Llegado a este punto, hermano, debo relatarte un extraordinario incidente que, si bien no involucra directamente a Juliano, contribuye sobremanera a explicar los acontecimientos posteriores que de forma tan profunda nos afectaron a él y a mí.
Me hallaba en palacio, con el resto de los cortesanos, en una de las interminables sesiones estratégicas de Constancio. En tales reuniones el emperador solía convocar, en el vasto salón del trono situado en la planta baja del palacio de Milán, a algunos de sus principales consejeros, a quienes colocaba en hilera, con los subconsejeros y lacayos detrás. Hecho esto, recorría majestuosamente la formación, seguido de su melindrosa pandilla de eunucos y aduladores, interrogando y arengando uno a uno a los consejeros hasta que, a fuerza de pura suerte y conjeturas, todos se veían obligados a llegar a la misma conclusión, conclusión a la que Constancio ya había llegado antes de haberlos reunido. Procedentes del patio de grava oí unos gritos ahogados y el galopar de un caballo. Aburrido y disgustado por los grotescos ejercicios de planificación de Constancio, me asomé a una ventana.
Un mensajero exhausto, cubierto de polvo, había sido arrancado de su caballo a la entrada de palacio y era ahora conducido por la enorme balaustrada de columnas hacia las puertas de hierro. Ni siquiera le habían ofrecido la habitual copa de vino para refrescarle la abrasada garganta ni la ducha de agua fría sobre la cara y el cuello para calmarle la dificultosa respiración. El hombre contemplaba anhelante las fuentes y estanques del patio que iba dejando atrás. Caminaba cojeando a causa del dolor, con la ropa sucia y el morral de cuero destrozado y cruzado sobre el hombro con una correa raída. De su enmarañado pelo caían gotas de sudor sobre una barba de varias semanas y, de ahí, sobre el mármol de los escalones, dejando una estela resbaladiza y traicionera a su paso.
Aparté la vista de la ventana. El emperador, cuyo rostro se semejaba sobremanera al de Juliano, si bien era más blando y poseía una mirada más astuta o suspicaz, se paseaba iracundo frente a un corrillo de cortesanos que cuchicheaban. Las mollas de la espalda se esforzaban por seguir el ritmo de sus homólogas en la barriga, más firmes y disciplinadas, como si fuera una competición de tejidos, una sórdida batalla visible bajo la tela empapada de la toga ceremonial. Meneé la cabeza con asco ante semejante idea, idea que solo era posible en un médico imperial presa del hastío y la ausencia de trabajo, hasta que la llegada del mensajero interrumpió mi ensimismamiento. El emperador estaba ansioso por recibir noticias directas desde que a Milán llegaran, cuatro días antes, los primeros indicios del desastre, mediante fuegos codificados encendidos en las montañas y torres de vigía a lo largo y ancho del Imperio.
Cuando el hombre irrumpió en la sala flanqueado por dos guardias, Constancio corrió hasta él con un vigor asombroso para alguien de semejantes dimensiones.
—¡Habla ya, hombre! ¿Es cierto? ¿Qué hay de Colonia?
El mensajero se detuvo en seco y se tomó un instante para recuperar el aliento en tanto tropezaba con la mirada iracunda del emperador.
—Ignoro qué te han contado, Alteza —dijo—. Solo sé que hace cinco días Colonia cayó bajo los bárbaros. Han muerto todos y solo por la gracia de Dios logré escapar y llegar a Milán por los caminos de postas. Cnodomar es un demonio.
El hombre se tambaleó y empalideció, y temí que fuera a desplomarse de agotamiento a los pies del emperador.
Constancio le miró ferozmente, como si se dispusiera a azotarle. El mensajero retrocedió con la boca entreabierta, deseoso de decir algo más, pero ¿qué más podía decir? Finalmente, el emperador murmuró:
—No se lo cuentes a nadie.
Y dicho esto, caminó hasta el trono instalado en el centro de la sala, desde donde los cortesanos y ayudantes habían presenciado la escena en silencio. Rojo de ira, empezó a impartir órdenes entre sus generales y consejeros. Los eunucos se escabulleron en todas direcciones y yo me acerqué con disimulo, pegado a la pared, al desconcertado mensajero, que se hallaba de pie, abandonado y en silencio, con aspecto de querer que las grietas de la sillería se lo tragaran.
—Ven conmigo, soldado —dije tocándole suavemente el hombro.
Echó a andar y me miró con un alivio indecible, probablemente porque eran las primeras palabras amables que escuchaba en meses.
