Capítulo 25

Toda la flotilla legal que ZaraCorp tenía desplegada en Zara XXIII, además de Brad Landon y Wheaton Aubrey VII, aguardaba la entrada de la jueza Soltan cuando salió de su despacho.

—Vaya, no puedo decir que esto me pille por sorpresa —admitió Soltan al ocupar su silla.

Meyer se acercó a ella sin pedir permiso y entregó unos documentos a Soltan.

—Es una petición para suspender la actual vista preliminar —dijo. A continuación dejó caer una segunda carpeta delante de ella—. Una petición para cambiar el lugar donde se celebrará la vista preliminar. —A la segunda siguió una tercera carpeta—. Una solicitud para suspender y revisar su anterior decisión de profundizar en el estudio de los así llamados «peludos». —Siguió una cuarta carpeta de documentos—. Una petición para recusarla por prevaricación.

Soltan echó un vistazo a las carpetas, antes de levantar de nuevo la vista hacia Meyer.

—Veo que ha sido una media hora muy productiva.

—Señoría, salta a la vista que su juicio legal es más bien laxo —empezó diciendo Meyer.

—Llega demasiado tarde, señora Meyer —interrumpió la jueza.

—¿Disculpe, señoría? —dijo Meyer.

—He dicho que llega demasiado tarde —repitió Soltan—. Resulta que no soy tonta, señora Meyer, así que mientras redactaba usted este conjunto de contramedidas legales, yo estaba en mi despacho enmendando mi decisión de llevar a cabo un estudio más exhaustivo de los peludos. Una vez corregido, exige a ZaraCorp presentar un informe de posible vida inteligente, y no en un plazo de dos semanas, sino de inmediato. Puede escoger a cualquiera de los presentes en esta sala para redactarlo mientras atendemos a los testimonios y presentarlo por medio de uno de mis alguaciles al término de la jornada laboral del día de hoy. Así que todo esto —Soltan levantó la tercera carpeta— es totalmente irrelevante.

»En lo que concierne al resto de estos gesto las otras tres carpetas apiladas, deniego su petición de suspensión de esta vista preliminar; asimismo, deniego su solicitud de cambiar el lugar donde se celebrará la vista, y en cuanto a mi recusación, por favor, le ruego que la entregue a mi alguacil, quien la adjuntará a las demás peticiones al finalizar la jornada laboral. Eso significa que hasta entonces seguiremos tal como estaba previsto.

—Me temo que no puedo hacer eso —objetó Meyer.

—¿Cómo dice, señora Meyer? —dijo Soltan.

—No puedo seguir adelante con este proceso con la conciencia tranquila —declaró Meyer—. Creo que es imposible que mi cliente tenga un proceso justo con usted.

—¿Y a qué cliente se refiere, señora Meyer? —preguntó la jueza Soltan—. ¿Al señor DeLise, aquí presente, o a ZaraCorp?

—A ambos —respondió Meyer—. Me niego a continuar con esta vista preliminar, y no daré orden a ningún miembro de mi personal para que redacte o presente el informe de posible vida inteligente. Creo que no es usted competente para continuar con lo primero, ni para exigir que se presente lo segundo.

—Admiro su voluntad de poner un palo en las ruedas de la jurisprudencia en nombre de su compañía, señora Meyer, pero ya le he puesto al corriente de cuáles son mis decisiones —dijo Soltan.

—En efecto, sí que lo ha hecho —replicó Meyer—. Supongo que ahora tendrá que hacer que se cumplan.

—Bien dicho, señora Meyer —dijo Soltan—. Desgraciadamente para usted, esto no es el Tribunal Supremo de Estados Unidos en la década de mil ochocientos treinta, y definitivamente, no tiene usted mucho en común con Andrew Jackson. En lo que a hacer cumplir mis decisiones se refiere, le pido que repare en la presencia de las cámaras de seguridad instaladas en la pared, sobre mi cabeza.

—¿Qué pasa con ellas? —preguntó Meyer.

