Llegados a este punto, Su Santidad, me parece oportuno introducir una breve observación, pues el aislamiento en la Galia mantenía a mi hermano bastante ajeno a los acontecimientos que tenían lugar más allá de su círculo inmediato. Dado que en aquellos tiempos yo tenía cierto contacto con la corte de Constancio, quizá me resulte más fácil a mí informar de la suerte del general Barbacio. Del mismo modo que los ejércitos romanos no se dejan desanimar por la derrota, también sus generales conservan intacta su percepción de su propia grandeza. Barbacio, obedeciendo a sus instintos, tanto por conveniencia como por ceguera ante la situación, declaró una gran victoria y retiró su ejército a los cuarteles de invierno para luego anunciar su jubilación gloriosa.
Poco tiempo después, con tanta desventura como la que le había acompañado al construir sus puentes sobre el Rin, tuvo una muerte en consonancia. Al parecer, antes de emprender su campaña en el Rin, un enorme enjambre de abejas había visitado su casa, hecho que le produjo un gran desasosiego. Consultó a expertos en la interpretación de augurios, que le advirtieron que el enjambre presagiaba un gran peligro en la guerra. El desafortunado suceso —y su insensata interpretación— hizo que la esposa de Barbacio, Asiria, cuya ambición solo era superada por su estupidez, perdiera el juicio. Después de que su marido partiera en campaña, alimentó la ilusión de que Constancio tenía la muerte cerca y su esposo estaba destinado a sucederle como emperador, pero le preocupaba que la repudiara para casarse con la bella emperatriz Eusebia. Tal era su temor que escribió una carta sumamente imprudente a su marido para rogarle que no obrara de ese modo cuando subiera al poder.
El caso es que Dios hace que todas las cosas sean como deben ser, mas no ha de sorprendernos que los hombres, cuya mente a veces creemos cercana a la Divinidad, distorsionen Su propósito. El hombre altera y confunde el lugar, el tiempo y la naturaleza. Todo lo destruye y desfigura, y ama todo lo deformado y monstruoso. No acepta nada según lo ha creado Dios y se empeña en moldear el mundo y su propio destino a su gusto. A este respecto, Asiria habría hecho mucho mejor en confiar en la benevolencia de Dios y guardar silencio. Por lo visto, espías de Constancio interceptaron la lacrimosa carta y la entregaron al emperador, quien, como castigo, ordenó la decapitación de Barbacio y su esposa.
Qué se le va a hacer.
Pasando a otro asunto, Su Santidad, desearía disculparme por el estilo recargado de mi hermano. En el pasado intenté inculcarle un gusto por la pureza de la creación de Dios y una esperanza optimista en el futuro a través de una verborrea más sencilla. ¿Cuán difícil puede resultarle renunciar a sus ampulosas descripciones de amaneceres, por ejemplo, y simplemente apuntar que «el sol salió un día más»? Quizá fracasé en mi empresa; si se debió a un defecto en su fe o a la insistente rebelión contra la autoridad del hermano mayor, lo dejo a tu superior juicio.
Volvamos a Cesáreo.