El día después de dejar el campamento del emperador, Juliano lo pasó encerrado en su litera, rumiando.
Yo espoleaba mi montura entre los ascetas rezagados que se esforzaban por mantener el ritmo de los infatigables porteadores. Exhaustos, los reclutas, muy bajos de forma, miraban con anhelo mi caballo para luego proseguir su andar tambaleante. Estaban ridículos en su papel de soldados romanos, mas ellos no veían nada cómico en su situación, y tampoco yo teniendo en cuenta que en menos de dos semanas estaríamos atravesando un territorio que había sido objeto, no hacía mucho, de sangrientos ataques de bandas ambulantes de guerreros alamanes. «Dios Todopoderoso —recé—, te doy gracias por el sostén espiritual que nos has brindado en la persona de estos monjes; unos cuantos arqueros, no obstante, habrían sido aún más de agradecer».
Me acerqué a la litera de Juliano, saludé calurosamente y él descorrió abstraído la cortina. Helena, que le seguía en otra litera, mantuvo el rostro cubierto por el velo. Los soldados ermitaños que nos seguían procedieron a entonar un himno, desafinado pero entusiasta, para levantar la moral.
—César… —comencé, pero él agitó una mano con gesto cansado.
—No te burles de mí, Cesáreo. Yo siempre he sido Juliano para ti y el hecho de que me hayan investido con un título ficticio no me convierte en realeza. Mi nombre es perfectamente adecuado.
Sonrió con tristeza mientras cerraba los ojos un instante, como si estuviera agotado.
—Anoche no dormí bien —añadió tras una pausa—. La presión de tener el mando, supongo, si es que se le puede llamar así. Qué ironía. Aquí estoy, siguiendo los pasos de mi predecesor, Julio César, para reconquistar lo que él capturó brutal y gloriosamente cuatrocientos años atrás. ¿Es el destino del hombre repetir constantemente sus errores, ganar Roma para luego perderla?
—No es su destino, sino su voluntad. ¿Puedo hablarte con franqueza?
—No aceptaría lo contrario.
—Ahora estás solo, y lo estarás hasta Vienne. Eso es peligroso. Por primera vez en muchos meses, quizá en toda tu vida, eres tu propio dueño y señor. Eso es una ventaja. Dispones de trescientos sesenta monjes, los cuales a estas alturas son más una fuente de divertimento que de protección. Quiero decir potencialmente… eso dependerá de nosotros. También dispones de una extensa caravana de avituallamiento, aunque nadie sabe qué contiene exactamente, pues al parecer el emperador ha olvidado asignarte un oficial de intendencia. Y dispones de cuatro oficiales del ejército romano para asesorarte, algunos de los cuales son, me temo, algo bribones.
Al oír esto Juliano salió de su letargo y me miró con genuino interés.
—¿No te parece —proseguí vacilante— que este sería un buen momento para hablar de las características de tus «consejeros»? ¿Al menos lo que sé de ellos?
—¿Y qué sabes de ellos?
—Confieso que lo que sé es más por observación que por una relación directa. Pero soy médico, Juliano, y tengo talento para diagnosticar a los hombres, tanto de cuerpo como de carácter. He vivido en la corte, he oído susurrar a los eunucos y cortesanos, he visto en quién confía el emperador, a quién desprecia…
—¡Basta! —me interrumpió Juliano con una risa nerviosa—. No tienes que exponerme todas tus credenciales, me has convencido. Adelante, háblame de mis «consejeros».
Miré intrigado a los porteadores de la litera, cuyas miradas gachas no indicaban interés por nuestra conversación, pero que podían oírnos.
—Tal vez deberíamos hablar en griego —propuse, y Juliano asintió con alivio—. Tus dos consejeros principales —continué— son Pentadio y Gaudencio. Si no supiera que Constancio carece de sentido del humor, pensaría que te ha asignado esos asnos para gastarte una broma. Son unos completos inútiles como oficiales, aunque en algunas ocasiones han mostrado gran talento como alcahuetes de los generales a los que servían. No puedo creer que el emperador pensara que podían serte de utilidad, así que solo puedo concluir que te los envió para quitarse de encima el peso de tener que mantenerlos en Milán. En cualquier caso, ahora son tuyos hasta que decidas la mejor manera de ahuyentarlos.
Juliano suspiró.
—Otro gran augurio para comenzar nuestro viaje. ¿A quién más tenemos?
Hice una pausa
—El tercer hombre es Pablo, quien, de hecho, no es un oficial, sino un sicofanta y un espía de Constancio.
—¿Te refieres al español, al que llaman el Cadena? Tiene aspecto de inocente, aunque es cierto que siempre anda susurrando en la oreja del emperador.
—El mismo —asentí—, para tu desgracia.
—¡Oh! ¿Por qué le llaman el Cadena?
