I

Era el día más bochornoso de la canícula, tan sofocante que árboles y hombres languidecían por igual, los primeros por el esfuerzo de soportar sin sombra el calor y la cegadora luz del sol, hasta que la noche llegaba para traerles algo de alivio, y los hombres, ay, Señor, los hombres… Tenía que repetirme constantemente la razón por la que estábamos marchando en medio de ese calor y ese polvo, para colmo voluntaria y obedientemente, con lentitud y precaución, algunos de nosotros incluso con determinación, por un paisaje extrañamente vacío y silencioso.

El camino serpenteaba sumergido entre dos suaves lomas, como si siglos de travesía de incontables legionarios romanos, invasores bárbaros, buhoneros y príncipes hubieran hundido la senda varios pies del mismo modo que el curso apacible de un arroyo abre profundas grietas en la roca. Los campos circundantes rebosaban de trigo maduro, y aquí y allí se veían gruesos setos con varios siglos a las espaldas y cercas bajas construidas de piedras recogidas de los campos por los agricultores, sus abuelos y sus bisabuelos en tiempos de Trajano o incluso antes. La calma y el silencio hablaban de permanencia, de invariable perseverancia, de la obstinada certeza de que el paso de trece mil hombres en un mismo día, en ese año concreto de entre cientos o miles de años, no afectaría a la tierra en lo más mínimo.

No se divisaba a ningún campesino. Las casas estaban vacías, cerradas con tablones, algunas quemadas y todavía humeantes. La paja cortada yacía desatendida en los campos. Los pastos, normalmente atestados de ganado absorto y obediente, estaban desiertos. La sensación de abandono era sobrecogedora.

La vergonzosa retirada de Barbacio de la semana anterior apenas había hecho mella en Juliano por fuera —se negaba a mostrar su decepción y enojo por la actuación de su colega en presencia de sus hombres, pues ello solo habría alimentado los rumores que corrían de que existía una clara hostilidad entre los dos generales—, pero en privado hervía de cólera. La pérdida de veinticinco mil soldados de Barbacio representaba un serio revés para el objetivo de Juliano de limpiar la Galia de bárbaros, y las noticias traídas unos días antes por los mensajeros de las guarniciones fronterizas eran desoladoras.

Los jefes de siete poderosos clanes alamanes, encabezados por Cnodomar, se habían reunido en Estrasburgo, a orillas del Rin. Más inquietantes aún que en este encuentro eran los treinta y cinco mil hombres armados, procedentes de varias tribus, que los acompañaban, unos a cambio de una paga, otros por alianzas familiares, y todos impacientes por saquear y acabar con los romanos. Sin Barbacio, las probabilidades que tenía Juliano de vencer a las fuerzas enemigas parecían escasas, y unos días antes había reunido a Salustio y a sus generales y capitanes para abordar el asunto.

—Tenemos menos de la mitad de soldados que ellos —señaló impasible Salustio—. Lucharemos en terreno desconocido con una larga línea de avituallamiento que defender. Tiene mal aspecto.

Bainobaudes, el tribuno carnuto que semanas antes había vencido a los invasores alamanes en el río, soltó un bufido. Juliano lo había admitido en el consejo interno tras su admirable victoria, y sus modales francos, que el largo servicio como auxiliar romano no había logrado borrar, todavía eran bastos y poco deferentes.

—¡Son bárbaros! —gruñó—. Son fuertes, pero carecen de disciplina. Cada hombre va a la suya. Nuestras legiones poseen tácticas y formación. Personalmente, yo no dudaría ni en lanzar incluso a nuestras tropas auxiliares contra los hombres de la Bestia.

Otros generales dieron su opinión a favor o en contra de provocar una batalla en esas circunstancias. Juliano escuchó en silencio, analizando detenidamente las palabras de cada hombre, antes de despedirnos a todos. Como siempre, la luz del candil iluminó las paredes de lona de su tienda hasta bien entrada la noche. También yo permanecía despierto, de modo que no me sobresalté cuando un guardia se asomó a mi tienda horas antes de que amaneciera para pedirme que me personara en las dependencias de Juliano.

Lo encontré hojeando un códice ajado de Marco Aurelio y haciendo algunas anotaciones con su letra apretada y diminuta. Me disponía a saludarle, pero me lanzó una rápida mirada para indicarme que aguardara, como si estuviera en medio de algo sumamente importante. Estaba maravillado por su aparente falta de preocupación por el tema de si enviar o no a su ejército a combatir cuando de repente dejó la caña de escribir y me miró con una media sonrisa en los labios.

—Solo un amigo como tú, Cesáreo, modificaría sus horas de vigilia para que coincidieran con las mías —dijo.

—Tonterías —repuse con una sonrisa, rechazando el cumplido—. Además, ya tenía pensado pasar por aquí. Antes de que nos fuéramos Oribasio me entregó un paquete de faisán ahumado. Deberíamos disfrutarlo antes de que se estropee. —Extraje el paquete de debajo de mi túnica.

Juliano lo miró con indiferencia, se levantó y se puso a caminar. Después de observarle durante unos instantes me encogí de hombros, abrí el paquete y tomé una lonja de la aromática y deliciosa carne.

Juliano detuvo sus pasos y me miró fijamente.

—He estado pensando que la formación de un filósofo es precisamente lo que el ejército necesita —dijo.

Le miré desconcertado. A continuación se sentó y regresó a su libro, como si hubiera olvidado de qué estaba hablando. Finalmente, levantó la vista y volvió a mirarme.