Le conduje por un pasillo secundario hasta mis aposentos, en cuyo diván cayó derrotado, y le ofrecí la carne fría y el pan rancio que me habían sobrado del desayuno. Lo devoró agradecido, aunque presa de unos retortijones en el estómago que atribuyó al hecho de que fuera su primera comida en los últimos tres días. También dijo que era el primer alimento sin gusanos que se llevaba a la boca desde hacía un mes. Hermano, ¿qué clase de médico soy que acepto ciegamente el diagnóstico de mi paciente? Me avergonzaba la descortesía de mi empleador por no haber atendido al soldado a su llegada y, por mi parte, la escasez de viandas que ofrecerle, pues el único otro alimento de que disponía era una manzana magullada, que también devoró en tres bocados, incluido el corazón. Llamé a un esclavo y le ordené que trajera más comida y un poco de vino. Mientras aguardábamos, pedí al emisario que me relatara su historia.
—La guarnición de Colonia —dijo— llevaba varios meses sitiada por los alamanes. Su rey es Cnodomar y le llamamos la Bestia. Dirige a sus hombres personalmente. El comandante de nuestra guarnición, Lucio Vitelio, envió mensajeros al emperador y a las legiones de la Galia para solicitar refuerzos, pero no obtuvo respuesta. Supusimos que los mensajeros habían sido capturados.
No dije nada, pero sabía que tales mensajes habían llegado hasta Constancio. El emperador, que había calificado de intrascendente la situación en la lejana Germania comparada con los problemas más urgentes de las regiones del este del Imperio, se negó a ceder tropas a la agonizante guarnición, pues creía que los comandantes de la Galia y Britania encontrarían los medios para levantar el asedio.
—Finalmente, hace cinco días, nos desmoronamos. Los hombres estaban hambrientos, señor, y los bárbaros habían envenenado las reservas de agua de la ciudad. Quizá hubiéramos podido aguantar unos días más, pero nos vinimos abajo cuando la Bestia empezó a lanzarnos cabezas.
—Soldado —dije—, nunca he estado en una guerra, pero me han contado que entre las tácticas de los sitiadores está la de colocar en las máquinas cabezas e incluso cuerpos de enemigos capturados y arrojados a las fortificaciones para desmoralizar a sus defensores. Por fuerza teníais que esperar algo así.
—Desde luego, señor, pero no hasta ese punto. El caso, señor, es que no eran cabezas romanas lo que lanzaban, sino algo aún peor. Cabezas germanas. Era posible distinguirlas por los largos y rubios bigotes.
Le miré atónito.
—¿Cabezas germanas? ¿Por qué Cnodomar iba a lanzar cabezas germanas?
—Lo mismo nos preguntamos nosotros, señor, hasta que oteamos las colinas. Estaban abarrotadas de germanos. Todas las tribus, desde los panonios hasta los frisones, habían enviado refuerzos, miles, decenas de miles de hombres, y habían cortado hasta el último árbol para fabricar catapultas, arietes, torres, todo lo que se te ocurra, señor, pues con nosotros habían aprendido bien la lección. Pero la Bestia no disponía de cabezas de romanos que lanzar. Supongo que no había capturado los suficientes, de modo que utilizó a sus propios hombres. Y créeme, tenía para dar y regalar. Hizo que sus guardias apresaran a doscientos germanos borrachos, les arrancó la cabeza y nos las arrojó. Entonces comprendimos que estábamos acabados.
Yo le escuchaba estupefacto.
—Y eso no es lo peor, señor —prosiguió el hombre tras hacer una breve pausa para recuperar el aliento—. Lo peor fue cuando Cnodomar en persona cabalgó hasta las puertas de la ciudad gritando a Vitelio que saliera a parlamentar. Señor, seguro que nunca has visto a un hombre como la Bestia.
El mensajero se estremeció y le rogué que continuara.
—Es un gigante, señor. Mide más de siete pies y tiene músculos de buey. Luce en el casco una pluma encarnada de alguna enorme ave funesta, se cubre únicamente con un taparrabos y lleva el cuerpo pintado de rayas rojas y azules, la peor clase de bárbaro que puedas imaginar. Y así cabalga, prácticamente desnudo, con el pelo y los bigotes ondeando al viento, sobre un inmenso caballo blanco pintado con llamas como el corcel del mismísimo demonio, que se pone de manos y echa espumarajos por la boca, con los ojos en blanco, mientras la Bestia agita su arma, no una lanza como un bárbaro normal, señor, sino un arpón. Yo no había visto un arpón desde los balleneros de Hibernia. Juro que ningún hombre corriente podría levantarlo, pero ahí estaba la Bestia, blandiendo esa mole de hierro en el aire como si fuera una rama de árbol y gritando al comandante de nuestra guarnición que saliera y se rindiera.
»Hay que decir, señor, que el viejo Vitelio no se amedrentaba ante nada, ni siquiera ante ese bárbaro. Ordenó a dos comandantes de cohorte que le acompañaran, y mientras estos temblaban como vírgenes en su noche de bodas, y no miento, Vitelio permanecía frío como un melón español. Y ahí que se fueron los tres, luciendo sus lustrosas armaduras a lomos de caballos descansados y recién cepillados para dar la impresión de que llevábamos tres meses pasándolo divinamente en esa trampa mortal. Se acercaron al bárbaro mientras treinta mil germanos guardaban silencio detrás de él y nosotros observábamos la escena desde lo alto de las murallas.
