Y así comenzó el pausado ascenso de Juliano a soldado. Probablemente no había existido un comienzo tan desfavorable para la carrera de un guerrero desde Telémaco, a quien se le negó la firme dirección de su real padre, Odiseo, hasta el día en que inopinadamente se vio lanzado a la batalla contra los ciento treinta y tres pretendientes de Penélope.
Iniciado el adiestramiento con Salustio, el arduo programa del maestro solo se veía superado por la terquedad del estudiante. El césar no había experimentado en toda su vida sufrimiento físico alguno. Hasta ese momento, toda su formación había sido intelectual: cursos de filosofía, retórica y composición, obras literarias de autores griegos de renombre. Quizá hayas oído decir en alguna ocasión que los niños de humilde cuna no deben recibir educación porque sus únicas posibilidades de prosperar están en el ejército. Como reza el viejo dicho: «Un erudito creado es un soldado traicionado». Quienes así hablan se refieren a las naciones bárbaras más temidas, los francos y los hunos, cuyos dirigentes son soldados de formación y tradición que consideran el aprendizaje de libros indigno de sus habilidades. Sin embargo, que yo sepa, los dirigentes militares verdaderamente prósperos poseen, en la mayoría de los casos, cierto grado de educación o se avergüenzan de su ignorancia e intentan ponerle remedio.
La educación de Juliano, naturalmente, no había pasado por alto los clásicos militares, como la guerra de los veintisiete años entre Esparta y Atenas narrada por Tucídides o el embellecimiento descarado que hacía Temistógenes de la campaña persa de Jenofonte. Tampoco desconocía la devastación del pueblo romano a lo largo de los siglos a manos de las tribus germanas: la pérdida de cinco ejércitos completos, todos dirigidos por cónsules; la destrucción del general supremo Varo y tres legiones; cómo, aunque los germanos habían sido varias veces derrotados, por Cayo y Mario en Italia, por Julio en la Galia y por Tiberio y Germánico en sus propios territorios, había sido con suma dificultad y gran pérdida de vidas romanas. Juliano estaba versado en teoría estratégica, en los usos y beneficios de la política y la coerción diplomáticas para facilitar los objetivos militares y en otros grandes temas ampliamente tratados por los clásicos. Pero, cuando toda la fuerza militar en territorio hostil se compone de trescientos sesenta ascetas de pies doloridos y la propia supervivencia está en juego, tales lecciones de teoría política internacional y alianzas militares estratégicas tienen poco valor. Lo que Salustio intentaría impartirle ahora y en los años venideros sería lo que yo acabaría denominando artes militares menores: instrucción y tácticas básicas, protocolo militar, manejo del arco, la lanza y la espada, y equitación. Y lo primero con lo que Salustio empezó fue con la marcha.
Dios misericordioso, Salustio nos instruía sin descanso, y no de forma ociosa en un campo de Marte bien atendido, pues era menester que cada día avanzáramos un buen trecho en dirección a Vienne. Durante una semana entera practicamos el paso pírrico y sus correspondientes maniobras al ritmo enloquecedoramente monótono de un tambor que el propio Salustio aporreaba y el pitido de una flauta tocada por un ermitaño que, de niño, siendo pastor, había aprendido una única melodía que ahora repetía sin cesar. La única concesión de Salustio a las exigencias del viaje fue el permitirnos todos los días detener el avance por los Alpes una hora antes de lo habitual, tras lo cual nos instruía durante otras tres horas bajo cielos plomizos hasta que los más débiles cedían a sus rodillas temblorosas, susurrando oraciones o blasfemias entre dientes, y la cara de Juliano se ponía macilenta. Tras el primer o segundo día, el médico Oribasio se negó incluso a mirar, agitando sus regordetas manos y meneando su rala cabeza con inquietud. Yo acompañaba a los soldados en cada paso y cada instrucción, aunque solo fuera para cumplir mejor con mi deber de controlar la salud de Juliano. La situación era fuente de hilaridad para Pentadio y Gaudencio, que procuraban contribuir lo menos posible a los esfuerzos de Salustio. Pablo el Cadena permanecía la mayor parte del tiempo recluido en su tienda, privándonos de su compañía, que pocos parecían extrañar.
