VII

No volvió a ver a Eusebia en privado, pues el palacio era lo bastante grande para que ambos pudieran evitarse mientras Constancio planificaba el viaje de Juliano a la Galia y su enlace con Helena. Durante la suntuosa ceremonia nupcial, con la basílica iluminada por diez mil velas cuyo brillo se reflejaba otras diez mil veces en los vidrios de las ventanas y el oro de los cálices y las custodias, Juliano alzó la vista hacia la emperatriz en tanto que entonaba el credo. Tras el fino velo que siempre lucía en público, le pareció ver el resplandor de sus ojos negros, y me confesó que incluso hallándose en el acto de contraer matrimonio se dijo con orgullo que era uno de los pocos hombres de la basílica, de hecho de todo el Imperio, que había visto el rostro de la emperatriz, y algo más que el rostro.

La rolliza y feúcha Helena estaba todo lo presentable que le permitía su vestimenta nupcial dictada por la tradición: una túnica sin ribete, ceñida a la amplia cintura por un cinto de lana con doble nudo, una capa de color azafrán, sandalias a juego y un fino collar metálico en el cuello. Sobre el delicado peinado lucía un flammeum o velo de color naranja que le cubría la mitad superior del rostro. Una sencilla corona de arrayán y azahar cortados de los invernaderos de palacio mantenía el velo sujeto a la cabeza, y en las manos portaba una vela blanca. Parecía una versión algo más pesada de las vírgenes vestales. La gruesa melena negra, generalmente ingobernable, aparecía recogida, según era costumbre en la novia, en seis elaboradas trenzas unidas con la tradicional punta de lanza, cuya extremo de hierro había sido doblado. Según su madre, se trataba de la lanza extraída del cadáver de un gladiador mucho tiempo atrás, cuando se creía que tales armas poseían poderes misteriosos. El rostro de Helena era prácticamente idéntico al de su hermano, si bien le faltaba su chispa de inteligencia malévola.

Una vez que Juliano hubo recitado el solemne juramento y recibido la respuesta de Helena —Ubi tu Julianus, ego Helena—, la ceremonia, afortunadamente breve, se dio por terminada y el novio levantó el velo de su nueva esposa. Al principio, dijo Juliano, al mirarle a los ojos sintió indulgencia por ella y compasión por él, como si hubiera hecho un gran sacrificio llevado por su sentido del deber, mas en aquel momento no supo decirme en qué consistía exactamente ese sacrificio. Su principal preocupación, al salir de la basílica y dirigirse con Helena a los aposentos nupciales, era cómo iba a levantarla del suelo para cruzar el umbral.

El palacio pasó los días siguientes al enlace ocupado con los preparativos de la partida de Juliano a la Galia. Para el nuevo césar, este proceso resultó ser tan frustrante y enloquecedor como las semanas que había pasado en la finca a la espera de obtener una audiencia con Constancio. El emperador se mostraba aún más autoritario con su primo que antes, aunque la mayor parte del tiempo se las arreglaba para no prestarle atención alguna. A veces, cuando estaban obligados a verse en actos oficiales y demás, el emperador adoptaba una actitud paternal tan falsa que Juliano y quienes les observábamos teníamos que apretar los dientes para soportarla. Los eunucos seguían su ejemplo; cuando pasaban por delante del césar, daba la impresión de que lo atravesaban, como si no fuera más que una sombra o, como mucho, un mendigo que se había colado por error en palacio y con el que había que tener la cortesía de dejarlo tranquilo hasta que encontrara la salida. La emperatriz Eusebia tampoco proporcionaba a Juliano ninguna ayuda, a diferencia de lo ocurrido en las semanas previas a su investidura, y la culpa la tenía el inesperado rechazo de sus favores. Juliano erraba por los pasillos aturdido, presa de un cautiverio espléndido pero severo, buscando mi compañía cuando le era posible, aunque las frecuentes importunaciones del emperador y la emperatriz me dejaban poco tiempo para ofrecerle consuelo.

