V

Mas no disponía de tiempo para ocuparme de esos asuntos, pues la caída de Colonia había sumido a Constancio en una actividad frenética. No obstante, como había ordenado que la noticia traída por el soldado permaneciera oculta todo el tiempo posible, el personal de palacio presenciaba con estupefacción los extraños cambios de despliegue militar ordenados por el emperador, la repentina cancelación de los actos sociales y las constantes idas y venidas de discretos oficiales militares y diplomáticos. A lo largo de varios días me esforcé por seguir el ritmo de Constancio, que recorría presuroso los pasillos entre conferencias, sesiones de asesoramiento y negociaciones con emisarios extranjeros. Durante ese período no tuve tiempo de ver a Juliano, ni siquiera para ponerle al corriente de la situación general de palacio, aunque en el pasado solía ir a verle a su residencia varias veces por semana. Era evidente que estas nuevas distracciones iban a retrasar todavía más la decisión del emperador sobre el destino de mi desafortunado amigo.

Pero, curiosamente, no tenía de qué preocuparme, pues cuando más intensa era la agitación en palacio Constancio requirió inopinadamente la presencia de Juliano, que recibió una citación para asistir a una audiencia en menos de una hora. A lomos de un caballo, acompañé a los porteadores de la litera a recogerle y le observé mientras se preparaba con resignación, pues seguía sin tener la menor idea de qué iba a ser de él. Durante los últimos días, yo había oído retazos de conversaciones sobre el futuro de Juliano entre cortesanos y eunucos, discusiones y disensiones, argumentos que defendían su eliminación porque representaba una amenaza para el trono y argumentos igualmente persuasivos que sostenían que el emperador necesitaba delegar obligaciones a fin de concentrar su atención en las debilitadas fronteras imperiales del este. Nada de eso, sin embargo, narré a Juliano. Seguro que ya lo había oído todo antes, en sus anteriores tratos con los eunucos de palacio.

El viaje a la ciudad era el primero que Juliano hacía desde su llegada, muchas semanas atrás. Asomó la cabeza entre las cortinas, atónito ante la cantidad de gente que abarrotaba las calles. Daba la impresión de que era día de mercado o bien de ejecuciones públicas en el cadalso del patio de palacio. Como respuesta a las preguntas vociferadas a los porteadores, Juliano recibía un silencio pétreo.

A su llegada a la entrada posterior del palacio para evitar el gentío que se agolpaba delante, le esperaba un grupo de eunucos ceñudos y taciturnos que procedieron a examinarle en la calle. Desde donde yo me hallaba observando la escena, en los aledaños del grupo, notaba la agitación y el desprecio de Juliano, que miraba en derredor tratando de ver a través de la multitud de altivos cortesanos. Una vez dentro del palacio, corrieron a desnudarle, bañarle y aceitarle y peinarle el cabello con ese acicalamiento que Juliano había aborrecido desde sus días de colegial. Le entregaron una túnica y una toga limpias, sumamente elegantes, para reemplazar su indumentaria de estudiante, aseada pero raída, que tan buen servicio le había hecho desde su viaje a Atenas meses atrás. Todas sus preguntas, formuladas tanto con educación como con brusquedad, tanto en latín como en griego, tropezaban con un silencio deliberado, como si los presentes tuvieran prohibido dirigirle la palabra o, más probable aún, se negaran a hacerlo pese a tenerlo permitido.

Por fin lo llevaron hasta el salón de visitas, donde ya se había reunido la corte al completo para presenciar la gran escena que Constancio se disponía a representar. Yo, como siempre, me mantenía cerca del emperador por si necesitaba uno de los muchos jarabes y tinturas que guardaba para sus constantes dolencias, reales e imaginarias. Aunque traté de atraer la mirada de Juliano a fin de tranquilizarle con un guiño o una sonrisa, este se acercó con los ojos clavados en el emperador.

Constancio estaba de pie junto a una fuentecilla que borbotaba sobre un exquisito mosaico que representaba a Tritón, dios del mar, cabalgando sobre dos delfines. Los eunucos condujeron a Juliano a través de los corrillos dispersos de consejeros y cortesanos, que se apartaban en silencio, mirando al encorvado joven y al agitado soberano, dirigente supremo del Imperio Romano, el augusto. Cuando Juliano se detuvo, la sala al completo guardó silencio, salvo el emperador, que prosiguió con el monólogo que dirigía a un general de pocas luces llamado Barbacio, quien años atrás había participado en el traidor secuestro y asesinato de Galo. Constancio no parecía tener prisa por terminar la conversación a fin de atender a su joven primo. Juliano trasladaba el peso de su cuerpo de un pie a otro mientras miraba fijamente la nuca del emperador y tiraba de su desacostumbrada indumentaria. Barbacio le observaba con ojos condescendientes y llenos de malicia, y los eunucos intercambiaban sonrisas afectadas y se mantenían más erguidos que nunca para remarcar el contraste entre su porte distinguido y seguro y el de ese lamentable estudiante que habían arrastrado a la fuerza hasta la presencia del emperador.