—Esas cámaras de seguridad no se limitan a capturar la imagen en los monitores de la oficina de seguridad que tenemos aquí en el planeta —explicó Soltan—. También transmiten sin cables y en un código cifrado lo que sucede aquí al satélite de comunicaciones de la Autoridad Colonial, que a su vez lo envía a las bases de datos del Juzgados de la Autoridad Colonial, el JAC, más próximo, que en este caso es el séptimo JAC. Esta grabación sirve principalmente para vigilar a los jueces, porque, históricamente, los jueces destinados a planetas con concesiones de exploración y explotación son proclives a dejarse sobornar. Para nosotros supone un bonito recordatorio de que debemos resignarnos a la pobreza y la imparcialidad.

»No obstante, también cumplen otra función —continuó Soltan—. Cuando un juez tiene la sensación de que la corporación dedicada a la exploración y explotación intenta imponerse en una sala de justicia, o si, pongamos, a un consejero general se le mete en la cabeza recusar ilegalmente las órdenes de un juez, o si sucede algo peor, el juez puede apretar un botón, y la grabación se transmite, en vivo, a la sala del correspondiente juzgado, una sala presidida por jueces. Es nuestro modo de asegurarnos de que los ejecutivos de empresa en mundos apartados recuerden que no están por encima de la ley. Presioné ese pequeño botón justo antes de regresar a esta sala de justicia.

»Así que, señora Meyer, usted elige. Puede usted continuar con esta vista preliminar en favor de su cliente, el señor DeLise, o puedo ordenar al JAC que nos envíe unos alguaciles coloniales para que se la lleven acusada de desacato y obstrucción de la justicia. Probablemente la expulsen del colegio de abogados y pase un tiempo encerrada en prisión. Puesto que ejerce en calidad de miembro de la corporación Zarathustra, a la compañía le será impuesta una multa considerable.

»Además, si no se presenta un informe de posible vida inteligente a mi alguacil al concluir esta jornada laboral, el séptimo juzgado ordenará el embargo de una suma de la corporación Zarathustra equivalente a los ingresos brutos que ha ganado en este planeta en los últimos diez años. Ya que está montando este numerito en presencia del futuro director general de la compañía, quien podría detenerla si quisiera, no me cabe duda de que está cumpliendo usted órdenes de arriba, así que ZaraCorp sufrirá toda clase de penalizaciones, incluidas penas de cárcel para usted, el señor Aubrey, ahí presente, y todos y cada uno de los abogados de ZaraCorp que se encuentran en esta sala, a excepción hecha del señor Sullivan, quien tiene la buena suerte de no trabajar para su departamento.

»Así que, señora Meyer, sonría a la cámara y dígame qué va a ser.

—Es una jueza excelente —susurró Holloway a Papá Peludo.

Papá Peludo observaba lo sucedido con los ojos como platos por el asombro. Tal vez no entendiera los pequeños detalles, pero Holloway tenía la sospecha de que comprendía la situación emocional de lo que sucedía en la sala de justicia.

—Acepto por ahora —dijo Meyer, tensa, al cabo de unos instantes—. Sin embargo, su alguacil recibirá de todos modos mi petición para que la recusen.

—En este momento me decepcionaría que no lo hiciera —admitió Soltan—. Entretanto, señora Meyer, retírese del podio y vuelva al trabajo.

Meyer obedeció, mirando de reojo a las cámaras mientras se retiraba.

—Una vez aplastada la revuelta del día —dijo rápidamente Soltan—. Creo que tengo pendiente escuchar el testimonio de un testigo. ¿Señor Holloway?

—Dígame su nombre, por favor —pidió Soltan a Papá Peludo, empleando un trato más formal.

—Ya sabes mi nombre —respondió Papá, que se encontraba en el asiento del estrado, pero de pie en lugar de estar sentado.

—Por favor, repítalo para que conste en acta —insistió la jueza.

—Soy… —Hubo una pausa—. A quien Holloway y otros hombres conocen por el nombre de Papá.

—Su testigo —dio paso Soltan a Holloway.

—Papá, recordará el día en que Pinto y Bebé fueron asesinados —dijo Holloway.

—Sí —confirmó Papá.

