Holloway emplazó el detonador en el suelo y se volvió hacia Papá Peludo.
—Muy bien —dijo—. Tal como lo hemos practicado.
Papá Peludo le miró a su vez, y luego se volvió hacia Carl, que aguardaba obediente la señal. Papá Peludo esperó también, y esperó y esperó, y justo entonces, cuando Carl soltó el gañido quejumbroso que venía a decir «voy a orinarme encima si no haces algo», abrió la boca. Holloway no oyó la señal de accionar el detonador, pero Carl sí lo hizo. Se inclinó sobre el detonador y accionó con la zarpa el dispositivo.
Una salva de fuegos artificiales se alzó al cielo, trazando un arco en lo alto sobre los humanos y peludos que la observaban, situados en la azotea de lo que en tiempos fue el edificio de ZaraCorp. Luego explotó en una miríada de colores. Todo el mundo aplaudió, a excepción de Carl, que decidió que en aquella serie de explosiones había más bums de los que eran de su agrado. Holloway dio a Carl el resto de su perrito caliente. Carl se relamió, satisfecho.
Y así fue como Zara XXIII dejó de ser Zara XXIII. A partir de ese momento pasó a ser el planeta de los peludos.
Para asegurarse de que así fuera, el papeleo para la cesión de poderes del planeta se realizó a primera hora del día, cuando la última cuadrilla de la corporación Zarathustra y la maquinaria pesada fueron transportadas en el ascensor espacial, y la Autoridad Colonial cedió la autoridad del planeta a Holloway, cuyo título oficial pasó a ser ministro plenipotenciario de la Nación de Pueblos Peludos. Holloway firmó los formularios correspondientes, estrechó las manos de los funcionarios coloniales y posó para hacerse fotografías con Papá Peludo y los coloniales. Desde el punto de vista de la Autoridad Colonial, fue en ese momento cuando el planeta se hizo independiente.
Pero todo el mundo sabe que los fuegos artificiales son necesarios para hacer que la independencia sea oficial.
Una vez concluidos los fuegos artificiales, el grupo siguió vitoreando y festejando. Holloway se agachó para recoger el panel de detonación, que apagó antes de llamar con un gesto a Arnold Chen, que estaba enfrascado en una animada conversación con un puñado de peludos, y después se acercó a Isabel, quien le observaba, divertida.
—Ten —dijo Holloway, tendiéndole el panel—. Pensé que querrías conservar un recuerdo.
—Muy gracioso —contestó Isabel, que sin embargo lo aceptó—. No puedo creer que hayas vuelto a hacer ese numerito con Carl. Nada menos que como parte de un evento oficial. Por no mencionar que has engañado a Papá para que te acompañe.
—Bueno, no me negarás que es un buen truco —protestó Holloway—. Además, Papá es el rey de los suyos, tanto como yo soy su ministro plenipotenciario. No es que vayamos a meternos en líos por esto.
—Jack Holloway —dijo Isabel—. Siempre has sabido cómo evitar las consecuencias de los líos en que te metes. Pero esto demuestra que yo tenía razón cuando declaré que habías adiestrado a Carl para detonar los explosivos. —Isabel dio un golpecito en el pecho de Holloway con el dedo para reforzar su argumento.
—Vaya, me has pillado —admitió Holloway—. Tú ganas.
—Saborearé la victoria —aseguró Isabel.
—Estoy seguro de que lo harás —dijo Holloway, mirando a su alrededor—. ¿Y dónde se ha metido tu marido? Se ha perdido los fuegos artificiales.
—Sigue en medio de una teleconferencia con Chad Bourne —explicó Isabel—. Intentan convencer a un grupo de turistas de que el viaje que planeaban realizar por la jungla no es buena idea, a menos que quieran ser devorados.
—Mientras los peludos reciban su parte por la gestión de los permisos, me parece perfecto que los zaraptors acaben o no con el estómago lleno.
—No creo que se convierta en un negocio estable —dijo Isabel.
—Bueno, a mí sólo se me dan bien las ideas —se disculpó Holloway—. Chad y Mark son los que se encargan de los detalles.
—No creas que no me he dado cuenta de lo que pretendes, por cierto. No tiene mucho sentido que Mark y yo nos hayamos casado si lo tienes tan ocupado que nunca podemos vernos.
