Dios, hermano, no se encuentra en los templos de Atenas, en las estatuas de bronce de Zeus y Apolo, algo en lo que tú, por supuesto, serías el primero en estar de acuerdo. Tampoco se aloja en las alturas del Olimpo ni en un palacio en las profundidades del vinoso mar, ni oculto en una cueva rodeado de espectros sin voz, todo lo cual tú, una vez más, dirías entre risas que no merece la más mínima consideración. Tampoco se encuentra, sin embargo, en el icono manchado de lágrimas que adorna la celda del anacoreta, ni en los fragmentos y astillas de la Vera Cruz con que reverentemente comercian peregrinos acaudalados y Padres del Desierto en tales cantidades que podrían reconstruir el arca de Noé. Solo entre quienes abrigan una fe profunda en el Misterio de los Misterios, en el pedazo de pan y la gota de vino de la Eucaristía, puede encontrarse a Dios. Para la vasta mayoría de los simples mortales, la fe en la existencia de Dios fluctúa, sube y baja como la marea, según las circunstancias de nuestra vida y nuestra fortuna. Lo digo no para denigrar a los más favorecidos, como tú, que fuiste agraciado con la fe incondicional, sino para tener presente la realidad a la que se enfrenta el resto de la humanidad, que lucha diariamente por encontrar a Dios y dar sentido a su vida.
A riesgo de caer en el bathos que los trágicos griegos se esforzaban por evitar, Dios se encuentra no en lugares exóticos y misteriosos como la cumbre de una montaña o el dedo de un mártir conservado durante siglos. Al contrario, Dios se encuentra aquí, entre nosotros, en el día a día, en el nacimiento de un niño, en esa capacidad constante del hombre de redimir los errores de su existencia y crearse a sí mismo de nuevo, en una regeneración perfecta, sin tacha ni pecado, sin lujuria, ambición ni mala intención, una confirmación de la imagen a la que fue creado y de su rectitud última ante Dios. Hermano, castígame, si quieres, por mi herejía pero, cuando vi a Juliano aquella noche a la luz del fuego sosteniendo y mirando extasiado al hijo que aseguraba su inmortalidad, supe que Dios había descendido entre nosotros como hiciera en Belén tres siglos y medio atrás, como hace de forma breve y misteriosa en la Sagrada Hostia que constituye el sustento de nuestra fe.
«¡Qué era tan feliz te trajo a la vida! ¡Qué dignos tus padres por haber engendrado esta criatura!».
Sin dejar de murmurar suavemente los versos de Virgilio, Juliano devolvió su hijo de apenas unos minutos de edad a Flaminia, la comadrona de Helena, célebre partera gala que la había atendido y acompañado desde Vienne. La comadrona se llevó al recién nacido a un rincón, le cambió los pañales y lo trasladó al dormitorio de Helena. Oribasio, que por regla general detestaba los partos, había huido a sus aposentos en cuanto el niño nació, dejando que Flaminia se encargara de la limpieza y los cuidados de posparto junto con su hija, que le hacía de ayudante. Yo aguardaba en la antesala, sentado a la luz de las velas, oyendo la voz dulce de Juliano, que hablaba a su adormecida y satisfecha esposa, y los arrullos de la comadrona al dejar al joven príncipe sobre el pecho blando de Helena. Matilda, la hija, estaba conmigo, esperando a que su madre saliera para poder regresar a casa. Era una muchacha frágil, asustadiza, apenas una adolescente que, a diferencia de su competente madre, era incapaz de estarse quieta, se toqueteaba constantemente las manos y la cara y se pellizcaba las mordisqueadas cutículas. La observé con calma, pensando que con esa naturaleza difícilmente llegaría a ser una buena comadrona como pretendía su madre. Mis esfuerzos por entablar una conversación fueron infructuosos. Le costaba concentrarse en un tema, su latín era entrecortado y hablaba galo con fluidez pero con un fuerte acento. Su padre, al parecer, era un inmigrante germano y en casa la muchacha hablaba su dialecto.
Desistí de mi intento de tranquilizarla y me asomé furtivamente a la habitación donde Flaminia estaba acomodando a la madre y el niño. Al rato salió de puntillas y me dio las buenas noches con una sonrisa cansada, tras lo cual ella y Matilda recogieron sus cosas y se marcharon a sus aposentos temporales, situados al final del pasillo. Finalmente Juliano salió también del cuarto y cerró la puerta con suavidad. Se sentó delante de mí y, pese a tener los ojos enrojecidos por la fatiga, se puso a rebuscar en el estuche de mapas que se había hecho traer de su despacho y vi, sin sorprenderme, que iniciaba la siguiente fase de su jornada laboral.
