—Dios santo —gimió Juliano.
—No utilices el nombre del Señor en vano.
—No lo hago, Cesáreo, estoy rezando.
Puse los ojos en blanco y seguí frotando con aceite de menta el creciente chichón que tenía en la parte posterior de la cabeza y que ya había afeitado y cosido con tripa de gato.
—Rezando. Eso es toda una novedad viniendo de ti, ¿no te parece?
Se volvió para mirarme enarcando una ceja.
—Y esa es una manera bastante impertinente de hablar a tu césar.
Soltó una risita y trató de volver aún más la cabeza, pero hizo una mueca de dolor.
Guardé silencio para concentrarme en retirar el aceite y empecé a recoger mi instrumental.
—¿Dónde más estás herido?
Juliano suspiró lastimosamente.
—En cada músculo del cuerpo, Cesáreo. Estas últimas semanas he pasado más tiempo mirando desde el suelo el vergajo del caballo que cabalgando.
En eso, al menos, llevaba razón, pues Salustio había embarcado a Juliano en un adiestramiento intensivo de equitación en una remota granja situada fuera de la ciudad que nos protegía de los curiosos interesados por los progresos del césar. Pero lo cierto era que apenas progresaba. Peor aún. Yo, que entrenaba a su lado, me estaba convirtiendo en un alumno talentoso, lo cual ponía aún más de manifiesto su ineptitud. Hermano, la costumbre de cabalgar a pelo en el prado del vecino cuando éramos niños estaba dando su fruto. El problema de Juliano era que nunca había montado un caballo de batalla. Como es lógico, había viajado sobre animales de transporte, pero casi siempre vigilado por un mozo o un amigo, e incluso entonces no iba más allá del trote. Pero ¿un verdadero caballo de batalla en situación de combate? Nunca, y a su edad, la anciana edad de los veinticuatro, en que la fuerza física declina, era como intentar aprender una lengua nueva después de alcanzar la pubertad, o sea, una tarea casi imposible.
El simple hecho de subirse a la bestia era algo que le estaba costando dominar, y la confianza que hubiera podido tener antes de embarcarse en esta aventura se tambaleaba ahora gravemente. De pie, solo su cabeza asomaba por encima de la cruz de los corceles francos que los oficiales romanos montan en la Galia, y la técnica persa de utilizar un esclavo como strator para elevar al jinete hasta el lomo del caballo no se ajustaba a las reglas de Salustio. Probablemente hayas observado a los soldados en los campos, hermano. El truco está en acercarse al animal por el costado izquierdo y sujetar las riendas holgadamente junto con un buen puñado de las crines próximas a las orejas. Luego, con la mano derecha afianzada en medio del lomo, te impulsas hacia arriba lo bastante para caer sobre la barriga y pasar la pierna por encima del animal hasta quedar sentado. La tarea puede resultar desalentadora incluso para un jinete habilidoso, pero mi estatura me facilitaba las cosas. Aunque Juliano practicaba con los rocines más dóciles, siempre calculaba mal el salto o propinaba sin querer un rodillazo en las costillas del animal, de modo que este se asustaba, o bien se le resbalaban las riendas y acababa tirando de las crines del jaco con los resultados imaginables. Salustio meneaba disgustado la cabeza y le obligaba a subir de nuevo, y se negaba a ayudarle a levantarse y a retirarle el polvo cada vez que caía bajo las patas del animal.
—En la batalla no tendrás a nadie que te eche una mano —declaraba sin más.
Juliano tardó varios días en dominar la técnica, bien que practicando desde ambos lados del caballo. Después Salustio le introdujo en otra.
—¡Ahora corriendo! —gritó—. ¡Venga!
Juliano le miró boquiabierto.
—¿Quieres que suba al caballo mientras corre? —preguntó.
Salustio no dijo nada, como si fuera incapaz de entender dónde estaba la dificultad. Finalmente habló con lentitud, como si se dirigiera a un niño duro de mollera.