—¿Quién merece mayor admiración, Cesáreo: Sócrates o Alejandro Magno?

Tardé en contestar, pues no sabía qué respuesta esperaba de mí.

—Teniendo en cuenta que Alejandro Magno crucificó a su médico —dije con cautela—, creo que debería inclinarme por Sócrates.

Juliano me observó brevemente y prosiguió como un maestro ante un estudiante de pocas luces.

—Correcto. De Sócrates procede la sabiduría de Platón, el valor de Jenofonte, la audacia de Antístenes, Fedón y la República, el Liceo, las escuelas estoicas y todas las academias. ¡Sócrates cambió el mundo! De Alejandro procede… absolutamente nada. ¿Quién ha encontrado salvación o consuelo con las victorias de Alejandro? ¿Qué ciudad fue mejor gobernada gracias a ellas, qué persona vio mejorada su vida? Es cierto que muchos hombres se enriquecieron con sus conquistas o con las carnicerías posteriores, pero ninguno se tornó más sabio o moderado. Si acaso, se volvieron aún más insolentes y arrogantes. Todos los hombres que se han salvado por medio de la filosofía, todos los países que gozan de mejor gobierno gracias a ella, deben su salvación a Sócrates.

Me encogí de hombros.

—¿Significa eso… que es tu intención enseñar filosofía a los soldados?

Levantó la vista, sorprendido, y sonrió brevemente.

—No, claro que no. Solo pretendía demostrar que la filosofía ha de fundamentar nuestros actos. Mis estrategas y consejeros me asesoran sobre cuestiones concretas, como cálculos relativos de soldados, despliegues, configuración del terreno, estado de las adquisiciones. Tú mismo lo has visto esta noche. Al final, casi es preferible pasar por alto esas cuestiones a la hora de tomar una decisión y dejar que la información sobre el estado de los caminos y demás tenga peso únicamente después de haber decidido si combatir o huir.

Le miré estupefacto.

—¿En qué criterios piensas basarte para escoger una u otra opción? —pregunté.

Levantó de nuevo la vista, sorprendido.

—Hay que basarse en los principios fundamentales —respondió—. Yel principio por antonomasia es que somos romanos. No tenemos elección.

—¿Elección? No te entiendo.

—Como romanos, no podemos abstenernos de atacar. Si huimos, no solo los alamanes congregados a lo largo del Rin invadirán la Galia, sino que todas las tribus medianas que se extienden desde los Alpes hasta el mar del Norte y desde el Rin hasta la Selva Negra saldrán de sus recónditos valles y cuevas e irrumpirán en nuestras ciudades como un río desbordado. Eso, Cesáreo, es un hecho. Si atacamos y perdemos, ocurrirá otro tanto. No obstante, si atacamos existe cuando menos la posibilidad de que ganemos. Nuestras probabilidades, lógicamente, son escasas, pero si huimos serán nulas. Si huimos, el Imperio de Occidente dejará de ser tal y el destino de Roma peligrará. He hecho de mí un comandante y, por tanto, debo tener en cuenta las variables militares, pero ante todo, y sobre todo, soy romano. No escucharé más explicaciones sobre cálculos relativos.

Reflexioné.

—Eso plantea otra cuestión —señalé—. Constancio, como emperador, jamás aparece con sus soldados en primera línea, no lucha contra los bárbaros con su espada. Su vida es demasiado valiosa para eso y no hay un solo hombre en su ejército que opine lo contrario. ¿No crees que corres un riesgo innecesario con ese hábito tuyo de intervenir en la batalla y luchar como un soldado corriente? Incluso aunque tus habilidades físicas fueran formidables. Además, seamos francos, Juliano, ¿cuál puede ser tu contribución comparada con la pérdida que la Galia sufriría si cayeras en combate?

Esta vez fue él quien midió cuidadosamente sus palabras.

—Cesáreo —dijo—, si Dios te dijera que vas a morir mañana o, como mucho, pasado mañana, ¿te importaría que eso ocurriera el segundo o el tercer día?

Sonreí.

—No, a menos que fuera tan malvado que necesitara un día más para terminar mi confesión.

Juliano asintió.

—Exacto —dijo—. Yentre un día y el siguiente, ¿qué más da? Tarde o temprano moriré. Para mí poco importa si muero mañana o dentro de veinte o cincuenta años.

No dije nada, pero medité sobre su extraño fatalismo. Para Juliano un día o dos carecían de importancia, pero para los trece mil legionarios que marchaban bajo su mando existía una gran diferencia entre que su jefe saliera de la batalla vivo o muerto.

—Las Parcas —añadió— se me llevarán cuando tengan que hacerlo.

Así fue como ese día de finales de agosto nos encontramos avanzando por las silenciosas llanuras en dirección al baluarte bárbaro de Estrasburgo, a veintiuna millas del lugar del que habíamos partido esa mañana. La infantería caminaba con paso regular y los ingenieros y boyeros marchaban a la vanguardia para retirar los troncos y demás obstáculos que los bárbaros habían empleado para dificultar nuestro avance. Nuestros flancos estaban protegidos por escuadrones itinerantes de sagitarii, arqueros de primera que solían desaparecer entre los cereales, que les superaban en altura. Los cataphracti, jinetes fuertemente escudados, dirigidos por un excelente oficial de caballería llamado Severo, cabalgaban a la vanguardia y en los flancos para ocupar posiciones destacadas a lo largo del camino y capturar a los exploradores alamanes que encontraran a su paso. Yo tenía la buena fortuna de montar un corcel del cuerpo de caballería y no alcanzaba a comprender cómo los soldados de infantería lograban mantener el ánimo alto bajo ese calor mortal, cargando con ochenta libras de peso entre equipo y armas y alimentándose, en las últimas dos semanas, básicamente de galletas duras que masticaban durante la marcha o ablandaban en grasa caliente cuando acampábamos. La moral, por sorprendente que pareciera, permanecía alta, como si la retirada de Barbacio, en lugar de suponer una carga, nos hubiera quitado un peso de encima.

