I

Escribo acerca de la guerra y un hombre, y acerca de un hombre en guerra, aunque no siempre fue así. Pues el mundo lo convirtió en tal, lo moldeó a partir de materiales débiles y poco prometedores, como una escultura sublime hecha con el barro humilde del río. Luego el mundo se asustó de lo que había creado, aunque iba a tardar muchos años. No hay duda de que los acontecimientos forjan el sino de cada hombre, pues no podemos evitar cargar con las coronas y las cicatrices que el incierto destino nos lega. Sin embargo, más que los acontecimientos, lo que da forma al hombre es el libre albedrío, ese reflejo y ese eco en su interior del Dios que lo creó. El libre albedrío, como Dios, puede elevarse por encima de las circunstancias u obstáculos con que tropieza el hombre; como Dios, puede hacer grande al humilde, tornar a un muchacho débil en hombre fuerte, convertir a un estudiante timorato en emperador del mundo. Y como Lucifer, el adversario de Dios, puede hacer que en vano agite los puños contra el pecho de su Creador, si así lo elige por libre albedrío.

Una noche sin luna, a mil millas de casa, un ejército exhausto dormitaba en un desolado páramo de polvo y negras cenizas. Ni uno solo de los ruidos que emite un ejército en reposo —el resuello de los caballos, el lamento de los heridos, el vocerío de los centinelas en el cambio de turno— conseguía perturbar mis sueños, pues tan acostumbrado estaba a ellos que casi me resultaban reconfortantes. Algo, sin embargo, quizá la irrupción de un suave soplo de aire en la tienda, me despabiló, si bien permanecí quieto, hundido en la silla de alto respaldo donde había conciliado un sueño intranquilo. Solo mis ojos se removieron bajo los párpados entrecerrados para mirar por encima de la luz trémula del diminuto candil.

Era una diosa, poseedora de una belleza de otro mundo, cuya piel y cabellos brillaban en una tenue aureola mientras cruzaba el sigiloso toldo y sorteaba sin esfuerzo los mapas y tomos esparcidos por el suelo. Como un espíritu, apenas movía los pies ni bajaba la mirada para ver dónde pisaba. Sus luminosos ojos, ajenos a mi presencia y a la de los hombres que descansaban en los rincones, estaban clavados en él. Advertí que Juliano también estaba despierto, sentado en su catre con el cuerpo tenso y paralizado, mirándola sin pestañear, y sin miedo.

En el perfil de la mujer, en el pozo de sus ojos, había una tristeza indescriptible, un pesar inefable que iluminaba su belleza como la luz de la luna alumbra la blanca caliza de un templo. La túnica flotaba como una pluma formando remolinos en los pies, a pesar de que el aire pesado del desierto no ofrecía la más mínima brisa para aliviarnos del sofocante calor. El velo que le cubría la cabeza y el rostro, colocado a la manera de una mujer en duelo, era una fina gasa, transparente como una tela de araña, que en lugar de nublar la tersura del cuello y el rostro la intensificaba. Las trenzas, recogidas bajo el velo a la antigua usanza, desprendían el penetrante aroma de la mirra en que se había bañado la tela. Permanecí quieto como una estatua, las uñas clavadas en la palma de las manos, mientras ella avanzaba suave como un salmo, queda como una oración.

Tras detenerse a los pies del lecho de Juliano, se quedó inmóvil durante un largo rato. Una lágrima rutilante cayó por su mejilla y desapareció en la penumbra de los pies. Juliano la observó maravillado mientras ella tendía los brazos meciendo un fardo que al principio creí que era un niño, pero que luego advertí que no era un ser vivo. La mujer se lo mostró y el rostro de Juliano se nubló. ¿De decepción? ¿De miedo? Antes de alejarse, la mirada de la mujer se posó en él un breve instante, como si se resistiera a partir.

