VI

Al día siguiente, cuando entró en el gineceo acompañado por mí, médico de confianza de la familia, inofensivo como un eunuco viejo y cercano como un perro faldero, Juliano fue directo al diván donde la emperatriz, cubierto el rostro con un velo, se hallaba reclinada conversando quedamente con sus damas e hincó una rodilla. Ella le miró, me dedicó un gesto cortés con la cabeza cuando me arrodillé junto a él y se volvió para terminar su conversación. Durante ese rato aproveché para admirarla furtivamente. Aunque soy un profesional, también soy hombre, y, aunque cristiano, no he renunciado a la apreciación de la belleza.

Eusebia era una mujer de gusto exquisito y, teniendo toda la riqueza de Roma y las mercancías del mundo a su disposición, no cicateaba en su aspecto físico. De hecho, siempre me maravillaba que, en lugar de los elegantes hilos y lanas que solían vestir las damas de la corte durante el fresco otoño, ella prefiriera el suave y adherente algodón importado de India y las hermosas sedas antiguas traídas de China cien años atrás, cuando todavía reinaba la paz parta. En ambos tejidos se había envuelto para este encuentro, de forma voluminosa pero delicada, siguiendo la moda del momento. La larga túnica de algodón, de un blanco cegador, se ceñía estrechamente a su cuerpo. Un velo sedoso, casi transparente, le caía con desenfado sobre la cabeza y el rostro y rodaba por los hombros hasta alcanzarle los pies. El velo ocultaba, y al mismo tiempo desvelaba entre sus pliegues, el contorno de la cara, el blanco de los dientes y los ojos y la suavidad aceitunada de unos brazos esbeltos. Un galón púrpura bordado en oro, signo de su rango de emperatriz, remataba la orilla de la túnica, y otro galón a juego le ceñía la delgada cintura realzando la redondez de sus senos y caderas. Las joyas eran sencillas pero valiosas: una diadema de oro en el cabello con una única perla incrustada, unos aros de perlas diminutos en las orejas y un colgante en el escote. Siempre me complacía observar que la emperatriz no había sucumbido a la moda de los múltiples brazaletes, anillos y tobilleras que imperaba, pues, al igual que los escultores griegos, detesto tales interrupciones en la corriente suave y armoniosa de la silueta femenina, desde el hombro redondeado hasta las curvadas yemas de la mano, desde el blanco y tierno muslo hasta el arqueado dedo gordo del pie, ese contorno ininterrumpido, ligeramente ondulado, que alcanza la perfección en su continuidad y en la que hasta el broche de plata española más finamente labrado supone una violación intolerable de la pureza.

Observé de soslayo a Juliano y advertí que también él, bajo las cejas enarcadas, contemplaba subrepticiamente a la emperatriz. Miré de nuevo al frente y cuando mis ojos subieron por el cuerpo de Eusebia hasta llegar al rostro descubrí con asombro que ella, mientras hablaba con su criada, también estaba contemplando a Juliano, evaluándolo con igual descaro que él a ella. En realidad, advertí con cierto regocijo, la emperatriz estaba observando cómo la observaba Juliano, y de hecho parecía complacida, incluso fascinada. Cuando la conversación tocó a su fin, alcé la cabeza y vi, decepcionado, que el dedo de la emperatriz nos indicaba a sus acompañantes y a mí que la dejáramos a solas con Juliano.

Cerré la puerta suavemente tras de mí, pero Juliano me relató más tarde la extraordinaria conversación que había mantenido con la emperatriz.

—Hacía tiempo que deseaba conocerte, señora —comenzó él—, y expresarte mi gratitud por los libros y las amables palabras que me enviasteis durante mi espera.

Detrás del velo sonó una risita que Juliano encontró extrañamente familiar.

—Me alegra que disfrutaras de ellos —respondió ella con su voz cálida—. ¿Quedó Plotino correctamente archivado?

Atónito, Juliano levantó la vista.

—Tú… tú eres la limpiadora que reemplazó a Lucila… quiero decir… lo lamento, Alteza, pero…

Eusebia le miró divertida y se retiró lentamente el velo, que dobló sobre la cabeza.

—Entonces, ¿no sabías que era yo? Cómo me alegro.

