Esa primavera del año calculado comúnmente como el 356 desde el nacimiento de Nuestro Señor y el 1091 desde la fundación de la ciudad de Roma, Salustio, Juliano y yo pasamos los días en los cuarteles, rodeados de gran cantidad de mapas, pergaminos y documentos de consulta, planeando la campaña del año entrante. Muchas horas transcurrían conversando con los tribunos y jefes de cohortes de las legiones, concibiendo estrategias y barajando despliegues de tropas, organizando la distribución de provisiones y repasando los interrogatorios de los prisioneros. Fue durante una de esas sesiones cuando el viejo eunuco Euterio entró sin llamar, lo que provocó la irritación de Juliano.
Esta violación del protocolo, tan intrascendente que apenas merecería mencionarse en esta crónica, era, sin embargo, tan impropia del excelente Euterio que valdría la pena dedicarle un breve paréntesis.
Como le sucedía con su tutor Mardonio o con su médico Oribasio, el joven césar no recordaba un solo momento de su vida en que no hubiera tenido cerca a este anciano eunuco, iniciado ya en su novena década. Euterio había servido a Constantino, tío de Juliano, como jefe chambelán cuarenta años atrás, y luego a Constante, hijo de Constantino. Quizá parezca increíble lo que voy a decir pero, aunque se trataba de un eunuco, probablemente era el hombre más honrado, amable y digno de confianza que yo había conocido en mi vida. Mucho tiempo atrás, Jenofonte observó que, si bien la castración podía amansar a los animales, no reducía su fuerza ni su espíritu, y sostenía que los hombres que, por vía de la castración, eran separados del resto de la humanidad se tornaban aún más leales a su benefactor. Mi experiencia personal con los eunucos, esa raza dañina y entrometida, desmiente tal afirmación. De hecho, alguien dijo que si el gran Sócrates hablara bien de un eunuco incluso a él le acusarían de mentiroso. El viejo Euterio, sin embargo, era una joya que vivía alejada de la clase melosa, burlona y confabuladora que formaban los eunucos, un verdadero ejemplo de que las rosas pueden crecer hasta en medio de un enjambre de espinas.
Quizá su elevada calidad humana se debiera a que no había crecido como un eunuco, sino como un hijo libre nacido de unos padres libres que unos piratas habían capturado cuando era joven, castrado por pura maldad y luego vendido como esclavo. Euterio, en lugar de caer en la desesperación por tan desafortunado sino, decidió sacar el máximo provecho de su nueva situación, y su inteligencia, su rectitud y su naturaleza estudiosa fueron rasgos enseguida reconocidos y comunicados al emperador. Se descubrió que poseía una memoria prodigiosa y el juicio de un sabio, y como consejero y mentor quizá fuera el bien más valioso que Juliano heredara de Constante tras su asesinato. Unos años atrás, Euterio había recibido permiso para gozar de una agradable jubilación, pero Juliano, al convertirse en césar, le hizo venir a la Galia para que le recordara su pasado y le ayudara a basar sus decisiones en un juicio adecuado. El hombre era leal hasta la médula, tanto que le habían confiado los asuntos financieros del césar y Juliano gustosamente habría apostado su vida por él.
En cualquier caso, ese día Euterio entró en la estancia sin llamar y se aclaró la garganta sin miramientos. Juliano levantó la vista.
—Señor —dijo—, perdona que te importune, pero acabamos de recibir una misiva urgente de la guarnición de Autun. Los bárbaros han sitiado la ciudad.
Salustio y Juliano se levantaron bruscamente, derribando sus taburetes en el proceso. El asunto era grave. Autun, ciudad noble e industriosa, era un importante centro comercial en el interior de la provincia. Era una fortaleza, si bien las murallas estaban debilitadas por siglos de deterioro y Constancio y sus generales no se habían tomado la molestia de reconstruirlas. Costaba creer que los alamanes hubieran avanzado tanto desde los bosques del Ródano, pues Autun se hallaba a unas buenas cien millas de las lindes de sus invasiones anteriores. De hecho, eso los ponía a un tiro de piedra de ciudades romanas aún más importantes, como Auxerre, Sens y París por el norte, y Lyon e incluso Vienne por el sur, lo cual bloquearía todo el río Ródano. El cuerpo principal del ejército romano dirigido por Marcelo todavía se hallaba en los cuarteles de invierno del norte, en Reims, y no podíamos tener la certeza de que hubieran recibido la noticia del ataque. Sea como fuere, Autun y los bárbaros sitiadores se interponían ahora entre nosotros y Marcelo, de modo que, con nuestra línea directa de comunicación con el ejército principal cortada, sería imposible coordinarse eficazmente con él, aun cuando Marcelo recibiera la noticia a tiempo para poder actuar. Juliano empezó a rebuscar en la pila de mapas militares que cubrían la mesa. Salustio le miró con calma.
