Durante el invierno, la estación en que los oficiales, por lo general, obtienen permisos para atender sus asuntos privados en casa o en Roma y los soldados rasos se dedican a descansar y reponer fuerzas para la rigurosa campaña de primavera, Juliano se entrenó brutalmente. Pasaba las mañanas en el campamento de la guarnición de Sens, sin más abrigo que un taparrabos, ejercitándose con sus hombres. No le avergonzaba que su fuerza y su destreza en la milicia apenas fueran comparables a las de los soldados de menor rango, y se granjeó la admiración de sus tropas por su inquebrantable determinación. Por las mañanas, la fina capa de soldado raso, que vestía incluso cuando soplaba el viento glacial de los bosques del norte, y su cabello despeinado eran una imagen familiar y bienvenida en el campamento. Tras un duro entrenamiento en el manejo de la espada y la lanza y una sesión de preparación física con un entrenador de boxeo, era corriente verlo dirigirse cojeando hasta una hoguera y echarse una manta sobre los hombros para dedicar unos minutos a saborear un cuenco de sopa y galletas, como cualquier recluta, y escuchar las quejas y los chistes de sus hombres.
Por las tardes pasaba muchas horas encerrado con Salustio en su desabrigado y frío despacho. Uno a uno, convocó a los comandantes de todas las guarniciones de la Galia y la región transalpina para reunirse personalmente con ellos durante varios días. En esas reuniones privadas, Juliano y Salustio los sometían a interrogatorios despiadados. ¿Cuál es la actitud de los soldados bárbaros en tu zona? ¿Cuántos son? ¿Armas? ¿Disciplina y hábitos de entrenamiento? ¿En qué forma física se hallan tus soldados? ¿La capacidad de tu guarnición de aguantar un asedio enemigo prolongado? ¿La capacidad para sitiar al enemigo? ¿Cuál es el grado de cooperación entre tu guarnición y las guarniciones vecinas? ¿La frecuencia de las comunicaciones? ¿Motivos de rivalidad? ¿Casos de incompetencia? Cada entrevista terminaba con la pregunta más importante: ¿qué hay de Cnodomar?, ¿qué hay de la Bestia? Pero el rey bárbaro, con su arma y su físico inconfundibles, parecía haberse desvanecido.
Juliano enseguida captaba los síntomas de debilidad o indecisión, los cuales calificaba de indignos del magnífico ejército romano que estaba construyendo. Estudiaba constantemente la fuerza relativa de las tropas y ese invierno fue incorporando miles de hombres, desde España hasta Britania y la Galia, a medida que él y sus consejeros identificaban lagunas defensivas que había que llenar, oficiales que había que jubilar, despachar o ascender, y guarniciones desaprovechadas que había que integrar en los planes de rotación. Ese invierno, las calzadas heladas presenciaron el paso constante de divisiones, oficiales vociferantes y hombres de infantería que marchaban vestidos con su túnica y su capa militares para todas las estaciones, tiritando de frío y expulsando vaho por la boca. Tras juzgar la indumentaria de poco práctica para una fuerza de combate romana, Juliano ordenó la confección de pantalones de lana gruesa, jubones de cuero y botas de piel de buey a fin de que sus hombres estuvieran tan preparados para el invierno como los bárbaros.
Un manto de humo bajo flotaba sobre los campos mientras las guarniciones y los campamentos de los territorios del Rin se llenaban de soldados llegados de las ciudades reconquistadas. El foro trepidaba con los vítores de los hombres en respuesta a las arengas patrióticas de Juliano, y los talleres vibraban con el sonido de los yunques de los armeros que herraban a los caballos de batalla, largo tiempo descuidados, y abastecían a los oficiales de intendencia con jabalinas, espadas, escudos y cascos. Las herrerías fabricaban extensiones interminables de robustas cadenas que colocábamos en los caminos y riachuelos para impedir el paso de toda persona que no contara con la autorización del comandante de cada guarnición local.
Aunque Juliano pasaba los días inmerso en una actividad constante, por las noches apenas se concedía un respiro, pues después del anochecer, cuando la ciudad y el campamento descansaban, agotados a causa de sus exigencias, él se paseaba de un lado a otro, vigilante preparándose para el gélido frío de su sesión de entrenamiento sin camisa con sus hombres, para la que faltaban apenas unas horas. Ya nunca utilizaba su cama, y tampoco un catre, pues prefería echar cabezadas de una hora como máximo inclinado sobre la mesa de su despacho, con la cabeza en los brazos, o sentado en un taburete con la espalda apoyada contra la dura piedra de la pared. Temiendo por su salud, yo intentaba obligarle a reposar.