Le pregunté si le molestaba que me quedara, pues estaba demasiado alterado para pensar siquiera en dormir, y sonrió contento.
—Por supuesto que no, viejo amigo —respondió—. Serás un cambio agradable comparado con los tediosos escribas que suelen acompañarme durante las noches. Me temo que no estoy muy hablador pero, si puedes soportar mi silencio, te ruego que te quedes.
Era cuanto deseaba y, como había olvidado traerme material de lectura, me contenté con contemplar las brasas del fuego.
Debían de ser las dos de la noche cuando desperté de un sueño ligero que ignoraba haber conciliado. Enderecé bruscamente la cabeza y miré a Juliano. Supuse que me había despertado el llanto del recién nacido y me maravilló lo mucho que este había dormido entre una toma y otra. Juliano me miró expectante y comprendí que el ruido en cuestión era un golpeteo en la puerta y que el césar, hallándose rodeado de mapas y pergaminos y con la pluma goteando tinta, esperaba que yo me levantara y la abriera. Meneé mi adormilada cabeza y me desperecé antes de dar los tres pasos que me separaban de la puerta.
Al abrirla aparecieron dos centinelas y, en medio, una mujer maniatada que se revolvía bajo la capa de lana que le cubría la cabeza y los hombros. La tenue luz de la antorcha me impedía identificarla.
—Lo siento, señor —dijo el centinela de la izquierda—. Estamos buscando al césar.
Oí a Juliano levantarse del taburete y acercarse a la puerta, donde miró interrogativamente al extraño trío.
—¿Qué ocurre? —preguntó con cordialidad.
Los hombres, cohibidos, movieron los pies.
—Si te hemos importunado, señor, es únicamente porque sabemos que te acuestas tarde —dijo el primero—. Acabábamos de terminar nuestro turno en el puesto que hay a cinco millas de la ciudad por el camino del sur, cuando encontramos a esta mujer cabalgando como un rayo sobre un caballo de tus establos sin otro equipaje que un botiquín y una bolsa de monedas nuevas. Nos pareció extraño, dada la hora, y decidimos traerla y confirmar que estaba autorizada a tomar ese caballo. La acompañaba otra mujer, señor, pero consiguió zafarse en la oscuridad.
Desconcertado, Juliano parpadeó y se hizo a un lado.
—Bien hecho —dijo—. Pasad, pero con sigilo, os lo ruego.
Los centinelas entraron empujando a la mujer, que tropezó al cruzar el umbral y blasfemó entre dientes. Juliano la condujo hasta la luz de las velas que iluminaban su mesa y le ordenó que se retirara la capa para verle la cara.
La mujer echó la cabeza hacia atrás con gesto de desafío, dejando que la capa cayera, y quedamos petrificados. Era Flaminia, la comadrona, cuyo semblante amable y paciente había sido sustituido por una expresión de mal genio y exasperación.
—César, estos hombres me han acusado injustamente y han perturbado tu descanso —comenzó con un tono elevado pese a saber, tan bien como los demás, por qué era preciso hablar en voz baja—. Recibí el mensaje de que me necesitaban urgentemente para un parto en un pueblo próximo y tomé prestado el caballo más rápido para llegar cuanto antes.
Ante el desconsiderado tono de Flaminia, suspiré y caminé hasta la habitación de Helena con intención de tranquilizarla, pues seguro que el alboroto la había sacado de su sueño, y también al bebé. Desoyendo las protestas roncas de la comadrona de que iba a despertarla, entré. Cuando la luz de la antesala inundó la cama, Helena abrió sus ojos adormilados y levantó la cabeza con una ligera mueca de dolor.
Comprobé, aliviado, que el pequeño descansaba en la curva de su brazo, exactamente donde la comadrona lo había dejado, y me acerqué hasta Helena para disculparme por molestarla a esas horas. Ella sonrió satisfecha y alargué distraídamente un brazo para acariciar la cabecita de su hijo y tomarle el pulso en el punto blando de la coronilla, donde el cráneo todavía no se había soldado.
No tenía pulso. La cabeza del recién nacido estaba helada.