—Despacio, despacio —le advirtió—. Las batallas y las mujeres no se ganan con prisas. Invita a tu respetable chambelán a sentarse con nosotros y explicar lo que ha oído y luego elaboraremos un plan.
A pesar de que Salustio se conducía con serenidad, instando al análisis pausado de la situación, Juliano actuó instintivamente y dio órdenes a las tropas de movilizarse de inmediato. Además de los ascetas guerreros heredados de Milán, que a fuerza de una formación constante y exhaustiva se habían convertido en un cuerpo de combate formidable, aunque algo reacio, y a los que llamaba sus acólitos, Juliano disponía de unos dos mil soldados más repartidos por varias guarniciones a dos días de marcha desde Vienne, así como otros tantos veteranos del ejército romano, ya retirados, que se habían casado con mujeres galas y asentado en la región. Salustio y Euterio trabajaron día y noche, durante tres revoluciones solares, para movilizar y equipar una fuerza de combatientes. Juliano trataba en persona con los prefectos y administradores provinciales, a los que prometía futuros pagos y honores a fin de obtener el material, el personal y el apoyo civil necesarios para acompañar a un ejército romano en marcha. Para mi gran sorpresa y satisfacción, aunque Juliano todavía poseía poca experiencia directa con la administración, dio muestras de ser un maestro de la improvisación. Al cuarto día pasó revista a las tropas, probablemente el cuerpo de soldados más numeroso que veía Vienne desde que Julio César pasara por la ciudad siglos atrás.
Helena sollozaba.
—Todavía eres un chiquillo —dijo con inconsciente condescendencia—. Envía a Salustio a dirigir las tropas y quédate conmigo. Quédate con tu hijo.
Juliano vacilaba, pues sabía que el deber y el objetivo que se había impuesto estaban con el ejército pero ignoraba cómo consolar a su esposa. Di un paso al frente y coloqué mi mano sobre el hombro de Helena.
—Tu esposa estará bien —le tranquilicé—. No puedes hacer nada por ella hasta que llegue el momento. Entretanto, seguiré controlando su estado. Está teniendo un embarazo ejemplar.
Juliano me miró con cierto regocijo.
—Me alegro de que a mi esposa le vaya tan bien —dijo— y que tú te muestres tan dispuesto a sacrificarte. Pero no es necesario. Oribasio cuidará de Helena durante mi ausencia.
Debí de poner cara de asombro pues, aunque Oribasio estaba considerado uno de los mejores en su profesión, yo todavía desconfiaba de sus técnicas. Para mí, olían demasiado a brujería y clarividencia, más que a la ciencia sólida que yo esperaba divulgar entre la familia y el ejército de Juliano.
Antes de que pudiera protestar, se explicó.
—No me censures, Cesáreo. Necesito a mis mejores hombres a mi lado durante la campaña, no controlando náuseas matutinas, aunque sean de la esposa del césar. Oribasio no está en condiciones de acompañarme y, en cualquier caso, no tiene experiencia con heridas de guerra.
—¿Y yo tengo experiencia con heridas de guerra?
Restó importancia a mi comentario con una sonrisa.
—He visto cómo te enfrascabas en esas autopsias. Tú mismo alardeas de tus amplios conocimientos de anatomía. No eres como esos carniceros que Constancio ya ha asignado al ejército como médicos y que no dudarían en cortarme una pierna para curarme una mordedura de araña. No confiaré mi cuerpo a nadie más, Cesáreo.
El 24 de junio, tras cuatro días de marcha forzada, llegamos a Autun. Los bárbaros, habiendo espiado nuestra llegada desde los campos que rodeaban las murallas de la ciudad, abandonaron rápidamente la zona, antes incluso de que la guarnición nos atisbara. Juliano había ganado su primera batalla, con un ejército improvisado y sin haber disparado una sola flecha.