—¿Quiénes? —preguntó Soltan.

—Los dos peludos que fueron asesinados —aclaró Holloway—. Les puse por nombre Bebé y Pinto. Bebé es el que murió estampado contra el suelo. Pinto el que recibió el disparo.

—Continúe.

—¿Quiénes eran para usted Bebé y Pinto? —preguntó Holloway.

—Llamas Bebé a mi hijo —respondió Papá—. Y llamas Pinto a quien iba a ser en el futuro la pareja de mi hijo.

—Cuéntenos qué sucedió ese día —pidió Holloway.

—Señoría, ya hemos visto varias veces en vídeo lo que sucedió ese día —protestó Meyer—. Podemos recordar los sucesos que ya hemos presenciado.

—Señoría, el testimonio de un testigo no tiene mucho sentido si no se le permite que describa lo sucedido —dijo Holloway.

—Cierto, pero no nos entretengamos con los detalles, señor Holloway.

—Sí, señoría. —Holloway se volvió hacia Papá—. Cuéntenos lo que sucedió ese día.

—Tú te habías marchado —explicó Papá—. Cuando te fuiste, nos marchamos de tu casa para volver junto a los nuestros para hablar y estar con ellos. Bebé oyó el ruido de un aerodeslizador que se dirigía hacia tu casa. Bebé fue a echar un vistazo. Bebé quería ver a Carl. Pinto acompañó a Bebé. Yo estaba cerca, pero en un árbol, comiendo. No los acompañé.

»Oí a Pinto llamarme para decirme que el hombre no eras tú, sino otro hombre. Entonces oí gritar a mi hijo, que se calló de pronto. Luego oí los gritos de Pinto. Luego los del hombre. Entonces Pinto gritó pidiendo ayuda.

»Recorrí los árboles y oí un ruido muy fuerte. Entonces llegué al árbol que hay junto a tu casa y vi al hombre dar una patada a mi hijo. Vi al hombre matar a mi hijo. Vi que el hombre levantó a mi hijo y lo metió en la casa. Tu casa estaba ardiendo. Entonces oí la voz del hombre.

—Díganos qué fue lo que dijo el intruso —pidió Holloway.

—No reconocí algunas de las palabras.

—Inténtelo.

—El hombre dijo algo así como «santodiosmiputacara» —respondió el peludo.

—Dijo: «Santo Dios, mi puta cara» —repitió Holloway, pronunciando las palabras de modo que se entendieran con mayor facilidad.

—Eso dijo. Ésas fueron las palabras que dijo el hombre. El hombre habló muy alto.

—¿Pudo verle la cara? —preguntó Holloway.

—No vi la cara del hombre —dijo Papá—. No necesité verle la cara. Reconocí su voz.

—¿Cómo pudo reconocerle la voz? —preguntó el prospector.

—No era la primera vez que el hombre iba a tu casa —respondió Papá.

—¿Cuándo estuvo antes en mi casa?

—El hombre fue a tu casa acompañado por otros tres hombres —dijo Papá—. Tú dejaste entrar a los otros tres, pero no dejaste entrar a ese hombre. No dejaste que el hombre bajase del aerodeslizador.

—¿Cómo sabe que ambos tenían la misma voz?

—El hombre habló muy alto en el aerodeslizador —explicó Papá—. Pinto fue a mirar al hombre, pero al hombre no le gustó. Yo estaba subido a un árbol y oí gritar al hombre.

—¿Vio entonces la cara de ese hombre? —preguntó Holloway.

—Sí. —Papá señaló a DeLise—. Ése es el hombre.

Holloway se volvió hacia Meyer, después hacia Aubrey y Landon, quienes ocupaban sendos asientos en la zona destinada al público, rodeados por la flotilla de abogados. Les dedicó una sonrisa y tomó en sus manos el panel de información.

—Papá se refiere a este día —dijo Holloway, que puso en marcha el vídeo del momento en que DeLise sufrió un ataque en el aerodeslizador cuando vio que Pinto restregaba el trasero en el parabrisas—. Por desgracia, el vídeo carece de sonido, pero creo que salta a la vista que el señor DeLise se estaba desgañitando.

