III

En cuanto a Helena, era como si los treinta días de asedio en Sens no hubieran tenido lugar, pues no salía de su habitación ni agradecía las visitas diarias de Juliano. Desde la muerte del niño ocupaba sus propios aposentos. Encerrada en su muda desdicha, con una esclava gala ya anciana como única compañía, prácticamente se había convertido en una desconocida para su marido. Al principio Juliano intentó consolarla insistiendo en que tuvieran otro hijo, en que había sido culpa de la malvada comadrona, en que hasta las familias de la élite romana se veían a veces obligadas a tener ocho o diez hijos para asegurar que al menos uno llegara a adulto. El propio emperador y la emperatriz, señaló, no podían concebir. Pero Helena era inconsolable. La pérdida de la amada criatura que había llevado en su vientre durante nueve meses la había vuelto medio loca. Recordaba sin cesar la mirada acusadora que le había clavado Juliano cuando Flaminia la culpó de haber asfixiado al fruto de su propia sangre.

Oribasio estaba a cargo del cuidado de Helena, pero se sentía impotente ante su indiferencia por la vida. Revoloteaba alrededor de la princesa, presa de la frustración, ofreciéndole diversas pócimas y extractos de hierbas y quemando incienso al dios sanador Asclepio. Al final, cuando Helena empezó a rechazar la comida, desesperado me pidió consejo.

—Cesáreo, ¿crees que tus métodos podrían tener algún efecto allí donde los míos han fracasado? Estoy perdiendo a mi paciente.

Me encogí de hombros.

—Lo que aflige a la princesa es una enfermedad del alma. Ante eso puedo hacer tan poco como tú. ¿Has traído a un sacerdote para que hable con ella?

Oribasio se encogió a su vez de hombros.

—Fue lo primero que hice. La confesó (extraña costumbre la que tenéis los cristianos) y eso pareció reconfortarla durante un par de días, pero después recayó. Desde entonces ha tratado al sacerdote con la misma indiferencia que a los demás.

Medité sobre el asunto. En Milán, el remedio recetado para casos graves de melancolía es un viaje a un clima más saludable, lejos de la calurosa y polvorienta ciudad. Irónicamente, el destino preferido suele ser la Galia por sus manantiales minerales y el aire fresco de sus montañas. Y aquí estaba Helena, en el mencionado entorno, a pesar de lo cual padecía la misma clase de aflicción que había visto en las mujeres acomodadas de la corte de Milán. Quizá el problema nada tenía que ver con el lugar, sino con las personas.

—Hace más de un año que la princesa no ha visto a su hermano y sus amigos —señalé—. Está en una tierra extraña, rodeada de guerras, con un marido ausente en campaña la mitad del año y obsesionado con entrenar también cuando está en casa. Acaban de asesinar a su primer hijo. Hasta los oficiales de bajo rango tienen derecho a una excedencia una vez al año. Quizá a la princesa le sentaría bien pasar un tiempo con su familia.

Oribasio aplaudió la idea, aunque solo fuera, me dije, porque lo exculpaba en el caso de que su negra paciente falleciera estando bajo sus cuidados. Planteé el asunto a Juliano la misma noche que le informaron de la huida de Marcelo.

Reflexionó con detenimiento.

—Qué coincidencia que saques el tema, Cesáreo —dijo—, porque Euterio está preparando un viaje.

Le miré sin comprender, pues Juliano dependía sobremanera del viejo eunuco para que mantuviera sus asuntos domésticos en orden y lo supervisara todo, desde la calidad de la comida hasta la legibilidad de los números de los contables. Juliano no le dejaría marchar así como así.

—Marcelo se dirige a Roma, donde Constancio y la emperatriz están pasando el invierno. No hay duda de que lanzará acusaciones contra mí, dirá que he usurpado indebidamente sus poderes como comandante del ejército. Su versión de los acontecimientos no debe ser la única que llegue a los oídos del emperador. No hay nadie en mi círculo más elocuente que Euterio, nadie en quien el emperador confíe más, de modo que le he pedido que vaya a Roma y explique la conducta de Marcelo. No solo será conveniente que se lleve a Helena, sino que las declaraciones de la princesa reforzarán sus argumentos ante el emperador. También ella presenció el asedio.

Aunque dudaba que la muda y afligida Helena fuera de alguna ayuda, apoyé ardorosamente la idea de permitir que acompañara a Euterio en su misión. En dos días ya habían preparado una caravana en condiciones, hecho el equipaje de la princesa y aupado su cuerpo, notablemente reducido, a una litera, tras lo cual Juliano le dio su bendición. Helena no parecía saber, o no parecía interesarle, adónde la llevaban. La caravana escoltaba por cien soldados de caballería y seiscientos de infantería, suficientes para disuadir a los bárbaros de atacar.