Me había quedado sin aliento.
—¿Qué le ocurrió a Vitelio?
El hombre se estremeció.
—Fue espantoso, señor. Cnodomar ni siquiera esperó a que se rindiera, sencillamente asintió con la cabeza y sus hombres rodearon a los comandantes y los arrancaron de sus monturas. Manteniéndolos sentados, en la misma postura que cuando cabalgaban, los giraron hacia nosotros. En un abrir y cerrar de ojos, los empalaron con unas largas estacas que habían hundido en el suelo. Directamente por el trasero, señor; eres médico y sabes lo que eso haría a sus tripas. La punta de la estaca les asomó por el cuello mientras vomitaban sangre. Dios Todopoderoso, fue horrible. Los comandantes de cohorte murieron al instante, o quizá se desmayaron y se ahorraron parte del dolor antes de perecer, pero el viejo Vitelio se resistía a morir. Durante un buen rato se revolvió en su estaca cual un pez en un espetón mientras la Bestia expulsaba carcajadas que habrían despertado a un muerto. Finalmente, harto de los gemidos de Vitelio, se acercó, le agarró la cabeza con las dos manos y, girándola, se la arrancó de los hombros como harías con una gallina si no tuvieras un hacha a mano para rematar el trabajo limpiamente. Estuve a punto de vomitar y todos comprendimos que el juego había terminado. Cnodomar levantó la cabeza de Vitelio, los huesos y los pellejos del cuello todavía colgando, y la arrojó contra el portalón, donde estalló como un huevo podrido. Los bárbaros soltaron un rugido espeluznante y se abalanzaron en masa. Derribaron las puertas con su propio peso, sin aguardar siquiera a que llegaran los arietes. Debieron de morir unos doscientos de ellos aplastados.
»No esperé a que entraran. Me adentré en unos túneles que habíamos descubierto unos días antes y permanecí allí hasta que anocheció, luego me extravié y aparecí en el otro lado de la muralla, donde todavía rondaba una muchedumbre de bárbaros borrachos como muleros. Debieron de pensar, por la barba, que era uno de ellos y que acababa de robar mi armadura a modo de botín, así que pasé inadvertido. Encontré el caballo del pobre Vitelio, todavía amarrado a la estaca de su amo, monté y avancé hasta el camino de postas con toda la indolencia de que fui capaz. Los bárbaros ni siquiera habían apostado centinelas y no me detuvieron ni una sola vez. Luego llegué aquí cabalgando como un poseído, robando caballos por el camino. Creo que soy el único superviviente.
Miré fijamente al hombre, horrorizado por la atroz historia y la frialdad con que la había narrado. ¿Era a eso a lo que nos enfrentábamos en la Galia? En ese momento, llamaron a la puerta y el malhumorado esclavo entró portando una bandeja con carne fría, uvas heladas, melocotones cortados y sendas jarras con vino y agua. Reprendí al bruto por haber tardado tanto y despejé una mesa, la que normalmente utilizo para dejar los libros, pergaminos e informes médicos a medio leer.
El esclavo tardó el doble de lo debido en servir la comida y llevarse la bandeja, y cuando por fin se hubo marchado cerré la puerta para gozar de intimidad. Entonces me volví hacia mi roñoso y hambriento invitado.
Estaba quieto, con los ojos muy abiertos, fijos en la fuente de comida bellamente dispuesta, y con una expresión en la cara de serena resignación. No obstante, en el suelo, junto al diván, se había formado un pequeño charco de sangre en el que yo no había reparado.
Corrí a socorrerle, resbalando con las gotas de sudor que el hombre había vertido al entrar en la estancia, y le desgarré la túnica desde el cuello hasta la barriga. Tenía las costillas vendadas con una tela mugrienta, rellena de hojas de díctamo empapadas de sangre. Cogí un cortaplumas del escritorio y corté el vendaje, una tarea nada fácil debido al fétido olor que desprendía. La tela se había pegado a la piel, como la cola, por el efecto combinado de la sangre reseca, el sudor y los jugos de las hojas aplastadas. Por debajo del ombligo y ligeramente a un lado, casi a ras de piel, asomaba el asta quebrada de una flecha. La herida estaba tumefacta y morada, y segregaba pus en avanzado estado de infección. La punta de la flecha se hallaba hundida en el hígado. Miré interrogativamente al mensajero, exigiéndole que me contara por qué no me había comunicado antes que estaba herido, al tiempo que me esforzaba por decidir qué medidas debía tomar para extraer la flecha lo más deprisa posible.
Demasiado tarde, hermano. El hombre había muerto.