No sé, hermano, cómo describir la horrible escena que vino a continuación pues, imagines lo que imagines, fue diez veces peor. Pensando que había cometido un error, que había perdido sensibilidad en los dedos, coloqué ambas manos sobre la cabeza del recién nacido y la palpé frenéticamente. Luego se lo arrebaté a Helena de los brazos y lo acerqué a la luz para examinarlo con detenimiento. Tenía la piel blanca, los ojos hundidos, las articulaciones rígidas. Tales síntomas ya resultan aterradores en un hombre que ha caído en batalla, quizá inconsciente y boca abajo sobre un charco de su propia sangre, pero en un recién nacido, en una diminuta vasija del Dios Todopoderoso, los efectos son perversos, la mismísima imagen del mal. Se me escapó un grito y Helena se incorporó tendiendo los brazos hacia su hijo al tiempo que Juliano irrumpía en la estancia y veía cómo yo, horrorizado, me aferraba a la criatura. Me la arrebató y la trasladó a la luz de la antesala, donde cayó de rodillas sosteniéndola contra el pecho.
—¿Có… cómo es posible? —balbuceó mirando a Flaminia, sus ojos reflejaban su confusión. Helena bajó de la cama y se apoyó contra el marco de la puerta mientras yo la sostenía por el otro costado—. Ayuda a mi hijo —suplicó a la comadrona—, no respira.
Flaminia le miró compasivamente.
—Tu esposa debió de rodar sobre él cuando dormía y lo asfixió, césar —dijo—. Les ocurre con frecuencia a las madres primerizas. Nunca debí marcharme dejándolo en sus brazos. Dios mío, pensaba volver y comprobar que estaban bien, pero recibí un mensaje urgente. Solo el Señor sabe qué ha sido de la otra criatura que me pidieron que ayudara a nacer esta noche.
Juliano la miró desconcertado y luego se volvió hacia Helena, quien, con los ojos desorbitados a causa de la estupefacción, se había enderezado y, presa del dolor, se apretaba el estómago balanceándose sobre los talones de sus pies descalzos. Las lágrimas cayeron por sus mejillas al comprender el significado de lo que la comadrona acababa de decir.
—Te lo ruego, señor, pronto amanecerá —dijo la comadrona—. Hace dos horas que salí del palacio. Tengo un deber urgente que cumplir.
—Un deber urgente… —murmuró Juliano, y la miró enfurecido—. ¡Vete, pues! No seré yo la causa de otra…
Flaminia sonrió triunfalmente a los centinelas, que enseguida se acercaron a desatarla. Mi mente no dejaba de dar vueltas a lo sucedido mientras las ataduras de la comadrona caían al suelo. La mujer se encaminó presurosa hacia la puerta, frotándose las entumecidas manos, que estaban blancas allí donde los nudos le habían cortado la circulación… la circulación…
—¡Un momento! —grité, y todos los presentes dieron un brinco.
Flaminia se alejó y oí cómo sus pasos avanzaban cada vez más raudos por el pasillo. Solté a Helena, que apenas consiguió sostenerse sola contra el marco de la puerta, y eché a correr. Resbalé sobre el lustroso mármol al doblar la esquina y vi a Flaminia correr atropelladamente hacia la escalinata. Los dos centinelas, tras recuperarse del sobresalto, me siguieron.
—¡Detened a esa mujer! ¡Detened a la comadrona! —vociferé, y no hubo lucha pues, aunque estaba cansado, todavía era joven y no me suponía demasiado esfuerzo atrapar a una mujer veinte años mayor que yo.
Mas no fui amable con ella, y me abalancé sobre su cintura como hacen los niños cuando juegan a pillar. Caímos pesadamente sobre el suelo de mármol, contra el que ella se dio un fuerte golpe en la mandíbula, y a punto estuvimos de ser arrollados por los centinelas que venían pisándonos los talones.
—¿Qué diantre ocurre aquí? —exclamó Juliano mientras corría hasta nosotros—. ¿Qué estás haciendo, Cesáreo? ¿Te has vuelto loco? ¿Quieres provocar la muerte de otro recién nacido?
—Señor —dije entre jadeos—, es preciso que retengas a esta mujer hasta que pueda examinar al recién nacido. Te aseguro… —Tragué saliva mientras recordaba la piel cenicienta y las rígidas articulaciones del pequeño—. Te aseguro que Helena no ha matado a tu hijo.
Juliano me miró fijamente, con los ojos desbordados, y se volvió colérico hacia Flaminia. Para entonces medio palacio se había puesto en pie. Los criados se precipitaron en camisa de dormir hasta el pasillo mientras tres perros de la casa aullaban entre las piernas de la gente y saltaban sobre los soldados que trataban de aupar a la comadrona para maniatarla. Flaminia sangraba por el mentón y los dientes partidos.
