Llegamos al cabo de varias jornadas, poco después del mediodía, tras dejar atrás los puestos de vigilancia de Barbacio y cruzar la corriente en un desvencijado transbordador de avituallamiento. Pese a la proximidad del nacimiento del Rin y al descenso de las aguas propio del verano, el río discurría ancho y perezoso. Cabalgando hacia el norte por los trillados caminos, advertimos indicios del campamento de Barbacio unas millas antes de alcanzarlo. El terreno que flanqueaba el sendero, en una franja de varios codos de ancho, aparecía desnudo. Los hombres habían cortado los abetos y pinos centenarios y dejado únicamente los árboles más delgados. Luego habían amontonado y prendido fuego a las ramas y la maleza. En todas direcciones, arrastraderos de madera y roderas de carros atravesaban el terreno, donde boyeros galos aún seguían cargando y arrastrando los enormes troncos utilizando manadas de bueyes, veinticuatro, a veces treinta y seis e incluso más, suficiente musculatura y materia prima para construir una ciudad entera.
Al doblar la última curva que conducía al campamento de Barbacio detuve mi caballo, presa del desconcierto. Ante mis ojos no aparecían la pequeña factoría y los embarcaderos provisionales que se me había hecho creer constituirían el campamento romano, sino una auténtica fortaleza hecha enteramente de madera. El ejército de Barbacio llevaba meses asentado ahí y el general no había escatimado esfuerzos ni gastos en garantizar el bienestar y la seguridad de sus soldados. Los embarcaderos se adentraban un buen trecho en el río sostenidos por firmes pilares construidos con los troncos que había visto arrastrar en carros desde los bosques situados río arriba. Se estaban erigiendo amplios almacenes directamente sobre los muelles, y otros en la margen del río a lo largo de trescientos pies, con tablones serrados que clavaban a sólidas vigas y postes, así como alojamiento para los soldados, cientos de cabañas de troncos idénticas, de tejado plano, dispuestas ordenadamente sobre cuadrantes calculados con precisión, cada una con capacidad para ocho o diez soldados. Las cabañas se extendían por la pendiente a lo largo de un cuarto de milla. Los aposentos de los oficiales se hallaban más próximos al río y eran algo más amplios y lujosos. El complejo estaba rodeado de una alta empalizada de troncos con las puntas melladas y unas puertas precedidas por una zanja ancha y profunda.
En ese momento no se esperaba un ataque y los puestos de vigilancia eran los mínimos. Los pocos hombres que se encontraban dentro de la fortaleza realizaban tranquilamente sus tareas cotidianas mientras los enfermos y heridos se recuperaban en sus camillas, dispuestas en la calle, bajo el cálido sol. Se diría que el grueso de la población, entre legionarios y jornaleros, se hallaba concentrado en los embarcaderos y muelles, pues allí era donde se encontraba la estructura más sorprendente de todas.
A esta altura de su recorrido el río medía unas quinientas yardas de ancho y a primera vista parecía tranquilo. No obstante, bajo la mansa superficie discurría una corriente capaz de arrastrar el navío más pesado a la velocidad de carrera de un hombre. De hecho, cuanto más pesada la embarcación, más veloz. Un calado profundo alcanzaba corrientes que otorgaban al barco una velocidad muy superior a la de las balsas y botes que surcaban la superficie. Aquí Barbacio estaba construyendo su puente, un puente capaz de resistir el paso de cinco legiones romanas con sus carretas de avituallamiento, así como su posterior regreso cargados con botines arrebatados a los bárbaros.
Los obreros habían clavado en el río, a lo ancho de toda la extensión de agua, parejas de enormes pilotes separadas por intervalos de cien pies, y tendido entre los huecos sogas de cáñamo fuertemente sujetas a fin de crear el sólido fundamento de lo que venía a continuación. Desde la orilla derecha, formando una fila ligeramente curvada, se extendía una hilera de barcazas y balsas, y no me refiero a embarcaciones de ancho o largo uniforme, sino a un surtido variopinto que incluía barcazas de grano arrebatadas a los alamanes y toscos pontones armados por los soldados. La hilera llegaba hasta el otro lado del río y cada embarcación estaba sujeta por la proa a la popa de la precedente, formando así una columna que pasaba entre las parejas de pilotes. Las sogas extendidas entre estos impedían el movimiento lateral que habría hecho que toda la hilera se deslizara río abajo por el empuje de la corriente.
