I

Ese invierno fue el primero de los varios que Juliano pasó en su nuevo cuartel militar de París. La ciudad, antes de Julio César, había sido un pueblecito de pescadores propenso a las inundaciones, enraizado en una isla pantanosa en medio del Sena y habitado por la tribu, ya desaparecida, de los parisios. En los siglos que siguieron se convirtió en un centro administrativo y cultural de gran importancia, como bien sabes, hermano, dados tus contactos con tus colegas obispos de esa urbe cristiana. Habiéndose extendido más allá de los confines de la miserable isla fluvial, los muros se ampliaron en varias ocasiones en la orilla izquierda para acoger un magnífico foro, una enorme arena con asientos para dieciséis mil personas que ofrecía espectáculos de gladiadores y cómicas batallas navales, y lo que constituía el mayor placer de Juliano como correspondía a esas tendencias sibaritas que aún permanecían en su alma después de que la mayoría fueran expulsadas por su cristianismo y su filosofía estoica: una magnífica colección de baños.

Eran unos edificios de elevados arcos construidos con ladrillos rojizos e iluminados mediante amplios ventanales y tragaluces de vidrio. Habían sido completamente restaurados unas décadas atrás por los mejores arquitectos romanos, después de los estragos de un asalto bárbaro a la ciudad. Las amplias frigidaria y tepidaria, así como las piscinas, ingeniosamente caldeadas a través del suelo, y todas las cascadas y fuentes interiores contaban con un generoso suministro de agua procedente no del pantanoso Sena, que corría perezoso treinta pies por debajo del nivel de los baños, sino de un inmenso acueducto de diez millas de largo —construido con piedra caliza obtenida de las canteras subterráneas del Montparnasse e impermeabilizada mediante una argamasa hecha con leche de higo, sebo de cerdo y arena— que trasladaba vastas cantidades de agua fresca y cristalina provenientes de las profundidades de los bosques circundantes.

Juliano pasaba aquí sus horas matinales, entregado a la gimnasia y el manejo de la espada, en el que ya poseía un gran dominio. También aquí se retiraba al anochecer, tras el cierre de los baños y cuando sus obligaciones públicas se lo permitían, a fin de reposar la mente. He perdido la cuenta de las veces que le acompañé en plena noche por las calles adoquinadas de la ciudad hasta la casa del portero, situada junto a los baños. Este buen hombre, tras recibir una generosa propina de uno o dos solidi de oro, abría el edificio por intempestiva que fuera la hora y alimentaba los hornos subterráneos para que el césar pudiera pasar un rato a solas con sus musas y demonios.

Los demonios eran tanto de índole doméstica como oficial. Desde la muerte de su hijo, su esposa se había convertido para él en fuente de tormento y desconcierto a causa de su absoluto desinterés por las cosas de este mundo. Helena había llegado a París, tras una larga estancia en Roma con el emperador y su esposa. Mas solo había regresado en cuerpo, pues la mente hacía tiempo que había huido de sus confines físicos. Su figura había recuperado la gordura, mas el feúcho rostro había perdido la dulzura que, como yo recordaba con claridad, lo adornaba cuando llegó a la Galia cuatro años antes. También había recuperado su porte solemne, de modo que había dejado de ser la esposa sonriente de Juliano para recobrar la condición de hermana inabordable del emperador, matrona fría y distante incluso con su marido, para el cual se había convertido en esposa únicamente de nombre.

No era despectiva ni arrogante, eso que quede bien claro, hermano, pues estoy seguro de que no hacía un esfuerzo consciente por humillar o desconcertar a Juliano. Se diría, sencillamente, que le faltaba un pedazo, como si hubiera sepultado una parte indefinible de su alma con el recién nacido, esa parte de su ser que antes la había hecho capaz de amar. Sin ella podía conducirse aceptablemente, no con normalidad, como un niño perturbado que se encoge ante la idea del contacto humano, incluso del de su propia madre. Así era el vacilante paso de Helena por la vida, con la llama interior devorando sus órganos vitales, con la herida sangrando en su pecho. Hacía caso omiso y hasta se diría que huía de toda relación con su marido u otras personas.