Dos acontecimientos, no obstante, consiguieron levantarle considerablemente el ánimo. Uno fue la llegada a Milán de su médico personal, un sátiro jovial y asmático llamado Oribasio, que se había ocupado de la salud y la dieta de Juliano y su hermano hasta que alcanzaron la edad adulta. Cuando los muchachos emprendieron sus respectivos estudios y carreras, Oribasio alegó un empeoramiento de su asma y optó por una jubilación prematura, que pasaba compilando una enciclopedia médica muy extensa y, en gran parte, plagiada. Constancio había insistido en que un hombre con rango de césar no debía hacer un viaje tan arduo sin la compañía de un médico personal y, ante la mirada atónita de Juliano, había resuelto enviar un pelotón de guardias a casa de Oribasio, situada en las afueras de Constantinopla, y trasladarlo, si era necesario a la fuerza, a Milán. La fuerza, al parecer, fue innecesaria, pues por lo visto Oribasio estaba más que harto de su investigación y recibió con los brazos abiertos este respiro a su rutina diaria de dictar y archivar. Aunque a Juliano le alegró sobremanera la llegada de Oribasio, a mí me perturbó su forma física, pues era un ejemplar especialmente inadecuado para el duro servicio en la Galia. Aproximadamente de la misma edad que Constancio, estaba tan orondo como este y mostraba una marcada cojera en ambas piernas, si algo así es posible, porque sufría a la vez de artritis y gota. Yo temía que el médico hiciera más de paciente que de sanador durante el agotador viaje.

El otro motivo de alegría del césar, para gran sorpresa de todos, fue su nueva esposa. Durante los ociosos días previos a su partida a la Galia, y también durante el viaje, Juliano se tomó sus nuevas responsabilidades de marido y amante muy en serio para alguien que nunca había estado, que yo supiera, con una mujer, e hizo un esfuerzo considerable por conocer la mente de su esposa. Helena era cuatro años mayor que él y una compañera ciertamente extraña, sobre todo para un césar. Aunque pesaba cerca de doscientas libras más que él aun cuando su estatura se hallaba por debajo de la media, poseía un carácter tan dulce como malvado era el de su hermano. Todavía era virgen pese a su edad y, que yo supiera, nunca había tenido pretendientes. Su hermano los había ahuyentado con su perversidad y volubilidad, incluso a aquellos dispuestos a vencer la aversión natural que les provocaba la fealdad de la muchacha a cambio de la oportunidad de convertirse en césar y, finalmente, en emperador. Juliano, por el contrario, se había encontrado involuntariamente con todo el paquete, pero estaba decidido a tomarse sus votos en serio y sacar todo lo bueno de la abrumadora situación.

En cuanto a los preparativos de su partida, había que actuar con rapidez porque los informes públicos sobre el desastre en Germania empezaban a filtrarse y resultaría imposible ocultar por mucho más tiempo las noticias sobre la situación. Era preciso, se dijo Constancio, que Juliano se hallara camino de su destino antes de que tuviera la oportunidad de oír los feos rumores o presagios y decidiera escapar a la costa en la primera caravana de mulas. El propio emperador había optado por acompañar a la expedición durante unos días para fortalecer las agallas de su nuevo segundo en el mando.

