III

Juliano estuvo en Atenas poco menos de un año. Cuando el emperador le requirió inesperadamente, a mediados de verano, en su residencia de Milán para acompañarle, experimentó de todo menos regocijo. El día que se enteró de la noticia, Juliano salió aturdido de su apartamento. Fue tras muchas dificultades que lo encontré horas más tarde tumbado en la penumbra del Partenón, frente a la enorme estatua de Atenea, murmurando palabras ininteligibles.

—Cesáreo —dijo con voz ronca cuando le toqué el hombro, incorporándose sobresaltado y mirando en derredor—. ¿Qué haces aquí?

Estudié su cara buscando síntomas de enfermedad y al no encontrarlos, me relajé.

—Gregorio dijo que saliste de casa como un buey descalabrado. Te he buscado por todas partes, amigo, pero jamás pensé que te encontraría aquí. —Miré suspicazmente a Atenea. Luego sonreí y di a Juliano una palmada de ánimo en el hombro—. ¡Juliano, se trata de Milán! ¡La corte imperial! Si las intenciones de Constancio fueran malas, no habría requerido tu presencia. ¿Qué te tiene tan desanimado?

La cara de Juliano enrojeció de ira.

—¡Está loco! Mató a mi padre y a mi hermano, y todavía me pide que le acompañe en Milán. No permitiré que juegue conmigo, Cesáreo, como si fuera un ratón. ¿Por qué no envía aquí a sus asesinos para que hagan el trabajo limpiamente? ¡Un cobarde y un loco!

Puse los ojos en blanco ante tanto dramatismo, pero lo cierto era que Juliano tenía buenas razones para estar lívido, pues sabía que una invitación de esa índole había derivado en la tortura y la ejecución de su hermano Galo unos años antes. También temía, sin duda, que sus indiscretas investigaciones sobre el culto de los dioses antiguos hubieran llegado finalmente a oídos del emperador. Coloqué una mano bajo su brazo y lo levanté del suelo a fin de que no agravara sus problemas dejándose ver tumbado frente a la imagen de una deidad pagana. Miró enfurecido alrededor con los pies clavados obstinadamente en el suelo, como si estuviera decidido a permanecer allí y negar a los asesinos la oportunidad de encontrarlo en la calle, decidido a negarles al menos esa satisfacción.

—Juliano —susurré severamente—, llamarás la atención si permaneces delante de Atenea. Ya has sufrido bastante por hoy y seguro que los dioses también han tenido bastante contigo. Vamos, te llevaré a casa. Una copa de vino nos sentará bien.

Continuó inmóvil sobre el mármol, frente a la estatua, contemplando su rostro dorado, hasta que por fin me miró y abarcó con un gesto del brazo el vasto santuario de columnas.

—Solo deseaba un lugar hermoso —dijo con voz ronca—, un lugar monumental, el lugar más representativo de Atenas, para llevarme su recuerdo a Milán por si… por si…

Titubeó y dejé de presionarle. Posé una mano sobre su hombro y señalé la puerta. Juliano enderezó la espalda y, con suma dignidad, salió del templo y descendió por las inclinadas calles hasta su apartamento, donde hizo el equipaje a toda prisa y en silencio.

Dado que para entonces yo prácticamente había finalizado mis estudios y debía regresar a la corte del emperador para dar cuenta de mi nueva formación y aptitudes, me ofrecí a acompañarle en el viaje. Por comodidad, decidimos hacer el primer trecho en barco, donde pasamos muchas horas contándonos nuestras respectivas experiencias, pues casi coincidíamos en edad pero, hasta ese momento, habíamos llevado vidas muy distintas. En una ocasión me sorprendieron sus preguntas.

—Háblame de Constancio —dijo.

—¿Qué quieres saber de él? —pregunté con cautela—. Sus actos como emperador son de dominio público. Además, le viste el año pasado, antes de que te enviara a Atenas.

Juliano meneó sombríamente la cabeza.