—¿Reposar? —preguntaba asombrado—. Ni hablar. Las manos ociosas son instrumentos del diablo. Ya conoces ese dicho, Cesáreo.
—¿Y qué quieres decir con eso? La fatiga y la enfermedad también hacen las delicias del diablo. Te exiges demasiado.
Juliano se encogió de hombros.
—Si construir un ejército significa perder algo de sueño, perderé algo de sueño. No podría perdonarme que se violaran las fronteras de Roma porque el césar estaba durmiendo. Cuando todo esté a punto, entonces bajaré el ritmo.
Dedicaba las noches a sus amados filósofos, en especial Platón y Marco Aurelio, y se pasaba horas departiendo conmigo sobre las sutilezas de pensadores como Plotino y Jámblico. Le encantaba mi capacidad para captar los razonamientos de los neoplatónicos, pero se burlaba de mí cuando opinaba que tales filósofos eran indignos de un césar ilustrado en la nueva era cristiana. Dios estaba muy abajo en su lista de prioridades, pues asistía a las comuniones únicamente si existían razones de Estado y casi nunca leía las Escrituras. Era como si, en lugar de buscar consuelo en Cristo en los momentos de tormento, lo evitara por sentirse traicionado. Yo solía acompañarle durante sus largas horas en la oscura biblioteca, preocupado por el hecho de que el códice del Evangelio con incrustaciones preciosas que Eusebia le había regalado ese invierno hubiera quedado relegado a un estante remoto. En varias ocasiones lo dejé abierto en algún pasaje que consideraba adecuado para el estado de ánimo de Juliano de ese día, pero él fingía no captar o rechazaba la indirecta y devolvía impacientemente el pesado tomo a su lugar.
En febrero, después de casi seis meses de actividad frenética con los ejércitos romanos de la Galia y Occidente, Juliano y Salustio por fin se mostraron satisfechos con la organización y preparación de sus hombres para la campaña de primavera. Los bárbaros habían empezado a poner a prueba la determinación y la fuerza de los romanos con incursiones depredadoras en la Galia oriental, pero en cada ocasión las guarniciones habían conseguido repelerlos, lo que reafirmaba a Juliano en su convicción de que había previsto eficazmente los puntos fuertes y débiles tanto de sus tropas como de las enemigas.
Entonces llegó el desastre.
Estúpida, ciegamente, Juliano había estado tan concentrado en construir baluartes eficaces contra los alamanes congregados al otro lado del Rin que había descuidado su propia base de operaciones. El comandante de Sens, a diferencia de los demás comandantes de la provincia, no había pasado por las agotadoras semanas de interrogatorios y debates. Algunos tramos de las murallas de la ciudad se estaban desmoronando y el resto empezaba a ceder. Pero lo peor era que, a fuerza de cesiones, la guarnición local había quedado seriamente reducida, de modo que Juliano se veía incluso privado de los servicios de los scutarii y los gentiles en su guardia personal, soldados de infantería y lanceros montados que generalmente se asignaban a los romanos de alto rango cuando visitaban la Galia. En la ciudad únicamente quedaban sus acólitos y una guarnición muy restringida.
Y la Bestia se percató.
Llegó en una de esas noches interminables que acabo de describirte, Hermano, justo antes de que Aurora alargara sus dedos rosados para iluminar la cara de los cielos, la parte más fría de la noche, cuando hasta los centinelas comienzan a ceder a la modorra. Una flecha atravesó con sigilo el gélido aire en medio de una nube de proyectiles igualmente feroces y aterrizó en la cara de un vigía, un excelente luchador de Frigia, de enormes proporciones, apodado Hélix el Reptil. La flecha le atravesó el pómulo y lo derribó del muro, pero el hombre, sorprendentemente, sobrevivió a la caída de veinte pies sin perder el conocimiento y, haciendo honor a su apodo, reptó hasta el siguiente puesto de vigilancia, arrastrando una pierna rota y con la flecha hundida en el rostro, para dar la alarma.