Al coronar una colina baja, tres exploradores enemigos emergieron de detrás de un seto y huyeron hacia el este a lomos de ponis hunos a los que nuestra caballería no consiguió dar alcance. Sí capturó, no obstante, a un enemigo que, lisiado su caballo, se hallaba encogido detrás del seto, abandonado por sus compañeros. En el interrogatorio nos informó de que los alamanes llevaban tres días con sus noches pasando a nuestro lado del río, señal de que la fuerza enemiga era más numerosa de lo que nos temíamos. Juliano ordenó un alto al llegar a un arroyo cuya corriente había quedado reducida a un pequeño reguero salobre, convocó a los exploradores y tiradores y reunió a los soldados en la exigua sombra que ofrecía un bosquecillo de castaños poco frondosos.

Tras trepar hasta una roca sobresaliente que formaba una plataforma natural, se irguió bajo el sol y se quitó el casco de combate y la cofia de lana que le cubría la cabeza para protegerla de las juntas internas y el roce de aquel. Escurrió ostentosamente la lana delante de los hombres, sonriendo en tanto que el chorro de sudor mojaba la roca echando humo. Muchos soldados le imitaron. Acto seguido, su expresión se tornó grave y, en lugar de la arenga formal que acostumbraba pronunciar antes de la batalla, adoptó un tono coloquial tan quedo que los hombres dejaron de arrastrar los pies y estrecharon el círculo para oír mejor sus palabras.

—Hombres, escuchadme bien. Lo que os voy a decir es por el bien de vuestra seguridad y bienestar, pues no dudo de vuestro coraje. En calidad de césar, os ofrezco el consejo que un padre bondadoso daría a un hijo: elegid la prudencia antes que la temeridad. El guerrero debe ser intrépido cuando la ocasión lo exige, y vosotros habéis demostrado vuestro valor. Mas cuando corre peligro, debe ser obediente y cauto.

»Os daré mi opinión. Escuchad con atención. Ahora es mediodía. Hemos recorrido diez millas con toda la panoplia bajo un sol abrasador y estamos cansados y hambrientos. A partir de ahora, el camino hasta el río será más accidentado aún de lo que lo ha sido hasta el momento, y si la noche nos pilla todavía en marcha no tendremos nada que alumbre nuestra senda, pues la luna está menguante. El calor ha abrasado el terreno que se extiende ante nosotros y nuestros exploradores aseguran que no hay agua en varias millas. Una vez superadas esas dificultades, al final del camino nos enfrentaremos a un enemigo tres veces más numeroso, descansado y repuesto, acampado junto a un enorme río de agua fresca y dulce, y advertido de nuestro avance por los exploradores enemigos que escaparon de nuestras manos. ¿Qué fuerza tendremos para hacer frente a Cnodomar y sus gigantes, desgastados como estamos por el hambre, la sed y la marcha? Propongo que establezcamos una guardia y pasemos la noche aquí, donde gozamos de una extensa panorámica de las llanuras circundantes y de la protección de este foso seco, así como de un flanco de árboles bajos que nos harán de escudo. En cuanto amanezca, después de un buen sueño y un desayuno caliente, si Dios lo quiere, avanzaremos con nuestros estandartes hacia la victoria…

Su voz quedó ahogada por el griterío y el golpe feroz de las lanzas contra los escudos. Los hombres le estaban abucheando, descargando su impaciencia e incluso ira, rugiendo su determinación de continuar la marcha y atacar sin más demora. Juliano los observó con semblante inexpresivo, luego alzó los brazos para pedir silencio y el vocerío amainó lentamente.

—¡Hombres —exclamó—, unos brazos fuertes no son nada sin el apoyo de un estómago lleno y unas piernas firmes! Solo busco asegurar al máximo nuestra victoria mediante…

Más gritos. Mario, el centurión más longevo y uno de los instructores de Juliano en el manejo de la espada, subió a un pequeño montículo situado en medio del lecho del arroyo y alzó las manos para pedir silencio. El veterano, de tez morena y aspecto severo, exhibía cada uno de sus treinta y tantos años al servicio de Roma en la piel curtida y las arrugas del rostro y los brazos.

—¡César, te preocupa nuestra seguridad, pero al retenernos estás protegiendo a los bárbaros! El aviso que reciban de nuestro avance les dará la oportunidad de escapar. Si aguardamos a mañana, tendrán tiempo de huir y nos habrás privado de una victoria segura. ¡Y eso, César, no lo permitiremos!

Los hombres que le rodeaban prorrumpieron en vítores y los soldados se arrimaron en masa a Juliano, que permanecía impávido sobre su roca, vuelto hacia Mario con la mirada serena. Entonces hicieron sonar de nuevo sus escudos y lanzas, esta vez al grito de «¡Vic-to-ria! ¡Vic-to-ria!», implorando a su césar que los condujera hasta los invasores alamanes.