—No es cierto. Estuve en su corte, pero solo brevemente, y no llegamos a vernos. Me pasaba el tiempo defendiéndome de los chismorreos envidiosos de sus eunucos, que decían que era desobediente y planeaba conspirar contra el emperador. Sospecho que Constancio, sencillamente, se hartó de que le pidiera audiencias y decidió deshacerse de mí. Por eso permitió que me fuera a Atenas a estudiar.

Le miré atónito.

—¿Me estás diciendo que nunca has visto a tu primo, el emperador?

—No le veo desde que yo era un niño. En aquel entonces me parecía un dios. Después me contaron lo que había hecho a mi familia… —De pronto se mostró cauto en la expresión de sus pensamientos y miró por encima del hombro—. Eres médico, Cesáreo. Le examinas cada mes, y también a su esposa, Eusebia. Seguro que conoces mejor sus puntos fuertes y débiles, tanto físicos como psicológicos, que cualquier otro hombre.

—Yo no me atrevería a hacer conjeturas sobre su psicología —dije con precaución— ni sobre la emperatriz. Ella, de hecho, no me permite que la examine, sino que se limita a hacerme preguntas sobre sus funciones corporales mientras se examina personalmente detrás de una gruesa cortina.

—En ese caso, limítate a la apariencia. ¿Qué aspecto tiene el emperador? Guardo una imagen borrosa de él.

Vacilé, hermano, pues dar una descripción diplomática de Constancio a un familiar cercano no era tarea fácil. Nunca le conociste, pues de haberlo hecho comprenderías mi apuro. Quizá la mejor forma de explicar su aspecto consista en desviarme brevemente para recordar el día que tú y yo, siendo niños, acompañamos a padre y madre en un peregrinaje a Roma para conocer al santo pontífice Silvestre, que debía confirmar la investidura de nuestro padre como obispo. ¿Recuerdas la enorme estatua del emperador Domiciano erigida hace dos siglos en la calle que conduce al Capitolio, en el lado derecho viniendo del Foro? La monstruosa conducta de Domiciano había dejado a los romanos un sabor de boca tan amargo que después de su asesinato el Senado ordenó que cortaran su cuerpo en pedazos, pero ni siquiera eso calmó la indignación del pueblo. Decretaron una damnatio memoriae, orden por la cual el nombre del emperador no debía aparecer en monumento alguno, como tampoco debía sobrevivir ninguna estatua o retrato de él. En toda Roma y, de hecho, en todo el Imperio, se borró su nombre dejando el resto del texto intacto. No existe una sola imagen de él en todo el mundo salvo esa estatua de bronce, que sobrevivió por una razón macabra.

La esposa del emperador, Domicia, era una mujer de buena cuna, muy respetada o, cuando menos, temida. Hay quien dice que nunca hizo mal alguno a ningún hombre ni aprobó las maldades de su marido, mientras que otros sospechan que fue su mano la que dirigió el asesinato de Domiciano, en cuyo caso cometió el más mortal de los pecados, si bien por una causa elevada; que la tierra repose tranquila en su tumba. Sea como fuere, el Senado la tenía en gran estima y, tras la muerte de Domiciano, la invitó a que pidiera lo que quisiera. Solo pidió una cosa: permiso para enterrar el cuerpo de su esposo y erigirle una réplica de bronce. El Senado se lo concedió y la viuda concibió un plan. Reunió los pedazos de carne de su marido, los recompuso con esmero hasta conseguir cierto parecido con el original y, por último, cosió, ligó y reforzó la grotesca figura. Luego la enseñó a los escultores y pidió que hicieran una estatua de bronce de su marido mostrándolo exactamente con el aspecto que tenía en ese momento.