Los acólitos se levantaron al instante, y también los doscientos hombres de la guarnición, y Juliano, que ya estaba, como de costumbre, despierto a esa hora, ordenó al magistrado de la ciudad que convocara a la milicia local. Sin más demora, el anciano reunió a los mil mercaderes, comerciantes y agricultores alojados intramuros para el mercado semanal del día siguiente, a fin de que ayudaran a defender la ciudad. Fue con gran dificultad, y la pérdida de unos cuarenta acólitos y soldados de la guarnición, que conseguimos repeler el feroz ataque bárbaro de esa noche. Confieso que nuestra victoria se debió no tanto a nuestra destreza como al sorprendente golpe de mala fortuna que sufrieron los bárbaros: mientras realizaban un astuto amago en la puerta principal, enviaron a un grupo de soldados de asalto a la parte trasera del fuerte, donde los muros estaban tan desmoronados que los golfillos de la ciudad trepaban por los escombros para robar la fruta de los huertos del otro lado. Un niño se encontraba haciendo eso mismo justo en el momento en que el pelotón de bárbaros se congregaba para atacar por detrás. El valiente muchacho retrocedió y dio la voz de la alarma justo a tiempo para que Juliano pudiera desviar sus tropas a ese sector y, así, salvar la ciudad.
La luz del día hizo patente nuestro precario estado. Sens se hallaba en una situación idónea para que los bárbaros realizaran un ataque relámpago y capturaran al césar y a todo su personal de un solo barrido. La misericordia de Dios lo había impedido por el momento pero, cuando esa mañana me asomé al muro, divisé a diez mil alamanes congregados justo donde terminaba el alcance de nuestras flechas. Los oficiales recorrían a caballo las hileras de hombres. En el centro había un enorme germano descamisado blandiendo un arpón, exactamente como me lo había descrito aquel hombre en el palacio de Milán. Se me heló la sangre. Solo pude pensar en el destino de Lucio Vitelio y sus hombres en Colonia, y fui en pos de Juliano para informarle de que sus oraciones habían sido escuchadas: estaba a punto de enfrentarse a la Bestia.
Juliano, con todo, no dejó que mis pesimistas advertencias le demoraran; el hombre se había convertido en un tornado. Pese a no haber dormido en toda la noche, él y un Salustio ceñudo parecían estar en todas partes. Las puertas de la ciudad fue en lo primero que se había fijado mientras se producía el ataque y se levantaron barricadas justo a tiempo. Los tramos de muralla que amenazaban con ceder se repararon al instante, si bien a costa de perder un número considerable de hombres por heridas de flecha, ya que estaban obligados a ocupar posiciones bajas y poco protegidas para colocar las piedras nuevas. Durante dos días con sus noches Juliano recorrió las murallas sin descanso, instando a trabajar a todos los hombres y mujeres de la ciudad mayores de doce años. A los más jóvenes y menos habilidosos asignaba tareas sencillas, como cargar mortero o recoger de las calles flechas bárbaras. Los ancianos tenían que preparar alimentos en sus cocinas para los soldados y obreros a fin de que estos no tuvieran que perder el tiempo cocinando. En dos días se habían realizado obras defensivas que, en circunstancias normales, habrían requerido dos semanas, y Juliano, ante mi insistencia, se permitió una siesta, que tuvo una duración impensable en él, cinco horas, a cuyo término se levantó recuperado y reanudó su inquieto ir y venir.
Paseaba día y noche por las murallas y almenas, rechinando los dientes de rabia por haber cometido la estupidez de quedarse con tan pocos soldados, hecho que le impedía romper el sitio. A los pies de la muralla Cnodomar echaba humo, igualmente furioso por el fracaso del golpe sorpresa planeado contra el césar y por el hecho de tener que limitarse a sitiar una gran ciudad amurallada con unos hombres escasos tanto en número como en paciencia para salir airosos. Cada noche, durante horas, le oíamos injuriar a Juliano con su vozarrón y su latín macarrónico, utilizando palabras punzantes:
—¡Baja, griego enano, y lucha como un hombre! ¡Vamos, enséñame de qué están hechos los griegos, perro de polla diminuta! ¡Tengo una estaca para darte placer, gran césar, tan grande como la mía, la misma estaca de la que disfrutó Lucio…!