Juliano levantó un brazo.

—¡Hombres! Cuántas veces he oído exclamar a los más valerosos de vosotros: «¿Cuándo nos enfrentaremos al enemigo? ¿Cuándo lucharemos?». Pues bien, aquí lo tenéis, expulsado de sus guaridas. El campo está despejado, tal como esperabais. Si ganáis, os aguarda un camino fácil pero, escuchad esto, ¡escuchad esto! Si perdéis, la lucha será terrible. Las millas de dura marcha que habéis dejado atrás, los bosques que habéis conquistado, los ríos y pantanos que habéis cruzado serán testigos de vuestro coraje y determinación, ¡pero solo si ganáis! Si os batís en retirada, se convertirán en obstáculos mortales. ¡Pereceréis!

»Carecemos de los conocimientos que tiene el enemigo sobre la región, así como de sus abundantes víveres. No obstante, nuestras manos son fuertes y las espadas que sostienen son de acero romano, y el poder de Roma nos respalda. ¡Yo desafío a cualquier enemigo a vencernos con Dios de nuestro lado! Ningún ejército, ningún general, puede volver la espalda al enemigo sin peligro, ¡tampoco nosotros! Si estáis decididos a continuar la marcha, lo haremos para alcanzar la victoria o la muerte. Cedo ante vuestra obstinación, ¡cedo ante vuestro valor! Formad filas y marchad. ¡Que Dios nos conceda la victoria este día y el demonio se lleve a la Bestia!

Los hombres rugieron y, como hormigas saliendo de su hormiguero, abandonaron precipitadamente el lecho del río y volvieron al sendero con sus afiladas lanzas en alto emitiendo destellos bajo el sol cegador. Pese al calor, emprendieron el camino en perfecta formación, no a ritmo de marcha, sino a paso ligero, entonando un viejo y obsceno himno de victoria sobre la derrota de la Galia, y hasta los auxiliares galos se sumaron con una sonrisa, eufóricos ante la perspectiva de vencer a los alamanes. Juliano, a lomos de su caballo al borde del camino, saludaba a los soldados con el brazo derecho extendido, les miraba directamente a los ojos cuando pasaban, dedicaba una leve inclinación de la cabeza a los que conocía. Cuando la última compañía de auxiliares pasó, Juliano miró de soslayo a Salustio, que estaba a su lado sobre su montura.

—Caramba, ha funcionado —dijo.

Al cabo de tres horas llegamos a lo alto de una suave colina que ofrecía una amplia vista del horizonte que se extendía a nuestros pies, con el Rin a no más de dos millas de distancia y la gran ciudad amurallada de Estrasburgo delante.

El pequeño río Ill atravesaba los muros y el centro de la ciudad para emerger por el otro lado, una corriente lánguida y pausada que se deslizaba como un chorrillo lento de aceite de oliva. Delante del río, en una vasta exhibición de fuerza y colorido, se alzaba una imagen sobrecogedora. Con una precisión y un orden desconocidos en nuestros meses de combate con los alamanes, Cnodomar y los jefes de las tribus habían distribuido a sus soldados, treinta y cinco mil cabezas, en seis unidades dispuestas en forma de cuña, hasta formar un sólido bloque de hombres a lo largo de media milla; de espaldas al río, tenía el rostro, expectante y mudo, vuelto hacia nosotros, en tanto que nuestra columna marchaba sobre la elevación y descendía por la ladera.

Centenares de banderines, todos pintados y bordados con las insignias de sus familias y clanes, unos más toscos que otros, flameaban en las lanzas del cuerpo de caballería. Los hombres, mostrando distintos grados de protección y desnudez, y con el cuerpo, el rostro y el escudo monstruosamente pintados, permanecían inmóviles y perfectamente formados. La amplitud de sus espaldas y torsos infundía respeto incluso desde esa distancia, y los cabellos, castaños o rubios, sueltos o trenzados, ondeaban como descendientes de los banderines que bailaban sobre sus cabezas. Varios pasos por delante de las tropas bárbaras, muy quieto sobre un enorme corcel con feroces llamas naranjas y doradas pintadas en el cuello y el amplio pecho, estaba la Bestia, su descomunal arma apoyada despreocupadamente sobre el hombro, el rostro vuelto igualmente al sol del oeste, hacia la cresta de la colina por donde asomaba nuestro ejército. Lejos de haberlos sorprendido, los bárbaros llevaban tiempo esperándonos, pues la precisión de su despliegue indicaba una larga preparación.

Los hombres de Juliano guardaban silencio. La columna se extendió por la cumbre sin aflojar el ritmo de la marcha un solo momento. En los flancos, la caballería se abría en abanico por los campos de grano maduro, aumentando ligeramente la distancia entre los caballos para dar la sensación de ser más numerosos, mientras que los soldados de infantería estrechaban involuntariamente sus propias filas buscando consuelo en la proximidad del escudo del compañero de la derecha.

Acompañado por Salustio, Severo y su guardia de caballería, Juliano galopó hacia delante con resolución y el mentón alto, sin mirar a derecha ni a izquierda, mientras ríos de sudor surcaban sus mejillas y caían en forma de gotas calientes sobre la armadura de los hombros y el pecho. Al otro lado de la colina que acabábamos de coronar se extendía un valle poco profundo, de una media milla, que acababa con otra colina, mucho menor que la primera pero lo bastante elevada para impedir que el enemigo nos viera, y viceversa, si permanecíamos en el valle.