—Mark no es la única persona ocupada, doctora Isabel Wangai, ministra de Ciencia y Exploración de la Nación de los Pueblos Peludos —dijo Holloway, mencionando el título completo de la bióloga.
—En eso tienes toda la razón —admitió Isabel—. Pero al menos mi ocupación es interesante. La labor que has encargado a Mark es un trabajo tedioso.
—Ser fiscal general no es un trabajo pesado —dijo Holloway.
—Es el modo en que le haces desempeñarlo.
—Construir una nación no consiste solamente en disfrutar montando fiestas y fuegos artificiales.
—Dijo el mismo hombre que encendió los fuegos artificiales. Tengo una idea. Por qué no tú mismo, señor ministro plenipotenciario, vas a buscar a mi marido y lo arrastras hasta la fiesta. Lo digo para que pueda disfrutar de los frutos de la nación que está ayudando a construir. Luego nos concedes a ambos una semana libre, para que podamos disfrutar de nuestra luna de miel. Así ambos podremos disfrutar de los frutos de nuestro matrimonio.
—Excelente idea —aplaudió Holloway—. Y en lo que respecta a la luna de miel, he oído que hay unos que organizan unas visitas por la jungla de lo más interesantes.
—Tú primero, Jack —dijo Isabel antes de darle un beso en la mejilla—. Mi marido, por favor.
—Voy —dijo Holloway, que se dirigió al acceso de la terraza, deteniéndose para sacar dos botellines de cerveza de una nevera portátil.
Encontró a Sullivan en su oficina, que antiguamente había sido el despacho de Janice Meyer.
Holloway dio un par de golpes suaves en el marco de la puerta, ya que la encontró abierta.
—Tu mujer me ha enviado para llevarte a la terraza. —Entró en la oficina y ofreció uno de los botellines de cerveza a Sullivan.
—Bien por ella, me alegro de que te haya enviado —dijo el abogado, aceptando la cerveza—. ¿Me he perdido algo importante?
—Los fuegos artificiales.
—Los he visto por la ventana —dijo Sullivan—. ¿Has hecho que Carl los lanzara?
—Me pareció lo más adecuado, puesto que cambiamos el nombre de Aubreytown a Carlsburgo.
—La primera capital planetaria del universo cuyo nombre es un homenaje a un perro. Está claro que nuestra nación se caracteriza por su naturaleza innovadora.
—Por la Nación de los Peludos —brindó Holloway, levantando la cerveza.
—Por la Nación de los Peludos —repitió Sullivan.
Ambos brindaron y tomaron un trago.
—¿Cómo ha ido la negociación sobre el tour turístico? —preguntó Holloway.
—Bajaron velas en cuanto Chad les envió un vídeo de zaraptors en acción —dijo Sullivan—. Nada como ver a esos jodidos depredadores para pensarse las cosas dos veces. Claro que al cabo de unos minutos de cortar la comunicación con ellos, uno llamó a Chad y propuso una expedición de caza.
—El espíritu emprendedor jamás descansa —dijo Holloway.
—Y no siempre se caracteriza por ser muy inteligente. Me siento tentado de permitir esa expedición de caza, siempre y cuando sus integrantes vayan sólo armados con cuchillos.
Holloway esbozó una sonrisa torcida.
—Pero no me preocupan los ecoturistas —continuó Sullivan—. Son las compañías mineras quienes me preocupan.
—Hemos sido muy claros al respecto —dijo Holloway—. Nada de explotaciones comerciales de ningún tipo durante al menos veinte años y, después, sólo habrá concesiones mínimas.
—Siempre hay quien se cree capaz de saltárselo —dijo Sullivan—. Sobre todo en lo tocante a la piedra solar. Ya sabes que hemos pillado a un par de prospectores independientes. Llegan con los investigadores e intentan escabullirse. Uno de ellos logró liberar un aerodeslizador y se dirigió a la veta que descubriste, Jack.
—¿Qué le hicisteis? —preguntó Holloway.
—No se trata de qué le hicimos sino de qué le hicieron. Encontramos un brazo junto al vehículo —dijo Sullivan.
—Eso resuelve el problema.
—La situación no va a hacer más que empeorar.
—Lo sé. Como si no hubiera ya suficientes cosas.