Mientras cruzaba de nuevo la estancia con un ritmo acompasado, la cabeza inclinada por la pena, se detuvo y, para mi sorpresa, se volvió lentamente hacia mí, se apartó el velo de la cara con una mano y elevó los ojos. Al encontrarse con los míos, su expresión serena y triste se llenó súbitamente de una maldad y un odio tales que me levanté sobresaltado, derribando la silla con un fuerte estruendo. La mujer desapareció tras las colgaduras de la tienda con el mismo sigilo con que había entrado.

El alba se presentó temprana portando una luz mórbida a la enferma humanidad, pálido presagio de lucha y congoja. La neblina amarillenta del desierto había hecho acto de presencia, como era habitual en estas mañanas estivales. No era la humedad refrescante de la fría bruma de la Galia que yo tanto amaba, sino una humedad viscosa y nociva, aferrada a un calor que ya iba en aumento aunque el sol apenas había asomado. El bochorno dejaba en la piel un tacto pegajoso que se mezclaba con el humo de ascuas de las hogueras y la arenisca del aire hasta cubrir la cara de una película irritante. Enjambres de moscas y cénzalos buscaban humedad en las comisuras de los labios y los ojos, enloquecían a los animales con sus incesantes zumbidos y picaduras, formaban nubes letales en los traseros desnudos de los hombres acuclillados en las fétidas letrinas, que maldecían el ritmo ocioso de sus intestinos. Los soldados levantaron el campamento en un silencio cargado de resentimiento, y antes de que el sol mostrara medio cuerpo por el horizonte la caballería ya había dejado atrás los flancos del ejército envuelta en una nube de polvo. Las tropas de vanguardia y el resto de las legiones la seguían desde no muy lejos, con las mochilas al hombro y a paso ligero, todavía digiriendo las galletas secas del desayuno.

Mientras nosotros avanzábamos, los persas, que habían aprendido de anteriores derrotas ante las tropas de Juliano a evitar las batallas campales, seguían una estrategia de acoso gradual, pisándonos los talones sin llevar a cabo un verdadero asalto. Desde varios puntos divisábamos el ejército del rey Sapor dividido en dos mitades que nos flanqueaban siguiendo sendas trayectorias paralelas a la nuestra. Recortadas contra el cielo blanquecino, las filas de los miles y miles de soldados de infantería, feroces guerreros de Media en cuyas armaduras de escamas se reflejaba cegador el sol, aparecían y desaparecían en el remolino de polvo levantado por la potente caballería persa que los precedía en estrecha formación.

Por la cordillera de la izquierda desfilaban hileras de elefantes indios, monstruos grises y arrugados cuyo aterrador tamaño empequeñecía las filas de soldados que los seguían y precedían. Las bestias avanzaban pesadamente, cargando cada una sobre el lomo una especie de torre, una estructura de madera con paredes de cuero, en la que viajaban cuatro arqueros y lanceros. Los elefantes estaban pintados con colores aterradores, con círculos y espirales alrededor de los ojos, las orejas rojas como la sangre y ribeteadas de negro. Sobre la frente lucían una cresta emplumada, teñida de rojo carmesí. Cada monstruo portaba atado al pecho, mediante fuertes correas, una gran lanza que semejaba un tercer colmillo, y ceñidas a las patas lucían unas tiras de cuero con tachones relucientes. Llevaban armadura y brazales bruñidos sobre la cabeza y las espaldillas, así como anteojeras que los obligaban a mirar siempre al frente e impedían que se distrajeran con lo que ocurría alrededor. Los guiaba un enorme macho provisto de dos colmillos amarillentos, de ocho pies de largo, coronados por sendas puntas de lanza de lustroso bronce. El viento empezó a soplar en nuestra dirección acercando el fétido olor de las bestias, empeorado por el repugnante sebo que los persas les habían untado para impedir que la piel se les agrietara e irritara con el calor seco del desierto. Nuestros caballos temblaban y vacilaban visiblemente.

Me acerqué al emperador, que cabalgaba ojeroso y encorvado, absorto en sus pensamientos.

