Las noticias viajan deprisa en el Imperio, y los chismes todavía más. Se hubiera dicho que el rumor del embarazo de Helena se había transmitido mediante señales de fuego de torre en torre hasta llegar a Milán, pues todavía no habían transcurrido dos semanas desde mi reconocimiento cuando Juliano recibió una nota de la emperatriz Eusebia, el primer contacto personal que tenía con ella desde su desafortunada entrevista en el palacio. En apenas tres párrafos, la emperatriz declaraba que debía asistir a un acto público y debía escribir a todo correr porque el correo militar se disponía a partir, pero que había oído la maravillosa noticia del embarazo de Helena y deseaba ser la primera de la corte imperial en felicitar a la dichosa pareja por su buena fortuna. La carta estaba firmada con trazos amplios y floridos. Tras recuperarse de su asombro inicial, Juliano corrió a enseñar la misiva a su esposa.
Helena, como es lógico, estaba orgullosa y encantada, y le arrebató el pergamino para guardarlo cuidadosamente en un misal encuadernado en marfil que le acompañaba en todos sus viajes. Disipados sus temores de que Eusebia le guardara rencor, Juliano le contestó en un tono igualmente efusivo, elogiando su maduro asesoramiento en la corte y ensalzando su sabiduría y su influencia en las decisiones del emperador. Su preocupación por las intrigas políticas de la corte de Milán habían terminado, se dijo, y con la mente despejada se vio capaz de desviar su atención al asunto que le ocupaba: establecer su posición estratégica en la Galia.
Pese a los estragos causados por los bárbaros en el campo, Vienne era un centro muy adecuado para continuar con su educación militar y política a cargo de Salustio. Aunque solo era una capital de provincia, Juliano encontró aquí una corte y un centro administrativo bastante sofisticados. Era la ciudad más importante de la provincia y por ella pasaba todo el comercio que surcaba el Ródano. Contaba con una calzada militar bien conservada que pasaba por Lyon, en el norte, y se ramificaba para llegar a Reims y París por el noroeste y Estrasburgo, Mainz y Colonia por el noreste. El ejército romano de la Galia se hallaba ahora en los cuarteles de invierno de Reims bajo el mando del general Marcelo, oficial de caballería a quien Salustio despreciaba secretamente, y el viejo Ursicino, predecesor de Marcelo como comandante del ejército, cuya merecida jubilación Constancio había retrasado a fin de que hiciera de consejero y observador de su sucesor. Por el momento, Juliano únicamente tenía bajo su mando directo en Vienne a los monjes guerreros que le habían acompañado desde Milán, así como las guarniciones de Vienne y otras ciudades vecinas, fuerzas que, si las unía y sacaba de sus tareas actuales, podrían sumar dos mil cabezas. Juliano no se engañaba en cuanto a la opinión que los comandantes veteranos de Reims tenían del nuevo césar que el emperador había asignado para dirigirlos. La expresión «figura decorativa» salía esos días de muchos labios para describir su situación.
Si, como un día dijo Sócrates, es sabio el hombre que se da cuenta de lo poco que sabe, entonces Juliano era el más sabio de todos, pues no tardó en llegar a la conclusión de que era tan ignorante en temas de administración civil como lo había sido en marchar al ritmo de una cadencia; por fortuna, el taciturno Salustio era igual de competente en ese campo como en el militar. Aunque de origen galo, era un ciudadano enteramente romano en gusto y educación. Era culto, honrado hasta la exageración, leal a su sentido del deber y, gracias a sus anteriores cargos de oficial y gobernador de distrito bajo el predecesor de Constancio, un experto en asuntos administrativos. Más aún, tenía al joven césar por un alumno entusiasta, un alumno cuya supervivencia, de hecho la supervivencia de la presencia de Roma en la Galia, dependía de las habilidades que fuera capaz de inculcarle.