Tras enviar un pelotón de exploradores hasta lo alto de la segunda elevación a fin de comprobar la altura y vigilar a los alamanes, Juliano aprovechó que el enemigo no nos veía para formar sus propias filas. Disponiendo de apenas un tercio de los hombres de Cnodomar, era preciso crear un frente tan ancho como el bárbaro para que la caballería de los taimados germanos no lo rodearan por los flancos. Eso significaba sacrificar las ventajas de la profundidad. Ninguna compañía podría ocultarse detrás de otra. Todos los escuadrones estarían en primera línea de combate.

Juliano dividió su ejército en cuatro unidades parejas y destinó una de ellas, integrada principalmente por auxiliares de infantería de diversas tribus galas, a la retaguardia como reserva. De las tres unidades restantes, asumió personalmente el mando de las del centro y la derecha, la infantería pesada y la caballería acorazada, mientras que la unidad de la izquierda, compuesta por soldados de infantería, exploradores y arqueros, quedó bajo el mando de Severo. La formación se había planeado cuidadosamente de antemano para confundir al enemigo, que esperaría que Severo dirigiera la caballería. Cuando la columna hubo alcanzado el fondo del valle y estuvo fuera de la vista de los bárbaros, un toque de corneta indicó a los soldados que se colocaran en orden de batalla y en cuestión de minutos se creó la nueva formación.

Con un segundo toque de corneta, el ejército subió por la ladera de la colina de menor altura con Juliano, Salustio y Severo ahora en la retaguardia. Mientras ascendíamos nos descubrimos dentro del alcance de tiro de los bárbaros, y aún no habíamos alcanzado la cima cuando el aire silbó una canción diabólica y una nube de flechas descendió sobre nosotros como una sombra venenosa.

Obedeciendo a las órdenes de los centuriones, los soldados, todos a una, clavaron la rodilla derecha en el suelo. La primera fila de cada unidad adelantó sus escudos para formar un muro, a fin de protegerse la cara y el torso, al tiempo que los soldados que tenían detrás colocaban los suyos horizontalmente por encima de sus cabezas para resguardarse tanto a sí mismos como a los hombres de delante. Mil flechas, cinco mil, cayeron sobre los escudos con el mismo estruendo que produce una tormenta de granizo sobre un tejado. La mayoría se hacía trizas o rebotaba sin producir daños, pero algunas, al precipitarse desde una gran altura siguiendo el ángulo marcado por los arqueros bárbaros, ganaban velocidad en el descenso y horadaban los escudos, hechos de madera y cuero de buey, o se abrían paso por las ranuras abiertas entre un compañero y otro acompañadas de aullidos de dolor. Cada vez que un soldado caía se producía un hueco que se apresuraba a llenar el que se hallaba a su lado o a su espalda.

Juliano gritó a Severo que avanzara con sus arqueros por el flanco izquierdo para reducir la presión de las flechas enemigas sobre la unidad del centro, y eso hicieron, descargando su propia nube mortal de proyectiles sobre los bárbaros. Los alamanes, pese a su admirable formación, carecían del adiestramiento o la disciplina de enlazar los escudos para protegerse, tal como habían hecho los romanos. En una sola descarga cien bárbaros se desplomaron gritando de dolor; sus filas se tambalearon y asomaron huecos. A las estridentes órdenes de Severo, los arqueros romanos avanzaron metódicamente al tiempo que disparaban una lluvia de flechas que obligaron a los germanos a agazaparse desordenadamente bajo sus escudos, y así se detuvo la tormenta asesina que había estado acosando a nuestro centro. Nuestra infantería pesada se incorporó de nuevo y reanudó la marcha balanceando los escudos de un lado a otro, hipnóticamente, con un paso implacable y rítmico, de palpitante cadencia, destinada a engendrar el miedo en el enemigo.

Juliano galopaba de un lado a otro del frente, acompañado de los doscientos coraceros que integraban su escolta personal, gritando a los soldados que mantuvieran el orden, avanzaran uniformemente y no perdieran el paso. Yo, como siempre, me hallaba todo lo cerca de Juliano que me era posible, listo para atenderle en todo lo preciso, incluso defenderle con mi propio escudo y espada. Mas no me necesitaba. El hombre era intocable, las flechas silbaban alrededor de él y aterrizaban con un golpe seco en los escudos de sus vecinos, a veces después de rozarle la piel, pero jamás le alcanzaban directamente.

Los soldados, protegidos por la descarga fulminante de los arqueros del flanco izquierdo, se encontraban ahora a solo unos pasos de la primera línea enemiga. Siguieron avanzando en tanto que los gritos de guerra de los bárbaros alcanzaban una estridencia aterradora, y con un último rugido las filas enemigas chocaron. Tensando los músculos, romanos y bárbaros blandían sus espadas, se escabullían y volvían a atacar buscando un hueco entre la muralla de escudos que les permitiera hundir la hoja en la carne y el hueso hasta alcanzar un órgano blando.