—Juliano —dije—, nuestros hombres nunca han luchado contra elefantes. Los galos ni siquiera los habían visto antes, salvo de lejos.

Se irguió con aparente esfuerzo y observó la cordillera, allí donde la pesada columna parecía cernerse sobre nosotros. Sus alargadas sombras casi alcanzaban nuestras filas. Luego me miró con una tenue sonrisa que asomaba a través de su barba polvorienta.

—Cesáreo, siempre preocupado, siempre planificando, ¿eh? Ojalá mis generales se interesaran tanto por mi bienestar como mi médico. ¿Cuántos años hace que somos amigos? ¿Ocho, diez? Con tu ayuda conquisté la Galia y Germania. ¡Contigo a mi lado fui elevado a emperador! Hemos saqueado hasta la última fortaleza persa del Éufrates y echado abajo la plaza fuerte del rey Sapor bajo los mismísimos muros de su palacio. Los hombres están en su mejor momento, Cesáreo, parecen sabuesos ávidos de sangre persa. Esta mañana se han ofrecido sacrificios a los dioses, tres bueyes. Los presagios han sido favorables esta vez, los hígados estaban sanos. ¡Ahora, los dioses están con nosotros! Cesáreo, he visto los hígados, esta vez los dioses están con nosotros…

Volvía a divagar y me apresuré a calmarle, no como un súbdito a su emperador sino como un amigo a un amigo, como un médico a su paciente, como un soldado a su general enloquecido.

—Llevamos ocho años juntos, Juliano —dije—, desde que nos conocimos en Atenas. Dios ha sido bondadoso con nosotros. No obstante… los elefantes.

Me miró fijamente, enfocando los ojos con dificultad, moviendo los labios como si se dispusiera a decir algo. Proseguí antes de que pudiera interrumpirme.

—Los hombres están nerviosos y los caballos, inquietos. El ejército carece de experiencia con semejantes bestias. Necesitamos un plan.

Contempló de nuevo la cordillera.

—Carecen de experiencia —murmuró, y acto seguido levantó bruscamente la cabeza—. ¡No son más que animales! He leído sobre ellos, Cesáreo. —Hizo una pausa a fin de rememorar las lecciones de estrategia y táctica militares aprendidas años atrás, bajo la tutela de Salustio—. Hace trece años los persas utilizaron elefantes contra las tropas romanas en Nisibis. Mataron a muchos de nuestros hombres, pero luego las bestias, enloquecidas, empezaron a correr entre los suyos y aplastaron las filas persas. ¿Te has fijado en los cornacas? El rey Sapor ha aprendido la lección.

Miré a través de la calina. Sobre cada elefante viajaba un flaco cornaca con armadura, instalado precariamente sobre la nuca de la bestia. Asentí con la cabeza.

—Indios —prosiguió Juliano—, los mejores a la hora de controlar a esas bestias. Cada uno lleva atado a la muñeca izquierda un clavo largo y sólido. Si el elefante pierde el control, el cornaca se lo hunde en el cuello, en la base del cráneo. Eso le fractura las vértebras y le produce la muerte. El jinete lleva un mazo de madera para introducir el clavo bien hondo.

—Pero eso derribaría a los hombres de la torre. Caer desde semejante altura…

Juliano se encogió de hombros.

—¿Y qué? Son aplastados o mueren. Mejor ellos, se dice el rey, que toda una fila de soldados en plena batalla.

—Entonces, ¿cómo vamos a combatirlos?

Juliano cabalgó un rato en silencio antes de volverse hacia mí.

—Con cerdos.

—¿Cerdos, Juliano?

—Dicen que los elefantes tienen pánico a los cerdos chillones. Primero los untas de grasa y les prendes fuego. Luego los envías a correr enloquecidos entre las patas de los elefantes.

Me detuve a reflexionar sobre esa extraordinaria propuesta, preguntándome si estaba basada en hechos o era producto de la locura.