Lo primero que Juliano debía hacer, en opinión de Salustio, era familiarizarse con las fuentes de ingresos de la provincia, consistentes, básicamente, en tres tipos de tributo que diferían en cuanto a efectividad pero coincidían en crueldad. El primero era la requisa directa, medida que obligaba a los pequeños agricultores, o sea, la vasta mayoría de los habitantes de la provincia, a alimentar al ejército romano mediante la aportación de víveres. El volumen de la contribución no se calculaba con vistas a satisfacer las necesidades del momento, sino de acuerdo con los caprichos de los recaudadores, que apenas se molestaban en determinar si el campesino realmente tenía las provisiones demandadas. Cuando un granjero se quedaba corto, o sea, la mayoría de las veces, el pobre diablo tenía que buscar en otro lado los alimentos y forrajes que le eran exigidos, y muchas veces se veía obligado a adquirirlos a precios desorbitados en localidades remotas y trasladarlos en carreta al lugar donde se hallara en ese momento el ejército. El efecto último de semejante requisa bajo el mandato de Constancio había sido la ruina de muchos granjeros, la cual tenía el resultado adverso de forzarles a abandonar sus tierras, con lo que el ejército conseguía todavía menos víveres que antes.
El segundo método tributario era el «impuesto» y afectaba a las desafortunadas almas que se hallaban al borde de la inanición debido a la anterior requisa o que ya la estaban sufriendo. Era un impuesto que caía inesperadamente sobre los labradores a modo de sanción por las tierras que habían desatendido o dejado de cultivar, y las personas interesadas en comprar la tierra y ponerla a producir también estaban obligadas a pagarlo.
El tercer gravamen eran las «exacciones especiales», que podrían describirse en pocas palabras. Afectaban a los propietarios que vivían en las ciudades y se imponían de forma aparentemente aleatoria en cuanto a momento y cantidad. Como si este tributo ya no fuera de por sí lo bastante malintencionado, unos años antes, cuando la peste arrasó las ciudades de la región dejando a su paso una estela de muerte y casas abandonadas, Constancio no tuvo piedad con los propietarios arruinados. Incluso entonces exigió el pago del tributo, y no solo la cantidad que se había calculado para cada individuo, sino también la que debían sus vecinos fallecidos. Eso se sumaba a las demás exigencias que recaían en los residentes de las ciudades amuralladas, como tener que desocupar las mejores habitaciones de sus casas para alojar a los soldados y servirles como esclavos mientras ellos dormían en los cobertizos e invernaderos.
Como Juliano no tardaría en averiguar, la provincia se hallaba prácticamente en la ruina, pues los ingresos tributarios habían caído en picado y las medidas tomadas por los despiadados recaudadores de Constancio se hallaban en punto muerto. Ello era una consecuencia, a su vez, de la situación de seguridad: la caída de Colonia había sido, en realidad, sintomática de problemas mucho más profundos. Durante los últimos dos años, los germanos habían saqueado y, en muchos casos, reducido a cenizas cuarenta y cinco ciudades prósperas —Colonia, Tréveris, Worms, Spira, además de incontables pueblos y aldeas—, cifra que no incluía ciudadelas ni pequeñas fortificaciones. Los bárbaros se habían hecho con el control del territorio en la margen romana del Rin, desde su nacimiento en el lago Constanza hasta el océano, y habían establecido colonias y granjas en un radio de treinta y cinco millas a ambos lados del río. Para ello habían expulsado a los pobladores romanos de una superficie que triplicaba dicha zona, en cuyo interior los ciudadanos no podían siquiera apacentar su ganado.
Probablemente la única compensación, si es que puede llamarse así, era la peculiar estrategia territorial de los bárbaros. Pues cuando invadían una región civilizada jamás ocupaban la ciudad, optando por destruir los muros y dejarla vacía o habitada por algunos campesinos aterrorizados. Los alamanes preferían acampar en los aledaños o, a ser posible, en los bosques y campos de los alrededores. Ello se debía a que la mayoría de los bárbaros eran seres salvajes que estaban acostumbrados a vivir a cielo descubierto o en bosques frondosos y veían las ciudades con una mezcla de temor y rechazo. Como Juliano averiguaría más tarde, un general inteligente podía utilizar ventajosamente esta costumbre a la hora de reconquistar una región, pues significaba que los enemigos, pese a ser destructivos y peligrosos, estaban poco protegidos. Vivían en trigales en barbecho en lugar de hacerlo parapetados tras unas murallas o atrincherados en silos.