De Juliano jamás oí una palabra de queja por la situación; de hecho casi nunca mencionaba el asunto. Tampoco su cabeza se volvió jamás hacia otro rostro o figura femenina a pesar de que el palacio y los edificios oficiales estaban llenos de encantadoras galas, tanto esclavas como nobles, que habrían ofrecido gustosamente sus favores al no mal parecido y joven césar. Tan manifiesta era su castidad que ni siquiera los criados más cercanos, ni aquellos a quienes había despedido no sin motivo, le acusaron jamás de la más mínima lujuria. Se diría que había renunciado a todo deseo de comercio con la raza femenina y con sus propias pasiones físicas, e incluso gustaba de citar la descripción, más bien desagradable, de Marco Aurelio del acto amatorio como mero «frotamiento interno de las entrañas de una mujer y secreción de mucosidad con una suerte de espasmo». Así pues, camuflaba sus pasiones con una entrega aún más enérgica a sus sesiones de entrenamiento matutinas y sus noches maratonianas de estudio y filosofía. Con todo, si la conversación abordaba temas domésticos, su semblante adquiría una tristeza que dejaba al descubierto los verdaderos sentimientos por la esposa que, sin duda, todavía amaba.

Pese a la derrota de Cnodomar del verano anterior, los bárbaros seguían sin rendirse y Juliano todavía tenía mucho trabajo por delante para poder consolidar por entero sus victorias. Como resultado de sus campañas de los últimos años, los cursos alto y medio del Rin, desde su nacimiento en los Alpes hasta las proximidades de Colonia, estaban enteramente en manos de los romanos o sus aliados. Con todo, las regiones bajas del Rin hasta la desembocadura en el mar del Norte todavía se hallaban en poder de varias tribus bárbaras. Estas regiones eran de sumo interés para Juliano, pues su dominio no solo proporcionaría una mayor defensa contra las incursiones periódicas de los bárbaros del este, sino que abriría otra vía de abastecimiento desde Britania a través del mar y río arriba. Para beneficiarse de esa ruta, no obstante, debía cumplir dos condiciones: en primer lugar, disponer de una flota adecuada, y, en segundo lugar, gozar de paso libre a lo largo de todo el curso del Rin hasta el mar. No cumplía ni una ni otra, y a esos objetivos dedicó Juliano gran parte de su tiempo ese invierno, junto con Salustio y sus demás asesores militares. De hecho, muchas de sus reuniones se celebraban en los humeantes baños mientras la nieve caía plácida sobre la ciudad durmiente y los vengativos bárbaros tramaban sus ataques en sus chozas, a muchos kilómetros de distancia, en las orillas del Rin.

Logró cumplir el primer requisito mediante una mezcla de audacia absoluta y labor brutal. En cuestión de meses reunió una flota de seiscientos barcos que inició con la incautación coordinada y rauda de doscientos navíos a lo largo de las costas de Britania y los tramos navegables del alto Rin. Sus propietarios eran una combinación de comerciantes extranjeros poco cuidadosos a la hora de salvaguardar sus bienes y ciudadanos romanos que no pagaban sus impuestos. Juliano había decidido que estos últimos tenían el deber patriótico de contribuir a la causa romana con sus barcos, en lugar de saldar con dinero las deudas contraídas. Tras inspeccionar el botín, no obstante, se llegó a la conclusión de que las embarcaciones se hallaban sumamente deterioradas, y la mayoría eran barcazas de grano y barcos pesqueros con algún que otro casco podrido, empleados hasta entonces por las flotas germanas y británicas. Así pues, Juliano movilizó a todos los soldados que ese invierno no se hallaban en activo, los trasladó al Rin y emprendió una descomunal campaña de construcción naval que dio como resultado cuatrocientos navíos más para el siguiente verano; pese a no tratarse de obras maestras, bastaban para transportar grandes cantidades de hombres, caballos y grano a lo largo del río y a través del canal.