—Ya no nos quedan cerdos —repuse con cautela, y no sin cierto alivio.

Juliano suspiró.

—En ese caso, solo nos queda confiar en que Sapor mantenga su tregua.

Avanzamos durante cinco horas por el yermo valle conocido localmente como Maranga, en formación de combate, siguiendo una ruta que solo distinguían nuestros exploradores árabes. La avanzada de Sapor había abrasado la tierra para que no pudiéramos obtener grano ni caza, y el paisaje era desolador. No había color, solo grises, y las cenizas lo cubrían todo suavizando el negro azabache de los tocones y arbustos que todavía humeaban a un lado y otro de nuestro camino. Cada hombre, con cada paso que daba, levantaba una nube de ceniza negra que se posaba entre los dedos de los pies y se mezclaba con el sudor de la cara y el cuello. Los hombres, muertos de sed, flaqueaban bajo el implacable calor y la tensión de vigilar constantemente a los soldados del rey Sapor, los cuales, con su atuendo más fresco y ligero y su aclimatación al calor, parecían inquietantemente lozanos y llenos de energía. Nuestros flancos estaban bien protegidos por la caballería y la infantería, pero la escabrosidad del terreno había desbaratado ligeramente nuestra formación y la línea de avance medía ahora tres millas de punta a punta.

De pronto oímos un alboroto a nuestra espalda, un vago fragor de cornetas y los gritos agudos, como de mujer, de caballos heridos. Juliano, que cabalgaba delante de mí, en la vanguardia, al lado de Salustio y otros consejeros, se salió de la línea de avance, giró con su caballo y miró a través de la calina.

Los gritos transmitidos a lo largo de la línea por los heraldos nos trajeron la noticia inmediatamente.

—¡Ataque persa en la retaguardia! ¡Caballería e infantería ligera!

Juliano había esperado una señal más clara por parte de los torpes persas. En contra de sus propias órdenes, se había quitado la armadura a causa del calor, de modo que se detuvo para ponerse solo el casco, que le colgaba de los hombros, y arrebatar el escudo a un oficial de caballería que tenía cerca. Acto seguido, retrocedió al galope por la línea de avance en dirección al tumulto mientras vociferaba, no tanto para obligar al resto del ejército a seguir marchando como para mantenerlo alerta.

Corrí a unirme a sus guardias y generales atravesando la polvareda cegadora que levantaban con los caballos y nos acercamos a la retaguardia. El aterrador clamor y la nube de polvo que se elevaba ante nosotros nos indicaron que la batalla había comenzado ya. Nos rodeaban masas de hombres de piel ennegrecida y brillante, que corrían desconcertados hacia la retaguardia para ayudar a sus camaradas. Juliano estiró el cuello para buscar con la mirada un oficial que pudiera ponerle al corriente, cuando nos sobresaltó otro fragor de cornetas, esta vez a nuestra espalda, hacia el frente de la columna.

—¿Qué demonios…? —musitó en tanto que Salustio echaba a galopar hacia el lugar de donde habíamos venido.

Salustio se encontró con el oficial que había cedido su escudo. Cruzó unas palabras con él y regresó junto a Juliano, que luchaba por abrirse paso entre los hombres de la retaguardia.

—¡Señor —gritó Salustio—, Sapor también está atacando el frente!

Juliano frenó en seco y giró sobre su caballo con el rostro desencajado por la ira.

—¡Por todos los dioses! —vociferó—. ¡Salustio, dirige el frente! Todavía nos hallamos en estado de tregua con los persas. ¡Sapor pagará por su traición!

Impulsándose hacia delante, galopó contra la oleada de hombres que corrían en dirección a la retaguardia, y obedeciendo a los gritos frenéticos de Salustio, se apartaban para evitar los afilados cascos del caballo del emperador.