Pero ya basta de historia y geografía, hermano. Tengo la impresión de que empiezo a hablar como un viejo maestro de escuela. Quizá se deba, en parte, a que no me resulta fácil iniciar la siguiente fase de mi relato. Señalaré, con todo, que si Constancio había esperado que su primo fuera un subordinado flexible y modesto, alguien a quien poder destinar a un puesto vacío y olvidarse de él, Juliano rechazó en redondo esos planes y se negó a que se transmitiera esa idea de él a los administradores galos y romanos de los que era jefe titular. Nada más llegar a Vienne, con el apoyo manifiesto de Salustio, solicitó las dependencias, el material y los sirvientes necesarios para crear un cuartel digno de un nuevo césar en campaña. Carecía de lujos, pues la ostentación y el fausto eran rasgos que Juliano evitaba y despreciaba en otros hombres, pero bastaba para proyectar la imagen de poder y autoridad que creía justa.
Sus días eran agotadores, mas no aflojaba con las exigencias que se imponía incluso de noche. Tras una cena breve y sencilla con Helena, se retiraba a su despacho para pasar el resto de la noche, a veces hasta el amanecer, dictando cartas a un equipo de secretarios que trabajaban por turnos. Alternaba dicha actividad con largas lecturas filosóficas, en especial de Platón y su querido Marco Aurelio. Juliano era el único hombre que yo conocía para quien las revoluciones del sol y la luna carecían de importancia; dormía varias veces al día, cuando sentía la necesidad, y casi nunca más de dos o tres horas seguidas. Ya había mostrado este extraño hábito cuando le conocí, y en una ocasión hasta le vi dar una cabezada poco antes de enviar a sus generales a combatir con veinte mil hombres. La ventaja era, naturalmente, que el enemigo no podía pillarle desprevenido en ningún momento, pues trabajaba y meditaba hasta en las horas más abandonadas de la noche. El inconveniente era que, cuando necesitaba hablar con un consejero o un amigo, se convocaba a dicha persona en el acto, se encontrara durmiendo o no.
Y así fue como en la hora más oscura previa al amanecer, en la hora en que las únicas almas en pie eran los centinelas y algunos hombres determinados por el deber, la inclinación o el sufrimiento; en la hora en que el hombre se siente más abandonado que nunca a la soledad de la noche y las fuerzas del mal y la tentación; en esa aterradora e interminable hora previa al crepúsculo en que Dios mismo parece haber desaparecido; justo antes de que Aurora, vestida de azafrán, brote de las corrientes de Océano para traer luz tanto a mortales como inmortales; en esa hora llamaron a mi puerta.
Para un médico, el hecho de que llamen a su puerta en plena noche no es algo que deba tomar a la ligera, sobre todo si sus únicos pacientes son el césar y su esposa, aun cuando fueran pacientes a medias, pues Juliano todavía no tenía clara la eficacia de las viejas técnicas curativas asclepianas de Oribasio en comparación con la de mi enfoque hipocrático, más científico. Aunque me espantaba ser arrancado de mi cálido lecho a semejante hora, me alegraba que Juliano hubiera optado por confiar en mis métodos y no en las estúpidas supersticiones de mi simpático rival. Me vestí aprisa y corriendo y seguí al mensajero por las calles desiertas, dejé atrás a los adormecidos guardias de palacio con una inclinación de la cabeza y el susurro de una contraseña y crucé los pasillos oscuros y silenciosos hasta la pequeña estancia que Juliano había escogido como despacho.
El lugar casi brillaba con la claridad del día gracias a treinta o cuarenta velas y candiles que, distribuidos por todos los estantes y anaqueles disponibles, formaban, como en una cueva, largas estalactitas a causa de los goteos de los últimos meses. En un rincón, derrumbado en un taburete, descansaba un escriba, pálido y sin afeitar, con la pluma en el suelo y la cabeza caída sobre el pecho para revelar una calva rosada en medio de una maraña de pelo negro. Juliano se paseaba de un lado a otro murmurando entre dientes, como si estuviera componiendo una carta, ajeno al escriba que roncaba en el rincón.
—Buenos días, Juliano —le saludé, sin saber si debía preguntar por su salud o por la de Helena.
Aflojó sus pasos y me miró. También él tenía el rostro ojeroso y pálido, el pelo revuelto, como si acabara de despertar de una de sus tres siestas diarias. Sin una palabra de bienvenida, se detuvo ante mí.
—Cesáreo, ¿crees en espíritus?