Su parloteo obsceno me enfurecía, pero Juliano se limitaba a mirar desde lo alto de la muralla. En sus ojos brillaban el odio y el deseo de matar, y en su semblante se reflejaba la frustración de tener al asesino de su hijo tan cerca como para verle la cara y oír su voz y, sin embargo, no poder salir de sus hostigadas defensas. Se obligaba a estudiar las maniobras de los agresores y a veces comentaba con Salustio la disciplina y la disposición de las fuerzas alamanas. Tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para impedir que los insultos de la Bestia le sacaran de sus casillas.
Más tarde me contó que había llegado a la conclusión de que el bárbaro, con sus bravatas, no pretendía tanto enfurecernos como mantener la cohesión de sus inquietos soldados. Cnodomar era el jefe de una extensa colección de clanes y familias, pero los lazos fraternales entre los bárbaros tenían un límite, y en eso, hermano, hay que reconocer que no son muy diferentes de nosotros, hombres civilizados, pues teniendo en cuenta que los hijos del emperador Constantino se mataron entre sí, el amor verdadero entre hermanos es un fenómeno que escasea. Si eso se debe a los pecados de Adán o, lo que es más probable, a los efectos de la primogenitura y las leyes hereditarias, lo ignoro. El poderío de la Bestia nos parecía formidable, pero su posición dentro de sus clanes quizá fuera precaria.
Por fortuna, Sens estaba bien abastecida gracias a la entrada de productos frescos para el mercado que hubiera debido celebrarse el día del ataque, y el agua abundaba gracias a las numerosas fuentes y manantiales que poseía la ciudad dentro de sus muros. También contaba con armas defensivas, pues Sens era un centro regional de distribución de material militar. Además de la dotación de flechas, arcos, jabalinas y lanzas de que disponía cada soldado, las murallas estaban equipadas con poderosos artefactos cuyo funcionamiento solía precisar la cooperación de varios hombres: el «lobo», una suerte de grúa instalada sobre los portalones y provista de correas para detener la cabeza de un ariete y de una manivela para desviarla; el «escorpión», artilugio portátil diseñado para lanzar piedras mediante el retorcimiento y la liberación brusca de una cuerda hecha de cáñamo o pelo humano, y el «asno salvaje», arma más grande que el escorpión y menos manejable.
La catapulta era especialmente tremenda en cuanto al daño que infligía a humanos y animales. Se trata de un gigantesco arco mecánico dotado de unas ranuras que llevan encajadas unas saetas con plumas de madera que se disparan con una potencia asesina. Se maneja con la ayuda de tres hombres, uno de los cuales es el «observador», que divisa el objetivo y coloca la saeta en la ranura mientras los otros dos giran la manivela. El observador libera entonces el pestillo y dispara la saeta con un efecto sorprendente; su velocidad es tal que no es necesario tener en cuenta la inclinación de la flecha a lo largo del recorrido. En una ocasión vi cómo un oficial de la caballería bárbara era elegido como blanco. El observador apuntó con cuidado, disparó y la saeta cruzó invisible el campo, aterrizó en el muslo del oficial, horadó su gruesa armadura y se hundió en las costillas del caballo. El impacto fue tal que levantó al animal por la grupa antes de que cayera al suelo, con una pierna del hombre clavada al costado por la saeta y la otra aplastada bajo su cuerpo. Al ver eso, di gracias a Dios por no ser el médico del campamento bárbaro.
La guarnición podía aguantar varias semanas bien abastecida, el doble de tiempo si se racionaban los víveres, quizá indefinidamente si los civiles eran expulsados de la ciudad y abandonados a su suerte. Solo había que esperar a que Marcelo llegara de Reims con refuerzos. No obstante, dado que los días pasaban sin indicios de que el comandante viniera a rescatarnos, y con los bárbaros cada vez más audaces, la confianza de Juliano en la capacidad de Marcelo para levantar el sitio empezó a flaquear. El día del primer ataque había enviado varias palomas con idénticos mensajes para ordenar a Marcelo que mandara refuerzos. No hubo respuesta. A renglón seguido, envió a varios mensajeros, una medida arriesgada dadas las probabilidades de que los atraparan y torturaran nada más salir de la ciudad. Con todo, al menos dos de ellos consiguieron sobrepasar las líneas enemigas, pues así nos lo comunicaron los dos fuegos que encendieron esa noche en lo alto de una loma, justo en el límite norte de nuestro campo de visión. Pero daba la sensación de que los mensajes se los llevaran los vientos del cielo sin ser escuchados ni leídos. Marcelo no llegaba y Juliano hervía de ira por la demora, sospechando lo peor del comandante.