De ahí, hermano, la extraña facha de la estatua, apreciable incluso bajo los años de mugre y corrosión que llevaba acumulados cuando la vimos de niños: la cara deformada y asimétrica, cada ojo mirando en una dirección, un brazo y una pierna más largos que sus respectivas parejas, detalle que atribuí a la falta de formación anatómica de la abnegada viuda, que encajó erróneamente algunas partes cruciales. De ahí, también, mi dificultad para describir a Juliano el aspecto de su primo, pues Constancio siempre me había producido la misma impresión que esa estatua, la de un cuerpo con las partes reunidas deprisa y corriendo de fuentes diferentes: la enorme corpulencia del torso y la diminuta cabeza colocada sobre unos hombros sin cuello aparente, como un guisante encima de una calabaza; los muslos rollizos que se estrechaban inexplicablemente hasta desembocar en unas canillas blancas como las de una gallina y unos pies casi delicados; los ojillos de cerdo a los que no se les escapaba nada y que, de hecho, nunca estaban quietos, señal de una mente extraordinariamente inteligente e inquisitiva, y las manos suaves y sensibles, que contrastaban con la tremenda fuerza de los brazos y el torso. Como médico, nunca dejaba de sorprenderme semejante conjunto de contrastes cuando le realizaba el reconocimiento mensual.

Mas ¿cómo describirle algo así a Juliano? Decidí ser sincero en mi descripción, si bien menos brutal de lo que he sido contigo.

—Tu primo ya no se halla, ni de lejos, en la flor de la vida —respondí—. Recuerda que ha sobrepasado los cuarenta y ya no es joven. Está obeso y suda y gruñe como un jabalí cuando camina o incluso al levantarse de su asiento. Ansía desesperadamente un heredero que Eusebia no ha podido darle, aunque ella sí se halla en la flor de la vida, pues es poco mayor que nosotros y de una belleza asombrosa.

—¿Es posible que la emperatriz sea estéril? —preguntó Juliano con una mezcla de compasión y curiosidad.

—Puede, pero creo que el problema lo tiene Constancio. Te lo cuento porque confío en tu discreción y porque, si me lo ordenaras, tendría que contártelo de todos modos. El emperador tiene un testículo retenido y el otro hinchado como una naranja númida. Podría ser un bocio o un cáncer, pero se muestra muy defensivo con ese tema. Culpa a Eusebia de su incapacidad para concebir y la emperatriz está cada vez más acongojada, aunque para mí está claro que la concepción, sencillamente, no es posible.

Tras navegar durante una semana sin incidentes, arribamos al viejo puerto augusto de Fano, el punto donde la Vía Emilia de Milán se encuentra con la costa. Allí nos esperaba una pequeña pero lujosa litera con seis porteadores tracios dirigidos por un hosco centurión. La idea de viajar doscientas millas hasta Milán solo en ese claustrofóbico armatoste, probablemente hacia la muerte, era más de lo que Juliano podía tolerar. Despidió al centurión, para disgusto de este, y decidió viajar a caballo, conmigo de acompañante. El mismo día que desembarcamos compró corceles a un comerciante y partimos de inmediato. El centurión, fiel a las órdenes de Constancio de trasladar a Juliano sano y salvo hasta la ciudad, se empeñó en seguirnos con los porteadores de la litera, de modo que, aprovechando la situación, guardamos todo nuestro equipaje en el compartimiento del pasajero. Eso nos permitió viajar ligeros y hacer numerosas excursiones por los Apeninos y el valle del Po, hasta que por fin llegamos a Milán, en septiembre, cuando ya hacía varias semanas que le aguardaban.

Molesto, al parecer, por el retraso, Constancio se negó a recibir a Juliano cuando este se personó en palacio, limitándose a dar órdenes de que su primo menor se alojara en una vieja casa que el emperador poseía en el campo, a ocho millas de Milán. Ni siquiera tuvo tiempo Juliano de beber algo frío antes de que el centurión recibiera la orden de dar media vuelta y sacarlo de la ciudad. Llegamos justo antes del anochecer y a la tenue luz la vieja residencia poseía cierto encanto. Aunque llevaba años deshabitada, los amplios jardines y huertos cercados por tortuosos muros de piedra aparecían cuidados y ofrecían numerosos rincones y bancos sombreados para leer y estudiar con tranquilidad. La casa, aunque silenciosa y húmeda por años de abandono, se hallaba en buen estado. La única nube en este pequeño horizonte era la incertidumbre con respecto al tiempo que Juliano estaría obligado a vivir aquí antes de que el emperador le permitiera reanudar sus estudios o se deshiciera de él.

Juliano y yo paseamos por las vastas estancias y patios mientras él, alternativamente, se sorprendía del lujo y se burlaba de tanto derroche. Finalmente se detuvo en un pequeño despacho, antecámara de una biblioteca bien abastecida.