Los germanos luchaban cual animales. Sus largas melenas ondeaban empapadas de sudor y sangre mientras blandían furiosos sus enormes sables profiriendo gritos que helaban la sangre. Nuestras espadas, de poca longitud, eran ligeras y mortales a corto alcance, fáciles de manejar y de hundir con precisión entre dos escudos y debajo de la mandíbula de un hombre desprotegido, pero avanzar hasta un bárbaro para asestar dicho golpe constituía una empresa aterradora. Los germanos agitaban y hacían girar sus hojas de cinco pies como si fueran tornos, con tal ímpetu que podían levantar a un hombre del suelo aunque le hubieran golpeado en el escudo, y con fuerza suficiente para rebanar limpiamente una armadura, romper media docena de costillas de una sola estocada y aplastar un casco con el cráneo de un hombre dentro.

La fuerza y la furia de los bárbaros eran sobrecogedoras. Nuestra única defensa consistía en aumentar la precisión y la disciplina. Nuestros soldados se protegían la cabeza alzando los escudos, formaban una barrera impenetrable que impedía a los bárbaros ver más allá, empujaban inexorablemente contra el frente enemigo negando a los gigantes el espacio de maniobra necesario para usar sus terribles armas. Se apretaban contra los germanos, escudo contra escudo, hasta que estos ya no podían blandir sus sables y hachas y ya solo contaba el de cada bárbaro contra el peso de su adversario romano, más bajo y menos corpulento. Pero el romano no estaba solo. Detrás de él se hallaban sus compañeros empujando también, y detrás otros, hasta que el encolerizado bárbaro resbalaba o se torcía un tobillo, o hasta que, en una fracción de segundo, se volvía para, en vano, pedir ayuda a su vecino con la mirada y una espada romana rodeaba como un rayo su escudo y le penetraba el cuello o el hombro; el bárbaro caía y era pisoteado despiadadamente por las suelas tachonadas de la legión romana, mientras otro bárbaro en cueros, con los bigotes empapados de sudor y sangre, ocupaba su lugar.

Desde mi posición al final de las líneas, donde cabalgaba de un flanco a otro con Juliano y su guardia, el conflicto parecía transcurrir con fluidez, si bien la visibilidad empeoraba por momentos. Una gigantesca nube de polvo se elevaba sobre la zona donde la lucha era más intensa y se cernía malévolamente sobre los combatientes. Reacia a diluirse en el denso aire, se extendía lentamente, como una enfermedad, engullendo a legionarios y bárbaros por igual. El sol, a nuestra espalda, casi había alcanzado el horizonte y las sombras de la colina avanzaban inexorablemente hacia la refriega —como habían hecho un millar o un millón de veces en el pasado sobre los campos tranquilos y el lánguido Ill—, deslizándose como el manto de Morfeo por encima de los aullidos de los vencedores y los lamentos de los heridos. Al día siguiente, independientemente del resultado de esa noche, al día siguiente las sombras volverían a avanzar sobre campos tranquilos y silenciosos.

Los arqueros de Severo proseguían con su lluvia mortal de proyectiles sobre el centro de la nube, adivinando la ubicación de la línea enemiga por los banderines que atravesaban el polvo. Implacable como la marea, la infantería romana seguía presionando a los enfurecidos bárbaros, haciéndoles retroceder lentamente mediante la fuerza bruta y la disciplina. La unidad de caballería del flanco derecho, no obstante, privada de la mano firme de Severo y viendo a uno de sus capitanes desplomarse sobre su caballo después de que una flecha le horadara el cuello, se amilanó y empezó a retroceder a la desbandada. La caballería bárbara, formada frente a ellos, no perdió el tiempo. Tras organizar apresuradamente un ataque ordenado por Cnodomar, se abalanzó sobre las filas de nuestros jinetes con aterradores gritos que ahogaban los gemidos de los heridos aplastados bajo los cascos a su paso. Presa del pánico, nuestra caballería se dio la vuelta y echó a galopar hacia el pie de la colina, amenazando con derribar a la infantería del centro, que les bloqueaba el paso, o, peor aún, dejarla a merced de la caballería alamana y sus pesados corceles germanos. Nuestra ala derecha estaba a punto de ser aniquilada.

Al percatarse del pánico que reinaba en su cuerpo de caballería, Juliano enseguida reaccionó. Agarró el estandarte de su escolta personal, un dragón púrpura sobre un campo dorado que coronaba la punta de una lanza. Seguido de sus guardias, espoleó su caballo y atravesó la columna del centro para interceptar a la caballería justo cuando esta comenzaba a abrirse paso desde el frente.

Los hombres enseguida reconocieron el estandarte, que ondeaba en el aire como el pellejo de una serpiente, y el tribuno romano que dirigía la retirada del escuadrón frenó en seco. Estaba muy pálido y los labios le temblaban. Nos miró con ojos suplicantes, y al volverme hacia Juliano advertí que tenía el rostro rojo de ira y la expresión de un animal enloquecido. Envueltos por el fragor de la batalla, permaneció quieto en medio de su unidad de infantería, cuyas primeras líneas, con las caras ennegrecidas por el polvo caliente pegado a la piel bañada en sudor, ya se estaban formando para hacer frente a los caballos germanos. Colérico, observó durante largo rato la caballería romana detenida frente a él. Luego la luz de la razón asomó paulatinamente en sus ojos.

—¿Adónde vais, romanos? —vociferó con una dureza inusual en él. La boca del tribuno se movió sin emitir sonido alguno—. Antes de que sigáis retrocediendo tendréis que derribarme, ¡y os desafío a hacerlo! ¡Maldita sea, daos la vuelta y mirad! Vuestros compañeros de infantería están haciendo el trabajo de un cuerpo de caballería, están deteniendo los corceles bárbaros con sus escudos y lanzas, sacrificando sus propios cuerpos bajo los cascos enemigos para proteger a su césar, ¡y a vosotros! Si deseáis siquiera una porción de su gloria… ja… si no queréis ser ahorcados como traidores, regresaréis y demostraréis que sois romanos, no unas viejas a lomos de asnos. ¡Y me seguiréis!