Pronto comprendimos, gracias a nuestra posición ventajosa en lo alto de las murallas y las imprudentes voces bárbaras que viajaban por el sereno aire de la noche, que Cnodomar no iba a ser capaz de mantener inactivos a sus hombres por mucho más tiempo. Cuando nos percatamos de que estaban preparando un ataque masivo, Juliano ordenó a los herreros, tanto militares como civiles, que trabajaran día y noche en la fabricación de unos artilugios primitivos y ya olvidados que recordaba de sus lecturas de Plutarco: los abrojos, unas esferas de hierro provistas de cuatro pinchos de un pie de largo equidistantes entre sí. Los abrojos pueden colocarse sobre el terreno o arrojarse desde lo alto de una muralla pero, independientemente de cómo aterricen, siempre descansarán sobre un trípode de pinchos con el cuarto apuntando hacia arriba. Los soldados los llamaban los erizos del diablo. Los herreros fabricaron cientos de ellos y al llegar la noche los soldados los esparcieron por el terreno situado al otro lado de los muros, alrededor de los portalones y sobre el puente de piedra que conducía a la entrada, por donde Juliano había juzgado que llegaría el ataque enemigo.
La medida no fue prematura, pues esa misma noche el enemigo emprendió un asalto en masa. Comenzó con el amago de un pequeño destacamento que Cnodomar había dirigido astutamente hacia un punto débil de las murallas situado en el lado contrario a las puertas principales, desviando de ese modo a un gran número de nuestros soldados hacia esa zona. Mas justo cuando habíamos conseguido repelerlos, de la entrada nos llegaron los gritos de los centinelas y regresamos temiéndonos lo peor.
Y lo peor había ocurrido. Mientras los acólitos y la guarnición defendían la parte posterior de la ciudad, media docena de traidores de intramuros había alcanzado una de las torres de los portalones. Derribaron a los soldados que controlaban las barras de roble y tiraron de la manivela. Una de las barras se elevó permitiendo la abertura de una de las puertas. Con gran estruendo de cascos, un pelotón de caballería alamán se abalanzó hacia la puerta seguido de una multitud de soldados de infantería con el cuerpo desnudo y pintado con vetas de color fuego, como su jefe. Echamos a correr por lo alto de las murallas, todavía a varias torres de distancia de los baluartes de las puertas, mientras observábamos con desesperación el avance bárbaro. El tamaño aterrador de los germanos y su palidez cadavérica —no he visto imagen más infernal en mi vida— nos llenaron de pavor. Como bien sabían los antiguos, en todas las batallas lo primero que se conquista son los ojos, y si el resultado de este encuentro hubiera dependido de lo que veíamos, ahora mismo estaríamos trabajando en alguna mina de hierro del gélido norte con cadenas prendidas al prepucio.
Cuando los jinetes germanos irrumpieron en el estrecho puente de piedra, incapaces de ver con claridad por el resplandor de sus antorchas pero confiando en que el camino estuviera despejado, los pinchos de los abrojos esparcidos por los adoquines se clavaron en los cascos de sus caballos. Aullando de dolor, los animales tropezaban y caían, empalándose y empalando a sus jinetes, arrancando gritos de rabia a los soldados que venían detrás y chocaban contra ellos. Todavía no habíamos disparado un solo proyectil, de modo que los bárbaros que seguían a los agonizantes caballos debieron de pensar que la colisión se debía a la incompetencia de los jinetes para hacer que semejante cantidad de animales cruzara simultáneamente el angosto puente. Increpando a los jinetes y caballos que les bloqueaban el paso hasta la entrada situada a poca distancia, los soldados pasaron por encima de ellos para aterrizar en el otro lado y se clavaron en pies e ingles las esferas de pinchos que les esperaban como pacientes arañas voraces.