Constancio terminó por fin su conversación y se volvió hacia Juliano con fingida sorpresa. Pese a todas esas semanas de frialdad, recibió a su primo calurosa, casi paternalmente, como si este acabara de llegar a la ciudad y tuviera los pies todavía cubiertos del polvo del camino en lugar de haber estado de plantón en una finca abandonada. Juliano estaba atónito. Al ver a Barbacio no pudo evitar preguntarse si el emperador había dado a su hermano Galo el mismo recibimiento cuando lo insistieron con la púrpura, antes de conducirlo a la muerte poco tiempo después. La reacción de Juliano a esa bienvenida fue fría y formal. Tuvo que hacer un esfuerzo consciente para ocultar el asco que le producía ese hombre, el asesino de su familia, y, al mismo tiempo, evitar una actitud excesivamente calurosa que los presentes habrían interpretado como una hipocresía de la peor clase. Sus sentimientos hacia el emperador, aunque no se habían visto de adultos y ninguno había tocado el tema, no podían ser más evidentes, y tampoco el hecho de que el joven estaba sumamente agradecido por seguir vivo. El protocolo y la decencia humana, no obstante, impedían que uno u otro lo expresaran abiertamente.

—Querido muchacho —dijo Constancio—, tienes un aspecto espléndido. Me complace comprobar que mi gente te trata bien en tu nuevo hospedaje.

Juliano le dio las gracias con voz queda, destacó brevemente la hospitalidad de que había sido objeto desde su llegada a Milán y calló. El emperador le miró expectante, y tal vez con cierta irritación, como si esperara que de la boca de su primo saliera algo más. Con un suspiro, se volvió hacia su chambelán, que rondaba cerca de él retorciéndose las manos con impaciencia.

—Señor —dijo el eunuco—, la plataforma está preparada y la multitud reunida. Me temo que se están impacientando.

—Bien. Acompáñame, Juliano. Es mi deseo acortar en lo posible tu malestar y terminar cuanto antes con esta desagradable tarea.

El joven empalideció, aunque sin perder la compostura, y se volvió rápidamente hacia mí. Yo no podía ayudarle en este asunto, de modo que, tras un breve instante, desvié la mirada. Resignado, Juliano enderezó la espalda y, siguiendo los pasos presurosos del emperador, cruzó las puertas que conducían a la espaciosa plataforma de madera armada para la ocasión sobre la escalinata y balaustrada de la entrada. Yo permanecí en la penumbra del palacio, detrás de un grupo de asesores, fuera de la vista de la multitud.

Juliano salió a la cegadora luz del día parpadeando de asombro, y un rugido ensordecedor surgió de la garganta de los miles de hombres y mujeres. La guardia pretoriana y las legiones del emperador se extendían a lo largo de cien hileras perfectamente formadas, con sus lanzas alineadas verticalmente por encima de miles de lustrosos cascos y crines encarnadas, y los banderines de seda multicolor ondeando al viento. Al final de la formación se hallaba el abigarrado gentío que Juliano había visto al entrar en la ciudad, ciudadanos y mercaderes que, dispensados de sus labores, se habían congregado con sus familias frente al palacio. Niños y esposas descansaban sobre los hombros de los varones para gozar de mejor vista al tiempo que grupos de jóvenes trabajadores lanzaban gritos a sus compañeros apostados al otro lado del patio, agitaban calabazas y botas de vino y flirteaban con corros vecinos de ruidosas prostitutas.

Juliano contempló horrorizado la escena, probablemente la multitud más numerosa que había visto en su vida. La voz atronadora del emperador, que estaba a su lado, lo sacó de su ensimismamiento. No obstante, pese a las potentes cuerdas vocales de Constancio y la excelente acústica de la plaza, las proporciones de la multitud habían obligado a aportar heraldos para que, también a gritos, transmitieran las palabras del emperador a la muchedumbre que ocupaba el fondo de la plaza y las calles colindantes, a las que seguía llegando gente para presenciar el extraordinario acontecimiento.