La pregunta era tan extraña que no pude evitar una carcajada. Irritado, Juliano reanudó su andar inquieto. Serené la expresión y me senté pesadamente en un banco, frente al escriba, mientras repasaba en mi mente los cuentos que había oído de niño.
—¿Espíritus, Juliano? —pregunté sofocando la risa—. ¿Fantasmas, vampiros y hombres lobo que rondan los caminos de noche? Me voy a la cama.
—Sí, sí —musitó algo turbado—. No; no me refiero exactamente a eso. —Calló y me miró fijamente. No sabiendo qué decir, guardé silencio ¿Para eso me había despertado?—. He tenido una visión —añadió, y volvió a callar.
—¿Crees posible que tus irregulares hábitos de sueño te estén perturbando? —pregunté, asombrado.
—No, no. Te he llamado, Cesáreo, porque esta noche he tenido un sueño del que acabo de despertar. Una hermosa mujer se me acercaba con una sonrisa en los labios y la mirada rebosante de amor. Lucía un vestido diáfano que arrastraba por detrás e iba peinada de una forma que solo he visto en las esculturas de las esposas de los antiguos fundadores de Roma. Se aproximó a mí portando en los brazos un bulto que supuse era un niño.
Ahogué un bostezo, pues el alba empezaba a teñir el cielo de rojo.
—No es más que una anticipación de tu futura paternidad, Juliano —dije con tono tranquilizador—. No hay nada de qué preocuparse.
Meneó la cabeza con exasperación.
—No, Cesáreo, no me has dejado acabar. La mujer se acercó y, con una sonrisa, me tendió el bulto. Al tomarlo en mis manos, advertí que pesaba mucho y descubrí que era una cornucopia, un cuerno repleto de fruta madura, higos y melones, trigo y maíz, con los huecos llenos de monedas de oro, pescado seco, hierbas aromáticas, especias de todos los confines de la tierra, todo lo necesario para sustentar una vida.
Le miré, todavía atónito pero cada vez más preocupado.
—Juliano —repuse con calma—, tales sueños son impíos, indignos de tu atención. Todos los hombres los tienen, pero solo los ingenuos paganos y los videntes les darían algún valor. Si lees las Escrituras antes de irte a dormir, soñarás con las obras de Cristo. Si lees fábulas, soñarás con fantasmas.
Me miró con extrañeza y, pensé, cierto desdén. Sus ojos se detuvieron un instante en mí antes de continuar su historia como si no le hubiera interrumpido.
—La miré detenidamente y ella me sonrió con dulzura. Dentro de mí sabía que era el genius publicus, la deidad guardiana de la propia Roma en forma de diosa. Cesáreo, la vi tan claramente que podría describirte cada detalle, cada hebra de pelo, cada pestaña, hasta darte la sensación de que está aquí con nosotros. No fue un sueño, te lo aseguro. Fue realmente una visión. Y después de depositar en mis brazos todas las riquezas del Imperio, se volvió lentamente y desapareció.
Para entonces mi modorra también se había desvanecido y miré a Juliano con desaprobación.
—Tonterías. Me estás pidiendo que interprete un sueño que, en mi opinión, no es más que producto de una imaginación recalentada y un estómago dispéptico. No soy adivino, Juliano. Soy médico. Somos cristianos, no adoradores de antiguas deidades. Come carne, fortalece tus músculos y evita leer esas necias historias antes de acostarte. —Comprendí que mi sermón estaba sirviendo de poco, pues él seguía mirándome con la misma palidez que cuando llegué—. ¿De qué puedes tener miedo? —proseguí—. En el peor de los casos, no era más que un sueño.
Apesadumbrado, se volvió y reanudó su andar silencioso mientras la incipiente luz que se colaba por la ventana ojival teñía de rosa las paredes blancas de la estancia. Una cruz diminuta que parecía colocada en la pared con el objetivo concreto de captar los primeros rayos del sol brilló desde una piedra lustrosa montada en el centro. La conjunción de la luz y el frescor de la habitación contrastaba con la expresión de sufrimiento de Juliano y los círculos oscuros que se estaban formando bajo sus ojos.
—No tengo miedo —dijo con calma al tiempo que agitaba una mano para despedirme—. Solo deseaba contarte mi visión. Ya veo que ha sido una pérdida de tiempo.