Es característica del abrojo, por desgracia, que únicamente puede penetrar a un hombre, tras lo cual queda inutilizado. Así pues, los bárbaros, que eran muy numerosos, subieron por un lado embistiendo ciegamente los montones de heridos y muertos, que no paraban de aumentar, bajaron por el otro y fueron acercándose lenta pero eficazmente a la entrada. No obstante, los abrojos nos habían concedido el tiempo que necesitábamos. Los traidores que controlaban la manivela de la entrada, al ver que los soldados de Juliano corrían hacia ellos, perdieron su aplomo y huyeron por la puerta para reunirse con sus compañeros. Allí, también ellos fueron atravesados, dolorosa y fatalmente, en pies y nalgas por los abrojos. Los soldados romanos cerraron rápidamente la puerta y, tras ocupar posiciones en lo alto del muro, empezaron a disparar proyectiles y piedras sobre los bárbaros, rematando a quienes habían tenido la desgracia de ser empalados y seguir con vida. El enemigo se batió en retirada y la noche se llenó de sus aullidos de dolor y sus recriminaciones mutuas, así como los gritos de frustración de la Bestia, los más potentes de todos. Cnodomar lanzaba al césar sus exigencias, adornadas de obscenidades, de que saliera en persona para entregar la ciudad. Por la mañana, no obstante, los bárbaros se habían dispersado por las colinas y dejado un millar de hogueras agonizantes como única muestra de su presencia.
¿Y qué fue del pobre Hélix?, quizá te estés preguntando, Hermano. El caso es que no está en el cielo, y no porque se aloje en el infierno. Tras el caos del primer asalto consiguió llegar hasta mí con la ayuda de un camarada, pues la guarnición andaba tan escasa de personal que ni siquiera contaba con un médico de campaña. Horrorizado al ver su espantoso aspecto, la flecha todavía clavada en la cara, de donde asomaba a una distancia de dos pies, me resigné a su muerte inminente y opté, sencillamente, por hacer que sus últimas horas fueran lo menos dolorosas posibles. Su principal fuente de sufrimiento era, curiosamente, la pierna fracturada y, siendo también la herida más fácil de curar, ordené al camarada y a un esclavo que sujetaran a Hélix mientras se la entablillaba. El hombre lo soportó sin una sola mueca de dolor, distraído, sin duda, por la extraña imagen de la flecha que le seguía allí adonde miraba. A renglón seguido, a modo de ejercicio académico, examiné la flecha con más detenimiento.
Lanzada, aparentemente, desde una distancia considerable, había aterrizado en su cara en ángulo descendente y apuntaba hacia la nuca. Me coloqué detrás de él, que estaba sentado en un taburete, y al hacer presión en el cuello palpé un bulto duro, ante lo cual Hélix hizo un gesto de dolor. Pedí prestada a un herrero una cizalla y corté el asta de la flecha a la altura de la nariz. Después de practicarle una incisión en la nuca, localicé la punta de la flecha, la sujeté con unos alicates quirúrgicos y tiré de ellos hasta extraer la saeta entera. Hélix se desmayó del dolor y su compañero tuvo que sostenerlo. Al principio pensé que había fallecido, pues apenas brotaba sangre de los orificios, pero un par de horas más tarde, por sorprendente que parezca, recobró el conocimiento, se sentó sobre el catre y pidió agua con voz débil. Cuando le tendí la taza temí que el agua fuera a salirle por la nuca, mas no lo hizo, y después de limpiarle y coserle las heridas se levantó y salió de la habitación por su propio pie, cojeando y ayudándose de una muleta. Aunque con la pierna frágil durante muchos meses, finalmente se recuperó por completo y sobrevivió para seguir llorando batallas por Juliano. Que yo sepa, Hélix sigue reptando.
La primera medida que tomó Juliano fue ordenar el arresto de Marcelo. Cuando Salustio se enteró, se puso furioso pese a la innegable traición del general. Irrumpió en la biblioteca de Juliano, donde nos hallábamos evaluando el informe del procurador sobre los daños sufridos por la ciudad, y cerró bruscamente la puerta.
—¡Por todos los dioses, Juliano! —protestó agitando frente a nuestras caras una copia de la orden de arresto de Marcelo—. ¡Fue nombrado por el emperador! Puede que sobre el papel le superes en rango, pero estás desafiando al emperador en persona al arrestar a su general. ¡No es tu cometido!
Con el rostro enrojecido y echando fuego por los ojos, Juliano se levantó lentamente y arrebató el documento a su mentor.
—¡Al diablo con el emperador! —exclamó pausadamente con una rabia ahogada pero innegable.
Se hizo el silencio. Al rato, Salustio suspiró.
—Te aconsejo que frenes tu lengua —dijo con calma, mirando duramente a Juliano—. El rango de césar nunca ha impedido a Constancio eliminar al rival que le desafíe.