No obstante, para mi sorpresa, le decepcionó terriblemente no haber tropezado con el enemigo, pues durante la marcha había puesto especial cuidado en interrogar a Salustio y a veteranos familiarizados con el terreno de Autun. Había concebido un complejo plan de ataque basado en fintas y contrafintas y estaba impaciente por poner a prueba sus nuevas dotes militares. Tras señalar esta victoria como el comienzo de la campaña, decidió poner rumbo a Reims para unir su pequeño destacamento al cuerpo central del ejército. Así pues, incorporó a sus tropas a todos los hombres de la guarnición local que Autun podía permitirse ceder: una compañía de cataphracti, soldados de caballería fuertemente escudados, y un pelotón de ballistarii, soldados a cargo de las grandes máquinas para lanzar piedras. También decidió no tomar la ruta más segura, sino la más corta, un camino que le llevaba hasta Auxerre y Troyes atravesando algunos de los territorios más peligrosos de la provincia, en los que sus soldados se verían constantemente expuestos a emboscadas de los alamanes.
Como en el caso de Autun, la mera aparición de una legión romana en Auxerre bastó para ahuyentar a los bárbaros, mucho menos numerosos, sin contratiempos. Desde los muros medio derruidos de la ciudad, Juliano observó cómo el ejército de bárbaros se batía en retirada controlada por los campos circundantes, a lomos de sus veloces caballos, profiriendo insultos a los romanos antes de perderse en los bosques. Juliano puso entonces rumbo a Troyes. Esta vez, no obstante, los soldados se enfrentaron por el camino a un asalto en masa del ejército alamán. Pero los bárbaros hubieran debido atacar antes, pues la fuerza militar de Juliano sumaba ahora casi cinco mil soldados gracias a las tropas reclutadas en Autun y Auxerre. Con la disciplina de los veteranos endurecidos por la batalla y algunas maniobras tácticas que concibió personalmente, para queda admiración de Salustio, Juliano fue capaz de repeler dos violentos ataques de los bárbaros e incluso hacerse con gran cantidad de bienes y caballos.
Arribó a Troyes tres días antes de lo que la guarnición sitiada consideraba plausible, tan pronto, de hecho, que al principio esta se negó a reconocer a su nuevo dirigente, pues creía que se trataba de un ardid de los alamanes. Hizo falta mucho trabajo, y la mejor retórica de Juliano vociferada a través de un cuerno de toro, para convencer a la guarnición de Troyes de que nos abriera voluntariamente los portalones. Tras un breve descanso de los soldados, que se mostraban cada vez más entusiastas, Juliano reclutó otros dos mil hombres y veteranos de las ciudades y los campos vecinos y puso rumbo a Reims para reunirse con sus generales, acompañado de una impresionante colección de destacamentos algo disonantes que, tres semanas antes, apenas habían existido como cuerpo militar, salvo en la imaginación de Juliano.
Cuando llegó a la ciudad después de tres días de marcha, fue recibido por una guardia de honor romana que lo condujo, junto con sus siete mil soldados, por las abarrotadas calles de la ciudad bajo la mirada vigilante de los curiosos habitantes. Sobre la escalinata del palacio donde Marcelo y Ursicino residían con su personal, se hallaban los dos generales para recibir a su césar, nominalmente su superior directo. La palabra «recibir», sin embargo, no describe acertadamente la actitud de los generales, pues el término implica una forma de bienvenida y también debería implicar, cuando se trata de un representante directo del propio augusto, cierto grado de humildad. Sin embargo, no había el menor atisbo de humildad en el semblante y el porte de los dos generales.
Los soldados se detuvieron y permanecieron firmes, formados por compañías, en el enorme patio situado frente al imponente palacio, que, en realidad eran los muros exteriores de una antigua fortaleza militar que la ciudad, debido a su constante crecimiento, había rebasado y cercado. Los muros y las almenas, dispensados de la tarea defensiva para la que habían sido erigidos siglos atrás, estaban restaurados y bellamente enlucidos, como correspondía a la sede administrativa de una importante y sofisticada ciudad regional, pero todavía conservaban su imponente altura y grosor.