—Me quedaré con esta habitación —anunció.

—Muy bien, señor —dijo el mayordomo—. Para estudiar, supongo.

—Para vivir —afirmó Juliano. El mayordomo enarcó una ceja, suspicaz—. El catre contra la pared, por favor, la mesa y la silla en el centro, un orinal en aquel rincón, detrás del biombo. La biblioteca se halla justo detrás de esas puertas. Arrienda el resto de la finca o quémala, me trae sin cuidado. No me verás en ninguna otra estancia. ¿Qué mejor lugar para pasar los últimos días de vida que una biblioteca?

Estupefacto, el mayordomo se marchó meneando la cabeza.

La primera mañana, cuando Aurora iluminó la tierra con la antorcha de Febo y disipó la humedad y la melancolía de la noche… Oh, Gregorio, pese a la distancia, pese al tiempo transcurrido, puedo ver cómo te encoges mientras escribo estas palabras.

—«El sol salió un día más» —me decías cuando yo apenas era un muchacho, al corregir mis ejercicios de redacción—. Escribe: «El sol salió un día más». ¿Por qué siempre disfrazas las palabras con falsos adornos cuando se trata de un simple hecho de la naturaleza? ¡El sol sale y punto! «La antorcha de Febo», hay que ver.

Taché la ofensiva frase y, con rebeldía de adolescente, empecé de nuevo: «Cuando Aurora se levantó del lecho azafranado de Titón y roció la tierra con su brillo, el sol se derramó y en el mundo entero se hizo la luz…».

Volviste a regañarme.

—Te he dicho que escribas «El sol salió un día más». ¿Por qué me desafías con esa majadería recargada?

—Porque es hermoso —respondí irritado—. Es descriptivo. Evoca a Homero y Virgilio.

—Homero y Virgilio. Cualquier cristiano sensato escribiría simplemente «El sol salió un día más» y se dejaría de tonterías paganas.

—¿Por qué? —insistí—. ¿Es que por el hecho de ser cristianos debemos renunciar a la belleza?

Suspiraste, paciente.

—Claro que no, Cesáreo. Al simplificar, al fundamentarte en principios básicos, no renuncias a la belleza, sino que la acentúas. La belleza es verdad y al escribir verdades llevas la belleza al primer plano. Subrayas la Creación de Dios en su forma más pura.

Debí de mostrarme triste cuando contemplé el manuscrito emborronado al que había dedicado tantas horas, porque suavizaste la voz y posaste un brazo sobre mi hombro.

—Al final —proseguiste—, la forma de escribir más sencilla es la más acertada, pues reconoces que nada es tan grande como la obra de Dios que las meras palabras no pueden mejorar la belleza última del mundo. El hombre no puede expresar más regocijo por la creación, más optimismo por la perfección del Reino que está por venir que escribiendo sencillamente «El sol salió un día más».

En principio, hermano, estaba de acuerdo contigo, pero en aquel entonces, y puede que incluso ahora, el deseo de expresarme con pureza y sencillez se veía en ocasiones superado por el perverso placer de irritarte.

La primera mañana, cuando Aurora iluminó la tierra con la antorcha de Febo y disipó la humedad y la melancolía de la noche, una multitud de sirvientes activados por el estruendoso sonido de un gong sobresaltó a Juliano. Irrumpieron en su habitación con cubos, trapos, escaleras, taburetes para alcanzar los techos, varas con esponjas empapadas, plumeros y escobas. Preguntó tímidamente si estaban restaurando la casa y, cuando el mayordomo le comunicó con orgullo que era el programa de limpieza diario que habían dispuesto para garantizar la higiene de los aposentos de Juliano, el atónito joven expulsó al ejército de criados diciéndoles que no volvieran a menos que él así lo solicitara, algo que nunca pensaba hacer. Juliano pasaba los días encerrado en su cuarto y únicamente salía para asistir a las oraciones diarias en la capilla de la finca, entonadas por un viejo presbítero que iba incluido en la propiedad como parte del mobiliario del mismo modo que el santuario del jardín o el orinal del dormitorio. Tenía, como única compañía, los incontables libros de la casa y solamente nos veía a mí y a la joven criada con velo que Eusebia le había asignado, quien preparaba comidas sencillas y a menudo repugnantes, aunque Juliano raras veces reparaba en ello, y entraba en su cuarto varias veces a la semana para limpiar y poner orden al notorio desorden.

