Pero me he adelantado a los acontecimientos, hermano, pues en realidad este es el final de mi relato, no el principio, final que habré de retomar a su debido tiempo. Mi única excusa para obrar así es que este trascendental suceso fue el que me indujo a considerar la posibilidad de escribir mis pensamientos sobre el asunto. El principio cronológico es el único lugar correcto para iniciar un relato, pues así comienzan incluso las Escrituras —In principio…—, y aunque no es mi intención, ni mucho menos, comparar este apresurado diario con nuestros textos sagrados, no es mal consejo tratar de emularlos. Así pues, iniciemos de nuevo esta historia no por el final, sino por sus cimientos, por sus raíces, por el principio.
Fue en la ciudad de Atenas donde nuestros caminos se cruzaron por vez primera, como bien sabes porque tú también estabas allí, pues padre te había enviado a seguir tus estudios filosóficos en la Academia. En cuanto a mí, por una feliz coincidencia, el emperador Constancio, primo mayor de Juliano, me había recomendado a los médicos más doctos de la ciudad, en reconocimiento a mis estudios en Alejandría y a mi prometedor futuro en calidad de médico de la corte del emperador.
Compartíamos habitación, tú y yo, en un hospedaje modesto pero suficiente, próximo al maloliente mercado de pescado, si bien eran pocos los momentos que pasábamos juntos. Tú, enfrascado en tus debates intelectuales, te sentabas en la azotea de nuestro apartamento para discutir oscuros puntos teológicos hasta el alba, y ayunabas cada dos semanas. Yo, por mi parte, vivía sumergido en la corporeidad y la sordidez de la medicina, pateándome las calles en busca de sujetos que estudiar o metido hasta los codos en el putrefacto contenido abdominal de alguna víctima de la peste, en la sala de autopsias. No tenía inclinación ni tiempo para el reino efímero y espiritual que tú habitabas, mientras que tú no tenías el menor deseo de ahondar en la suciedad y el éxtasis de mi terrenal existencia.
Conocimos a Juliano al mismo tiempo, a través de nuestro reducido círculo de conocidos comunes. Él y su tutor Mardonio vivían en aposentos arrendados a dos calles del nuestro y Juliano solía frecuentar las mismas tabernas, comedores y baños públicos que nosotros. Prácticamente en el instante en que él y yo unimos nuestros hombros para saludarnos, reconocimos un vínculo, una conexión que iba más allá de los niveles normales de intercambio de amistades y alianzas. Cada uno vio en el otro honradez y sinceridad, el deseo de conocimiento y de encontrar la verdad, el desprecio por la frivolidad; en resumidas cuentas, una pureza, si me permites decirlo, diferente de la que prevalecía en nuestro círculo social. Quizá te parezca extraño que rememore esos días, pero casi no consigo recordar una época en la que no conociera a Juliano, pese a haberle visto por primera vez siendo ya adulto.
Él, al igual que tú, hermano, era filósofo y seguía muchos de tus senderos intelectuales, si bien al mismo tiempo era, como yo, un sensualista en pos de conocimientos de astronomía y artes curativas. Es aquí donde las diferencias entre tú y yo, hermano, se hacen realmente patentes, empezando por nuestras impresiones personales de Juliano, pues cuando tú y yo hablábamos de él en años posteriores me daba cuenta de que no coincidíamos siquiera en lo referente a su aspecto físico. Mientras que yo veía un hombre no mal parecido de estatura media, ojos inteligentes y nariz recta y aristocrática, tú veías un hombre de mirada feroz y distraída y fosas nasales que exhalaban odio y desdén. Donde otros veían una constitución atlética y una cabeza y unos hombros de regio porte, tú presagiabas que nada bueno podía brotar de un hombre con una cabeza tan movediza y unos pies tan inquietos. Donde yo veía una barba elegante y bien cortada, un pelo aseado y una boca carnosa y sensual, tú veías orgullo y desprecio, un pensamiento desordenado, sin sentido, opiniones formadas sin una base lógica o moral. «Menudo monstruo —escribiste— está criando el Imperio Romano en su seno». Quizá esté mal que yo proteste, pues tus premoniciones con respecto al destino de Juliano han sido, sin duda, más acertadas que las mías. Hasta la plebe de Antioquía, que se reía cuando Juliano paseaba por sus calles años más tarde y lo llamaba Cercopes, uno de los monos míticos de Zeus, por su barba simiesca y sus anchos hombros, tiene más razones que yo para alardear de la veracidad de su impresión. No obstante, en aquel entonces Juliano era más digno de compasión que de temor, más digno de ser admirado por su intelecto que ridiculizado por su obstinado dogmatismo, y la suya era una amistad que yo estimaba, pues todavía acaricio su recuerdo.