Despejamos la retaguardia y salvamos el vacío creado entre los dos extremos del ejército para unirnos a las agotadas tropas que avanzaban resignadas hacia el frente. En ese momento nos sobresaltó otra descarga de cornetas, esta vez delirante y frenética, como proveniente de docenas de instrumentos, no detrás ni delante, sino justo al lado. Una enorme nube de polvo rodó por la cordillera izquierda, ocupada por las tropas persas. Escudriñé la densa calina hasta divisar un brillo de armas y corazas. Los cascos y las puntas de las lanzas avanzaban a una altura inverosímil con respecto al suelo. Los aterradores trompetazos eran cada vez más estridentes y los soldados que nos seguían se detuvieron en seco, aterrorizados, al atisbar una manada de elefantes acorazados del rey que se abalanzaban sobre nosotros a una velocidad jamás vista en ninguna bestia o artefacto terrenal.

Al oír los terroríficos berridos de los elefantes, los caballos romanos retrocedieron con los ojos desencajados por el terror y hasta Juliano estuvo a punto de ser derribado por su bien adiestrado corcel. El aspecto imponente de los elefantes, sus quijadas entreabiertas y su espantoso hedor atemorizaron a hombres y animales, y a medida que la columna se aproximaba la tierra temblaba bajo el peso de sus gruesas pezuñas. Marchaban directos al centro de nuestra horrorizada columna mientras los cornacas, precariamente encaramados a sus nucas, nos miraban con una sonrisa diabólica de blancos dientes que rutilaban en su tez oscura.

Las bestias arremetieron contra nuestra línea, enfurecidas por los gritos de terror de los soldados. Estos se dispersaron para salvar la vida mientras los elefantes, encabritados, berreaban y pisoteaban los cuerpos que habían conseguido arrollar hasta convertirlos en meras manchas oscuras sobre la tierra tiznada. Extremidades y troncos de romanos colgaban, inertes y sanguinolentos, de los colmillos, lo que aumentaba la ira asesina de las bestias. Desde las torres, los arqueros lanzaban flechas incesantes sobre nuestros hombres, a los que derribaban allí mismo para crear hileras de heridos que los elefantes se apresuraban a aplastar o recoger con sus colmillos y desgarrar con sus fauces. Cuando nuestros galos lograron al fin huir del reluciente marfil, los cornacas alejaron a los elefantes del lugar de la matanza a fin de prepararlos para el siguiente ataque. Detrás de ellos, avanzando implacable por la cordillera en estrecha formación, descendía una masa monumental de infantería persa emitiendo su ululante grito guerrero, lista para atacar y rematar la destrucción iniciada por las terribles bestias en cuanto estas hubieran terminado su labor.

Cuando los elefantes se hubieron retirado para formar de nuevo, Juliano irrumpió entre sus soldados con renovada energía, y sus ojos brillaban bajo la visera del casco con una intensidad casi aterradora. Como un poseído, iba de un lado a otro girando e inclinando su caballo, vociferando palabras de ánimo, formando a los soldados para el combate y aullando instrucciones para derribar a los monstruos cuando volvieran a atacar. Los galos le miraban atónitos pero, tragándose el pavor y el impulso de huir, obedecieron con la precisión militar que su emperador les había inculcado a lo largo de muchos años de campañas. Los escudos se elevaron, las puntas de las lanzas descendieron y, mientras el polvo negro se asentaba en nuestras cabezas, nos volvimos para hacer frente a los elefantes.

La embestida fue inmediata. Dirigidas por el enorme macho con su encarnada boca entreabierta y los labios aleteando, las bestias, veinte o más, en hileras de cuatro, cargaron de nuevo contra nuestra columna. Un elefante llevaba a un romano, empalado en la primera acometida, en la escarpia sujeta al pecho. Impotentes, las piernas y la cabeza del soldado bailaban con el bamboleo del animal, los ojos inertes clavados en sus camaradas como un sanguinolento mascarón en la proa de un navío. Los elefantes avanzaban berreando, haciendo temblar la tierra bajo sus patas. Cuando estuvieron cerca, los soldados guardaron silencio.