El puente estaba terminado salvo por un corto hueco en el centro capaz de albergar dos o tres embarcaciones que los obreros estaban arrastrando por los tramos del puente ya existentes para su inserción. Centenares de soldados carpinteros trabajaban como hormigas en el puente acarreando los tablones que equipos de soldados desnudos, dispuestos por parejas a lo largo de la orilla, serraban al bies. Los tablones también se colocaban en fila y se clavaban firmemente a fin de dotar de rigidez a toda la estructura en los puntos de unión de las embarcaciones, formando dos vías paralelas del ancho exacto de las ruedas de los carros. Eso proporcionaría una superficie uniforme sobre la que los soldados podrían marchar al día siguiente y, más importante aún, estabilidad para los cientos de carretas de avituallamiento que les seguirían, tiradas por caballos y bueyes asustadizos que se rebelarían si la embarcación bajo sus pies se balanceaba más de lo necesario.
Permanecí una hora sobre la suave colina que dominaba el campamento, observando la lenta pero incesante labor, uno de los más grandes ejemplos de la ingeniería romana que habían visto mis ojos. Finalmente, sintiendo la fatiga del viaje, dirigí mi caballo con trote pausado por la calle que conducía al cuartel general, un edificio de dos plantas con banderines de la legión ondeando en la puerta.
Cuando el centinela averiguó que venía de parte de Juliano, me negó la entrada y llamó enseguida a su comandante de cohorte.
—El general Barbacio está ocupado con los últimos preparativos para cruzar el río mañana —explicó el hombre en tono pragmático—. Ahora no puede verte.
—¿Podría al menos solicitar una cita para más tarde? —pregunté cansinamente.
El oficial me miró con detenimiento.
—¿Eres oficial del ejército? —preguntó con suspicacia.
—No, señor. Soy el médico personal del césar y su enviado. Tengo una importante petición que hacer a tu comandante. Necesito que me dedique unos momentos.
El hombre se acarició la barba con gesto pensativo.
—Ven esta noche —dijo—. Veré qué puedo hacer. Entretanto, puedes descansar en los barracones de los oficiales, detrás del edificio. Hay varios catres vacíos. Puedes comer con nosotros en la sala de oficiales mientras estés aquí.
Incliné la cabeza en señal de gratitud, dejé mi caballo y caminé hasta los barracones notando al fin el peso del cansancio como una manta de plomo. Viendo que el primer catre, situado junto a la puerta, no tenía equipaje ni aspecto de haber sido utilizado, me derrumbé en él y me rendí al sueño.
Desperté sobresaltado. La cabaña donde yacía seguía vacía, pero por la oscuridad supuse que había dormido varias horas y ya era noche cerrada. Salí corriendo a la calle y, consternado, calculé por la elevación de la luna que debía de ser cerca de medianoche. No obstante, el ruido de las sierras y los martillos seguía al mismo ritmo del mediodía. Sorteando a los soldados que cargaban tablones, esta vez a la luz de antorchas, fui directo al cuartel general, donde encontré al comandante de cohorte charlando con el centinela.
Me observó con una sonrisa irónica.
—Y los muertos resucitaron.
Le miré con expresión hosca.
—Podrías haberme despertado para que no faltara a mi entrevista con el general.
—No habría servido de nada. El general lleva ausente toda la noche. Ahora mismo está inspeccionando el puente y conversando con sus ingenieros. Has hecho bien en seguir durmiendo.
Me encogí de hombros.
—Caminaré hasta el puente. Quizá pueda acorralarle allí.