—Se ganó el apodo años atrás, cuando el emperador lo envió a Britania para que trajera de vuelta a ciertos oficiales acusados de conspiración. Sobrepasó las instrucciones recibidas y descendió como un torbellino sobre toda la provincia, incautándose de bienes e incluso propiedades en nombre de Constancio. Esposó a gran cantidad de hombres y ciudadanos libres y elaboró una red de acusaciones falsas. Finalmente regresó al palacio del emperador cubierto de sangre y seguido de una cadena de prisioneros escuálidos. A su llegada, asesoró al verdugo sobre qué tipo de garfios e instrumentos de tortura resultaban más eficaces con cada prisionero para hacerle confesar sus crímenes imaginarios. Desde entonces se le conoce como Pablo el Cadena.
Juliano me miró fijamente.
—¿Y mi primo me ha enviado a ese hombre para que me acompañe? Increíble.
Asentí con la cabeza.
—¿Y qué se supone que debo hacer con él?
Me encogí de hombros.
—Mantenerlo tan alejado de ti como sea posible, supongo.
Miró al frente con la estupefacción dibujada en la cara.
—De modo que tenemos dos alcahuetes y un espía. ¿Quién es el cuarto hombre, Cesáreo?
—No lo conozco. Se sumó a nosotros anoche. Un noble, a juzgar por su porte. Cuando viajamos se mantiene alejado de los otros tres. Tal vez sea una buena señal.
—Desde luego. —Juliano apretó los labios y meditó—. Hazle venir, por favor. Me gustaría tener unas palabras con él.
Partí en busca del desconocido, que cabalgaba en la cola atizando con su espada a los rezagados que intentaban sentarse en los bordes del camino. Era un hombre alto y enjuto, casi macilento, de ojos azules y penetrantes y nariz alargada de prominente caballete que delataba un linaje no romano. Tenía la piel oscura y curtida, como la de un campesino que ha pasado toda su vida a la intemperie, mas su porte era elegante y sus ropas, aunque sencillas, de un corte y una calidad muy por encima de los medios de un mero oficial. Era un hombre callado que prefería la costumbre aristocrática romana de comunicar órdenes mediante un simple gesto del dedo o una simple mirada. Cuando se volvió hacia mí, advertí que tensaba el cuerpo como hace un perro de caza al oler su presa. Hablaba latín con soltura y un melodioso acento extranjero apenas perceptible y, para mí, imposible de ubicar. Se trataba de uno de esos extranjeros tan bien instruidos que hablan latín mejor incluso que un romano y, justamente por eso, delatan sus orígenes foráneos. Me escuchó y luego espoleó su caballo, creo que de mala gana, para seguirme hasta donde estaba el césar.
Cuando llegó a la litera, frenó el caballo y saludó con elegancia.
—¿Me has llamado, césar?
Juliano le miró.
—¿Eres el hombre que se sumó ayer a nuestra caravana justo antes de separarnos del emperador? Ni siquiera sé cómo te llamas.
—Salustio —dijo—. Segundo Saturnino Salustio.
—Salustio —repitió Juliano pensativamente—. Un nombre poco común. ¿Eres romano?
—Lo soy. Mi padre era un galo romanizado, ciudadano y noble, y he estado toda mi carrera al servicio del emperador.
—¿Te criaste en la Galia?
—Sí, césar. La finca de mi padre estaba a las afueras de Marsella.
—Eres diferente de los demás hombres que me ha asignado mi primo. ¿Qué horrible crimen has cometido para recibir el placer de tan floja compañía?
El hombre esbozó una sonrisa sarcástica.
—Me ofrecí voluntariamente.
Juliano se quedó pasmado.
—¿Te ofreciste? Santo Dios, ¿por qué?
El hombre le miró cauteloso por un instante. Luego dirigió la vista hacia el lejano horizonte, su orientación habitual, y se encogió de hombros.
—Porque creo —respondió pasando sin esfuerzo al griego, para sorpresa de Juliano— que hace falta sangre nueva entre los mandos romanos de la Galia. Creo que hace falta un hombre que no pertenezca a la escuela del pillaje y el abuso para dominar la provincia. Si se trata del joven e inexperto primo del emperador que habla griego, tanto mejor.
Juliano le miró fijamente.
—Sabes que ese no es el papel que me ha asignado el emperador.
Salustio no se inmutó.
—También creo que el destino no pretende que seas una mera figura decorativa. Más aún, creo que tú mismo no pretendes serlo.
—De modo que crees que esta locura puede tener una finalidad.
Salustio volvió a encogerse de hombros.
—Ignoro si tiene o no una finalidad, pero la situación no me parece desesperada, al menos todavía. Por lo demás, no puedo expresar opinión alguna.
—Salustio, supón que te hallaras en mi pellejo. ¿Qué harías ahora?
El hombre habló como si hubiera estado esperando esta pregunta precisamente.
—Eres el césar. Has sido legítimamente investido como tal. Al margen de tu experiencia, o falta de ella, has recibido el mando de una provincia. Debes reconocer tus oportunidades, asumir tu autoridad y desempeñar tu papel, el papel de césar.
Juliano le miraba pasmado y en silencio.
—Es la primera vez que alguien me dice sinceramente, con tantas palabras, lo que llevo sintiendo desde que me dieron este maldito cargo.