Felizmente, tras dos semanas de instrucciones crepusculares, la caótica turba había empezado a adquirir cierto parecido con un destacamento militar romano, al menos en lo referente al orden y la disciplina de la marcha, aspecto que, naturalmente, había ocupado el primer puesto en la lista de prioridades de Salustio. Hasta ese momento, su principal temor había sido que los exploradores alamanes que nos espiaban desde lo alto de las montañas hubieran visto una caravana caótica de civiles cubiertos de barro cruzando las colinas, pues no habrían dudado en atacarnos. El peligro ya no existía y, como suele ocurrir cuando se impone la disciplina, la moral había subido. De hecho, casi me atrevería a decir que este fue el período más feliz de la vida de Juliano, pues ¿qué joven no se sentiría dichoso después de haber sido liberado de un cautiverio en una ciudad que detestaba, impuesto por un hombre al que odiaba, para recorrer nuevos territorios con una esposa y luciendo nada menos que el anillo de césar?
Cuando, transcurrido un mes, por fin llegamos a la ciudad romana de Vienne, capital de la Galia Viennensie, situada a orillas del Ródano, a cien millas de su desembocadura en el Mediterráneo, lo hicimos acompañados de los gritos de júbilo de nuestros soldados, gritos tan sentidos como los lanzados por los hombres de Jenofonte cuando vieron por primera vez el mar. Y para sorpresa y delicia de todos, su alegría encontró parangón en los habitantes de la elegante ciudad, que dieron la bienvenida a Juliano como si fuera la respuesta a sus plegarias. Llegados de varias millas a la redonda, abarrotaron las calles como las multitudes de Jerusalén aquel fatídico día tres siglos atrás, triplicando la población de la ciudad. La gente desfilaba ante él cantando las alabanzas del joven comandante que iba a liberarles de los bárbaros y devolverles la prosperidad. Veían con aprobación la pompa real porque Juliano era un príncipe investido de forma legítima, y se emocionaron cuando los soldados entonaron un himno de gloria y alabanzas en latín eclesiástico, perfectamente afinado, en lugar de las canciones obscenas de los campamentos a las que los ejércitos los tenían acostumbrados.
Esa tarde, los monjes guerreros de Juliano celebraron un oficio solemne en la iglesia de San Esteban para dar gracias por haber llegado sanos y salvos, y Salustio, por primera vez en un mes, nos libró de su adiestramiento nocturno con la severa advertencia de que lo reanudaría al día siguiente. A renglón seguido, participamos en un banquete ofrecido a toda la ciudad por cortesía de algunos patricios locales, que consistió en quinientos corderos lechales asados, la primera carne fresca que comíamos desde que dejáramos Milán. La ocasión fue ciertamente histórica, pues hasta Salustio sonrió.
Más tarde, mucho después de que el último soldado hubiera dicho sus oraciones y se hubiera retirado, Helena envió a un mensajero a los barracones, donde yo compartía alojamiento con Oribasio, para llevarme al palacio del obispo, donde se hospedaban ella y su marido. Cabalgué velozmente a lomos del caballo que el mensajero me había traído, temiendo que Juliano estuviera herido o indispuesto debido al desacostumbrado atracón de esa noche. En lugar de Juliano era Helena quien se sentía enferma, presa de síntomas que normalmente no habrían resultado alarmantes pero que a ella la preocupaban, pues siendo una muchacha excepcionalmente robusta y sana, con un gran apetito natural, jamás en la vida había experimentado el menor síntoma de indigestión.
Le hice un reconocimiento superficial, conociendo como conocía su historia familiar, y abandoné la residencia del obispo antes de lo que esperaba, con una sonrisa de alivio y con una Helena profundamente ruborizada por los resultados de mis palpamientos y preguntas.
La esposa del césar estaba encinta.