El círculo de «oficiales superiores» de Juliano, veinte o treinta centuriones entrecanos, arrancados de la jubilación de la que habían estado disfrutando en sus granjas de los alrededores de Vienne para servir al césar con promesas de ascensos y salarios dobles, le acompañaron a caballo hasta el pie de la escalinata y allí, por indicación de Juliano, se detuvieron. El césar, seguido de Salustio, desmontó, y juntos subieron por el largo tramo de escalones hasta el pórtico, donde los generales se hallaban en posición firme, observándoles fríamente.
Aunque he visto los ojos de muchos hombres muertos, estos no eran nada comparados con la mirada fría e inerte de Marcelo. Hombre maduro, bajo y fornido, con una barba oscura que le asomaba por debajo del casco ceremonial, mantenía el mentón alzado, los hombros firmes y el cuerpo muy quieto, con excepción de sus oscuros ojillos, que viajaban imparables entre Salustio y Juliano y resultaban aún más brillantes y perturbadores con el reflejo del casco.
Ursicino, el excomandante que Constancio había mantenido en el cargo de asesor de Marcelo, era más fácil de interpretar. Mayor que su colega en edad y estatura, también era moreno y poseía un cuerpo igualmente fornido, si bien su peso no era fruto de una musculatura fuerte sino del ablandamiento de la edad, el peso de alguien que había servido demasiado tiempo en regiones que exigían a las guarniciones locales poco esfuerzo físico. Su rostro era más claro y regordete que el de Marcelo y, aunque sus ojos también viajaban sin cesar de Juliano a Salustio, se percibía cierto regocijo en ellos, y tenía las comisuras de los labios un tanto curvadas hacia arriba.
—¡Salve, césar! —dijo Marcelo cuando Juliano y Salustio llegaron a lo alto de la escalinata. Noté, sin embargo, que el general miraba a Salustio y Juliano, incluso se hacía ligeramente a un lado, quizá por divertimiento—. Como general del ejército romano de la Galia, te doy la bienvenida a la fortaleza de Reims, a la que los bárbaros no osan acercarse y donde la gente vive segura y en paz bajo la protección de veinticinco mil soldados servidores del poderoso emperador Constancio. Bienvenido seas, césar.
Marcelo inclinó la cabeza, se hizo a un lado e indicó a Salustio que pasara al gran salón.
Comprendí, estupefacto, que el general Marcelo había confundido a los dos hombres, aunque debo reconocer que no es tan sorprendente como podría parecer. Salustio había pasado la mayor parte de su carrera en el teatro de operaciones del este y Marcelo no le conocía, y Juliano jamás había frecuentado los círculos militares antes de su llegada a Vienne. Probablemente el general se había enterado de la investidura de Juliano como nuevo césar a través de un conciso despacho militar que no describía su aspecto físico. Creyéndolo una mera figura decorativa, Marcelo no había tenido razones para preocuparse por la posibilidad de conocer a Juliano en persona. Y cuando la ocasión se presentó, simplemente dio por sentado que el hombre de aspecto más regio —Salustio— era el césar.
Salustio observó a Marcelo mientras decidía la mejor forma de sacarle de su error. Luego miró con disimulo a Juliano, que le hizo un guiño casi imperceptible.
Salustio saludó a los dos generales con un gesto de la cabeza y entró solemnemente en el gran salón. Juliano se dispuso a seguirle pero Marcelo y Ursicino le cortaron rápidamente el paso y se colocaron detrás de Salustio, de modo que lo dejaron en la cola. Antes de desaparecer tras las enormes puertas revestidas de bronce que protegían la entrada al palacio, Juliano lanzó una rauda mirada a sus soldados con cierto regocijo en la cara. Entre los soldados de las primeras filas, que habían visto y escuchado la breve ceremonia de bienvenida, se oyeron risas ahogadas. Los guardias de palacio se apostaron de nuevo frente a las puertas, mirando con arrogancia a los hombres sucios por los combates formados al pie de la escalinata. Los soldados rompieron filas y se sentaron allí mismo, en medio del patio, donde se dedicaron a intercambiar sonoras ocurrencias con la impoluta guarnición, que permanecía firme alrededor de ellos. Las lustrosas armaduras, las afeitadas mandíbulas y los impecables uniformes contrastaban con la mugre y el sudor de los veteranos que habían acompañado a Juliano durante la derrota de los bárbaros en tres ciudades.
