II

Esa noche, las brigadas médicas y fúnebres informaron de doscientos cuarenta y tres soldados y cuatro oficiales romanos fallecidos en combate, entre ellos el valeroso tribuno Bainobaudes. Era difícil, sin embargo, encontrar los cadáveres, mezclados como estaban con los cuerpos desgarrados de los seis mil muertos bárbaros anónimos que cubrían extensas superficies de tierra con la espesura de una alfombra legamosa. Era imposible calcular el número de ahogados que había provocado la desbandada, pero no había duda de que el río había arrastrado a miles.

Con cada nuevo informe de los exploradores y las partidas fúnebres Juliano, insomne incluso después de un día de semejante tensión, solo tenía una pregunta: ¿qué hay de la Bestia? ¿Dónde está la Bestia? Nadie conocía la respuesta.

Horas después de que anocheciera, una brigada fúnebre irrumpió en el cuartel general para explicar que se estaban aproximando a un montón de cadáveres cuando un hombre salió repentinamente de debajo de un cuerpo y echó a correr hacia un bosquecillo próximo al río. El suceso en sí no tenía nada de extraño, pues era una táctica habitual entre los desertores y cobardes hacerse el muerto hasta que pasaba el calor de la batalla. Este hombre, sin embargo, había llamado la atención de los romanos por sus dimensiones, las cuales, incluso teniendo en cuenta el engaño óptico de las antorchas y las sombras, eran descomunales. El hecho de que llevara un trapo sucio liado a la cara, como para evitar que lo reconocieran, también les había parecido sospechoso. Con la mirada encendida, Juliano corrió hasta su caballo mientras llamaba a sus acólitos y su guardia personal.

Cabalgaron hasta la arboleda unos doscientos hombres armados, que una vez allí desmontaron y formaron una hilera de varios centenares de pasos. Al oír la orden, penetraron lentamente en la espesura del bosque.

No habíamos dado ni media docena de pasos cuando se oyó un grito. De repente, treinta o cuarenta hombres salieron de entre los árboles y se abalanzaron sobre nosotros derribando y pisoteando a nuestros soldados, tan sorprendidos por el repentino ataque en plena oscuridad que ni siquiera habían tenido tiempo de alzar sus armas. Aullando su grito de guerra, los bárbaros corrieron hacia los caballos que habíamos dejado a cargo de un puñado de escuderos desarmados, que huyeron como una manada de monos aterrorizados. Los gigantes, cubiertos de sangre y encabezados por Cnodomar, subieron a las monturas y las espolearon por la pronunciada pendiente hacia el oscuro y vacío bosque.

Juliano y sus hombres regresaron hasta los caballos que quedaban y cabalgaron en pos de los bárbaros, decididos a no perderles la pista. Mas los dioses bárbaros, como son falsos, volvieron la espalda a sus seguidores. La Bestia no había recorrido ni media milla cuando su caballo, asustado por no conocer al jinete y poco habituado a una carga tan pesada, resbaló en una zona de grava y lo arrojó al suelo. La Bestia se hallaba tumbada boca arriba, haciendo muecas de dolor, cuando Juliano y los demás llegaron, desmontaron y le apuntaron con sus lanzas al cuello. Sus compañeros, hay que decir en su haber, pese a sus muchas probabilidades de escapar, frenaron, se apearon de sus monturas y se acercaron para entregarse sin protestar.

La Bestia, cuya arrogancia y audacia habían atemorizado el corazón de los comandantes romanos durante una década, se levantó trabajosamente, presa del dolor por la dura caída. Enderezando la espalda miró alrededor y reconoció a Juliano, cuya estatura no sobrepasaba el pecho velloso y desnudo del bárbaro. Tres guardias romanos avanzaron para maniatarle, pero Juliano les conminó con la mirada a retroceder, lo que hicieron con recelo. Rodeado de lanzas romanas, Cnodomar echó a andar hacia el césar, que permanecía quieto con la cabeza ligeramente ladeada, observándole casi con curiosidad, como si viera por primera vez una nueva criatura traída de las regiones salvajes de África. La Bestia avanzaba lentamente, inexpresivo, pero detrás del pelo apelmazado de mugre sus ojos iban de un lado a otro. Tras detenerse frente a Juliano, cayó sobre sus rodillas, descansó la frente en el suelo y, sin pronunciar palabra, alargó lentamente un brazo para tomar la hoja de la espada de Juliano y dirigir la punta hasta su nuca. Los demás bárbaros enseguida le imitaron. Se arrodillaron a los pies del romano que tenían más cerca e indicaron con el mismo gesto que se les ejecutara.

Nos quedamos quietos durante un largo instante, mudos de asombro, incapaces de reaccionar. Si nos hubieran atacado, les habríamos aniquilado de inmediato. Si hubieran huido, les habríamos perseguido como los perros que eran. Ante esto, sin embargo, no sabíamos cómo actuar.

Únicamente Juliano parecía preparado. Con el bárbaro postrado en el suelo ante él, separó los pies y colocó las manos en la empuñadura de la espada. Luego dirigió la punta de la hoja al cuello del asesino de su hijo y dividió hábilmente en dos la masa de pelo que le cubría la blanca piel del cogote. Todos los ojos, tanto bárbaros como romanos, se hallaban clavados en su acero, todos los labios sellados. Posó la punta en la el hoyo de la nuca, justo en la base del cráneo, y se detuvo.

—César —susurré. Juliano no se movió. Su mirada seguía fija en la punta de la espada—. César —repetí con voz ronca, elevando ligeramente el tono, y advertí que los tendones del brazo le temblaban—. No te manches las manos con esta sangre, césar. Envíalo al emperador. Será un mérito para ti y una carga para Constancio. El destino de la Bestia está decidido en ambos casos.