Juliano estaba perplejo.

—Pero, Alteza, ¿por qué? Después de todos mis ruegos por obtener una audiencia, ¿por qué no me desvelaste tu identidad?

—¿Me estás preguntando por qué no fui a verte a tus aposentos sin el consentimiento del emperador? —Eusebia rio burlonamente—. Mi pobre primo político, valoro tanto la posición de mi cabeza sobre mis hombros como no me cabe duda de que tú valoras la tuya. —Siguió riendo. Luego se irguió sobre el diván—. ¿No creerás que iba a proponerte para césar sin haberte echado primero una ojeada? —preguntó pícaramente—. Una mujer puede casarse con su marido sin haberle visto antes la cara, como hice yo, pero no elige a ciegas dos veces en la vida. Después de todo, Juliano, cuando llegaste a Milán tu carrera, de hecho tu vida, solo podía seguir dos caminos. Dado que yo podía influir en el emperador… ayudarle en su decisión, deseaba disponer de toda la información posible.

Juliano no dijo nada. La belleza de Eusebia conseguía perturbarle como la de ninguna otra mujer, pues nunca en su breve y protegida vida había estado ante una hembra tan hermosa y tan poderosa. La combinación era embriagadora, casi asfixiante, y de repente notó que hacía un calor sofocante. Mantuvo la mirada clavada largo rato en el suelo, mientras ella observaba la escena con cierta distancia. Finalmente la emperatriz se levantó y caminó hasta él. Tras colocarle una mano bajo el mentón, le alzó la cara para verle los ojos y le indicó con una sonrisa que se levantara.

Una vez de pie, a Juliano le sorprendió la estatura de Eusebia, pues aunque él era de estatura mediana entre los hombres, ella era extraordinariamente alta para ser mujer, tan alta como él, y solo calzaba las finas chinelas de palacio. La emperatriz no tuvo reparos en acortar la distancia que normalmente mantenía con su personal, y se detuvo apenas a un pie de Juliano. Mantenía la espalda y los hombros rectos, casi en posición militar, pero el brillo burlón de sus ojos y la suave forma de las mejillas borraban todo atisbo de severidad. Lo que más abrumó a Juliano, según me contó más tarde, fue el contorno curvado de sus senos, que se hallaban a solo unas pulgadas de su pecho, su redondez visible bajo la gruesa seda de la túnica. Juliano, a diferencia de los médicos, había tenido poco contacto o experiencia con la figura femenina, y la extraordinaria belleza de la emperatriz era algo a lo que yo estaba tan acostumbrado que no se me había ocurrido describírsela de antemano. Mientras ella le observaba, él se obligó a no retroceder ni bajar la mirada, reacciones que la emperatriz podría haber interpretado como un insulto o una señal de temor. Se mantuvo firme y quieto, los ojos clavados en un punto por encima de la cabeza de la emperatriz. Un hilo de sudor que le bajaba por el costado, bajo el brazo izquierdo, le empapó el cinturón de la túnica provocándole el deseo de rascarse las costillas.

Eusebia examinó la cara de Juliano con detenimiento.

—Ya has recibido algunas cosas de nosotros —dijo utilizando el plural mayestático—. Y, si Dios quiere, recibirás más. Siempre y cuando, claro está, demuestres que eres leal y honrado con nosotros.

—Sabes que estoy agradecido por todo lo que has hecho, emperatriz. Será un honor para mí serte útil en la medida de lo posible.

Eusebia volvió a examinarle la cara, pero esta vez sus ojos no sonreían.

—¿Debo suponer que Cesáreo, nuestro médico, os ha hablado de… la dolencia del emperador?

Juliano enrojeció y mintió elegantemente.

—Jamás me tomaría la libertad de comentar tales asuntos con alguien ajeno a la familia, señora…

Ella alzó la cabeza con impaciencia.

—Tonterías. Cesáreo es un buen médico y todos los miembros de la familia real confían plenamente en él. Además, el palacio entero lo sabe y comprende la violenta situación en que nos encontramos los dos… todos. Juliano, te he estado observando durante muchos meses, desde mucho antes de que llegaras a Milán, y acepto agradecida tu oferta de serme útil.