Regresé a la calle y siguiendo aquellos sonidos que revelaban la actividad más intensa llegué a la base del puente, una enorme barcaza de trigo de cincuenta pies de ancho y doscientos de largo. Un soldado me contó que los alamanes la habían abandonado en un pantano cercano y Barbacio había ordenado que la repararan. Atada firmemente por la proa y la popa a dos pares de pilotes gigantescos, formaba la base, sólida como una roca, del tramo del puente de la margen derecha, con espacio de sobras para almacenes y cobertizos de herramientas a lo largo de sus lados, que protegían el angosto camino de tablones construido en el centro. En la orilla izquierda habían instalado una embarcación de iguales dimensiones.
Los obreros, advertí a la luz de la luna, habían terminado el puente mientras dormía. Las embarcaciones, que formaban una hilera ininterrumpida a lo largo de todo el ancho del río, se mecían ligeramente en suaves arcos entre cada par de pilotes, como cintas adornando una arcada. En el centro, los carpinteros estaban rematando el camino de tablones y asegurando las junturas de la última embarcación insertada.
La luna, que se elevaba por el sur del puente, brillaba llena y serena proyectando hermosas sombras y destellos con una luz pálida y líquida que se reflejaba casi efervescente en el río, cuyo curso iluminaba a lo largo de varias millas en ambas direcciones.
Fue mientras contemplaba el reflejo de la luna y su larga estela jugueteando sobre la superficie del agua cuando los vi.
A lo lejos, corriente arriba, semejaban casi olas o sombras, quizá meras desviaciones de la corriente causadas por bancos de arena o los restos de un grupo de tocones. Las contemplé distraído durante un rato hasta que advertí que se acercaban lentamente. ¿Una flotilla de barcos? No, pues sobresalían muy poco. Crucé la barcaza de grano hasta la siguiente embarcación, que no estaba flanqueada de almacenes que me impidieran ver qué había río arriba. Al llegar al final de la nave, volví a mirar.
Estaban más cerca, como a media milla de distancia. De mayor tamaño que unas ondas, pero menores que unos barcos, se precipitaban hacia el puente con la velocidad imparable de la corriente. Miré inquieto alrededor y agarré del brazo a un centurión que tenía al lado. Este me miró irritado, pero me limité a señalar el centro del río. Siguió la dirección de mi dedo y su expresión pasó de la irritación a la interrogación, y de ahí a la comprensión y el miedo. Se volvió bruscamente y echó a correr por los tablones hacia el centro del puente.
—¡Troncos! —gritó. No obtuvo respuesta, pues la fortaleza y el puente estaban rodeados de troncos—. ¡Están bajando por el río! ¡Abandonad el puente! ¡Abandonad el puente!
Miré río arriba. Troncos enormes, de siete, ocho y hasta nueve pies de ancho, descendían amenazadores como grandes criaturas marinas hacia el mismísimo centro del puente con toda la rapidez que les brindaba la incontenible corriente. Treinta, no, cincuenta, cien bancos formando un frente de unos cien codos, perfectamente alineados y apuntando cual flechas hacia el corazón de la estructura de Barbacio. El griterío fue en aumento ahora que los hombres divisaban los proyectiles y comprendían las consecuencias de hallarse en el puente en el momento del impacto. Los soldados y carpinteros, tras dejar caer sus herramientas y arrojar los tablones al agua, corrían hacia delante o hacia atrás. Algunos que se hallaban en el extremo, trastornados, regresaban a la orilla para no verse atrapados en la margen opuesta al campamento romano. Los hombres se empujaban y pisoteaban y se apretujaban junto a las secciones inacabadas del entablado. Todos los ojos estaban clavados en el río, en las silenciosas sombras que avanzaban hacia ellos.
El primer impacto provocó un crujido sobrecogedor y un temblor recorrió la estructura del puente desde el centro hacia los extremos, como una cuerda tirante al partirse. Los maderos gemían a medida que los troncos se estrellaban pesadamente contra los pilotes y los arrancaban del suelo como si fueran las varas de una tienda de campaña. Con cada impacto, la fuerza de la corriente hacía girar los troncos, que golpeaban las delgadas ligaduras con todo su peso y longitud.