—Señor Holloway, no había mencionado usted que el señor DeLise hubiese visitado su casa con anterioridad —puntualizó Soltan.

—Supongo que se me escapó ese detalle —dijo Holloway—. Probablemente porque no llegó a entrar en mi casa, puesto que se quedó dentro del aerodeslizador. Como pueden ver.

—¿A qué se debía su visita? —preguntó Soltan.

—Supuestamente actuaba en calidad de guardaespaldas de Wheaton Aubrey.

—¿Y qué hacía el señor Aubrey en su casa? —insistió Soltan.

—No estoy seguro que eso sea relevante para el asunto que nos ocupa.

—Eso déjelo de mi cuenta.

—De acuerdo —dijo Holloway, que se volvió entonces hacia Aubrey y Landon—. Fueron a mi casa con intención de sobornarme para que los apoyara en la vista que debía determinar la inteligencia de los peludos. A cambio ellos me ofrecieron la explotación de todo el continente noroeste.

—¿A quién se refiere con «ellos»?

—A Aubrey y su ayudante, Brad Landon. Chad Bourne también estaba presente, pero estoy bastante seguro de que tan sólo lo utilizaron de excusa para colarse en mi casa, ya que Chad había venido a reunirse conmigo para supervisar mi situación como contratista. Puede llamarlo a declarar si quiere. Estoy seguro de que este momento le encantaría hacerlo.

—Todo esto es una imputación, señoría —protestó Meyer—. Y esta vez, el señor Holloway tiene razón: éste no es el lugar adecuado para esta línea de interrogatorio.

—Estoy de acuerdo —admitió Holloway—. Aunque ahora que lo pienso, explica cómo DeLise tuvo acceso al aerodeslizador. Todo ese rato solo allí metido tuvo tiempo de sobras para duplicar los datos del llavero. Al menos cuando DeLise no estaba ocupado gritando a los peludos.

—No hay pruebas de ello —objetó Meyer.

—Vaya, pero si es evidente que está gritando al peludo —dijo Holloway, malinterpretando intencionadamente la objeción de Meyer—. De hecho, es el mismo al que mataría de un disparo más adelante.

—Es suficiente, señor Holloway —dijo Soltan.

—Esto es una farsa, señoría —protestó Meyer—. Ya es bastante terrible que permitiera a Holloway difamar a los señores Aubrey y Landon, pero prestar oídos al testimonio de esta criatura supera lo ridículo. La criatura no puede establecer una relación visual entre el señor DeLise y el hombre del pasamontañas. Y a falta de ello, se nos pide que creamos que esta cosa puede reconocer una voz que supuestamente oyó una sola vez, días después del primer encuentro. Esto es una farsa, señoría, no hay otra forma de verlo.

—Si bien yo no tacharía esto de farsa, creo que la señora Meyer tiene parte de razón, señor Holloway —dijo Soltan—. Existe un motivo para que los denominemos «testigos visuales», no «testigos auditivos».

—Señoría, hágame el favor de ordenar al señor DeLise que no hable —pidió Holloway.

—¿Disculpe?

—Por favor, señoría.

Soltan miró extrañada a Holloway.

—Señor DeLise —dijo—. No tiene permiso para hablar hasta que yo se lo dé. Siempre que sea necesario podrá responder asintiendo o negando con la cabeza.

DeLise asintió.

—Ahí tiene a su mudo acusado, señor Holloway —dijo Soltan.

—Gracias, pero debo señalar que ha permanecido en silencio antes —dijo Holloway—. De hecho, el señor DeLise ha estado callado todo el tiempo que Papá Peludo ha estado en la sala. Así que propongo un pequeño desafío. La señora Meyer dice que es imposible que Papá pudiera reconocer su voz, puesto que sólo la había oído en una ocasión. De acuerdo. Improvisemos una ronda de reconocimiento. Después de todo hay hombres de sobras. —Holloway hizo un gesto al modesto destacamento de abogados—. Escojamos a unos cuantos y que el señor DeLise se mezcle con ellos. Luego demos la vuelta a Papá, para que no pueda verlos. Que pronuncien la misma frase. Si Papá escoge al que no es, o no puede identificar la voz, desestime su testimonio.