—Llevadla al sótano y que Dios la maldiga —gritó Juliano a los guardias mientras Flaminia escupía y trataba de arañarle—. ¡Quiero una confesión completa!
Su voz era ahogada y le costaba respirar. Miró a la mujer con la misma expresión demente que le había visto a Constancio durante uno de sus ataques de ira.
—Juliano —comencé, tratando de mantener la calma—. Juliano, primero debo examinar a la criatura. No podemos saber qué ha ocurrido hasta…
—¡Una confesión completa, maldita sea! —vociferó a los guardias mientras se llevaban a la prisionera. Luego se volvió hacia mí—. ¡Cesáreo! —ladró.
Pese al alboroto y el eco de los gritos de Flaminia, mientras la conducían por el pasillo, me sobresalté. Por un instante temí que Juliano me ordenara que fuera yo quien le extrajera la confesión, pues a veces se utilizaban los conocimientos de los médicos sobre los centros de dolor con ese fin. Pero mis temores se esfumaron cuando vi que Juliano, sin dejar de mirarme, guardaba silencio, todavía temblando de ira. Su semblante se suavizó ligeramente mientras trataba de recuperar el control de sus emociones. Se volvió despacio, todavía estremecido.
—Tengo una tarea para Pablo el Cadena —murmuró a nadie en particular antes de sortear el tumulto de criados histéricos y regresar junto a su afligida esposa.
Minutos después, Oribasio y yo procedimos a examinar el cuerpo de la criatura, para gran disgusto de mi colega, que no soportaba las autopsias y aún menos la de un recién nacido.
—Probablemente la comadrona tenía razón —comentó antes de que comenzáramos—. Helena rodó sobre el bebé mientras dormía. Es una chica corpulenta, Cesáreo. Ocurre a menudo.
Yo no estaba de acuerdo.
—La vi con mis propios ojos, Oribasio —repuse—. Helena duerme profundamente, sin moverse en toda la noche. Siendo como soy su médico, he presenciado su forma de dormir en numerosas ocasiones. Cuando entré en la habitación, ella y la criatura estaban exactamente en la misma postura en que las había dejado la comadrona. Además, el bebé estaba blanco, no azul como ocurre en los casos de asfixia.
Oribasio se encogió de hombros.
—Adelante, pues —dijo—. Observaré tu trabajo, pero no me pidas que participe.
La autopsia resultó innecesaria. Cuando retiramos los pañales, en lugar de las dos vueltas habituales nos sorprendió encontrar cinco, de tal modo que las capas más externas ocultaban las más internas, que se hallaban empapadas de sangre.
—El cordón umbilical no está atado —observé—. La criatura se desangró hasta morir.
Oribasio contempló atónito el cuerpecito ensangrentado.
—¡Pero yo vi cómo la comadrona lo ataba! —exclamó—. Yosostuve el cordón entre mis dedos mientras ella le hacía un nudo. ¡Todavía latía!
Contemplamos al bebé en silencio.
—Después… —comencé pausadamente—, después te marchaste y Flaminia entregó el niño a Juliano. —Me esforcé por recordar hasta el último detalle de esa noche—. Al rato, la mujer lo cogió de nuevo y con la ayuda de su hija le cambió los pañales en un rincón del cuarto antes de llevárselo a Helena.
—¿Le cambiaron los pañales? ¿Tan pronto? —preguntó Oribasio, desconcertado.
—Para matarlo. Flaminia cortó el cordón por encima del nudo y envolvió al pequeño con varios pañales a fin de ocultar la hemorragia. Dios mío, en un recién nacido la pérdida de una taza pequeña de sangre ya resulta mortal.
El niño había fallecido mientras dormía en brazos de su madre, perdiendo sangre con tanta rapidez que no fue capaz de mantener su cuerpecito con vida más de un par de horas, ni llorar para alertar a Helena. Sin embargo, ese tiempo bastó para que la culpable escapara.