Lamento, hermano, no haber sido una mosca en la primera reunión de Juliano con sus dos máximos generales, aunque más tarde me hice una idea de lo sucedido por comentarios de Salustio. Mientras que Ursicino, en su papel de observador, tuvo la sensatez de guardar silencio durante la mayor parte de la conversación, Marcelo, al parecer, siguió poniéndose en ridículo. Impidiendo toda intervención ajena, habló sin descanso, unas veces para adular a Salustio como el supuesto césar y otras para tratarle como el primo del emperador ignorante en temas militares que aprendería de su persona, el auténtico estratega militar.
La verdad salió a la luz cuando Juliano, aprovechando que Marcelo hacía una pausa a fin de coger aire y prepararse para despedir a su superior y al joven lacayo que le acompañaba, dio un paso al frente.
—Te agradezco, general, la calurosa bienvenida de que hemos sido objeto yo y mi consejero Salustio —dijo, y Salustio hizo una inclinación ante la mirada atónita de Marcelo—. Aprecio enormemente tu preparación militar, aunque me habría impresionado aún más que hubieras utilizado a tus veinticinco mil soldados para limpiar tu territorio de bárbaros, algo que yo he sido capaz de hacer en cuatro semanas con un puñado de veteranos retirados.
Marcelo movió los labios formando mudas protestas, como un pez boqueando por falta de agua, y a partir de ahí la reunión solo hizo que degenerar. Al cabo de una hora, oí algunos gritos y los soldados que me rodeaban corrieron a recoger sus armas e incorporarse. Cuando levanté la mirada vi que los cuatro jefes habían salido, esta vez, no obstante, en un orden muy diferente. Juliano fue el primero en cruzar las puertas de bronce, observando orgulloso a sus soldados, con un aspecto más joven y la mirada radiante. Detrás, y algo a la derecha, apareció Salustio, impasible como siempre, mirando con calma a los hombres reunidos en el patio sin que sus ojos oscuros desvelaran la menor emoción.
Detrás de ellos caminaba Marcelo, con los hombros encorvados y esa cara macilenta de quien come demasiada grasa y poca fruta. Evitando la mirada de los desconcertados guardias que rodeaban el foro, se concentró con rabia contenida en el alegre rostro de Juliano, que había alzado los brazos para silenciar a las tropas. Ursicino, de pie junto a Marcelo, parecía algo perplejo.
—¡Soldados! —exclamó Juliano, y los gritos de los hombres descendieron gradualmente hasta un leve susurro—. ¡Soldados! Me dirijo a vosotros no como «caballeros», como hacía Jenofonte cuando exhortaba a sus tropas, no como «compatriotas», como hace el emperador, sino con el título más digno que un romano puede ostentar: «¡soldados!».
Los hombres le ovacionaron con ardor. Juliano buscó mis ojos entre la multitud y esbozó una leve sonrisa. Su porte y sus gestos eran algo torpes y artificiales, como los de un estudiante debatiendo un tema de sofistería ante una multitud de académicos. No obstante, cuando alzó las manos para acallar a los soldados advertí que imitaba los amplios movimientos de brazos y la elevación autoritaria del mentón que tan buen servicio habían hecho a Constancio, experto orador. Las bazas de Juliano eran la juventud, la confianza en sí mismo y la abierta sinceridad con sus hombres. Con un poco de práctica y asesoramiento, me dije, el joven césar no tardaría en superar incluso al emperador.
—Lleváis demasiado tiempo —prosiguió mientras los hombres iban callando— sirviendo dentro de vuestros muros, lleváis demasiado tiempo a la defensiva, lleváis demasiado tiempo comiendo las raciones que os proporciona el oficial de intendencia, sacando brillo a vuestra armadura, manteniendo la forma lidiando entre vosotros, incapaces de demostrar vuestra superioridad frente a los bárbaros al otro lado de los portalones. Soldados, los alamanes llevan demasiado tiempo sin experimentar la furia y el poder del ejército romano. Han sobrepasado con impunidad sus fronteras, han devastado campos y ocupado tierras, tierras romanas, pues esto es la Galia, territorio que vuestros antepasados conquistaron hace cuatrocientos años bajo el mando de Julio César, un territorio tan romano como Sicilia. ¡Y seguirá siendo romano!