Mas eso fue todo. Tras el temblor y los crujidos, el silencio. El puente había resistido pese a balancearse peligrosamente allí donde los pilotes estaban arrancados. ¡Pero seguía en pie! Los hombres prorrumpieron en gritos de alivio que resonaron en el silencioso río, mas su regocijo duró poco.
Al principio pensé que debía de tratarse de simples sombras, la ilusión que crea la luz de la luna en los ojos demasiado excitados. Sin embargo, cuando me adentré entre la multitud de hombres y llegué casi al centro de la línea de frente me di cuenta enseguida de que estaba equivocado.
—¡Bárbaros! —gritó alguien—. ¡Son los alamanes!
Aquello fue el caos. Permanecí clavado en mi sitio mientras los hombres inermes corrían de nuevo hacia ambos extremos del puente para ponerse a salvo. Primero docenas, luego centenares de oscuras siluetas con el cuerpo desnudo cubierto de grasa negra, treparon a los troncos bajo los que habían permanecido ocultas, algunas todavía con los juncos por los que habían estado respirando mientras dirigían los proyectiles hacia el puente. Con suma rapidez y agilidad, desenvainaron sus dagas y espadas y procedieron a cortar las cuerdas de soporte de los pilotes y las ligaduras que unían las embarcaciones, y, mediante palos y palancas, a levantar los tablones encajados con tanto esmero.
El centro del puente se quebró en cuestión de un abrir y cerrar de ojos y la primera embarcación empezó a deslizarse corriente abajo. Liberada la tensión estructural, los dos extremos mellados del centro se combaron, y cuando el río empezó a correr por la brecha también los troncos empezaron a ejercer una presión implacable sobre la misma.
Otro clamor se elevó entre los hombres de Barbacio, esta vez de rabia al ver su labor destruida a manos de un puñado de monos grasientos. Con un rugido secundado por los compañeros de la orilla izquierda, los hombres agarraron las herramientas que encontraban a su paso —hachas y azuelas, palancas, tablas y hasta alguna espada— y se precipitaron en masa hacia el centro del puente, que ahora se columpiaba peligrosamente a medida que los extremos se curvaban.
—¡Que no escapen! —oí gritar a alguien, y al levantar la mirada vi a un oficial con armadura y una capa colorada, el general Barbacio—. ¡Atrapad a esos criminales!
Pero los alamanes nos habían visto venir. Con una sonrisa siniestra y rutilante a la luz de la luna en los negros rostros, siguieron arrancando tablones y cortando cuerdas hasta poco antes de que los carpinteros, armados con sus herramientas, les dieran alcance. Demorándose lo justo para agarrar cada uno un tablón, saltaron de nuevo al agua —esta vez río abajo— y, tendidos de bruces sobre las tablas, se alejaron tranquilamente con la corriente. La luna se reflejó en sus espaldas durante largo rato mientras los romanos soltaban, desde el puente destruido, bramidos de impotencia.
Por lo general, quien recibe una segunda oportunidad en la vida se crece ante ella. El primer fracaso, sin embargo, sigue doliendo.
Aunque no hubo muertos ni heridos, el puente había quedado destrozado salvo por algunas embarcaciones de aspecto lamentable que aguantaban en ambos extremos. Los tablones que debían unir sus proas a los botes que tenían delante sobresalían ahora como las lenguas tumefactas de los muertos, y tanto soldados como ingenieros se turnaban en los extremos para contemplar con pesar el río allí donde el tramo central del puente había desaparecido. En la orilla opuesta, al otro lado de la inmensa distancia que quedaba otra vez por salvar, se había congregado un número similar de soldados. Barbacio estaba furioso. Tendría que aplazar varias semanas los planes de cruzar el río, pues los maderos necesarios para construir las balsas y los tablones tenían que ser arrastrados desde lugares remotos a través de las peladas laderas que rodeaban el campamento.
El ejército finalmente tragó saliva e hizo lo que los ejércitos romanos mejor saben hacer: ceñirse el cinturón, sacar músculo y arrimar el hombro para ir a por más.