Los jinetes romanos se miraron desconcertados y avergonzados pero, puesto que los salvajes bárbaros estaban cada vez más cerca, seguían vacilando. Juliano los observó con el rostro encendido de rabia hasta que ya no pudo más.

—Soldados —bramó—, cuando vuestros nietos os pregunten dónde abandonasteis a vuestro césar, ¡decidles que fue en Estrasburgo!

Y Juliano, el joven que dos años antes no era más que un tranquilo estudiante de filosofía en Atenas, clavó el estandarte del dragón en el suelo y espoleó a su caballo en dirección al combate blandiendo ferozmente su cimitarra, hasta que su escolta consiguió rodearlo y dirigirlo hacia un lugar más seguro mientras él despotricaba contra la actuación de su caballería.

Puesto que sus alas derecha e izquierda no lograban avanzar, Cnodomar dirigió toda su atención a la infantería del centro, donde tenía lugar una carnicería espantosa. Los huecos en la asfixiante nube de polvo revelaban cuerpos que, apiñados cual troncos de leña, se retorcían como un nido de serpientes. Los brazos y las piernas de los soldados derribados pero todavía con vida se agitaban en vano para liberarse del peso de los que les caían encima. La masa de cuerpos, con todo, se hallaba detrás del frente romano, pues nuestros soldados avanzaban paulatinamente hacia la línea asesina dejando una estela de muerte a su paso.

El ímpetu descendió, no obstante, cuando Cnodomar dirigió a todos sus hombres al centro para formar una cuña y dividir nuestra delgada línea en dos. Los escudos enlazados de los legionarios romanos empezaban a flaquear, los huecos eran cada vez más numerosos, en ocasiones de dos o tres escudos, cuando los hombres caían de rodillas, no a causa de una herida sino de puro agotamiento. Ya no podían hacer presión contra la furia y el físico imponente de sus contrincantes, pues ahora no tenían soldados detrás que avanzaran para llenar los huecos. Convocados por los gritos frenéticos de Cnodomar, seguían llegando bárbaros desde los flancos paralizados. Lentamente, la línea empezó a avanzar hacia nosotros, por encima de los cuerpos mutilados, y otra capa de soldados romanos comenzó a formarse bajo los pies de los bárbaros.

Entonces Juliano reaccionó.

En el transcurso de la batalla, sus auxiliares galos, los carnutos y los bracchiati, habían aguardado en inquieta formación detrás de la cresta de la pequeña colina, fuera de la vista de los bárbaros. Cuando dio la señal, tres mil auxiliares prorrumpieron en una aterradora imitación del grito de guerra germano. El sonido nos llegó al principio como un zumbido distante que luego, cuando los soldados se precipitaron colina abajo con sus armaduras y el rostro encendido, se convirtió en un rugido enloquecido que ahogó todos los demás ruidos, como grandes olas al romper contra un acantilado. Las líneas bárbaras se tambalearon visiblemente cuando el bramido los envolvió, y al ver que se aproximaban refuerzos los exhaustos romanos se enderezaron y recuperaron el ánimo.

Los auxiliares se lanzaron contra los agotados bárbaros como un ejército de elefantes, con el estruendo de mil carros chocando. Los chillidos de los caballos alanceados se elevaban al cielo seguidos de los gemidos más débiles de los guerreros heridos, todavía sobrecogidos por el grito estremecedor de los auxiliares romanos. Los bárbaros resistieron unos momentos, pero para ellos la batalla estaba perdida. Esos germanos parecían titanes, tenían brazos como mástiles y piernas como troncos, sus armas eran colosales y su valor no tenía parangón. Ahora, no obstante, esos reacios brazos estaban agotados, las rodillas les temblaban, ante sus ojos flotaban manchas —oh, conozco bien los síntomas de la fatiga, los he estudiado a fondo y he visto a Juliano combatirlos durante sus entrenamientos— y la violencia de los nuevos soldados, de brazos ligeros y paso presto, era más de lo que podían soportar. Sin apenas fuerzas para levantar el hacha, caían al suelo o huían a trompicones perseguidos por los auxiliares, quienes reemplazaban sus espadas combadas y jabalinas con las armas abandonadas por los germanos y las clavaban en el cuello del enemigo antes de derribarlo.

La derrota fue aplastante. Cuarenta mil hombres o más asomaron de repente por el fondo de la enorme nube de polvo corriendo hacia el río, algunos a la caza pero la mayoría huyendo despavoridos. Cuando los primeros bárbaros llegaron al agua, los pocos que sabían nadar se arrojaron a ella y la vadearon frenéticamente hasta que les alcanzó el muslo; entonces se pusieron a chapotear con torpeza, impedidos por el peso de la armadura y las sandalias. El resto se detuvo en la margen del río, con el agua hasta las rodillas, aullando de rabia al descubrirse atrapados entre la negra corriente, con todas las criaturas desconocidas que contenía, y los auxiliares romanos que corrían hacia ellos con las hachas ensangrentadas que habían arrojado al suelo al emprender la huida.