—¡Quietos! —gritó Juliano con los labios torcidos en una sonrisa de loco o una mueca, observando a las bestias, obligadas por las anteojeras a mirar directamente a la legión romana—. ¡Quietos! —repitió, esta vez más fuerte, y el atroz hedor de los animales nos inundó las fosas nasales, mezclado con el tufo de la sangre y los excrementos que cubrían nuestros pies—. ¡Quietos… hasta que diga… YA!

Justo en el instante en que los elefantes se abalanzaban feroces sobre nosotros, la columna de hombres, como un pergamino desgarrado, se abrió por el centro saltando velozmente a los lados y dejando un vacío por el que avanzaron los enfurecidos animales hasta que, desconcertados, se detuvieron.

De nuestros soldados se elevó un rugido que ahogó los berridos de las bestias, las cuales movieron perplejas la cabeza de un lado a otro tratando de ver más allá de las anteojeras para averiguar de dónde provenía el ruido.

—¡Al ataque! —gritó Juliano, aunque la orden fue superflua, arrollada por los aullidos de los embravecidos soldados.

Cien, quinientas lanzas volaron simultáneamente por el aire, atravesaron el grueso pellejo de los elefantes con un sonido afilado y se enterraron profundamente en costillas y flancos. Presas del pánico y del dolor, las bestias sacudían la trompa y las patas delanteras mientras, en las torres, los arqueros dejaban de disparar y se aferraban a las bamboleantes estructuras.

Envalentonados por el éxito, los hombres se acercaron a las bestias y rodearon a cada una para quebrar el contacto entre ellas. Los que habían conservado o recuperado su lanza se abalanzaron sobre las patas posteriores para aguijonear y pinchar pantorrillas y ancas, lo que enloqueció aún más a los elefantes, que se agitaban y pateaban en un esfuerzo desesperado por disuadir a sus torturadores. La torre del encolerizado macho resbaló lomo abajo y ahora pendía casi horizontalmente mientras los persas que la ocupaban se agarraban como podían a los postes. Al final la correa cedió y la estructura se estrelló contra el suelo, donde formó un amasijo de cinchas, madera y extremidades fracturadas. Veinte galos se acercaron para rematar a los desventurados arqueros, mas recularon cuando el macho, rezumando venganza por los años de adiestramiento y tormento a que le habían sometido sus amos, procedió a hacer el trabajo por ellos, saltando sobre la destrozada estructura y pisoteando a los supervivientes hasta acallar sus gritos.

Un fuerte clamor se elevó de entre los soldados romanos cuando la primera bestia cayó al suelo, con los tendones de las corvas rebanados, aullando y berreando. Los cornacas habían perdido el control de los elefantes y ahora se esforzaban por hundirles los enormes clavos en el cuello. Uno tras otro los monstruos se desplomaron, acompañados por los gritos victoriosos de los galos, que ahora se arremolinaban alrededor de las bestias antes incluso de que cayeran. Un cornaca poco entrenado embistió una y otra vez el pellejo correoso del animal, aporreando el clavo con su mazo en un intento infructuoso de encontrar el punto letal. Otro elefante cayó al suelo con un chillido estremecedor, y luego un tercero, hasta crear una montaña de carne sanguinolenta, patas enloquecidas y trompas que se agitaban. Los romanos arrojaban lanzas y flechas al palpitante montón, y una de las bestias, sacudiendo de un lado a otro la trompa, arrancó del cuello de otro animal a un cornaca muerto, se lo llevó a los labios y, aún agonizante, procedió a arrancarle una a una las extremidades.