Barbacio estaba decidido a impedir que un puñado de leñadores y nadadores suicidas alamanes acabara con sus legiones, y a ese respecto se había vuelto mucho más sabio: antes de ordenar la reconstrucción del puente, destinó destacamentos de soldados a lo largo de cinco millas río arriba provistos de balsas y botes. Su misión era interceptar los troncos que enviaran los bárbaros. El instinto de Barbacio fue acertado, pues en tres ocasiones, siempre en plena noche, nos despertaron mensajeros jadeantes con la noticia de que habían atisbado flotillas de troncos y los interceptores romanos se hallaban en ese momento remando contra corriente con sus picas y cuerdas para desviar dichos troncos hacia la orilla antes de que pudieran causar más daño.
En esas tres ocasiones envió Barbacio balsas con soldados de refuerzo para que desviaran los troncos que hubieran podido esquivar a sus compañeros. Hasta el último momento se dejó en el centro del nuevo puente un hueco del ancho de dos o tres embarcaciones a fin de que pasaran por él sin dañar la estructura, los troncos que hubieran escapado. Los hombres destinados río arriba, no obstante, hicieron un buen trabajo, de hecho, un trabajo excelente. Ni un solo tronco logró llegar hasta el puente.
Mas, por extraño que pareciera, no atraparon un solo bárbaro embadurnado de grasa respirando por un junco. A diferencia de la primera descarga de troncos, las tres que siguieron no iban tripuladas, como si los alamanes hubieran supuesto que íbamos a responder a sus ataques. Yo abrigaba mis sospechas en cuanto a los verdaderos motivos pero, dada la euforia que reinaba en el campamento después de cada asalto repelido con éxito, me abstuve de expresarlas. ¿Por qué aguarles la fiesta? Además, Barbacio se había negado a recibirme, aunque no tenía inconveniente en que me alojara en los barracones y comiera con sus oficiales. Decidí permanecer en el campamento para presenciar el cruce del río antes de regresar junto a Juliano.
Dos semanas más tarde el puente volvía a estar terminado, con excepción del tramo central, el hueco de seguridad. Las tres embarcaciones que debían ocupar esa posición ya habían sido entabladas y sus respectivas longitudes cuidadosamente calculadas a fin de poder colocarlas con presteza cuando llegara el momento, de modo que el puente estuviera listo para su utilización dos horas después de haber dado la orden.
El tramo central debía cubrirse al amanecer, y los primeros carros de avituallamiento ya habían recorrido el puente hasta el boquete y aguardaban la última señal para cruzar. El ejército al completo permaneció despierto esa noche sin luna, a la luz de diez mil antorchas, levantando el campamento y preparando las provisiones guardadas en los almacenes erigidos al pie del puente de la orilla derecha del río, a fin de cargarlas en los carros y trasladarlas al lado oeste en cuanto asomaran los primeros rayos de sol.
Durante la segunda guardia, un mensajero apostado río arriba irrumpió estrepitosamente en el cuartel general, donde Barbacio y sus oficiales se encontraban comiendo y comprobando las instrucciones de última hora para el cruce del día siguiente. Dejé mi plato y me acerqué a escuchar.
—¡Señor! —dijo entre jadeos el mensajero—. ¡Los bárbaros han atacado de nuevo!
Los oficiales reunidos en la estancia se alarmaron, pero Barbacio esbozó una simple sonrisa confiada.
—¿Otra descarga de troncos, soldado? —preguntó con calma Barbacio—. Puesto que no estás pidiendo ayuda, imagino que la han interceptado.
—Esta vez no son troncos, señor —respondió el hombre tras recuperar el aliento—, sino un brulote.
Barbacio se levantó lentamente mientras la cólera le oscurecía el rostro. Era una táctica con la que no había contado. Se sabía que los griegos de la antigüedad empleaban a veces brulotes a modo de recurso desesperado para romper bloqueos navales o destruir flotas de transporte. Utilizaban embarcaciones viejas, ya carcomidas y listas para ser barrenadas, que empapaban con una sustancia inflamable, incendiaban y lanzaban hacia su objetivo. Con suerte, chocaban con los navíos enemigos, a los que prendían fuego, o por lo menos los hacían huir en una desbandada caótica. Pero los bárbaros nunca habían utilizado esa táctica.