—El caballo no —dijo—. Tú. Imagina que tienes a Cnodomar allí, delante de ti. Te ha pillado desmontado, pero tú a él también. Será tuyo si subes a tu animal lo bastante deprisa. ¡Ahora corre y salta sobre ese caballo!
Valientemente, Juliano lo intentó de todas las maneras posibles —saltando a la grupa del caballo por detrás como una rana, impulsándose de lado como si salvara una valla—, pero debo confesar que durante muchos días los resultados fueron lamentables. El caso es que Juliano, hermano, no poseía ni fuerza ni rapidez para compensar su baja estatura y siempre acababa dándose de bruces contra el trasero o el costado del caballo y trepando a zarpazos en él, para entonces, agitado animal. Salustio se encogía solo de verle, como yo, que en tales ocasiones me concentraba con más ardor que nunca en mi propio animal. Solo Pablo el Cadena, que a veces salía furtivamente de sus aposentos para ver las sesiones de adiestramiento, seguía observando con atención la escena y chasqueaba la lengua después de cada caída hasta que Salustio, exasperado, le ordenó que se fuera de allí. Tras varios días sufriendo la incapacidad de Juliano para subir al caballo, Salustio aceptó la derrota, cuando menos por el momento.
—Volveremos a ello más adelante —refunfuñó para infinito alivio de Juliano—. Entretanto, nos concentraremos en montar. En lo que a subir al caballo se refiere, por ahora serás persa. —Y llamó a un corpulento esclavo galo, que dobló la espalda para que Juliano le pusiera el pie encima y se aupara con elegancia al animal.
Cuando se combate a caballo, Hermano, es de vital importancia mantener una postura correcta de la cabeza a los pies. He visto luchar a jinetes inexpertos sujetando los costados del caballo no solo con los muslos, como debería ser, sino también con las pantorrillas y los tobillos, y manteniendo los pies rígidos contra las costillas del animal en lugar de dejar que las piernas cuelguen relajadamente desde la rodilla. Si la pierna está rígida y golpea algo duro, ya sea un tocón, una roca o incluso la rodilla acorazada de un enemigo que pase cabalgando por su lado, se romperá como una rama a la altura de la articulación. Se trata de una lesión que, pese a todos los milagros de que es capaz la ciencia médica moderna, raras veces cura debidamente y suele dejar a la víctima con una cojera. Pero si la pierna cuelga relajada de rodilla para abajo, al recibir el golpe cederá sin alterar la posición del muslo ni del jinete.
También existe una manera correcta de portar las armas, manejar el escudo e incluso cubrirse los hombros con la capa y cerrar la visera a fin de reducir al mínimo el esfuerzo y, al mismo tiempo, aumentar al máximo la amenaza contra el enemigo. Juliano se entrenó durante semanas en el lanzamiento de la jabalina a lomos de un caballo. Llevaba dos en la mano izquierda, detrás del escudo, mientras Salustio, que galopaba a su lado, gritaba instrucciones y le entregaba armas de repuesto.
—Hombro izquierdo hacia delante, derecho hacia atrás… ¡Bien! Mira tu objetivo… ¡Mira tu objetivo, maldita sea, césar, no tu caballo! Ahora, aprieta los muslos y levántate para darte impulso… No, no tanto… ¡No!
Gracias a Dios, hermano, que durante los entrenamientos Juliano llevaba casco y espaldar acolchado, pues recibía unos golpes tremendos al intentar permanecer erguido sobre los muslos y lanzar la jabalina sin que el caballo se le escurriera entre las piernas. Al final perdí la cuenta de los arañazos y magulladuras que sufrió, aunque había convertido un rincón del establo en enfermería, donde pasaba mucho tiempo atendiéndole después de cada accidente.