El clamor aumentó y se mezcló con un golpeteo disperso de algunos escudos contra las rodillas de los soldados. Yo, sin embargo, experimenté una profunda inquietud. Juliano había sobrepasado el papel que Constancio le había asignado. Atribuía sus acciones a una causa mayor, a la tarea de salvar la debilitada Galia romana de los ataques de unos salvajes y de la incompetencia de sus propios dirigentes militares. No hay duda de que el patriotismo es una causa difícil de reprochar pero, cuando uno pasa por encima de esos dirigentes militares sin una orden previa, tal como él estaba haciendo, ¿en qué momento el patriotismo se convierte en traición?
—Mañana, camaradas, mañana, ¡soldados!, por la gracia de Dios Todopoderoso, saldremos de nuestros muros combatiendo y no nos detendremos hasta que hayamos alcanzado el Rin y aniquilado la infernal presencia bárbara, desde su nacimiento en los Alpes hasta su desembocadura en el mar del Norte. Hemos marchado desde Vienne hasta Autun, desde Auxerre hasta Troyes, expulsando a los alamanes y reclamando la Galia para Roma y el emperador. Continuaremos nuestra marcha de muerte y salvación. Mañana, por la gracia de Dios, nuestras fuerzas se habrán unido bajo mi mando y el del general Marcelo para desdicha de los bárbaros, que nunca han visto un fuego y un acero como el que daremos a sus estómagos, que nunca han visto unos músculos como los que flexionaremos, que han olvidado el poder de Roma, de sus gobernadores y señores, pero que pronto recordarán el castigo que han de pagar por su insolencia. ¡Mañana será el comienzo!
El patio prorrumpió en vítores y aplausos, pues los disciplinados soldados de Marcelo se sumaron a los veteranos de Juliano. El césar permaneció erguido e inmóvil antes de acercarse a la primera fila de sus hombres y tomar una lanza de caballería con el gancho de montar incorporado. Escudriñando su caballo, que un mozo había adelantado en un gesto que parecía planeado, echó el arma hacia atrás, corrió algunos pasos y saltó impecablemente sobre el lomo del semental. Los soldados gritaron enloquecidos. Nunca habían tenido un dirigente, y aún menos un césar, tan semejante a ellos. Juliano, embriagado con los vítores, alzó triunfalmente la lanza e hizo que su montura se pusiera de manos, mientras Marcelo observaba enfurecido al hombre que tanto le había humillado.
Esa noche el olor a carne chamuscada impregnó el aire, pues los soldados de Juliano devotos de Mitra celebraban su victoria sobre los alamanes sacrificando tres bueyes. Los cadáveres ardían sobre un altar cuyas llamas se divisaban desde varias millas a la redonda, símbolo del severo rechazo a los ataques de los bárbaros. También representaba, pensé, un rechazo al triunfo de Cristo sobre estos sacrificios paganos, obsoletos y satánicos, así que fui en busca de Juliano para pedirle que los detuviera. Lo encontré en las proximidades de un altar por cuyos improvisados canalones todavía corría la sangre, que formaba charcos a los pies de los sacerdotes que atendían las rugientes llamas. Rodeado por algunos de sus hombres, engullía ávidamente la carne chamuscada que le ofrecían de las brasas y reía a carcajadas de los chistes y las cancioncillas con que los soldados le atosigaban, llevados por el buen humor de la borrachera. Incapaz de abrirme paso a través de la multitud para atraer su atención, me marché con un humor de perros.
Aquel verano fue digno de recordar, un verano de terror y victoria. Aunque Salustio seguía ofreciendo valiosos consejos gracias a sus largos años de experiencia, ya no dominaba las sesiones de estrategia nocturnas. Juliano había adquirido gran seguridad en sí mismo y el alumno superaba ahora al maestro en sagacidad y destreza. Tras reunir a todo su ejército, el césar puso rumbo al este, al Rin, dejando atrás al resentido Marcelo para que consolidara las conquistas de aquella primavera. Pese a los esfuerzos de los bárbaros, pese a su astucia y habilidad para aparecer inesperadamente entre los nuestros o fundirse con los bosques, Juliano parecía tenerlos bloqueados. Con abrumadora precisión y rapidez, dividía sus fuerzas para atraer a los alamanes a posiciones indefendibles en el valle, donde luego eran rodeados. Arrasaba sus campamentos, destruía sus fortalezas y capturaba a sus exploradores para impedir que desvelaran la presencia y las intenciones de su ejército. Daba la sensación de que Juliano se encontraba en todas partes y, sin embargo, nunca donde los bárbaros lo esperaban.