Al ver que el ataque de los elefantes había sido repelido, la infantería persa, que se había acercado a nuestro ejército, se detuvo en seco, confusa. Los oficiales dudaron entre atacar o retroceder. Juliano no vaciló. Desviando la atención de sus soldados de los moribundos elefantes al peligro que tenían a sus espaldas, organizó rápidamente un ataque. Los soldados romanos, con los escudos y las lanzas manchados de sangre de elefante y soldados persas, clamaron venganza por los camaradas abatidos y se arrojaron sobre el enemigo repartiendo cuchilladas y machetazos. La sangre rociaba el sucio polvo, ahora inundado de extremidades amputadas, y ya no se distinguían las líneas de batalla, pues ambos bandos se habían fusionado, uno con la sola intención de conservar la vida, el otro con la de aniquilar al enemigo. Una nube negra se elevó por el denso y sofocante aire y encapotó las alturas, ocultó la dirección de la retirada e impidió que los persas pudieran identificar el camino hacia la salvación excepto por el tacto de los pies mientras trataban de huir colina arriba.

Hacía rato que Salustio se había desviado hacia otra zona del campo, y hasta los guardias galos de la excelente escolta de Juliano se habían dispersado y corrían frenéticos entre el polvo buscando a su emperador, gritándole que huyera de las peligrosas hordas persas que le rodeaban. Solo yo había conseguido mantenerme cerca de Juliano y no apartaba la vista de él ni siquiera mientras giraba sobre mi caballo en medio del remolino de polvo dando cuchilladas a la masa de enemigos que llegaban de todos lados.

Juliano, incauto, cargaba contra el enemigo y animaba a sus hombres a imitarle. Soldados persas aterrorizados se apiñaban alrededor de él, aparentemente ignorantes de que el soberano del Imperio Romano estaba blandiendo su espada entre ellos. Venciendo el pánico de sus camaradas, un medo descomunal saltó al caballo del emperador y le rodeó el cuello con los brazos a fin de derribarlo con su jinete. Juliano hundió la larga espada hasta la empuñadura debajo de la clavícula del agresor y la retiró manando muerte. La mitad de la hoja había quedado incrustada en el pulmón del medo. Este le miró pasmado y, finalmente, vomitando sangre, se soltó del cuello del caballo y cayó al suelo, bajo los afilados cascos.

Al instante apareció otro agresor que saltó sobre la pierna del emperador al tiempo que le aporreaba el escudo con la espada, buscando un hueco por donde hundir el acero. Juliano le golpeó repetidas veces en la cara con la empuñadura de su espada rota hasta que el hombre, con los huesos del cráneo hechos trizas, se soltó y cayó al negro fango. Juliano alzó triunfalmente su espada aullando palabras incoherentes y su caballo giró sobre el cadáver persa y lo pisoteó hasta mutilar el tronco con sus afilados cascos. Yo nunca había visto al emperador tan dominado por la violencia, tan deseoso de matar. Tan absorto estaba, tan enfrascado en esa cruel exhibición de brutalidad, que había perdido de vista la batalla y el peligro que le rodeaba.

De repente vi una mano que se alzaba entre el tumulto, un dedo que señalaba a Juliano mientras este se abría paso a cuchilladas entre los soldados enemigos. Poco después, una lanza delgada y larga, una jabalina diseñada para arrojarla al enemigo desde una distancia intermedia, emergió del mar de broncíneos cascos en dirección al emperador. Espoleé a mi caballo y avancé arrollando casi a los soldados que tenía delante, sin perder de vista el proyectil. Este atravesó el aire con la cola bamboleándose al principio, hasta que cobró ímpetu y precisó su objetivo, y penetró en el costado de Juliano, que había descuidado ponerse el peto antes de correr a supervisar la batalla. Cual pájaro atrapado en el cielo por la flecha de un niño, cayó del caballo y desapareció bajo los pies de los persas que huían y sus perseguidores romanos. El caballo siguió su camino, ajeno a la pérdida de su jinete. Salté de mi montura y me abrí paso hasta el lugar donde había visto caer a Juliano. Por fortuna, tras un breve rastreo, lo encontré.