—Porque es verdad. Tu supervivencia depende de ello. Más aún, también la de Roma.
Juliano respiró hondo y se enderezó. Comprendí que el desconocido empezaba a agradarle y, más importante aún, a inspirarle confianza. Un atisbo de sonrisa asomó a sus labios.
—Puesto que no pareces tener reparo en hablar con franqueza, Salustio, repetiré la pregunta y quizá esta vez seas más explícito. Si estuvieras en mi lugar, ¿qué harías?
Salustio le sostuvo la mirada y habló con calma.
—En primer lugar, haría que esta gente marchara como una legión romana o de lo contrario seremos pasto de los lobos bárbaros cuando descendamos por los Alpes.
—¿Puedes hacerlo?
Salustio reflexionó un instante.
—No soy militar de profesión, pero sí, he hecho mis turnos de servicio. Tendremos que sacar tiempo para el adiestramiento. Necesitaré tres semanas.
Juliano bufó.
—Diciembre está al caer. La nieve cerrará los pasos en cuestión de días. Te doy una semana.
—De acuerdo.
—¿Y en qué me convertirás a mí? ¿También en soldado?
—Eso, césar, depende de ti. Si me lo ordenas, así será.
—Te lo ordeno. Un buen soldado romano. ¿Qué debo hacer?
—Quizá no te guste oírlo.
—Soy filósofo. Acepto lo que la vida me trae.
El hombre respiró profundamente y se volvió hacia Juliano.
—Muy bien. En primer lugar, levanta el culo del asiento.
Juliano le miró estupefacto y una sonrisa irónica asomó a la comisura de sus labios. Volviendo al latín, ordenó a sus porteadores que se detuvieran y le dejaran en el suelo.
Con un suspiro de alivio colectivo, la comitiva al completo se detuvo de inmediato y los ascetas cayeron molidos al suelo sin dejar de rezar a Dios. Juliano bajó de la litera. Advertí que las cortinas de Helena se separaban y su rostro cubierto asomaba presa de la curiosidad.
Salustio bajó del caballo y se colocó frente a Juliano, al que sacaba la cabeza.
—En segundo lugar, quítate la toga.
Al oír eso, Juliano dejó escapar un suspiro de alivio y se desprendió de la engorrosa prenda con la que siempre andaba peleándose para mantenerla derecha sobre los hombros. Llamó a un porteador, que rebuscó en la bolsa de lona de la litera hasta dar con una túnica de estudiante raída y una capa de lana, que Juliano se puso para protegerse del frío aire.
Salustio examinó con ojo crítico el cuerpo del césar, reparando en la delgadez del torso y las piernas y en la incipiente panza.
—¿Estás en forma? —preguntó con cierto escepticismo.
—Viajo con mi médico —respondió Juliano señalándome con la cabeza.
Salustio me miró brevemente y bufó.
—No te he preguntado eso —dijo—. Necesito conocer tu fuerza. Un cuerpo débil es una carga para la mente. El arte de la medicina ha causado más daño en el mundo que todas las dolencias que asegura sanar. Ignoro qué males pueden curar los médicos, aparte de vendar heridas de guerra, algo que hasta yo puedo hacer, pero sí sé qué enfermedades pueden provocar: pereza, credulidad y miedo a la muerte. Me trae sin cuidado que puedan hacer caminar a un cadáver. Lo que tu cuadrilla necesita es hombres, y tu médico no puede dárnoslos.
Juliano escuchó boquiabierto la diatriba. Me miró con aire indeciso, pero, dada la feroz mirada de Salustio, parecía incapaz de llevarle la contraria. Finalmente recuperó la voz.
—Homero dijo que un buen médico equivale a muchos hombres.
—En ese caso, deja que Homero dirija tus tropas.
Juliano suspiró con resignación.
—¿Qué más? —refunfuñó.
—Nada de sandalias cortesanas.
Juliano se miró sorprendido los pies. Había llevado ese calzado de suela fina y correas holgadas toda su vida y jamás se le había ocurrido que pudiera necesitar otro.
—No puedo ir descalzo.
Salustio contempló la caravana y escudriñó uno de los carros de avituallamiento. Cabalgó hasta él y cruzó unas palabras con el esclavo que dirigía las mulas, el cual levantó una lona y empezó a hurgar en los cajones hasta dar con lo que Salustio buscaba. El consejero regresó junto al césar, que esperaba dócilmente bajo la mirada de los ascetas y su esposa, y le entregó unas sandalias del ejército romano.
Juliano silbó audiblemente al sostenerlas en las manos: media pulgada de cuero de buey rígido como una tabla de madera y docenas de clavos que sobresalían de la suela para una mejor sujeción. Unos refuerzos de latón protegían la punta de los dedos y gruesas correas de piel flexible envolvían el tobillo y la pierna casi hasta la rodilla. Se ató las correas y dio algunos pasos rígidos.
—Parecen barcos. Barcos pesados. —Esbozó una lenta sonrisa—. Barcos romanos.
—Me has preguntado qué debías hacer.
—Así es. ¿Y ahora qué?
—Ahora, camina.