Los alamanes que iban llegando, una falange aturdida que no corría hacia el enemigo, sino que se alejaba de él, empujaban a los que se habían detenido en la orilla hacia aguas cada vez más negras y profundas. Los más desesperados por evitar que la corriente los arrastrara se peleaban inútilmente con sus compatriotas para regresar a tierra firme, empleando dagas y cascos, incluso puños y dientes. Los romanos aflojaron ligeramente el paso al acercarse al río cuando los bárbaros, presas del pánico, se apretaron formando una masa compacta que les impedía avanzar más deprisa. Con todo, a pesar de que los romanos todavía no habían alcanzado el agua, una mancha roja empezó a extenderse entre los bárbaros forzados a entrar en el río. Estos luchaban salvajemente entre sí para escapar de la aterradora corriente y de los romanos que los seguían.

A lomos de su corcel, Juliano atravesó el campo de batalla, ahora en silencio salvo por los débiles gemidos de los moribundos y un millar de gargantas que suplicaban agua, hombres que sufrían terriblemente bajo el calor, todavía asfixiante, y la nube de polvo, que empezaba a asentarse. Dispersos aquí y allá, los romanos, exhaustos, con una rodilla hincada en el suelo, el mentón pegado al pecho, los hombros y la espalda palpitantes por los jadeos, concentraban toda su energía en el mero acto de recuperar el aliento y las fuerzas necesarias para levantarse. Algunos, advertí, sollozaban, ya fuera por el agotamiento y el alivio emocional de la victoria o por la pérdida de un compañero. Empleando la mano izquierda y los dientes, un soldado se estaba atando la correa de una sandalia en la muñeca derecha para restañar la sangre que brotaba de su miembro cercenado. Deseé apearme de mi caballo para socorrerle, pues al ritmo que sangraba no tardaría en perecer. Mi deber, sin embargo, estaba junto a Juliano y, en contra de mi instinto, seguí galopando espada en ristre. Al pasar por delante, el hombre herido me miró y en sus ojos vi la aceptación serena de su sino, fuera el que fuese. Su vida entera dependía de su habilidad para hacer un simple nudo con los dientes y los dedos entumecidos de la mano izquierda. Inclinó la cabeza, casi imperceptiblemente, como se hace al pasar por la calle junto a un conocido, gesto que parecía dirigido a calmar mi tormento, y por extraño que parezca me sentí aliviado, casi justificado en mi decisión, y seguí adelante.

Juliano se acercó cuanto pudo a la retaguardia de sus auxiliares antes de ver bloqueado su avance por los hombres que tenía delante, los romanos que con los escudos en alto empujaban a los compañeros que les precedían. Era como golpear una pared de piedra. Imposible de atravesar, habría sido más fácil trepar por ella y caminar hasta el río por encima de los hombros y las cabezas. Presa de la frustración, hizo girar a su caballo levantando una nube de polvo y sangre en busca de un hueco por el que pasar. Finalmente desistió. Tiró de las riendas de su montura y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Alto, romanos! ¡No entréis en el agua! ¡Alto! ¡Alto!

Sus oficiales oyeron la orden y al instante cincuenta voces repetían al unísono «¡Alto! ¡Alto!». Un corneta se nos sumó en medio del caos y tocó la señal de alto. Cuando los soldados se percataron de la temeridad de perseguir a un enemigo desesperado hasta las profundidades del río con el peso de las armaduras y las armas, entre la primera línea de romanos y la cola de los bárbaros huidos se fue abriendo un pasillo, imperceptiblemente al principio, paralelo a la orilla. Mejor dejar que la ancha corriente hiciera el trabajo por ellos.

Y así fue. Los bárbaros, incluso los que no sabían nadar, eligieron entre el destino sangriento que los esperaba a sus espaldas y la muerte fría y líquida que los aguardaba delante, y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Tras arrojarse al río lleno de cadáveres, se ponían a chapotear al tiempo que se arrancaban la armadura y las pesadas sandalias que tiraban de ellos hacia el fondo mientras, a menos de veinte pies de distancia, los ensangrentados romanos les observaban y provocaban. Algunos alamanes que habían conservado el escudo de madera lo utilizaban como flotador, pero al instante otros cinco o diez compañeros desesperados se acercaban y en el consiguiente intercambio de puñetazos por asirse a él todos zozobraban. El agua se había teñido de carmín y manchaba los pies de los romanos. Pedazos de carne y de cuero de armadura flotaban en la superficie, arrancados de sus propietarios bárbaros ya fuera en tierra por los soldados romanos o en el agua por sus propios compañeros.

Tras examinar la carnicería, Juliano se volvió con la victoria plena en sus manos. Desmontó y se abrió paso entre las líneas, entre sus alborozados soldados y capitanes, hasta lo alto de la pequeña loma desde donde las tropas auxiliares habían realizado su ataque triunfal. Allí encontró una roca plana, donde tomó asiento, mas no en dirección este, hacia el río, el enclave de su victoria, donde a lo largo de cien codos a lo ancho y una milla corriente abajo se divisaban los cuerpos de los soldados bárbaros flotando muy quietos o chapoteando débilmente hacia la orilla opuesta del Rin, sino hacia el oeste, donde el rosado Apolo hundía sus exhaustos caballos en el mar Ibérico, hacia los últimos rayos de un sol que se ponía sobre un glorioso cielo morado y naranja. Angostas listas de luz menguante atravesaban la nube de polvo que se había elevado de la tierra torturada, portando el frío de la noche. Hundidos los hombros por el agotamiento, Juliano enterró el rostro en las manos.