Siguiendo las órdenes de Juliano, encerraron a Flaminia en los sótanos del palacio, donde, en otros tiempos, los nobles que eran secuestrados en batalla aguardaban en condiciones relativamente agradables a que sus familias pagaran el rescate. No obstante, hacía más de dos siglos que esas celdas no se usaban y ahora resultaban mucho menos acogedoras. Mientras Pablo aplicaba sus instrumentos y técnicas de interrogatorio, los gritos y aullidos de la comadrona, similares a los de un perro enloquecido, nos atacaron los nervios durante toda la noche. El sonido se colaba por los conductos de humos y cenizas de la cocina y por dondequiera que hubiera un respiradero o tubería que comunicara con los sótanos, y horas después, cuando capturaron al marido de Flaminia y otros inmigrantes mientras intentaban huir disfrazados de mendigos, el volumen se triplicó. Sus gritos incesantes casi nos volvían locos a todos, y a sus llantos se sumaban periódicamente los de Helena, que a veces abandonaba su estado de locura y dolor para recuperar temporalmente la lucidez. Pero lo peor fue el repentino silencio que se hizo en el sótano poco después del amanecer, casi en la cúspide de uno de los gritos de Flaminia. A partir de ese momento ya solo se oyeron los aullidos de los hombres, que también fueron cesando bruscamente, uno a uno.
Oribasio me miró y suspiró, consciente, como yo, de lo que eso significaba. Acabábamos de terminar nuestra investigación y nos dirigiríamos pausadamente al despacho de Juliano, la misma antesala donde lo había dejado la noche previa. Lo encontramos sentado con la ropa del día anterior, despeinado y sin asear. Todavía ardían algunas velas, la mayoría disueltas en una masa de sebo maloliente. El suelo estaba cubierto de papeles y libros que Juliano había arrojado de la mesa presa del dolor y la ira. De la habitación contigua llegaban sollozos ahogados, mezclados con la voz dulce de la enfermera gala que intentaba consolar a Helena. De pie, en medio del caos, se encontraba Pablo el Cadena, limpio, recién afeitado, con un leve olor a perfume y una ligera sonrisa condescendiente en los labios, examinando con calma nuestras ropas arrugadas y nuestros rostros ojerosos. Pentadio y Gaudencio, menos acicalados, le flanqueaban.
—Los médicos de la corte han llegado, majestad —dijo Pablo con tono zalamero, pero Juliano apenas desvió la vista de la pared. Luego, lanzándonos una mirada de disculpa, prosiguió—: Me disponía a informar de los resultados de mi investigación sobre el…
—Hemos confirmado nuestras sospechas, césar —le interrumpí rápidamente para evitar oír los detalles de su informe—. La comadrona asesinó al bebé. Si quieres que te explique todos los detalles, lo haré.
Siguió un largo silencio, quebrado únicamente por los incesantes sollozos que atravesaban la puerta de roble del cuarto contiguo.
—No —dijo al fin Juliano de manera casi inaudible, sin moverse—. Me basta con saber que esa perra asesina ha sido capturada. Ahora nos falta atrapar a los demás implicados en la conspiración.
Como si le hubieran dado la entrada, Pablo dio un paso al frente.
—El caso, césar, es que ya los tenemos.
Juliano volvió despacio la cabeza, pero sin llegar a mirarnos, pues, habiendo sufrido una pérdida tan dolorosa, no era capaz aún de mirar a otro hombre directamente a la cara. No dijo nada y Pablo prosiguió.
—El marido de la comadrona era germano y, aunque inmigrante asentado en estas tierras, buscaba vengarse de tu victoria sobre su pueblo. Contó con la ayuda de varios parientes también germanos que contagiaron a Flaminia su odio a Roma. Es obvio que recibieron dinero de agentes de Cnodomar. El oro que portaba la mujer se ha enviado al erario imperial, y ella, su marido y los colaboradores han sido… despachados. Todavía estamos buscando a la hija.
Pentadio y Gaudencio, mudos cual sanguijuelas, asentían enérgicamente con la cabeza.
Juliano no se movió. Yo jamás había visto a un hombre tan desdichado y presa de la angustia. En una noche había envejecido veinte años. Al fin se levantó despacio, se volvió hacia nosotros y enderezó trabajosamente la espalda.
—Cnodomar morirá por esto, lenta y dolorosamente. Lo convertiré no solo en mi objetivo personal, sino en la misión de todo el Imperio de Occidente. Doy mi palabra de que Cnodomar morirá.
A Matilda, la hija, la capturaron semanas después, por pura casualidad, cuando un empleado de palacio la vio mendigar en la ciudad y la reconoció. Había regresado después de su huida, pues no disponía de un lugar seguro donde ocultarse. Como para entonces Pablo había sido reclamado en Milán y Juliano no quería saber nada del asunto, Salustio ordenó que la ejecutaran discretamente. Mas cuando le dije que la pobre muchacha era muy joven y probablemente inocente de los crímenes cometidos por sus padres, se encogió de hombros y ordenó entonces que la encarcelaran fuera de los muros de la ciudad, lejos de nuestra vista. Así se hizo y enseguida cayó en el olvido.