A medida que Juliano progresaba lentamente, Salustio pasaba a técnicas más peligrosas, como cargar y disparar un arco al galope según el estilo de los hunos de tez morena, levantar las patas delanteras del caballo para golpear al enemigo con los afilados cascos y blandir a la manera persa una cimitarra curvada, arma mucho más eficaz para un jinete que una espada recta. Juliano practicó con esta arma contra una estaca de roble del tamaño de un hombre que Salustio había colocado en medio de la arena y vestido con ropa y armadura germanas, utilizando un melón como cabeza. El manejo de la cimitarra a caballo era demasiado peligroso para ejercitarse en él con rivales de carne y hueso, pues no existe una forma práctica de evitar los golpes. Mas no es el caso de la lanza. Si se coloca una pelota de barro seco en la punta, el arma resulta menos mortal para el contrincante, aunque no menos dolorosa cuando hace contacto con el cuerpo.
El mismo Salustio cargaba reiteradamente con la lanza despuntada contra su alumno mientras este trataba de defenderse con el escudo y atacar a su vez con su propia lanza. El experto instructor golpeaba sin descanso la coraza acolchada de Juliano, si bien era lo bastante hábil para desviar la lanza en el último momento hacia el costado de Juliano sin derribarle del caballo ni provocarle heridas salvo alguna magulladura o la fisura de una costilla. Un día, sin embargo, después de buscarme con la mirada para ver si me hallaba cerca, Salustio cabalgó a toda velocidad en dirección a Juliano con la punta de la lanza dibujando círculos enloquecedores en el aire mientras hacía fintas al escudo tembloroso de Juliano. Acto seguido, fue derecho al pecho del césar, lo aupó del caballo y lo lanzó al suelo de espaldas. Juliano se quedó tumbado mientras su caballo huía hasta el fondo del prado, como si quisiera eludir toda responsabilidad.
Corrí desde donde me hallaba preparándome para mi sesión de entrenamiento con Salustio y me arrodillé junto a Juliano. Para mi alivio, pronto empezó a farfullar y a tratar de respirar. Se había quedado sin aire y temblaba visiblemente, pero no estaba herido. Con todo, todavía se sentía mareado y le costaba articular las palabras cuando Salustio se acercó tranquilamente a lomos de su caballo. El hombre ni se molestó en desmontar y le dirigí una mirada acusadora.
—¡Mírale! ¿Es que acaso querías matarle?
Salustio contempló impasible a Juliano.
—Sí —dijo.
Me estremecí.
—Más vale que estés bromeando.
—¿Me ves sonreír?
—Tú nunca sonríes.
—Y nunca bromeo —añadió.
Juliano se sentó con gran esfuerzo.
—Podría… podría hacer que te arrestaran por esto… —jadeó.
Salustio le miró con burlona estupefacción.
—¿Por no bromear?
Juliano enrojeció de rabia mientras el aire volvía a sus pulmones.
—¡Por intentar matarme!
—Pues arréstame.
Ahora era Juliano quien le miraba estupefacto.
—Deberías agradecerme que haya intentado matarte —prosiguió fríamente Salustio—, pues si no intento hacerlo ahora, y fallo, seguro que otro lo intentará en el futuro y con éxito. ¿Me criticas por eso?
—Vete al diablo, Salustio —murmuró Juliano poniéndose en pie—. ¿Dónde está mi caballo?
En privado, Salustio solía menear la cabeza con admiración cuando el joven césar hacía cada mañana el largo trayecto hasta la granja para seguir con sus entrenamientos, sin quejarse jamás de sus doloridos músculos ni de los chichones en la cabeza. Para gran satisfacción de Salustio, una vez que Juliano hubo adquirido cierto grado de fuerza y destreza, sus aptitudes militares mejoraron sorprendentemente, y su falta de habilidad física quedaba compensada con creces por su astucia e ingenio. Su gran frustración, con todo, seguía siendo subir al caballo; su destreza en este campo era vergonzosamente escasa y estaba empezando a minar su confianza en las demás áreas de la equitación y el manejo de las armas. Transcurridas algunas semanas llegó el herrero jefe del campamento portando una lanza de caballería con un curioso complemento: un gancho de hierro sujeto al asta con una gruesa abrazadera, a cuatro pies de la base.
—Esto —dijo Salustio— será tu strator.