Para mi asombro, los cascos de los aterrorizados caballos no le habían aplastado ni sufría heridas por la caída. Retorciéndose en el polvo, no obstante, se aferraba a la jabalina. La punta apenas le penetraba el cuerpo, pues había quedado incrustada en la costilla inferior. Cuando me arrodillé a su lado, el fragor que nos rodeaba amainó rápidamente y la retirada de los persas se convirtió en una desbandada general. Los soldados romanos nos habían dejado atrás y perseguían al enemigo ladera arriba, macheteando las espaldas y las piernas de los persas como habían hecho con los elefantes.

Pálidos pese a la mugre, tres guardias llegaron a lomos de sus caballos sin apartar la vista del emperador, que gemía y se retorcía en el suelo.

—¡Médico! ¿Está malherido?

Retiré de la jabalina las manos de Juliano. El impacto del arma, ligera y lanzada desde poca distancia, era tan superficial que los afilados cantos y la doble lengüeta de la punta seguían fuera del cuerpo. Si estas hubieran entrado, habría sido muy difícil retirar la jabalina sin desgarrar la carne y algunos órganos vitales. Con todo, habían provocado profundos cortes en los dedos y las palmas del emperador cuando este quiso arrancársela de la costilla. También el asta se había roto a la altura del cubo metálico a causa del impacto, tal como estaba previsto a fin de impedir que el enemigo la recuperara y la lanzara a su vez.

—Yo le atenderé —dije con mucha más calma de la que en realidad sentía—. No me rondéis con vuestros caballos o nos aplastarán si se asustan. Formad una barrera hacia la cordillera para impedir que algún grupo de persas descarriados regrese y nos arrolle. No tardaremos en trasladar al emperador al campamento.

Los guardias asintieron, aliviados de recibir órdenes concretas, y galoparon hacia la cordillera gritando a sus compañeros que se unieran para formar una barricada. Sentaron a sus asustados caballos en medio de la menguante nube de polvo, viendo cómo la batalla se alejaba y oyendo los vítores de los vencedores romanos, que seguían acuchillando las espaldas del ejército persa en retirada.

Me incliné sobre Juliano, quien, para entonces, se había desvanecido a causa del dolor. Le quité rápidamente el casco, tan caliente que el metal casi quemaba, y un chorro de sudor corrió por la cuenca. Contemplé la punta incrustada en la costilla. Agradeciendo en silencio que Juliano estuviera inconsciente, posé la mano izquierda sobre la caja torácica, agarré el cubo con la derecha y le di un tirón rápido y firme.

Pese a mis esfuerzos por estirar limpiamente, el sorprendente peso de la punta y el cubo de hierro generó cierta torsión, y cuando el arma salía oí un chasquido en la ya debilitada costilla. Sin despertar de su desmayo, Juliano hizo una mueca de dolor en tanto que su brazo derecho se agitaba descontrolado. El orificio empezó a sangrar copiosamente, aunque no más de lo que cabría esperar de semejante herida, y la sangre era roja y brillante, una buena señal.

Sostuve la punta de la jabalina contra el pálido cielo para examinar su contorno simétrico y mortal. La observé largo rato, contemplé su hermosa lisura, el cuidado equilibrio de las lengüetas, el increíble filo de la punta, intacto pese al impacto contra el hueso, su eficacia incólume, su potencial letal todavía insatisfecho…

Miré a mi paciente, todavía sin sentido, su rostro cubierto de sudor y polvo, su semblante crispado por el dolor, y dudé. Un gran mal amenazaba al mundo. Se habían hecho promesas, juramentos, que no debían desecharse a la ligera. No ocurre con frecuencia que un hombre corriente, un humilde médico, tenga la oportunidad de influir en el curso de la historia, y pedí a Dios coraje para ser merecedor de esa oportunidad. Levanté la vista hacia los guardias para asegurarme de que habían protegido bien la zona y estaban al tanto de cualquier posible ataque persa.

Luego me incliné para terminar mi trabajo.