—¿Tú qué crees, Jack? —preguntó Sullivan—. ¿Crees que todo esto merece tomarse tantas molestias?
—Es mejor que la opción alternativa —respondió Holloway—. Para nosotros y para los peludos.
Ambos se tomaron la cerveza en silencio.
—Jack —dijo, al cabo, Sullivan—. ¿Recuerdas cuando cometí perjurio en aquella vista preliminar? Me refiero a cuando declaré que Chad había hablado contigo.
—Lo recuerdo —contestó Holloway—. Recuerdo que pensé que te había supuesto un gran trastorno.
—Así fue. Aún no me siento cómodo con ello —admitió Sullivan—. A veces, cuando pienso en ello, me remuerde la conciencia. Tú también cometiste perjurio, Jack, del mismo modo y al mismo tiempo. Pero tengo la sensación de que no te preocupa demasiado.
—No te equivocas —dijo Holloway—. Hace un tiempo te dije que a veces sienta mejor hacer lo equivocado. Bueno, en esta ocasión estuvo bien hacer lo correcto. Lo que pasa es que tuve que mentir para estar en situación de hacerlo. Somos abogados, Mark. Mentir va con el oficio.
—Lo que me recuerda que he vuelto a leer tu correo —dijo Sullivan.
—Al menos alguien se ocupa de ello —respondió Holloway, que tomó otro trago de cerveza.
—Te alegrará saber que te han readmitido en el colegio de abogados de Carolina del Norte —anunció Sullivan—. En reconocimiento a tu labor de que los peludos fueran reconocidos como una especie inteligente.
—Suena impresionante expresado de esa manera —comentó Holloway—. Me gusta. Hace que suene como si ése hubiese sido el plan desde el principio.
—¿Qué tenías planeado desde el principio, Jack? —preguntó Sullivan.
—Creo que he dejado claro que nunca tuve un plan, Mark.
—Eso es lo que dices, pero no te creo. Y sé que no fue así. Mira, Jack, hoy has contribuido a fundar una nación, a reclamar un mundo entero para una gente que no habría podido hacerlo por su propia cuenta, a mantenerla a salvo de quienes los habrían asesinado para extraer lo que hay en el suelo. Uno no hace eso sin tener un plan. Y tampoco sin saber por qué lo estás haciendo. Así que, entre tú y yo, Jack. Dime por qué lo hiciste.
—Al principio lo hice por mí —confesó Holloway tras un minuto de silencio—. Porque eso es lo que hacía siempre y no me había ido tan mal. Luego lo hice porque sentía curiosidad por lo que podía suceder, por lo bien que podía irme. Finalmente, lo hice porque comprendí que tenía que pasar, y supe que yo era la única persona capaz de hacer que sucediera.
—¿Por qué creías ser la única persona capaz de hacer que sucediera? —quiso saber Sullivan.
—Porque Papá Peludo se equivocó conmigo —dijo Holloway—. Papá Peludo dijo que yo era un buen hombre. No lo soy, Mark. Soy egoísta y poco ético y no tengo problemas a la hora de mentir y engañar si me salgo con la mía. A ti el perjurio te supone un cargo de conciencia. Yo lo hice sin pestañear.
»Y eso es lo que necesitan los peludos —continuó Holloway—. No me malinterpretes. Necesitan gente buena como tú, Isabel y Chad Bourne. Ahora mismo os necesitan a vosotros tres más que a mí. Pero antes de que podáis ayudarlos, yo tenía que conducirlos hasta vosotros. Yo era la única persona capaz de hacer tal cosa. Porque soy capaz de agredir a un cliente para que el juez declare nulo el juicio. Soy el tipo capaz de mentir a su novia en una investigación corporativa. Soy el mismo que puede hacer creer a todo el mundo que sabe qué me traigo entre manos, y cuando les hago creer tal cosa, los arrastro de una correa hasta que los llevo a donde me había propuesto llevarlos.
»No soy una buena persona, Mark —concluyó Holloway—. Pero en ese momento era la persona adecuada. Y bastó con eso.
Sullivan miró unos instantes a Holloway. Luego levantó el botellín de cerveza.
—Entonces brindo por el hombre adecuado —dijo—. Por ti, Jack.
Holloway sonrió, brindó con Sullivan y apuró la cerveza.