Al día siguiente, cuando Juliano se preparaba para ir a la granja a fin de proseguir con sus lecciones, me pidió con una sonrisa forzada que dejara de acompañarle por un tiempo. Aunque sorprendido, supuse que su intención era ahorrarse la vergüenza de aprender otra técnica imposible, de modo que acepté sin protestar. Sin embargo su inusual alegría cuando llegaba cada día de la granja me tenía intrigado, y cuando, semanas más tarde, me permitió que le acompañara, no di crédito a lo que vieron mis ojos. Juliano apareció ante mí sereno y ataviado con el uniforme completo de caballería: túnica de malla hasta las caderas, blindajes en los muslos, rodilleras y grebas de malla y un casco de bronce que dejaba la cara descubierta, todo lo cual pesaba casi sesenta libras. Contaba asimismo con un escudo dorado, una cimitarra ornamentada y una lanza de oficial de doce pies de largo con la madera esmaltada en color marfil. Las armas descansaban ordenadamente contra una valla, como se hacía en el campamento, exceptuando la cimitarra, que llevaba colgada de una vaina contra la pierna izquierda. El caballo, entretanto, pateaba el suelo al final de la explanada.
Cuando me apoyé en la cerca para mirar, el esclavo del establo hizo una señal y procedió a medir el tiempo dando golpes en un tambor. Juliano corrió hasta su equipo mientras se encajaba la armadura, y con un solo gesto que me asombró por su elegancia se llevó el pesado escudo al hombro izquierdo y recogió la lanza. Luego corrió en dirección a su caballo, que aparecía igualmente protegido, incluso con testera y anteojeras para que solo pudiera mirar al frente.
Cargado con su pesada armadura, lento al principio, Juliano fue ganando velocidad e impulso mientras el escudo le rebotaba furiosamente en la espalda. Fue entonces cuando reparé en un extraño detalle: la lanza, que portaba en la mano derecha y llevaba incorporado el extraño gancho, estaba al revés, con la punta hacia atrás. Suspiré y me resigné a otro intento vergonzoso de Juliano de exhibir su domino con las armas.
Mas cuando se halló cerca del animal, que había empezado a piafar al oír que se aproximaba su jinete, Juliano plantó la base de la lanza en el suelo, a cuatro pies del costado izquierdo del caballo, e impulsó su cuerpo hacia el asta. La lanza, ligeramente flexionada, se elevó hasta ponerse vertical y Juliano dio un salto en el aire con ambas manos sujetas al asta. Plantó el pie izquierdo en el gancho, como si fuera el peldaño de una escalera de mano, levantó la pierna derecha y cayó ágilmente sobre el enorme lomo del caballo, que se puso de manos y pateó el aire mientras él agarraba tranquilamente las riendas con la mano derecha y, con la izquierda, dirigía la lanza hacia el frente. A renglón seguido, balanceando hábilmente la punta de la lanza, aseguró el asta sobre la cabeza del caballo, entre la orejas, y cabalgó como una flecha.
Yo no daba crédito a mis ojos.
—Nada como cuatro horas de práctica al día para aprender a subir a un caballo —dijo una voz a mi lado.
Era Salustio, que se había acercado sigilosamente.
—Muy ingenioso lo del gancho —comenté—. Lamento haber dudado de ti.
—Lo inventaron los espartanos —explicó desoyendo mi disculpa mientras veíamos a Juliano cabalgar, seguro de sí mismo, por la arena—. He encargado uno para cada soldado de caballería de Vienne.