Un día abrasador, Juliano tenía a la muchacha trajinando mientras él, ajeno a su suave tarareo, permanecía absorto en sus estudios y trataba de aplastar distraídamente una mosca que zumbaba ociosa alrededor de su cabeza. De repente, según me narró después, la muchacha le habló con suavidad, un hecho sin precedentes y no del todo grato, pues le sacó de su concentración en un problema filosófico especialmente espinoso.

—¿Amo? Lamento molestarle, señor…

Hubo un largo silencio antes de que él, sin girarse, murmurara:

—¿Mmmm? ¿Qué ocurre?

—¿Coloco los pergaminos de Plotino al lado de Platón o prefiere que los archive separadamente, entre los teúrgos?

—Plotino no es un teúrgo —musitó Juliano distraídamente antes de sumirse en otro largo silencio, que solo interrumpió para aplastar la mosca que se había posado en su nuca. De pronto giró sobre la silla con los ojos muy abiertos—. ¡Tú no eres mi muchacha de la limpieza!

La joven bajó recatadamente la mirada detrás del velo.

—Lo lamento, señor. Lucila está enferma y la he sustituido.

—¿Sabes leer griego?

—¡Por supuesto! —exclamó ella, y soltó una risita nerviosa—. Bueno, solo un poco. Lo bastante para reconocer los títulos.

—¡Pero conoces a Plotino y los teúrgos!

—No, señor —murmuró ella—, es decir, no los conozco bien. Probablemente he oído a los eruditos de palacio hablar de ellos.

Al día siguiente, la silenciosa y analfabeta Lucila había reanudado su vieja costumbre de desordenar por completo el trabajo de Juliano.

Juliano pasaba las semanas inmerso en una mezcla de furia y alivio, a la espera de que Constancio le recibiera y le comunicara sus planes para el futuro. Al principio escribía diariamente a su primo para solicitar una audiencia, pero solo recibía excusas formales de los ministros y eunucos del emperador, que, de forma concisa, le informaban de su apretada agenda, de su indisposición o de un imprevisto que le había obligado a abandonar la ciudad. Juliano no tardó en reducir sus ruegos a una vez por semana y al final dejó por completo de escribir. No obstante, la emperatriz Eusebia, quizá incómoda por la descortesía de su marido, se tomó la molestia de enviar a su primo político gran cantidad de textos, algunos de transcripción reciente, escritos por los más célebres filósofos, retóricos e historiadores contemporáneos, muchos de los cuales todavía vivían. También le enviaba frecuentes misivas donde le expresaba su aprecio, le tranquilizaba sobre la demora y le decía que la soportara pacientemente, que todo iría bien.

Tras la llegada de los apreciados pergaminos y códices, Juliano escribió una carta a la emperatriz para expresar su gratitud y solicitar una audiencia, si no con su esposo, con ella. Entregó la carta al eunuco que solía traerle las misivas de la emperatriz, quien la sostuvo entre dos dedos con la misma cara de asco que si le hubiera escupido un leproso. La dejó enseguida sobre la mesa de mármol del vestíbulo mientras hacía ver que se ataba una sandalia y allí permaneció hasta que Juliano la descubrió muchos días más tarde, extrañado de que la emperatriz no respondiera a su carta. No fue hasta que le hube explicado que habría supuesto una grave violación del protocolo de palacio mantener correspondencia con la emperatriz sin contar con el permiso del emperador que Juliano comprendió la resistencia del eunuco a entregar semejante documento. Por esa misma razón, una audiencia con Eusebia quedaba, por el momento, descartada. En realidad, hasta los familiares tenían restringida la entrada al gineceo, las dependencias de las mujeres, detalle que yo había olvidado o nunca había asumido dado mi libre acceso a la familia real en calidad de médico oficial.