Su primo, el emperador Constancio, había asesinado a los miembros de su familia —padre, tíos e incluso su hermano Galo— en cuanto alcanzaron la mayoría de edad o adquirieron rango suficiente para que el paranoico emperador viera en ellos una amenaza. Solamente Juliano sobrevivió, y gracias a que el emperador lo veía como un imbécil inofensivo interesado únicamente por la filosofía y los libros, y quizá a la protección de sus tutores, el virtuoso Marcos de Arethusa y sus colegas ascetas. Estos buenos hombres educaron al pobre muchacho en un entorno cristiano piadoso, los claustros silenciosos de su monasterio, donde le empaparon del espíritu de modelos tan inspiradores como Nicolás de Mira, santo patrón de los niños, que ya de recién nacido era tan pío que cumplía con los ayunos cristianos negándose a mamar del pecho de su madre, para gran admiración y malestar de esta, y la niña mártir santa Lucía, que murió durante las persecuciones del emperador Diocleciano y en cuyos iconos se la representa con una sonrisa beatífica y sus hermosos ojos al lado, en un cuenco.
No había en Atenas un viajero más ingenuo que Juliano. Sus tutores le habían protegido de forma tan abrumadora que su ignorancia, recién llegado a la ciudad, resultaba casi cómica. Antes de pisar Atenas, las Escrituras y Homero habían constituido toda su vida, y tal vez esa falta de mundo explique, en gran medida, por qué Juliano fue, quizá, el único hombre inteligente de Atenas que no se sintió excesivamente decepcionado ante la pérdida de esplendor de la ciudad. Muy al contrario, alababa su buena fortuna, como si se estuviera celebrando un gran banquete, y citando su querida Ilíada afirmaba haber ganado «oro a cambio de bronce, el valor de cien bueyes por el precio de nueve».
Con todo, para alguien tan poco dado a los placeres sensuales, Juliano era extraordinariamente abierto de mente en cuanto a los espirituales. Antes de conocerle, había pasado varios meses estudiando en Pérgamo y Éfeso, antiguos centros de instrucción pagana y magia oculta, donde despertó su interés por el lado más exótico de la espiritualidad humana. Debía, sin embargo, mostrarse discreto en ese tema por ser el familiar varón más cercano a Constancio, defensor del cristianismo, quien dudaba que fuera acertado permitir que las sectas paganas practicaran sus viejos ritos. En el pasado el emperador, cristiano piadoso, había tratado severamente a los oficiales que mostraban excesivo interés personal por los dioses de sus antepasados, y no se habría tomado bien el interés de Juliano por tales temas, por leve que fuera.
Pese a los dictados del emperador, el pueblo conservaba sus viejas tradiciones. Ese otoño, como en los últimos mil otoños, las plazas y calles del santuario de Eleusis, a once millas de Atenas, se llenaron de fieles para celebrar los Grandes Misterios y representar el mito de las diosas Deméter y Core. Quizá fuera la única ocasión del año en que los cultos ancestrales estaban más cerca de recuperar su antiguo esplendor. Durante el resto del año, la dedicación de los sacerdotes a los dioses paganos era un ejercicio de sufrimiento y hambre, de mendicidad y vanos ruegos a los transeúntes para que regresaran a las viejas religiones.
