I

Gallia est omnis divisa in partes tres. Así comienza el famoso tratado del príncipe de las crónicas militares, el divinizado Julio, sobre su conquista de la Galia, que me dispuse a releer en nuestro viaje, presa de un interés y una necesidad que no había experimentado durante el estudio de ese mismo texto en el colegio, cuando se me obligaba a concentrarme más en el rigor y la elegancia de la prosa en latín del general que en los aspectos de su estrategia militar.

«La Galia está dividida en tres partes». Ahora, puesto que Virgilio dijo que, «cuanto más grande es el tema que aparece ante mí, mayor es la tarea que emprendo», me parece un buen momento para hacer un inciso a fin de examinar brevemente la región a la que nos había llevado el destino. Muchas cosas han cambiado desde que Julio César y sus legiones arrasaran el interior de la Galia cuatrocientos años atrás, llevando el fuego y la desolación a cientos de aldeas y pueblos bárbaros, matando y esclavizando a un millón de hombres y borrando por entero de la historia y la existencia incontables tribus y sus peculiares características. Las tres divisiones tribales originales, los belgas, los aquitanios y los celtas, han quedado eliminadas en todas sus dimensiones, salvo en la administrativa y en la ocasional rivalidad atlética entre legiones. Apenas queda rastro de las orgullosas naciones cuyos nombres aterrorizaban a los primeros pobladores romanos de la región: los tréveros, los más próximos al río Rin; los remos y otros belgas; los santones y los pintados vénetos; los misteriosos morinos y menapios, que habitaban las vastas y brumosas extensiones de la Selva Negra y los pantanos; los fuertes nervios y los parisios de Lutecia; los aulercos branovicos y sus naciones hermanas, los aulercos eburovicos y los aulercos cenomanos; los lemovicos y las demás tribus cuyos territorios lindaban con el océano; los guerreros belovacos, los desnudos atrebates y todos los ocupantes de las tierras de la remota península celta, llamados, en su dialecto, los armoricanos. Todas han desaparecido.

Las extensas llanuras de la Galia, sus bosques y costas escabrosas, han sido domesticadas e integradas por entero en los confines culturales y económicos del Imperio Romano. Ya los hombres altos y de piel clara, con la mirada feroz y el violento temperamento que utilizaban para aterrorizar a los forasteros, no son causa de maravilla. Las mujeres galas de antaño, tremendas guerreras de las que se cuenta que, con el cuello hinchado y haciendo rechinar los dientes, columpiaban sus enormes brazos pálidos y repartían puñetazos y patadas mortales tanto a enemigos como a maridos, se han endulzado y cultivado hasta convertirse en doncellas ingeniosas e inteligentes cuya presencia embellecería hasta el palacio de un emperador romano. Donde en otros tiempos toscas empalizadas de madera protegían las chozas con cubierta de paja de la invasión de lobos, osos y tribus normandas, ahora prosperan ricas ciudades romanas, desde Marsella, en la costa mediterránea, hasta París, en el norte. Los galos se han convertido en ciudadanos romanos y sirven en las más altas esferas de la administración y el ejército del Imperio. Las legiones galas son conocidas y temidas en todo el mundo por su magnífica estatura, feroz coraje e inquebrantable fidelidad al emperador. Sofisticadas bibliotecas, monumentos e iglesias salpican ahora el paisaje. Ireneo, el gran teólogo cristiano adversario de los gnósticos, es originario de la ciudad de Lyon, y hasta las aldeas más pequeñas, desde las montañas remotas de Benasque, en el sur, hasta Bourc’h Baz, en las vastas marismas de salicor de la península celta del extremo noroeste, están protegidas por gruesos muros de piedra y guarniciones que conforman una extensión del poder de la propia Roma.

La Galia ha devenido romana; de hecho, ha devenido Roma. Y la invasión germánica de la Galia era, por tanto, un golpe al corazón de la propia Roma.