El mensajero prosiguió.
—Nuestro destacamento situado cinco millas corriente arriba estaba patrullando más allá de nuestra posición por temor a que los alamanes planearan alguna treta. A tres millas de nuestro campamento divisamos una chalana de transporte, de gran tamaño, señor, que bajaba por el río sin luces, una de esas embarcaciones con mucho fondo que los alamanes emplean para el comercio de hielo.
Los hombres se miraron sin comprender, hasta que uno de los veteranos de Barbacio procedentes del norte habló.
—Señor, los bárbaros obtienen bloques de hielo de los belgas del norte durante los meses de invierno, los envuelven en serrín y los trasladan río arriba durante el verano, cuando las aguas están bajas. Debe de ser uno de los barcos que utilizan con ese fin.
El mensajero asintió.
—Los hombres atraparon la nave, señor, y subieron sin incidentes mientras los bárbaros se tiraban al agua por el otro lado. Navega alto, no parece que haya hielo en la bodega. Las cubiertas estaban abarrotadas de cubas de trementina y brea, pero capturamos el barco antes de que los alamanes tuvieran tiempo de volcarlas.
Barbacio se frotó el mentón con aire pensativo y comenzó a relajarse.
—¿En buen estado? ¿Y dices que vacío?
—Así es, señor, prácticamente nuevo. Los bárbaros deben de estar muy desesperados para prender fuego a embarcaciones tan costosas. Ahora mismo los hombres la están dirigiendo hacia aquí.
Esbozando una amplia sonrisa, Barbacio juntó las manos e hizo crujir los nudillos.
—Excelente, excelente. Un golpe de suerte, ¿no os parece, caballeros? Una embarcación como esa podría acelerar el cruce del río. El peso de las carretas de bueyes hace que no podamos mantener sobre el puente más de seis u ocho vehículos al mismo tiempo. No obstante, si trasladáramos nuestras provisiones a bordo de ese navío, podríamos enviar las carretas y los carros vacíos, uno detrás de otro. Eso aceleraría el paso a la otra orilla. Cuando el navío llegue, amarradlo frente al almacén y abrid la bodega. Podemos cargar el grano y las provisiones desde allí. Guardad la trementina y la brea. Tal vez podamos ofrecer a nuestro amigo Cnodomar un cálido obsequio como agradecimiento a su hospitalidad.
Los hombres se rieron a carcajadas del burdo chiste y se dispersaron para atender sus respectivas tareas. Yo caminé hasta el muelle principal para presenciar la llegada del barco.
La espera no fue larga, pues incluso en la oscuridad de la noche sin luna se adivinaba la silueta remota del barco sobre el plácido río. El victorioso pelotón romano que lo capturara había engalanado el mástil y las vergas con antorchas y velas. Cuando se arrimó al muelle, los hombres en tierra prorrumpieron en vítores, no solo por la buena fortuna de haber evitado otro desastre, sino por haber conseguido un medio de transporte tan valioso. Docenas de manos se alargaron para agarrar las amarras y atarlas al muelle, mientras otras procedían a abrir un amplio boquete en la pared del almacén que daba al agua, bajo el cual podrían colocar las compuertas del barco a fin de facilitar el traslado del grano. Otra docena de manos ayudaba a la sonriente tripulación a subir al muelle mientras se entonaban canciones militares para celebrar la buena fortuna.
Me asomé al barco. Efectivamente, la cubierta estaba repleta de cubas y cajas de yesca, trementina, brea y nafta, todo el material inflamable del que los bárbaros habían podido echar mano. Si el destacamento romano hubiera llegado unos momentos más tarde, cuando el barco ya ardía, habría sido imposible desviar —de hecho, nadie habría podido acercarse a menos de cien pies y el navío habría viajado libremente hasta el puente— el terrible, y esta vez fatal, desastre.