Juliano le sostuvo la mirada al tiempo que abría y cerraba los puños con una emoción contenida.
—Hace un año que me conoces, Salustio —repuso, controlando a duras penas la voz—. Ytú, Cesáreo, desde hace más tiempo. Con vuestra ayuda he fortalecido los ejércitos de la Galia. He luchado desde el Atlántico hasta el Rin. He resistido hasta el último asalto germano y hemos reconquistado territorios que los bárbaros habían dominado durante años. He reformado el sistema tributario, las arcas del Estado están a rebosar y la administración pública nunca ha sido tan eficiente.
—Eso ya lo sabemos —le interrumpí—. ¿Por qué nos lo dices?
Sus ojos permanecieron clavados en Salustio.
—Dime —prosiguió—. ¿Cuál era mi cometido?
Salustio le miró en silencio.
—¿Cuál era mi cometido? —bramó Juliano.
Continuamos callados, pero Salustio bajó la mirada.
—¡Por Dios, mi cometido era no hacer nada! Dejar que la Galia siguiera pudriéndose, verla caer lentamente en manos de los bárbaros mientras los incompetentes generales del emperador se escondían detrás de sus muros. ¡Mi cometido era el de figura decorativa!
Juliano rodeó el extremo de la mesa hasta llegar a Salustio y le puso pesadamente una mano sobre el hombro. Apenas unas pulgadas separaban sus rostros.
—¡Tú me adiestraste, Salustio! —gritó con voz ronca, los ojos llenos de emoción—. ¡Tú me hiciste marchar por los Alpes hasta Vienne! ¡Tú has visto cada paso que he dado desde que llegué a esta maldita provincia! ¿A quién crees que debo lealtad? ¿A un emperador que me haría matar antes que verme tomar alguna iniciativa que fuera más allá de los banquetes y el protocolo? ¡Mi gobernador es Roma! ¡Roma! Cuanto he conseguido, cuanto hemos conseguido, Salustio, ha sido por la gloria de Roma. Los césares son decapitados y los emperadores mueren, pero Roma vivirá eternamente. ¡Y no será perjudicada por un mezquino general de Reims que se niega a ofrecer ayuda a una guarnición sitiada!
Salustio contempló pensativamente el suelo, asintió con expresión serena y se marchó sin decir una palabra. Una vez en el pasillo, le oí ladrar a un centurión de la policía militar que enviara inmediatamente un pelotón a Reims para arrestar al general Marcelo. Juliano se derrumbó exhausto en su asiento con las manos sobre la cara. Tras observarle en silencio durante un rato, me levanté para irme. Justo cuando me acercaba a la puerta, me detuvo.
—Cesáreo —murmuró, y me volví hacia él—. Estamos haciendo lo que debemos, ¿verdad?
Reflexioné antes de contestar.
—¿Acaso tienes dudas? —pregunté—. Ten fe en Dios y en ti mismo. —Tomé el pesado códice del Evangelio y lo dejé sobre la mesa, frente a él—. Confía en esto —proseguí—. Yconfía en mí.
Bajó las manos. Su cara parecía envejecida por el cansancio y la tensión. Sin mirar siquiera el libro, alzó la vista y me sonrió con afecto sincero.
—A veces —dijo—, las batallas más duras se lidian en el campamento.
Cuando, días después, la policía militar llegó a Reims para cumplir con su deber, descubrieron que el comandante del ejército romano de la Galia se les había adelantado y había huido a Roma. Salustio, calmada ya su ira, entró en la estancia de Juliano para comunicarle la desafortunada noticia.
—Marcelo ha huido a Roma, Juliano —anunció impasible—. Eso significa que el emperador escuchará su versión de los hechos, no la tuya. La primera regla de la política de la corte es controlar la información, y a ese respecto hemos fracasado.
—No hemos fracasado, Salustio —repuso Juliano levantando la vista del pergamino que estaba leyendo—. Tenemos el poder de la justicia y lo bueno de Roma de nuestro lado, y ahora que Marcelo se ha ido tenemos todo el ejército de la Galia a nuestra disposición. Con tales riquezas, ¿deben preocuparnos Marcelo y el emperador?
Salustio meneó la cabeza en un gesto de frustración y no volvió a sacar el tema. Los bárbaros seguían agrupándose en el este, Cnodomar seguía en libertad y nuestra labor no había hecho más que empezar.