—¡Soldados y ciudadanos! —exclamó el emperador—. Me presento ante vosotros para solicitar vuestra opinión imparcial sobre el paso que me dispongo a dar.

La multitud calló cuando sus palabras rebotaron en los edificios de la plaza y los heraldos las repitieron.

—Como ya sabéis, los bárbaros, quizá para calmar a sus profanos dioses con ofrendas de sangre romana, han perturbado la paz de nuestra frontera del oeste y están causando estragos en la Galia. Al hacerlo, cuentan con mi necesidad de dedicar toda mi atención a los acontecimientos que tienen lugar en el otro extremo del Imperio. Si, ahora que aún estamos a tiempo, su actuación encuentra resistencia mediante acciones que cuenten con vuestro apoyo, acabaremos con la insolencia criminal de esos animales y las fronteras del Imperio seguirán siendo sagradas. A vosotros os toca reforzar mi esperanza en el futuro y aprobar mi decisión.

Hizo una pausa para permitir que los heraldos transmitieran sus palabras. Bajo las viseras de bronce, los soldados de las primeras filas miraban fijamente al emperador y a su joven primo, que permanecía encogido a su lado.

—¡Tenéis ante vosotros a nuestro Juliano! —prosiguió con un bramido—. ¡Mi primo! Hombre de sobresaliente inteligencia al que aprecio tanto por sus cualidades personales como por su linaje. Es a Juliano a quien propongo elevar a césar para que sirva directamente bajo mi mando de augusto, propuesta que vosotros debéis ratificar si os dignáis a conceder vuestra aprobación.

Constancio hizo otra pausa para permitir que los esperados vítores y aplausos se elevaran del gentío. Lo que oímos, no obstante, fueronmurmullos de sorpresa entre los soldados, interrumpidos únicamente por el eco de los heraldos. Presa del desconcierto, Juliano pareció encogerse aún más. Constancio, que estaba decidido a obtener de la multitud un clamor aunque tuviera que pasarse allí toda la noche, estaba respirando hondo a fin de reanudar su arenga cuando un centurión gritó con entusiasmo que esa era la voluntad de Dios. «¡Ave, césar Juliano!», aulló. Era evidente que la intervención del centurión estaba preparada.

En cualquier caso, los hombres de su compañía siguieron su ejemplo. «¡Ave, césar Juliano!», bramaron otras sesenta o setenta voces sin excesiva animación, grito al que inmediatamente se sumaron otras compañías esparcidas por la plaza y los heraldos del perímetro, que hacían lo posible por avivar el entusiasmo de la gente. Lentamente, casi con desgana, el volumen de los vítores aumentó hasta inundar la plaza y alcanzar a las multitudes agolpadas en las calles adyacentes.

En el rostro rollizo y sudoroso de Constancio se dibujó una amplia sonrisa. Al volverse hacia Juliano mantuvo la sonrisa pero entrecerró los ojos. Elevando la vista por encima del hombro de su primo, asintió ligeramente con la cabeza. Al instante, un gigantesco eunuco, un siciliano que normalmente realizaba tareas humildes en el palacio, dio un paso al frente con las trabajadas pieles y los pantalones de cuadros de un jefe galo, el rostro pintado con unas rayas azules espantosas, una peluca de largas trenzas pelirrojas que le caían por la espalda y unos brazaletes de plata con forma de serpiente en los inmensos bíceps. La gente calló atemorizada cuando el hombre se acercó a Juliano con un bulto que desplegó con gesto teatral. Acto seguido, colocó la pesada capa púrpura sobre los hombros del nuevo césar y se postró a sus pies con gesto de humilde temor.

Mientras Juliano, presa del asombro y la vergüenza, contemplaba al hombre que temblaba a sus pies, la multitud estalló en otra ovación, acompañada esta vez por el estruendo que los soldados empezaron a crear golpeando sus escudos contra las rodillas. Solo más tarde comprendió Juliano, cuando pude explicárselo con detenimiento, que esa señal representaba la plena aprobación de las tropas y era, de hecho, muy preferible al choque de los escudos contra las lanzas, gesto que indicaba rabia y dolor.

