedas se habían acuñado en Milán casi cinco años atrás. Poco después, la emperatriz Eusebia obsequió a Juliano con un juego de esas monedas montado en un estuche especial. No obstante, debido a la lentitud del ritmo de producción y a la pausada dispersión de las monedas a lo largo y ancho del Imperio desde el lugar de su acuñación, no habían empezado a circular por el norte de la Galia hasta… el año anterior. Recuerdo que reparé en ese hecho por el notable parecido del césar con la efigie en el anverso de la moneda. Así pues, ¿de dónde había sacado Flaminia una bolsa llena de monedas nuevas casi cuatro años atrás y por qué Pablo no había observado ni investigado su origen? A menos que…

Un dolor punzante me atacó de pronto la cabeza mientras tomaba el rostro de Matilda entre mis manos. La muchacha tenía las mejillas bañadas en lágrimas.

—Matilda, ¿dónde consiguió tu madre esas monedas? ¿Quién se las envió? Dímelo, muchacha, te estás muriendo, lo sabes bien, debes decirme quién se las envió…

Sus gemidos de desesperación ahogaron mis palabras, seguidos de un violento ataque de tos del que sabía que ya no se recuperaría. La muchacha estuvo presa de la tos y los estertores durante largo rato, hasta que ya no pudo respirar y luego, resollando, aspiró gradualmente el aire suficiente para iniciar otra ronda de expectoraciones. Grandes goterones de líquido y tejido brotaban de su boca y le caían por el mentón mientras yo contemplaba su oscura figura en las movedizas sombras. La menguante luz todavía se abría paso por la ranura, su ángulo decreciente a medida que trepaba inexorable por la pared, seguida imperceptiblemente por la lagartija como un leñador extraviado sigue unas huellas hasta su casa, como un alma liberada sigue el sendero de luz hasta su recompensa.

La tos de Matilda finalmente se redujo a un resuello, a una respiración trabajosa que ahogaba su voz, de modo que susurró las últimas palabras que comunicaría a un colega:

—Los brazos de Eusebia son largos.

Cuando salí a la hora del crepúsculo primaveral, la ligereza y efervescencia del aire, comparadas con la fétida pesadez de la celda, casi me abrumaron, y por unos instantes me sentí mareado y desorientado, deslumbrado por el color y la claridad de las cosas, y me dije que lo que había escuchado quizá fuera un sueño, un sueño espantoso. Ojalá, pensé, ojalá hubiera nacido en el legendario monte Atlas, donde dicen que los sueños no existen. Entonces miré hacia un lado y vi de nuevo al viejo galo, que salía de detrás del vertedero y se acercaba cojeando. Le miré fijamente, más por mi desconcierto interno que por algo concreto en él. Al atisbarme se detuvo, me saludó alzando pausadamente una jarra de barro y sonrió mostrando sus dientes negros y podridos.