—No comprendo, señora…

Con un ligero chasquido del pulgar y el índice la emperatriz abrió el pasador de su túnica y ambos lados de la tela cayeron revelando el blanco cremoso de sus senos y unos pezones tensos y oscuros. Juliano no osó mirar más allá, si bien me confesó que su mente y su febril imaginación se aceleraron. Alzó rápidamente la vista, mas tampoco encontró sosiego en el rostro de Eusebia, en su mirada penetrante. La emperatriz se balanceó levemente y, aunque no movió los pies, pareció inclinarse de forma imperceptible hacia Juliano. Aunque todavía los separaban una pulgadas, él casi sintió que el calor de sus senos le atravesaba la túnica y, también de forma imperceptible, retrocedió.

—Juliano —dijo Eusebia con voz ronca y mirada suplicante—, no estoy eligiendo a ciegas…

Los ojos de Juliano se abrieron de par en par y los pensamientos se atropellaron en su mente, como a mí cuando oí esta historia de sus labios. Nunca, exceptuando quizá su primer encuentro con el emperador en Milán, había percibido Juliano tanto peligro, o tanta tentación. Cerró los ojos un breve instante y trató de reflexionar. Aceptar orechazar el ofrecimiento de la emperatriz… ¿qué opción le haría ganar o perder más? Necesitaba tiempo, tenía que ganar tiempo. Acongojado, recurrió a los argumentos de la biología humana, los cuales, de hecho, yo mismo le había enseñado el día antes a fin de prepararle para su inminente matrimonio con Helena.

—Alteza, esto es sumamente peligroso. ¿Y si quedaras embarazada?

—Mi ciclo es bastante regular y los cálculos son precisos. Ahora es el momento perfecto.

—¿Para evitar el embarazo?

Ella le miró impasible.

—Todo lo contrario, Juliano. Para asegurarlo.

Juliano hizo memoria. Ahora lo veía todo claro. El emperador no tenía heredero y culpaba a su esposa de sus propias limitaciones físicas. La posición de Eusebia como Madre del Imperio se hallaba, por tanto, amenazada. Había que engendrar un heredero, pero ¿cómo? Solo un miembro de la familia podía producir el parecido físico necesario, solo un cristiano piadoso y asceta realizaría el servicio con discreción, solo un césar gozaría de la categoría política necesaria para garantizar la supervivencia del heredero en el caso de que surgieran dudas sobre su paternidad, solo un hombre a punto de convertirse en miembro de la familia imperial podría obtener el libre acceso al gineceo para hacer su labor; más importante aún, solo un hombre era lo bastante idiota y poco ambicioso para gozar de la confianza del emperador en esta crítica situación. De repente, todo empezó a tener sentido y Juliano comprendió qué papel le habían asignado. Todo encajaba perfectamente, salvo en el caso de su propia conciencia.

Siguió divagando.

—Alteza, me siento profundamente halagado…

Exasperada, la emperatriz puso los ojos en blanco.

—No tienes por qué, te lo aseguro —le interrumpió—. Aunque eres un hombre bastante atractivo, querido primo político, el palacio está lleno de varones como tú. Hasta los eunucos podrían satisfacer a una mujer, si esa fuera la cuestión. Mas no es una cuestión de satisfacción, Juliano, sino de necesidad, tanto para mí como para el Imperio.

—Pero eres la esposa de mi primo y mañana debo casarme con Helena. Eso convertiría el acto en una doble traición, por no hablar de lo injusto que estaría siendo contigo.

Ella le miró atónita y la expresión de su rostro reflejó desdén.

—¿De modo que la regordeta Helena es para ti lo que Penélope para Odiseo? —espetó—. Entretanto yo, la malvada Calipso, estoy tan hechizada por tu belleza que debo utilizar mis poderes para atraparte y hacerte mío. Vete y lee a tu Homero, estudiante. Hasta Odiseo era lo bastante sabio para comprender que, cuando la diosa dobla un dedo, no hay excusas que valgan.

Dicho esto, se cerró la túnica, giró teatralmente sobre sus talones y abandonó la estancia, dejando que Juliano saliera por su cuenta a la antecámara, donde lo encontré con la cara roja de frustración y humillación, la mente atormentada y la zona baja de la túnica curiosamente ladeada.