El segundo requisito prometía ser, al principio, algo más difícil de cumplir, pero al final se convirtió en una tarea más sencilla de lo esperado cuando Juliano, a causa del prefecto romano Florencio, un adulador del emperador Constancio al que el césar despreciaba, se vio obligado a actuar. El hombre, en calidad de administrador civil de la provincia, había emprendido por su cuenta negociaciones secretas con los bárbaros del bajo Rin y obtenido su consentimiento para permitir el paso de barcos romanos a cambio de dos mil libras de plata. Informado del acuerdo, el emperador lo ratificó y ordenó a Juliano que pagara la suma. Yo me hallaba con él en los baños una noche helada de finales de noviembre, leyéndole en voz alta la correspondencia oficial mientras él se remojaba en la piscina caliente con aspecto adormilado. Cuando llegué a la orden de pago de Constancio, enterrada en una texto inocuo de palabrería burocrática, se incorporó de un salto tragando agua en el proceso.

—¡Cesáreo, vuelve a leerlo! —farfulló—. ¿Una tonelada de plata a esos bárbaros inmundos por permitirnos navegar en un río que nos pertenece por derecho?

Regresé al ofensivo pasaje y volví a leerlo en voz alta.

—«… a cambio del pago de dos mil libras de plata…». Eso dice, Juliano.

—¿Es así como me informa el emperador de los tratos de Florencio? ¿Ordenándome que pague dos mil libras de plata por un acuerdo en el que yo no he intervenido?

Juliano estaba furioso. Salió de la piscina y se paseó de un lado a otro desnudo y chorreando agua, en medio de un aire gélido, con una expresión colérica en la cara mal disimulada por la luz tenue de las antorchas. Todavía era de constitución menuda, pero ya no andaba encorvado como en su época de estudiante, sino que se movía con una vitalidad saltarina, casi nerviosa, y caminaba muy erguido, con porte marcial. Su cuerpo, además, había adquirido una musculatura fuerte y definida, así como varias cicatrices, resultado de su adiestramiento diario y su intensa vida en campaña. El joven césar tenía ahora una capa de vello en el pecho y una actitud mucho más impaciente y exigente que cuando le conocí. De hecho, pensé, muy poco quedaba del Juliano que viera por primera vez en Atenas. Repasé la carta.

—Es posible —dije— que el emperador previera tu enfado por informarte de este modo sobre el acuerdo de Florencio, pues en la siguiente línea suaviza su orden añadiendo la frase «a menos que hacer tal cosa te resulte del todo deshonroso…».

—¿Deshonroso? ¡Es un ultraje! Me niego a someterme a la tiranía de Florencio, que se aprovecha de que Constancio ignora la situación aquí. ¿Tan poco informado está el emperador de mis objetivos? ¿De veras cree que es así como devolvemos la prosperidad a la Galia? ¿Que así es como recuperamos la gloria perdida de Roma a los ojos de los bárbaros? ¡Es un escándalo, un ultraje…! —Y pasó un buen rato farfullando enfurecido, hasta que finalmente se percató de lo desagradable de pasearse en esa temperatura y regresó al agua.

Ni siquiera le pregunté en aquel momento por qué motivo encontraba tan deshonroso el pago, si por el elevado precio o por la forma en que se lo habían comunicado. Sospecho, no obstante, que aunque el desembolso hubiera sido de una libra de bacalao seco y un zapato viejo, a Juliano le habría enojado igualmente que Florencio hubiera hecho un trato a sus espaldas.

—¿Y cuál crees que será la reacción del emperador si te niegas a pagar la cifra acordada? —pregunté con calma cuando se hubo tranquilizado.

Juliano me miró maliciosamente antes de sumergirse en el agua hasta la coronilla, y así permaneció un buen rato. Solo el hilillo de burbujas que se elevaban hasta la superficie me indicaba que seguía vivo. Finalmente emergió despacio, esta vez con una sonrisita en el rostro mientras se retiraba el agua de los ojos con el dorso de la mano.

—Te ndrá la misma reacción que cuando dejé atrás al general Marcelo, cuando reconquisté Colonia, cuando derroté a los alamanes sin ayuda de Barbacio, cuando sobrepasé mis competencias, o sea, ninguna.

No me convenció.

—Juliano —repuse—, llevas cuatro años caminando por la cuerda floja en lo referente a Constancio. En la corte te ven como una amenaza a su mandato único. Ha matado a muchos rivales por razones de mucho menos peso.