La ceremonia de los Grandes Misterios, no obstante, era diferente. Los ritos preliminares se realizaban abiertamente en las calles: la procesión pública de los iniciados hasta el santuario de Eleusis, la purificación de estos en la bahía de Falero y otros ritos secundarios. Juliano, naturalmente, solo podía presenciar las celebraciones públicas de los misterios desde lejos, como mero espectador. No obstante, su interés intelectual por el acontecimiento le impedía evitar del todo su participación en él, «por motivos de investigación», como solía decir, aunque también, sospechaba yo entonces, por cierta rebeldía juvenil contra las restricciones del emperador. Buscó secretamente al hierofante, el sacerdote mayor del rito, le convenció de su sincero deseo de ingresar en la comunidad de devotos eleusianos y obtuvo permiso para participar en algunos rituales secretos. La ceremonia a la que asistió, celebrada en el interior del santuario, duró tres días. Cuando me lo contó, le miré atónito.
—¡Juliano, eres cristiano! —exclamé—. ¿Por qué participas en esas prácticas paganas?
La idea me repugnaba.
Se encogió de hombros, aunque con expresión de desafío, como si no hubiera hecho otra cosa que excederse con el vino.
—Soy un estudioso, no un adepto. Busco comprender. No puedes negarme eso.
—Pero no solo pones en peligro tu cabeza en el caso de que Constancio lo descubra, sino que te arriesgas a corromper tu fe.
—Tonterías —replicó.
Por la forma en que empezó a sonrojarse, supe que había puesto el dedo en la llaga.
—Estudio el paganismo y el cristianismo porque ambas cosas me interesan —prosiguió—. Hasta Séneca decía que había que adquirir el hábito de visitar el campo enemigo, en calidad de explorador, naturalmente, no como desertor. La adoración a dioses ancestrales es la historia de nuestra cultura, Cesáreo. De hecho, es nuestra cultura. De ella han surgido todos nuestros triunfos, nuestra literatura, nuestra dramaturgia, nuestro arte. ¡Mil años, dos mil quizá, de gloria! El cristianismo es nuestro presente. Es muy nuevo y todavía no ha ejercido un impacto cultural. Observa sus dimensiones. No hay nada en él que un erudito pueda estudiar, ni siquiera un cristiano.
—Para empezar, podrías estudiar las Escrituras —repuse, pero apenas me escuchó.
—Las Escrituras. Cesáreo, llevo estudiándolas desde que tenía ocho años. Pero yo no soy sacerdote. Tengo la vocación de estudioso, de filósofo. Dime, ¿dónde debería invertir mejor mi tiempo para convertirme en un hombre docto y cultivado? ¿En dos milenios de gloria, aunque sea gloria pagana? ¿O en una generación de cristianismo desde que mi tío Constantino lo legalizó? Una única generación, una generación que ha visto cómo los cristianos asesinaban a los miembros varones de mi familia.
Protesté contra esa conclusión.
—No puedes culpar al cristianismo de los asesinatos de tu padre y tus hermanos. Eso no fue el triunfo del cristianismo, sino su ausencia.
Juliano suavizó la expresión de su cara y de repente rompió a reír. Comprendí, con cierto embarazo, que mis palabras y mi rostro delataban, cuando menos, la misma gravedad que había percibido en él momentos antes. A Juliano, no obstante, mis palabras le resultaron cómicas, y eso solo consiguió exasperarme aún más.
—No te hagas el sofista conmigo, Juliano —continué—. Si estás discutiendo solo por discutir, no pienso tolerarlo. Si deseas afilar tus habilidades retóricas, elige otro tema que no sea la religión o recurre a mi hermano Gregorio. Tema zanjado.