La ausencia de Helena significaba que Juliano ya no estaba atado a cuestiones domésticas, de modo que se entregó a sus obligaciones militares con un entusiasmo que sorprendió incluso a sus oficiales. En menos de una semana desde la partida de su esposa había reunido a quince mil soldados procedentes de los cuarteles de invierno de las guarniciones, incluidas las tropas de Reims abandonadas por Marcelo, y puesto rumbo a los montes Vosgos. Allí, las recientes incursiones de los alamanes en granjas y pueblos presagiaban un avance de Cnodomar de mayor envergadura y mejor planificado en un futuro próximo. Por otro lado, el emperador comunicó por carta a Juliano que estaba preparando una nueva estrategia que aplastaría a los bárbaros de una vez por todas. Enviaría a la Galia, desde el sudeste, un nuevo ejército de veinticinco mil hombres para que se reuniera con nuestras fuerzas en el Rin. Acorralarían a las tribus bárbaras como una enorme red y las destruirían o empujarían hacia el norte, el remoto interior, donde los hunos se encargarían de ellas, y dejarían para siempre de ser una amenaza para la Galia.

Así fue como el general Barbacio apareció de nuevo en nuestras vidas, él, que había sido comandante de la guardia real bajo el mandato del hermano de Juliano y el oficial responsable del arresto y asesinato de Galo. Obedeciendo órdenes del emperador, Barbacio atravesó con sus legiones los Alpes hasta Augst pero, en lugar de cruzar el Rin, como estaba previsto, y avanzar hacia el norte para reunirse con nuestros soldados en los alrededores de Estrasburgo, se instaló en la otra orilla del río para esperar. Lo hizo, según él, debido a una resistencia inesperada por parte de los bárbaros que le impedía cruzar el río, o quizá, como Salustio sostenía, debido a una negligencia perversa.

En cualquier caso, la información que poseía Juliano sobre las intenciones de los bárbaros en los Vosgos era errónea, pues los ataques aislados en la zona no eran otra cosa que maniobras de distracción planeadas por la Bestia. En cuanto Cnodomar vio que el césar se dirigía a Estrasburgo y Barbacio se había establecido en Augst, emergió de la Selva Negra con un aluvión de bárbaros que condujo directamente entre los dos ejércitos romanos, con lo que rompió la vía de conexión entre ambos. Con la fuerza de un corrimiento de tierras, los bárbaros avanzaron por las llanuras centrales de la Galia hasta las murallas de Lyon y cortaron así toda comunicación con la costa. No obstante, la ciudad atrancó justo a tiempo sus puertas y Cnodomar, viendo una vez más frustrados sus planes de sorprender a una ciudad grande, ordenó a sus hombres que se dispersaran por la región a fin de saquearla.

Cuando Juliano se enteró del desastre, reaccionó con rapidez y envió tres pelotones de caballería al sur para ahuyentar a los saqueadores. Los bárbaros retrocedieron hacia bosques y campos, dejando por el camino algunos muertos y gran parte del botín. Los daños causados, empero, fueron cuantiosos. Los exploradores de Barbacio habían observado la operación desde cerca y el general envió inmediatamente un informe al emperador para quejarse de la facilidad con que los laeti habían salido de la Selva Negra y se habían infiltrado en nuestras líneas, y del error cometido por Juliano al dividir su caballería para perseguirlos. Un pelotón de Juliano que siguió avanzando hacia el sur en su persecución tropezó con un contingente mayor de la caballería de Barbacio, quien aseguró que el césar no estaba autorizado a actuar en el territorio asignado al general. Los bárbaros consiguieron penetrar en las líneas de Barbacio y huir impunes hasta el Rin. El general comunicó entonces a Constancio que el verdadero objetivo de nuestros cobardes oficiales era corromper a sus soldados.

Juliano decidió proseguir con la operación por su cuenta. Los bárbaros, sin embargo, nos dificultaban la caza por los aventurados caminos de montaña mediante una técnica ingeniosa. Lo primero que hacían era cortar una hilera de árboles grandes a lo largo de nuestra ruta de tal forma que quedaran derechos y sujetos únicamente por una delgadísima capa de corteza sin serrar. Luego se adentraban en el bosque unos cien pies y repetían el procedimiento con otra fila de árboles dirigiendo el ángulo de caída hacia la primera. Por último, se ocultaban en silencio en las profundidades de la floresta hasta que nuestros soldados pasaban a través de la trampa y en ese momento tiraban de unas cuerdas astutamente atadas a la segunda hilera de árboles, los cuales se precipitaban sobre los que bordeaban el camino y estos, a su vez, caían sobre nuestros horrorizados soldados. Perdimos muchos hombres y desperdiciamos un número incalculable de días despejando los senderos tras sufrir varios ataques de esta índole antes de que por fin alcanzáramos el Rin.