—¡Amado primo! —vociferó Constancio por encima del clamor—. Acabas de obtener, siendo todavía joven, la distinción a la que estabas destinado por tu linaje. Sé, por tanto, mi compañero en el trabajo, mi colega en el peligro. ¡Asume el gobierno de la Galia! ¡Alivia a sus sufridas gentes con un trato generoso! ¡Haz frente al enemigo en la batalla y eleva la distinción de tus legiones! ¡Dirige a estos hombres que te igualan en valor! Haremos la guerra simultáneamente, nos ayudaremos con un afecto constante y mutuo y, si Dios quiere, gobernaremos juntos, colaborando con justicia y humildad, sobre un mundo finalmente en paz.

Los hombres vitorearon estruendosamente y el emperador levantó la mano de Juliano por encima de sus cabezas para agradecer la vasta, y organizada con bastante impericia, muestra de aprobación. Mientras los aplausos proseguían, Constancio condujo a Juliano hasta una silla de manos, labrada y protegida con cortinas, que habían colocado a un lado de la plataforma y portaban ocho esclavos disfrazados de feroces guerreros galos. Una vez que el emperador y su nuevo césar se hubieron sentado, los esclavos levantaron con cuidado las varas y, bambaleándose, caminaron pesadamente por la extensa plaza entre las aclamaciones de la multitud. Un pelotón de cincuenta pretorianos musculosos iba despejando el camino, a veces con la cara de las espadas. Juliano tenía la mirada clavada en la distancia, con una expresión imposible de interpretar. Finalmente, los esclavos devolvieron a la pareja al pie de la plataforma, donde se apearon. Después de despedirse del gentío agitando una mano, regresaron al salón de recepción.

Una vez dentro, Juliano se quitó la capa púrpura y la dejó sobre los brazos del esclavo que tenía más cerca, mientras Constancio le miraba fríamente, mas con un brillo de regocijo en los ojos.

—Podrías haberme avisado —murmuró Juliano con tono acusador, seguro ahora de su indemnidad física, cuando menos por el momento, y poco preocupado por ofender al emperador—. Llevo varias semanas en Milán suplicando una explicación, la que fuera, de por qué me habías traído aquí. ¿Y así me lo comunicas?

Constancio soltó un bufido.

—La vida de un dirigente está llena de sorpresas, joven Juliano. Tendrás que acostumbrarte. —El emperador hizo una pausa y miró a su joven primo con una sonrisa forzada—. De hecho, debo admitir que estoy casi tan sorprendido como tú. Ayer todavía dudaba entre erigir un cadalso o una plataforma de investidura. Deberías estar de rodillas dando gracias a Dios. Tienes una defensora muy persuasiva en el palacio.

Juliano le miró desconcertado.

—¿Persuasiva? —dijo—. ¿Consideras esto una recompensa? ¿Apartar a un pobre estudiante de sus estudios, hacerle comandante de seis legiones y ordenarle que defienda la Galia? ¡No es otra cosa que una ejecución más lenta que la que habías planeado! «Amortajado con el púrpura oscuro de la muerte por el sino todopoderoso…».

Constancio rio.

—Muy perspicaz, y un uso inteligente de Homero, aunque algo melodramático, diría yo. Pero, por favor, no te halagues pensando que realmente dirigirás a esos hombres. Tú simplemente estarás en medio. Las legiones del oeste permanecerán bajo el control de Ursicino y Marcelo. Barbacio ayudará en algunos temas, como siempre ha hecho. Contigo como césar, la emperatriz Eusebia estará satisfecha, aunque solo Dios sabe por qué. Con Marcelo al mando, mis generales estarán satisfechos. Y tú, mi querido muchacho, disfrutarás del paseo y no te entrometerás.

Barbacio, que estaba detrás del emperador, miraba fríamente al joven por encima del hombro de su patrón. En su rostro se percibía el odio que sentía por ese primo de Constancio al que acababan de nombrar césar simplemente por una débil relación de sangre. Juliano evitó su mirada y se concentró en el emperador y sus sorprendentes palabras.

—¿Me estás diciendo que no tengo obligaciones? —preguntó estupefacto.

El emperador rio.

—Solo una. Puesto que insistes groseramente en que te informe con antelación de los planes que afectan a tu insignificante vida, eso haré. ¿Has conocido a mi hermana Helena, tu prima? No, naturalmente que no, pero pronto la conocerás. Dentro de dos días te casarás con ella.

Y con una inclinación de la cabeza dirigida a sus cortesanos, se alejó del pasmado Juliano para reanudar su anterior conversación con Barbacio, como si todos los acontecimientos de esa mañana hubieran tenido la misma trascendencia que el hecho de pasar revista a sus soldados.