Fue Juliano, naturalmente, el primero que mostró la técnica del salto con lanza a la guarnición y las reservas de la ciudad en una ceremonia celebrada en la arena esa primavera para iniciar la temporada de campañas. Los campeones de espada de la guarnición ofrecieron una exhibición impresionante de las técnicas de defensa y ataque que habían practicado durante todo el invierno y que ahora debían enseñar a sus camaradas. Luego hubo boxeo y lucha libre, seguida de demostraciones de fuerza entre las compañías de infantería. Por último, el pelotón de caballería, luciendo su pesada armadura ceremonial, se dividió en dos equipos de veinte jinetes diferenciados entre sí por unas máscaras de teatro esmaltadas que representaban amazonas y dioses olímpicos. Al oír la señal, ambos bandos profirieron un alarido, cruzaron la arena a un galope atronador, se abalanzaron sobre el adversario con las armas despuntadas, levantando una nube cegadora de polvo, y lucharon con vehemencia para derribar de la montura al contrincante. La ferocidad de los ataques resultaba abrumadora, y en aquel entonces, hermano, me costó creer que el combate contra los alamanes pudiera ser aún más brutal. Las puntas de las lanzas se partían y volaban hacia las tribunas, los escudos se quebraban por el impacto y los hombres que no asían fuertemente su caballo con los muslos caían al suelo, donde se apresuraban a rodar para huir de los cascos. Los que caían eran descalificados y no tenían más opción que dirigirse a trompicones hasta el borde de la arena, donde atendían sus heridas y arañazos mientras aguardaban el resultado del combate. Algunos se quedaban donde habían sido derribados, retorciéndose de dolor, y tenían que ser rescatados por los ayudantes.
Salustio se hallaba a lomos de su caballo en el borde de la palestra, en calidad de árbitro, pero equipado con lanza y escudo para protegerse de los jinetes que apenas podían ver a causa de la máscara. A veces se veía obligado a intervenir en el combate gritando y separando a los hombres porque los ánimos se caldeaban y los equipos se resistían a retroceder después de un asalto. Tras una docena de vehementes ataques ovacionados por un millar de veteranos enloquecidos y medio borrachos, Salustio concedió la corona de laureles a los dos jinetes que todavía permanecían sobre sus monturas, ambos del equipo olímpico. El deteriorado estado de sus lanzas y escudos daba fe de su fuerza y valor.
Salustio permaneció en su puesto mientras los mozos barrían presurosamente la arena y montaban la pista de obstáculos para el número final, la demostración de equitación en la que Juliano debía participar en último lugar. La intención de Salustio, naturalmente, era seguir la actuación de Juliano de cerca y gritarle las instrucciones que pudiera necesitar, si bien su ayuda iba a ser del todo innecesaria. Cuando le llegó el turno, Juliano entró en la palestra luciendo una armadura dorada, aún más pesada que la que yo le había visto antes, y una máscara esmaltada que representaba a una deidad griega con una sonrisa siniestra y dos orificios diminutos para los ojos.
Pese a tales inconvenientes, su actuación enseguida silenció a los soldados escépticos que, debido a los rumores y las observaciones pasadas, esperaban una demostración torpe y simple. En primer lugar, Juliano exhibió con destreza su forma innovadora de subir al caballo por ambos lados, y con cada salto que realizaba sobre el lomo del nervioso semental yo casi podía oír las mandíbulas que caían a mi alrededor. Luego ofreció una asombrosa demostración de equitación y manejo de la espada, sorteando las estacas de roble dispuestas en fila entre fosos, muros de fuego y otros obstáculos. Los soldados, entusiasmados ahora con la destreza de su césar, empezaron a patear el suelo hasta ahogar los murmullos. Juliano, dirigiendo impecablemente al animal, saltaba cercas y esquivaba estacas, elementos que pretendían emular las condiciones en la batalla lo más fielmente posible. Blandiendo su cimitarra de un lado a otro, cercenaba y derribaba las cabezas enemigas mientras los cerebros de pulpa de melón le salpicaban las piernas y los costados del caballo.
Los soldados rugían satisfechos, pero Juliano todavía contaba con algunos escépticos. Justo delante de mí, un centurión aplaudía con educación mientras su mirada recorría distraídamente la pista de obstáculos.
—¿Por qué corta fruta? —murmuró a un colega cuando el clamor amainó—. ¿No han podido encontrarle un soldado de caballería con quien luchar?
Su amigo le acalló con un razonamiento impecable.
—¡Es el césar! ¿Quién querría combatir con el césar en la arena? Si ganas, pierdes. Si pierdes, pierdes. Mejor que derribe melones.