Furibundos, huyeron hasta el Rin, donde decidieron reorganizarse. Mas el astuto Juliano había enviado a través de los montes Vosgos varias divisiones de soldados para que los interceptaran antes de alcanzar el río, a fin de impedir que consolidaran sus fuerzas en una cabeza de playa. Los bárbaros huyeron desordenadamente en las embarcaciones disponibles, a veces subidos a meros troncos que impulsaban para que la corriente se los llevara a donde fuera con tal de que los alejara de la furia del césar. Después de cada victoria, grande o pequeña, antes incluso de enterrar a las víctimas romanas, Juliano ordenaba la inspección y el recuento inmediatos de las bajas enemigas y siempre formulaba a Salustio la misma pregunta:
—¿Qué hay de Cnodomar, la Bestia? ¿Le han capturado? ¿Está muerto?
Salustio procedía entonces a revisar los libros preparados por los destacamentos con la información detallada sobre las bajas enemigas, en busca de cualquier descripción que hablara de un tamaño físico excepcional, una armadura o un cuerpo más adornado que el del típico soldado bárbaro —incluso pruebas de que se habían requisado armas especialmente grandes—, pero siempre daba la misma respuesta.
—No, césar. Me temo que no estaba presente en la batalla.
Lo que Salustio no desvelaba era que ya había llegado a esa conclusión antes de que se hubiera efectuado el recuento de muertos, pues la ausencia de Cnodomar era deducible por el simple hecho de que los bárbaros se hubieran batido en retirada. El descomunal rey parecía haberse desvanecido, cual espíritu efímero, en los negros bosques del otro lado del Rin. Aunque los alamanes perdían batallas, Cnodomar seguía conteniéndose, alimentando nuestra confianza, sosegándonos, puede que a la espera de poder organizar a sus manadas para el ataque aplastante que sin duda planeaba en su oscura fortaleza de los bosques.
El otoño se hallaba cerca, momento de regresar a los cuarteles de invierno, y sabíamos que los bárbaros respirarían aliviados. Con todo, Juliano no aminoró la lucha. Tras alcanzar la orilla izquierda del Rin, con la corriente salpicada de bárbaros que huían en sus embarcaciones improvisadas, se detuvo apenas un día, justo el tiempo suficiente para que sus soldados saborearan la victoria. Luego puso rumbo al norte, a las grandes ciudades romanas perdidas durante la última década que había decidido recuperar para Roma. No encontró resistencia en la destrozada Coblenza, ciudad conocida, desde la antigüedad, como Confluencia por encontrarse en la convergencia de los ríos Mosela y Rin. Decenas de miles de soldados y campesinos bárbaros retrocedieron aterrorizados y entregaron la ciudad a una docena de exploradores de Juliano enviados antes de que los destacamentos se hallaran a menos de veinte millas de los muros de la ciudad.
Después de llegar sin esfuerzo a Colonia, la ciudad que apenas hacía un año, tras enterarse de su caída ante los bárbaros, había sido para él fuente de pesadillas y temores, Juliano se reunió en la única torre que quedaba en pie con los representantes de las tribus bárbaras. Les dictó las condiciones de paz y sometimiento durante el invierno, después del cual, dejó bien claro, reanudaría su campaña hasta haber devuelto todo el antiguo territorio romano de la Galia a los dominios del emperador.
Tras dejar guarniciones que controlaran las ciudades y pueblos reconquistados, Juliano regresó a Reims con un ejército formado, en gran medida, por sus acólitos como guardia personal. Relató sus acciones a Ursicino y el arisco Marcelo, y se retiró a sus cuarteles de invierno en Sens, ciudad que había elegido, principalmente, por la vasta biblioteca del gobernador y las cualidades curativas de los baños sulfúricos, los cuales, pensó, serían beneficiosos para Helena después del parto. La biblioteca no le decepcionó; en cambio, su información sobre los baños era, al parecer, obsoleta, sacada de un comentario de Julio César en su relato de las guerras galas. Los manantiales, al parecer, hacía tres siglos que estaban secos.