Herreros cargados con mazos, cinceles y sierras subieron a cubierta y procedieron a cortar las sólidas barras de las compuertas. Como en todos los barcos de esa clase, las tres compuertas de roble estaban perfectamente ajustadas para resistir las dilataciones y contracciones, con lo que mantenían un cierre hermético que protegía el hielo almacenado debajo. Los trabajadores, preparándose para trasladar el grano a la bodega, se aproximaron mientras las sierras de los herreros atravesaban el hierro de los cerrojos.
—Todos atrás —gritó un fornido oficial de una de las divisiones auxiliares germanas. Barbacio solía destinar a sus aliados germanos a las cuadrillas de obreros encargadas de la construcción de edificios y caminos, bien lejos de las primeras líneas de combate, porque sospechaba de su lealtad en la batalla. El tipo, alto y autoritario, cruzó la cubierta por encima de las cubas vociferando en un latín de acento fuerte y tosco—. ¡Dejadles espacio para trabajar! Tomad esa antorcha. Vaciad la bodega, aseguraos de que está seca y empezad a trasladar el grano. Vosotros, llevaos esas cubas.
Los herreros retiraron los enormes cerrojos, no sin esfuerzo, y agarraron los tiradores de madera. Una vez abiertas las compuertas, el oficial se acercó con su antorcha a la del centro para examinar el interior. De repente, me asaltó una imagen. Recordé mis días en Atenas, los cadáveres protegidos con serrín, el olor a huevos podridos, las virutas fermentadas, humeantes por el calor, incluso calientes al tacto. Me detuve un momento a reflexionar, a olisquear el aire que salía de las compuertas, y entonces…
—¡No! —grité, y retrocedí media docena de pasos.
Cien hombres callaron al instante y todas las miradas se volvieron hacia mí con asombro y curiosidad, como quien observa a un epiléptico.
—¡No! —repetí—. ¡Dentro está el serrín del hielo! ¡Retroceded! ¡Apagad las antorchas!
Los cien pares de ojos reflejaron desconcierto. El herrero se puso de cuclillas y permaneció inmóvil, como paralizado, con la compuerta abierta mientras los demás hombres se apartaban lentamente sin comprender mis palabras pero intuyendo que algo terrible me ocurría. También yo me giré y eché a andar presuroso por la cubierta hacia la base del puente, sin apartar no obstante los ojos de la bodega, y en ese momento presencié el acto más valeroso y quizá más atroz de mi vida.
El auxiliar germano, como el resto, se había detenido en seco con la antorcha en alto mientras su mirada viajaba de mis ojos al oscuro hueco de la compuerta. Su rostro, y solo el suyo, permanecía sereno y exento de temor; de hecho, su expresión era de absoluta determinación. Miró al herrero, que seguía acuclillado junto a la compuerta, y al grito de «¡Viva Cnodomar!» blandió su antorcha, dio un paso al frente y se arrojó a la oscuridad de la bodega.
El tiempo pareció detenerse por unos instantes. Me volví hacia la orilla y eché a correr. Los hombres me miraban con miedo y desconcierto, no sabiendo si huir o acercarse a la compuerta para conocer la causa de mis temores. Yo intentaba gritarles que corrieran, pero las palabras se negaban a salir de mi boca. Notaba las piernas pesadas e inertes, y al final, con el cuerpo inclinado para avanzar más deprisa, tropecé. Mis manos rozaron los tablones de madera y los nudillos iban recogiendo astillas mientras mis pies abandonaban la cubierta. Me abalancé sobre una multitud de carpinteros que en ese momento subían para sumarse a la agitación y mi hombro aterrizó en la cara de uno de ellos, ahogando la blasfemia que había empezado a vociferar ante mi patosa huida.
Al aterrizar noté que la tierra, la tierra firme, temblaba silenciosa bajo mis pies. Acto seguido, una ráfaga de aire caliente me azotó la espalda y casi quedé cegado por una enorme bola de fuego que emergió de la bodega de la embarcación alimentada por el serrín impregnado de nafta. El fuego devoró el barco de hielo y se extendió para engullir cuanto encontraba a su paso en un radio de cien pies, ciento cincuenta pies, más. Me incorporé y eché a correr abriéndome paso entre el gentío que contemplaba paralizado cómo la bola de fuego se hinchaba, crecía y subía. Entonces el calor nos golpeó como si acabáramos de abrir la puerta de un alto horno, un calor que cegaba y derribaba hombres que las llamas ni siquiera habían rozado.