La actuación de Juliano, pese a todo, fue espléndida, sobre todo si se tenía en cuenta su torpeza de unos meses antes, y el aplauso de los soldados fue sincero cuando la carrera tocó a su fin y el césar cabalgó por la arena agradeciendo los vítores. Para dar más espectáculo, detuvo el caballo en seco e hizo que se pusiera de manos al tiempo que agitaba la espada, como la clásica imagen del general romano victorioso. Salustio meneó la cabeza con desaprobación y se alejó lentamente hacia los establos. Su trabajo, por el momento, había terminado.
En ese instante, justo cuando el clamor empezaba a amainar, Juliano inclinó el torso, se ajustó la máscara y propinó un rodillazo a su animal. El caballo, excitado, puso los ojos en blanco y los soldados callaron de nuevo, a la espera de otra exhibición. Juliano aceleró el trote mientras bajaba la lanza, que había tenido sujeta contra la cadera, hasta la posición horizontal de ataque. Al oír el ruido sordo de los cascos, Salustio detuvo su caballo y se volvió para ver qué otra locura se disponía a intentar Juliano. Por lo que a él se refería, la demostración había terminado, pero el brillo de los ojos de Juliano tras la blanca máscara le indicó que no se trataba de ninguna demostración, que su alumno iba en serio.
Con la soltura del soldado experto y una leve sonrisa, Salustio desató su escudo y equilibró su lanza, también despuntada, al tiempo que espoleaba su caballo. Juliano cabalgó derecho a él con el escudo apoyado contra el muslo, meciéndose adelante y atrás para hacer frente a la bamboleante lanza de Salustio, al tiempo que fintaba con su propia arma. Plenamente concentrado, buscaba la más mínima abertura que le permitiera deslizar la bola de barro por el escudo de su rival hasta la cara o el pecho.
Era tal el silencio entre los soldados que pude oír los gruñidos y la respiración rítmica de Juliano mientras cada caballo corría hacia el otro. Generando un torbellino de polvo y un crujido espantoso, las armas rebotaron en el escudo contrario y un fragmento de lanza de tres pies voló por los aires y aterrizó sobre la multitud. A consecuencia del brutal impacto ambos jinetes cayeron al suelo. Los caballos, sin riendas ni rodillas que los guiaran, continuaron su feroz avance hasta chocar y desplomarse formando un amasijo de cascos que se agitaban y golpeteo de dientes. Tras incorporarse trabajosamente, se alejaron hacia el borde de la arena, mientras los jinetes continuaban tumbados donde habían caído. Me abrí paso entre los soldados con intención de atender las heridas que estaba seguro iba a encontrar, mas fue innecesario porque en ese momento Juliano, seguido de Salustio, se sentó y, a continuación, se puso en pie, mareado y tambaleante bajo el rígido peso de la armadura.
Los soldados enseguida se levantaron y prorrumpieron en exclamaciones. Juliano alzó su máscara y agradeció los vítores sonriendo y agitando una mano. De la nariz le brotaba sangre que descendía por el mentón y goteaba en la arena. También Salustio, con su habitual impasibilidad, asintió y aceptó los aplausos de los soldados. Juliano se inclinó para recoger su lanza, cuya punta se había partido limpiamente al chocar con el escudo de Salustio. Tras examinarla con pesar, la sostuvo en alto con la mano derecha, a modo de saludo, lo que provocó otro clamor entre los espectadores. Finalmente se volvió hacia Salustio y caminó hacia él con los brazos extendidos, como si fuera a abrazarle en reconocimiento de su coraje y destreza.
No llegó muy lejos, si bien los jueces consideraron que el golpe fue totalmente válido, y las posteriores carcajadas de los hombres confirmaron la decisión. Pues cuando Salustio, embutido en su rígida armadura, se inclinó con torpeza para recoger su arma, Juliano le apuntó con su lanza quebrada y, con un contundente impulso, le devolvió ignominiosamente al polvo.