Juliano miró a sus hombres y luego a mí. Sus ojos proyectaban una luz extraña, de una emoción intensa pero descontrolada, un brillo quizá de locura.

—Este hombre es una plaga —dijo con voz áspera, moviendo los dedos para apretar aún más la empuñadura—. Con una sola estocada vengaré a miles de inocentes romanos asesinados, con un solo golpe impediré que otros miles sean asesinados en el futuro. ¿Qué valor tiene la vida de este despreciable… asesino, comparada con las almas de todos los que ha aniquilado, comparada con la vida de mi hijo? —Escupió las palabras como un sollozo ahogado y Cnodomar quedó paralizado, pues aunque no las comprendía captó sin duda su significado, y aguardó la rápida estocada que pondría fin a su vida.

Me acerqué un poco más clavando mis ojos en la mirada enloquecida de Juliano, y hablé con voz serena.

—Tu aplicación de la justicia exige que impere la ley, incluso en tiempos de guerra. Eso es lo que te diferencia de él. Está desarmado e impotente. No está bien ejecutar a un hombre de ese modo. El alma de tu hijo no será vengada. Dios no lo vería como un acto justo sino como un asesinato a sangre fría, tan execrable como los crímenes de los bárbaros. En nombre de Dios, deja que se levante.

Juliano me miró con el rostro convertido en una máscara carente de expresión. Un amago de sonrisa asomó a sus labios mientras se inclinaba ligeramente sobre Cnodomar y volvía a mover los dedos sobre la empuñadura. Comprendí que iba a hacerlo, que lo haría si yo no lo impedía, si no ponía algo en juego.

—Juliano —le conminé una vez más, utilizando su nombre de pila pese a hallarnos en presencia de sus hombres—. Juliano, como un favor a mí, en nombre de nuestra amistad, deja que se levante.

Juliano mantuvo la mirada clavada en mis ojos durante largo rato mientras sopesaba mis palabras, la carga que le había traspasado, y durante ese rato sentí que dirigía su odio a mí. A continuación desvió la vista y se enderezó despacio, levantó la espada y la enfundó. El brillo siniestro desapareció de sus ojos, que recobraron su habitual profundidad e inteligencia, aunque todavía contenían un destello de rabia, ya fuera por las acciones de Cnodomar o por el terrible peaje que yo había impuesto a nuestra amistad. Con una mueca en los labios, se volvió impasible y caminó hasta su caballo.

Salustio estableció entonces la pauta. Inexpresivo y frío como siempre, se inclinó hacia el bárbaro que se había postrado a sus pies, un tipo grande que le igualaba en estatura, y agarrándolo por el pelo lo levantó con un gesto rápido. A continuación, cortó las riendas de su caballo y maniató al hombre por detrás, apretando el nudo hasta que este hizo una mueca de dolor.

Los demás le imitamos, hasta que el único bárbaro que quedó sin atar fue Cnodomar, que seguía inmóvil en el lugar donde lo había dejado Juliano. Mientras observábamos la escena sin mover un solo músculo, el césar se acercó a lomos de su caballo y contempló el gigantesco cuerpo. Con un conciso «¡Levántate!», ordenó a Cnodomar que se pusiera de pie y le siguiera. Para sorpresa y admiración de todos, la Bestia obedeció, y el escuadrón al completo echó a andar lentamente hacia el campamento. La procesión iba encabezada por Juliano, que, con expresión grave, montaba sosegadamente su caballo delante del rey alamán, cuyos largos bigotes y melena ondeaban al viento, con el pecho todavía pintado con llamas de guerra y destrucción y las mejillas rojas de frustración y vergüenza.

Durante una segunda incursión en el bosque, otros doscientos bárbaros, muchos de ellos escoltas personales de Cnodomar, fueron reducidos y trasladados al campamento. Entre los prisioneros se hallaban tres de sus aliados más cercanos, uno de los cuales era Serapión, su propio hijo. Tras varios días de deliberaciones, se decidió enviarlos con vida al emperador como trofeo último de esta guerra: la Bestia, que había atormentado a Constancio durante tantos años, con un pelotón de sus más feroces guerreros.

Una vez más, Su Santidad, me permito añadir información suplementaria al relato de mi hermano. Cnodomar, aunque tratado con piedad por su contrincante Juliano, tuvo un trágico final. En Roma, la gente veía a la llamada «Bestia» con temor y respeto, no solo por su enorme tamaño sino por la devastación que había sembrado entre los ejércitos romanos durante años, y por deferencia a sus aptitudes militares se le trató como una suerte de prisionero de honor, encarcelado en el castra peregrinorum, entre las colinas Celio y Palatino. Según la tradición, fue aquí donde san Pablo permaneció retenido trescientos años atrás, cuando lo enviaron encadenado a Roma, aunque nada más lejos de mi intención que establecer una comparación entre ambos. Desde las ventanas de su confinamiento el rey bárbaro probablemente disfrutaba de grandes vistas al Coliseo y el arco de Constantino, y seguro que el último contacto que tuvo con sus seguidores se produjo cuando, en calidad de prisioneros de guerra, los condujeron encadenados por debajo del arco, rodeados de mujeres que les abucheaban y lanzaban fruta podrida. Estos bárbaros fueron luego lanzados a las bestias para entretenimiento de las multitudes o enfrentados a los murmillones y los retiarii, osea, los espadachines y rederos, en los sangrientos combates de gladiadores.

Allí, en la oscuridad de su húmeda celda de piedra, lejos de los fragantes pinos de los bosques germanos y perdido en la negrura de su alma, el miserable Cnodomar murió de tisis, tosiendo hasta echar los pulmones. Que Nuestro Padre Misericordioso le perdone al fin sus malvados actos.