Seguí corriendo hasta alcanzar la calle, me detuve tras la pared de un largo edificio y me descubrí suplicando a Dios la protección de los aleros. Una lluvia de tablones y astillas en llamas, vigas de apoyo y clavos fundidos, inundó el aire hasta volverlo tan denso que parecía hecho de acero y fuego. A estos siguieron objetos más desagradables: brazos, pies, cabezas con la boca abierta y el pelo en llamas como Gorgonas vociferantes, torsos y cuerpos enteros. Poco después el aire volvió a inundarse de bolas de fuego y gotas de brea incendiadas, una lluvia feroz, infernal, que se pegaba a la piel y abrasaba como el hierro candente, una lluvia imposible de sacudir sin que se aferrara a la yema de los dedos provocando un dolor insoportable que solo era posible aliviar frotando tierra sobre las gotas de brea para apagar la llama. Por último, un sonido parecido al del granizo, pues del cielo, hacia donde habían volado durante la explosión del almacén, empezaron a llover las provisiones de grano de seis meses para cinco legiones romanas.
Doblé la esquina donde me había refugiado para observar el estado del puente y me encontré con una imagen indescriptible. El almacén había quedado destruido, así como una cuarta parte del puente desde la orilla. El tramo siguiente, al que todavía no se había conectado la sección central, se había soltado de los amarres y navegaba río abajo, girando perezosamente con la corriente como un trozo de madera lanzado a un arroyo por un niño ocioso. Había cuerpos achicharrados esparcidos entre maderos y carros volcados en llamas. Las casas y los barracones del hospital próximos a la base del puente se habían desmoronado con la explosión y ahora ardían ferozmente, y los hombres enfermos se arrastraban por los escombros gimiendo de dolor, algunos con la ropa y el pelo en llamas. Hasta mi instinto de médico me había abandonado momentáneamente mientras contemplaba la escena paralizado.
De la margen izquierda del río, donde el puente permanecía intacto, llegaban gritos apagados. Temiendo el impacto de otro barco incendiario, trepé hasta lo alto de una pila de escombros humeantes para ver mejor la negra superficie del agua. También en ese lado del río había conflagraciones, pero no explosiones ni barcos. Los gritos, no obstante, se intensificaron, y cuando las llamas crecieron advertí que habían engullido la base del puente y que los hombres se lanzaban a las oscuras aguas para escapar. ¿Cómo era posible que las llamas producidas por la explosión hubieran llegado tan lejos? Enseguida comprendí el motivo.
En ese extremo del puente, del que nos separaban cuatrocientos cincuenta codos, se había erigido un campamento hermano para alimentar y alojar a los soldados que construían la estructura por ese lado. Allí advertí la aparición de nuevas llamas y, frente a ellas, la silueta de caballos y jinetes, al principio solo unos pocos, luego docenas y después centenares, que alzaban sus lanzas y proferían gritos triunfales. A lomos de sus caballos, golpeaban y derribaban a los hombres desarmados, que intentaban correr hacia la oscuridad o saltar al agua, hasta que los gritos se fueron apagando. Iluminado por los barracones en llamas, un enorme corcel entró lentamente en el agua montado por un hombre cuyos amplísimos hombros y una melena hasta la cintura mecida por la brisa se veían incluso desde donde yo estaba. El jinete alzó su gigantesco arpón y lo hundió en la espuma, donde se clavó, con la empuñadura temblorosa, como una flecha que ha dado con su blanco sangriento. Por encima del lamento de los moribundos llegó su aullido penetrante y burlón: «¡Muerte a los romanos! ¡Muerte a Roma!».
El río, entretanto, proseguía su lento e implacable viaje hacia el mar limpiando sus orillas ensangrentadas, arrastrando los restos de la vanidad humana, impasible en su inmortal discurrir a las acciones de los endebles seres que ocupaban sus márgenes.