Cuando al fin llegó el momento de la partida, un día tormentoso de noviembre, el joven césar subió a su silla para efectuar la salida ceremonial de la ciudad junto a la silla de su nueva esposa, que había decidido acompañarle. Los porteadores de Helena caminaban trabajosamente bajo la descomunal carga y murmuraban oraciones a la ya mencionada santa Lucía, a quien, cuando los agentes de Diocleciano fueron a recogerla para llevarla a su martirio, resultó imposible mover a causa de su enorme peso. Constancio y su extenso séquito, incluido yo, iban acompañados de un destacamento compuesto por lo que él denominaba soldados de primera, escogidos con esmero para formar la guardia personal del nuevo césar. En mi opinión, hermano, esos soldados integraban la pandilla de reclutas peor adiestrados y alimentados con la que he tenido el disgusto de viajar. El propio Juliano se percató de que los hombres no sabían hacer otra cosa que rezar, lo cual, curiosamente, y algo inquietantemente, hacían a todas horas del día y de la noche, tanto solos como en grupo, y quizá fuera eso lo que más tarde nos permitió atravesar los Alpes en pleno mes de diciembre sin perder un solo hombre. Si su eficacia residía en sus oraciones, y estoy seguro, hermano, de que serías reacio a que yo considerara siquiera lo contrario, probablemente se trataba del destacamento de soldados más eficaz que el emperador hubiera podido asignarnos.

No fue hasta llegar al lugar de separación acordado, un punto entre Laumello y Pavía marcado por dos columnas, cuando el emperador informó a Juliano de la caída de Colonia. En aquel momento, yo me hallaba en la tienda tratando a Constancio de una de sus inagotables dolencias y bocios. Cuando reveló a Juliano la situación de Colonia, este le miró atónito y le maldijo con tal insolencia y espontaneidad que Helena, también presente, rompió a llorar. Constancio, sin embargo, no se molestó lo más mínimo ni perdió la sonrisa afectada que apenas le había abandonado desde la investidura de Juliano.

—Caramba, primito —dijo—, ¿es esa la elocuencia que te enseñan en la elogiada Academia de Atenas? Menos mal que te sacamos de allí y te pusimos con los soldados de infantería que es donde te corresponde estar.

Juliano le miraba furibundo.

—Me has metido en esto deliberadamente, Constancio, has maquinado todo esto para que fracase. No entiendo por qué no elegiste una forma más sencilla de acabar conmigo.

—¡Porque eres de la familia, Juliano! Y probablemente el único hombre de todo el Imperio que se queja de lo mucho que ha recibido. Ahora escúchame bien, ingrato: a partir de ahora viajarás fuera de mi control. Se acabaron las reuniones con hechiceros y el estudio de la naturaleza de los dioses paganos. Lo creas o no, estoy enterado de tus jugueteos con los eleusinos de Atenas. Desde este momento nos representarás a mí y a la Iglesia, a nadie y a nada más. Si lo olvidas, muchacho, tendrás que enfrentarte a las consecuencias.

De repente comprendí la importancia de los ignorantes ascetas que Constancio había vestido con la toga de soldado y enviado a modo de protección. Juliano caminó indignado hasta la silla que le esperaba, subió y cerró con furia las cortinas.

Llevado por el calor de momento, preocupado por la seguridad del joven césar en el viaje, me acerqué poco después al emperador, cuando los porteadores se disponían a levantar su silla para devolverlo a Milán.

—Señor —comencé—, como ya sabes, el césar ha sido como un hermano para mí desde que nos conocimos en Atenas. Te ruego que me permitas acompañarle hasta la Galia. Hay muchos médicos competentes en Milán que podrán atenderte entretanto, mientras que tu primo solo dispone de Oribasio, quien, pese a su sabiduría, no está capacitado para cuidar del césar durante semejante trayecto.

El emperador me miró con arrogancia, contento de haber terminado con Juliano e impaciente por regresar al urgente asunto de la frontera del este. Parecía irritado por mi petición, no tanto por la idea de perderme como por haberle recordado un problema que había dado por eliminado hacía apenas unos momentos.

—De acuerdo, de acuerdo… —dijo distraídamente mientras leía un despacho que acababa de entregarle un general—. Regresa en cuanto lleguéis a Vienne, ¿entendido?