En una ocasión, en un esfuerzo por distraerle de tan desagradables estudios y dirigir su atención a los milagros más terrenales del Dios Único y Verdadero, le invité a presenciar una de mis autopsias clandestinas, invitación que, para mi sorpresa, aceptó con sumo placer. Normalmente obteníamos nuestros objetos de investigación de forma irregular, cuando yo u otros compañeros de escuela nos enterábamos de la muerte de un indigente en algún lugar de la ciudad. Raras veces conseguíamos un cadáver en un estado adecuado para su estudio, pues nuestra búsqueda siempre implicaba una carrera no solo contra las otras escuelas de medicina de la ciudad, cuyo número era considerable, sino contra la Iglesia. Ya hemos hablado antes de ese tema, hermano, de cómo los presbíteros cristianos se escandalizan ante lo que califican de profanación de los muertos por parte de las escuelas de medicina. En mi opinión, no puede existir nada más sagrado que el avance del hombre en la razón y los conocimientos médicos, avance que ha de ser la base de la fe auténtica y duradera para servir mejor a los vivos. Juliano se mostró desconcertado y, a renglón seguido, encantado con el halo de ilegalidad que envolvía la aventura.
Por fortuna, esta vez pude ahorrarle la enloquecida carrera por la ciudad a la que solíamos lanzarnos cuando nos enterábamos de la muerte de un indigente, así como el regreso clandestino por las callejuelas portando el cadáver como mejor podíamos, envuelto en trapos y sábanas, para evitar toparnos con sacerdotes sagaces y otros observadores contrarios a la causa de la ciencia. En aquel entonces Atenas acababa de salir de una epidemia de cólera y por primera vez, y para mí la única, el pequeño sótano de mi escuela estaba bien abastecido de sujetos que examinar. De hecho, durante los últimos días habían llegado seis o siete, que yacían en cajas de pino construidas apresuradamente. En un esfuerzo poco esmerado de conservarlos en buen estado, tratábamos de mantener una temperatura constante en las cajas llenándolas con virutas de madera y serrín recogidos del suelo de la ebanistería contigua, a cambio de lo cual el carpintero, bromeando, nos hacía prometer que no recogeríamos su cadáver si lo encontrábamos por la calle.
Cuando Juliano y yo, junto con otros, llegamos esa noche a la puerta de la escuela a la hora convenida, le hice jurar que sería discreto y le describí brevemente el procedimiento que se disponía a presenciar para que no se sintiera innecesariamente espeluznado y asqueado. Esa noche debíamos verificar la afirmación, hecha por el médico Apión tres siglos atrás, de que el cuerpo humano posee un delicado nervio que comienza en el dedo anular izquierdo y discurre hasta el corazón. Así pues, según Apión, había que dar prioridad a ese dedo a la hora de colocar la alianza nupcial dada la estrecha relación que guardaba con el órgano principal del cuerpo.
Había más de un compañero, sin embargo, que no estaba seguro de querer que una persona ajena a nuestros intereses presenciara nuestra labor. Farón, un joven pagano alto y delgado de Alejandría que aseguraba descender de un largo linaje de sacerdotes egipcios y era, por tanto, el más hábil conservando muertos, se mostró especialmente en contra. Le expliqué quién era nuestro invitado.
—Farón, no es solo un amigo, es el primo del emperador. Si comprende y aprueba nuestro trabajo, podría sernos de ayuda en el futuro.
El egipcio bajó su larga y aristocrática nariz hacia Juliano, parpadeando con escepticismo.
—Como si es el sol Ra. No conviene que vea el procedimiento.
La descortesía de Farón me irritó, pero Juliano no pareció molestarse en lo más mínimo. Tras apresuradas negociaciones y riñas en plena calle, al final el egipcio cedió a regañadientes.
—De acuerdo —dijo—, pero, si algo pasa, te juegas la cabeza, Cesáreo.