Los bárbaros, no obstante, habían trasladado sus bandas de asalto a los bancos de arena del centro del río. Para llegar a ellos necesitábamos embarcaciones que no teníamos. Barbacio, en cambio, disponía de muchas en su campamento situado corriente arriba. Juliano envió un mensajero para pedirle siete naves y Barbacio respondió quemando todas las que tenía, para regocijo de los espectadores bárbaros. Cnodomar incluso decidió ayudarnos mandándonos el casco medio carbonizado de una gabarra de grano romana, capturada cuando flotaba corriente abajo, adornada con los cadáveres mutilados de sus tripulantes y pintada por fuera con obscenos epítetos escritos en latín con enormes letras rojas, para que todos los vieran.

Juliano pasó por alto el insulto. Cuando hubo anochecido, envió al explorador Bainobaudes con un pelotón auxiliar para tratar de acceder a las islas de los bárbaros utilizando todo aquello que flotara. La primera tanda de soldados, empleando balsas y botes construidos apresuradamente con los maderos de la embarcación obsequio de Cnodomar, llegó a la isla más próxima y sorprendió a los bárbaros, a quienes liquidaron mientras dormían. Descubrieron las canoas de que se servían para desplazarse, se incautaron de ellas y durante varias noches prosiguieron con sus incursiones en las demás islas. Transcurrida una semana, Bainobaudes regresó de su expedición cargado de tesoros romanos recuperados de los bárbaros, en medio de la ovación de los preocupados soldados que le aguardaban en la orilla. Los bárbaros que quedaban en los alrededores, conscientes de que ya no estaban a salvo en las islas, recularon con sus pertenencias hasta la margen derecha del Rin.

Barbacio, sin embargo, continuó con su táctica de obstrucción y hostigamiento. Requisaba las provisiones que las columnas de abastecimiento portaban para Juliano, quemaba cosechas destinadas a forraje para nuestros animales y hacía oídos sordos a toda petición de cooperación. Los soldados de ambas partes, así como los propios bárbaros, observaban la rivalidad de los dos comandantes con sumo interés, si bien desconocían los motivos. Dicha ignorancia, con todo, no les impidió sacar sus propias conclusiones, no carentes de lógica. Según ellos, Juliano, un novato en asuntos militares pero una amenaza cada vez mayor para el mandato del emperador, en realidad no había sido enviado para reconquistar la Galia, sino para encontrar la muerte en el campo de batalla. Aunque dicha deducción era errónea, no hizo sino consolidar aún más la lealtad de los hombres de Juliano a la causa.

Pero ni siquiera Barbacio podía constituir un impedimento eterno y finalmente recibió órdenes explícitas de Roma de cruzar el Rin, establecerse en la orilla izquierda y unirse al ejército de la Galia. Nuestros mensajeros nos informaron de que en el campamento de Barbacio había aumentado la actividad con vistas a una acción importante, y un recado que recibimos de Euterio por esos días explicaba que el emperador y sus asesores aguardaban impacientes la noticia de que Barbacio había vencido a los bárbaros sin ayuda alguna. Juliano opinaba que la táctica era absurda y que una estrategia eficaz exigía la fuerza conjunta de ambos ejércitos. Una tarde, sin embargo, cuando regresábamos de pasar revista a las tropas, me confesó su frustración por no conseguir la colaboración de Barbacio.

—Lo peor de todo —concluyó— es que me estoy quedando sin embajadores. He mandado a mi propio administrador a Roma y Barbacio ha insultado y expulsado de su campamento a todos los mensajeros que le he enviado. Por ello, Cesáreo, me veo obligado a pedirte un favor personal, especialmente porque Barbacio y tú sois viejos conocidos.

Le escuché en silencio y no sin cierta consternación. Como bien sabes, hermano, desde que éramos niños tú siempre has sido el orador público de la familia. Yo jamás he podido unir dos palabras coherentemente delante de desconocidos, y es una suerte que sintieras la vocación de sacerdote y polemista, pues yo me siento mucho más cómodo examinando en silencio a los muertos que interrogando en voz alta a los vivos. Llegamos a la tienda de Juliano, donde Salustio nos esperaba impaciente revisando una pila de informes elaborados por los exploradores.

—Explica a Cesáreo la misión que vamos a encomendarle —ordenó Juliano.

Salustio apenas levantó la vista.

—Es sencillo —dijo—. Convence a Barbacio de que deje de apropiarse de nuestras provisiones y de interferir en nuestros asuntos, y que se concentre en derrotar a los bárbaros que las tropas del césar empujen en su dirección. Únicamente tiene que cruzar el Rin y mantener los ojos bien abiertos y las legiones preparadas mientras nosotros desconcertamos a Cnodomar y sus hombres. Barbacio se llevará el placer de la matanza y el honor de la victoria, y podrá regresar felizmente a Roma dejando la provincia libre de alamanes. No te preocupes por tu equipaje, médico. Ya está preparado.

Respiré hondo y miré a Juliano, que esbozó una sonrisa tranquilizadora y me dio una palmada en el hombro mientras me deseaba un buen viaje. En menos tiempo del que se tarda en rezar un paternoster me hallaba sobre un caballo de correo militar con una guardia de seis jinetes, galopando en dirección a Augst.