Soltan se volvió hacia Meyer, que parecía dispuesta a objetar.

—Fue usted quien objetó su testimonio por no tratarse de un testigo visual —dijo la jueza—. Escoja cuatro hombres. Señor Holloway, escoja usted a otros cuatro. Caballeros, si son escogidos, diríjanse a la pared del fondo de la sala, pero no se alineen aún. Señor DeLise, diríjase a la pared del fondo.

Holloway y Meyer escogieron sus respectivos cuatro hombres mientras DeLise se dirigía al fondo de la sala.

—Yo también escogeré a alguien —dijo Soltan—. Señor Aubrey, tenga la amabilidad de ir a la pared del fondo.

—Señoría, esto es un ultraje —intervino Brad Landon.

—No empecemos, señor Landon —dijo Soltan—. Su jefe irá a la pared o a una celda de detención acusado de desacato. Una cosa u otra. No tengo todo el día.

Aubrey caminó hacia la pared.

—Señor Holloway, prepare a su testigo —dijo Soltan.

Holloway se acercó al estrado y dio la vuelta a Papá para que diera la espalda a la sala.

—No mires —le ordenó—. Cuando los hombres hablen y oigas una voz que conozcas, dilo. ¿Sí?

—Sí —convino Papá.

Holloway levantó la vista a Soltan, que asintió con firmeza.

—Reparta a sus hombres, señora Meyer. Meyer repartió a los hombres de modo que DeLise fuese el octavo en hablar y Aubrey, el décimo.

—Cambie la posición del último por uno de los otros —ordenó Soltan.

Meyer se mordió el labio y cambió a Aubrey por el cuarto hombre.

—¿Qué les pedimos que digan, señor Holloway? —preguntó la jueza.

—Creo que bastará con «Santo Dios, mi puta cara» —sugirió Holloway.

—Número uno, pronuncie la frase —ordenó Soltan.

—Santo Dios, mi puta cara —dijo el hombre. Holloway miró al peludo, que permaneció inmóvil y callado.

—Número dos —llamó Soltan instantes después.

El tipo repitió la frase. Papá no dijo nada. Sucedió lo mismo con el tercero.

—Santo Dios, mi puta cara —dijo Aubrey.

—Conozco esa voz —dijo Papá—. Pertenece a uno de los hombres que fueron a casa de Jack Holloway. No es la del hombre que mató a mi hijo.

Soltan miró a Aubrey con una cara que decía «te tengo». Aubrey no pareció muy preocupado por ello.

—Número cinco —avisó Soltan.

El hombre pronunció la frase. No hubo reacción por parte de Papá, que tampoco reaccionó con el sexto hombre. Sucedió lo mismo con el séptimo.

—Santo Dios, mi puta cara —dijo DeLise.

Papá aspiró aire con fuerza, antes de soltarlo.

—Conozco esa voz —dijo el peludo—. Es la del hombre que mató a mi hijo. Es la voz del hombre que mató también a la pareja de mi hijo.

—¿Está seguro? —insistió Soltan.

—Conozco esa voz —repitió Papá con un tono sorprendentemente resuelto. Levantó la vista hacia Soltan—. ¿No tienes hijos? Si un hombre matase a tu hijo, lo sabrías todo sobre él. Conocerías su cara. Sus manos. Reconocerías su olor. La voz. Ésa es la voz del hombre que mató a mi hijo. Mi hijo a quien no puedo ver. A quien no puedo abrazar. Mi hijo que ha muerto. Mi hijo que ya no está. Ese hombre mató a mi hijo y yo conozco su voz.

Papá cayó de rodillas en el estrado, cabizbajo y silencioso, al menos en lo que a los humanos respectaba.

Un profundo silencio se adueñó de la sala de justicia.

—Señoría —dijo Holloway en voz baja, al cabo.

—Doy por válido el testimonio —concluyó Soltan, que también habló en voz baja—. Que todo el mundo torne asiento.