Juliano salió bufando de la piscina y procedió a secarse.

—De todas las cosas que debería temer, esa es la última —dijo.

—¿De veras?

—Piensa, Cesáreo. Puede que sus eunucos me vean como una amenaza, pero Constancio, que es más listo, sabe que no tiene por qué. Por primera vez en décadas el erario de la provincia rebosa y los tributos llenan las arcas del emperador. Los alamanes están huyendo, lo cual deja libres a las legiones para los persas. Y su joven y fastidioso primo está visiblemente contento en sus pequeñas ciudades de la Galia, lejos de Roma y el emperador. A Constancio podría irle mucho, muchísimo peor si no me mantuviera vivo y satisfecho en mi posición, ¿no crees?

Así pues, como respuesta a la misiva del emperador, la primera orden de Juliano fue para los panaderos de la ciudad: dado que aún faltaba mucho para que las nieves se derritieran en los puertos de montaña y sus raciones para la campaña de primavera llegaran de Aquitania, ordenó que movilizaran todas las reservas de grano del ejército almacenadas en los depósitos e hicieran funcionar los hornos día y noche hasta haber cocido suficientes buccellatum, o galletas, a fin de repartirlas entre los soldados en raciones suficientes para veinte días. Con las mochilas repletas de mendrugos, Juliano sacó al ejército de los cuarteles de invierno dos meses antes del inicio de la tradicional campaña de primavera. Tal como había previsto, sorprendió a los bárbaros todavía repantigados en sus catres. En pocas semanas llevó a cabo suficientes asaltos relámpago para conseguir que los reyes bárbaros que no se habían rendido después de Estrasburgo, entre ellos Hortario, Suomario el Imberbe, los hermanos Macriano y Hariobaudes, el legendario Vadomario, Urio Labio Leporino e incluso Ursicino y Vestralpo, reyes de tierras lejanas, le suplicaran de rodillas que aceptara rehenes y dejara que su gente retrocediera hasta el otro lado del Rin.

Juliano no aceptó esa oferta siquiera, pues para él no era suficiente que el Rin hiciera de mera frontera entre el Imperio Romano y las tierras bárbaras: el río debía, a partir de ese momento, permitir el libre paso de todos los barcos y mercancías romanos, y para ello exigió no solo que los bárbaros se trasladaran al otro lado del río, sino tierra adentro, dejando un espacio intermedio entre sus territorios y la orilla. Cuando Urio Labio Leporino se quejó de tan duro trato, que negaba a su gente el acceso a dominios ancestrales, y se negó a abandonar sus pueblos y granjas, Juliano no se dignó siquiera a responder a los emisarios del rey bárbaro. En lugar de eso, envió sus legiones por el nuevo puente de pontones que había construido, prendió fuego a las casas de Urio y mandó el botín y los prisioneros directamente a Roma. Después de eso, los alamanes no volvieron a desafiar a la autoridad romana.

Durante los años de campaña contra los germanos, Juliano había cruzado el Rin con sus ejércitos tres veces mientras estaba siendo atacado; rescató y devolvió a sus tierras a veinte mil ciudadanos romanos y personas a su cargo que permanecían cautivos al otro lado del río, y en dos batallas y un sitio capturó a diez mil alamanes, no solo de edades inhábiles, sino hombres en la flor de su vida militar, mientras que el número de ancianos, mujeres y niños probablemente triplicaba esa cifra. Envió a Constancio cuatro extensas levas de excelente infantería gala y germana, otras tres no tan buenas y dos escuadrones de caballería completos y en magnífica forma, osea, un rendimiento más que atractivo sobre la inversión inicial que el emperador había hecho en Juliano, la cual, como bien recordarás, hermano, consistió en un puñado de ascetas cantores. Más importante aún, a su llegada cuatro años atrás, Juliano recuperó todos los pueblos y ciudades que los alamanes controlaban en la Galia, reforzó las fortalezas contra futuros ataques y repobló sus calles y granjas abandonadas.

Juliano tenía razón: la Galia vivía ahora en paz y al emperador podría irle mucho peor si no lo mantenía vivo y satisfecho.