En ningún momento se detuvo a pensar cómo iba yo a volver a Milán por las montañas en pleno invierno. La emperatriz, al oír mi petición, me miró alarmada y abrió la boca, como si se dispusiera a decir al emperador que no era aconsejable que yo les abandonara, pero Constancio se hallaba para entonces enfrascado en una conversación sobre la cuestión del este y no habría permitido que le interrumpieran. Me di la vuelta antes de que la emperatriz intentara detenerme, regresé presuroso a la tienda, arrojé mi equipaje sobre mi caballo y galopé en pos de la caravana de Juliano, que acababa de partir.

Cabalgué hasta su silla y le anuncié, corto de resuello, que tendría a otro hombre de compañero de viaje si me aceptaba como tal. Juliano seguía con el rostro rojo de ira, pero se volvió y me miró sorprendido. Tardó unos instantes en asimilar mis palabras, mas cuando lo hizo su semblante se suavizó, alargó una mano con una amplia sonrisa y me dio una palmada en el brazo.

—Entonces, ¿viajas conmigo? ¿Nada más y nada menos que hasta la Galia? Te he visto acercarte con tu caballo, pero pensé que simplemente querías, como un buen amigo, acompañarme hasta la calle en lugar de limitarte a dejarme en la puerta.

Sonreí a mi vez.

—Mejor amigo de lo que esperabas —repuse—. He pedido una excedencia a Constancio, una especie de permiso sabático. Solo hasta que te vea instalado sano y salvo en una de esas cabañas de troncos que habitan los comandantes durante las campañas.

Helena recibió con alegría la noticia, pues yo había sido su médico en la corte y era tan hipocondríaca como su hermano. Juliano, sin embargo, seguía mirándome con los ojos como platos, el semblante cada vez más pálido a medida que comprendía la gravedad de su situación.

—Cesáreo —dijo—, había puesto muchas esperanzas en este viaje, de hecho en toda esta nueva etapa de mi vida, pero la caída de Colonia constituye un terrible presagio, ¿no crees?

Guardé silencio, pues no sabía si confesarle que estaba al corriente de la situación desde hacía tiempo.

—Seguro que no es nada que una mano firme contra los bárbaros no pueda resolver antes de que finalice el próximo año.

Juliano reflexionó unos instantes.

—No hay duda de que tienes razón. En cualquier caso, tampoco importa. Cesáreo, durante los últimos días he dispuesto de mucho tiempo para meditar sobre la clase de césar que debo ser o, mejor dicho, que no estoy dispuesto a ser. No seré una figura decorativa. ¡No seré el títere del emperador! Está por debajo de la dignidad de un filósofo y un erudito rebajarse ante un hombre que le supera no en intelecto, sino únicamente en edad y tendencias asesinas.

Debió de advertir el horror en mi cara por sus traidoras palabras, porque enseguida suavizó el semblante y me dio otra palmada en el brazo.

—Lamento agobiarte con mi resentimiento, amigo —prosiguió—. Me complace enormemente que nos acompañes en este viaje. Me temo que solo puedo ofrecerte el cargo de médico auxiliar, dado que el lisiado Oribasio ha recibido el puesto principal. Con todo, agradezco tu compañía, pues no dispongo de muchas oportunidades de conversación entre esta pandilla de ermitaños. Temo, sin embargo…

—¿Qué, Juliano? —pregunté—. Eres el césar, el segundo hombre más poderoso del Imperio. ¿Qué tienes que temer?

—Solo soy césar de nombre —afirmó—. Temo que mi ascenso solo me haya granjeado una muerte en circunstancias aún más penosas que si no fuera césar.

—Me cuesta creer que seas tan pesimista.

Juliano sonrió.

—No, la verdad es que no lo soy, sobre todo desde que decidí tomar el control de esta desdichada situación. Y ahora que sé que seguirás con nosotros, amigo, estoy mucho más animado.

—Me alegra oír eso.

Juliano sonrió con ironía.

—Al menos ahora ya no moriré solo.