Le aseguré que asumía toda la responsabilidad y abrí la puerta.
Entramos y bajamos por las escaleras a oscuras, apenas ayudados por la tenue luz de la media luna que entraba débilmente por una ventana alta y estrecha. A fin de evitar que nos descubrieran transeúntes curiosos, no encenderíamos ningún candil hasta el último momento, y lo apagaríamos en cuanto hubiésemos finalizado el reconocimiento.
Según las reglas tácitas de nuestro grupo, cuando teníamos la fortuna de contar con más de un cadáver debíamos examinar primero el más viejo, entendiendo por viejo el que llevaba más tiempo guardado en el sótano, para evitar que se echara a perder. Cuando uno de mis compañeros me recordó que eso significaba que, pese a nuestra fructífera cosecha por las calles de la ciudad, estábamos obligados a examinar a un hombre que había muerto ocho días antes, me desanimé. Aunque el sótano era fresco y el cadáver estaba cubierto de serrín, me horrorizaba pensar en su hedor y su estado físico, y advertí a Juliano de lo que se avecinaba.
Al retirar la caja del estante y colocarla sobre la mesa de reconocimiento, un fuerte olor a putrefacción se filtró por las rendijas de las tablas. Seguí adelante, pero cuando encontré dificultades para extraer los clavos de la tapa llamé a Juliano para que sacara la brasa que guardábamos en un recipiente de cerámica y encendiera una vela de sebo. Hubo una pausa mientras trataba de abrir el recipiente en la oscuridad, y de repente Farón gritó «¡Alto!» con voz de pánico y a los demás se nos erizó el vello. Tras acallar las voces para comprobar que no se oían pasos al otro lado de la puerta, me volví irritado hacia Farón.
—¿A qué demonios ha venido eso?
—No enciendas la vela —dijo—. Primero abre la caja y deja que salga el gas.
—¿Gas? —preguntó nervioso Juliano—. Cesáreo, pensé que habías dicho que estaba muerto.
—Gas proveniente de las virutas de madera, bobo —susurró Farón—. La materia orgánica produce un gas cuando se descompone. Hasta un ignorante campesino alamán lo sabe, por eso guardan el grano en graneros ventilados. Olerás el gas cuando abras la caja. El cuerpo, además, produce humores por el mismo proceso. La combinación de ambos puede ser peligrosa.
Me reí.
—¡Eso es absurdo! Juliano, enciende la vela.
—¡Espera! —susurró de nuevo Farón, esta vez con mayor apremio. El brillo intenso de sus enormes ojos contrastaba de forma inquietante con la oscuridad de su piel y las sombras de la sala—. Yo antes pensaba como tú, Cesáreo, hasta que el año pasado abrí un ataúd y acerqué una vela para ver el cadáver. Se produjo una llamarada y un ruido que semejaba una fuerte ráfaga de viento, y la vela se apagó. Quedé cegado unos instantes, y cuando conseguí encender de nuevo la vela descubrí que el fogonazo había chamuscado el vello del difunto. Eso facilitó la disección pero, desafortunadamente, tuvo el mismo efecto en mi cara. Durante tres semanas la gente me confundió con un eunuco sirio. Creedme, es preferible dejar que el gas se disipe.
Oí risitas ahogadas en torno a la mesa. Permanecí quieto, preguntándome si debía abstenerme de hacer comentarios sobre el atroz relato. Por desgracia, Juliano ya había tenido suficiente. Con los ojos muy abiertos y fulgurantes bajo la tenue luz, me rogó que le dejara volver a la calle. Acepté y se alejó sigilosamente por donde había venido, reprimiendo las náuseas que le provocaba el abrumador hedor. Aunque aquello fue motivo de gran alborozo entre mis colegas durante semanas, también fue, creo, el origen de la gran estima, y probablemente temor, que Juliano sentía por las habilidades y los conocimientos de los médicos.
Ojalá también tú sintieras por mí ese respeto, hermano.