—¡Será posible! —exclamó Soltan—. Señor
Holloway, acérquese ahora mismo.
Holloway se acercó. Janice Meyer tomó la decisión unilateral de hacer lo propio.
—Voy a acusarle de desacato, Holloway —dijo Soltan, tan furiosa que escupió las palabras.
—¿Por avisar a mi testigo, señoría? —preguntó Holloway.
—Por pretender ridiculizarme —dijo Soltan.
—No intento ridiculizarla.
—¿De veras? Porque desde donde estoy sentada, eso es exactamente lo que parece estar haciendo. De otro modo no habría introducido a estos animales en la vista siempre que se le ha presentado la oportunidad.
—No son animales.
—No me venga con eso ahora, señor Holloway —le advirtió Soltan—. Le aseguro que no estoy de humor.
—Y tampoco los he introducido en la vista siempre que he tenido oportunidad —continuó Holloway, arriesgándose a despertar más muestras de ira por parte de Soltan—. El vídeo del ataque y el cadáver del peludo incluían pruebas relacionadas con los cargos.
—Pero no se ha mostrado precisamente cauto a la hora de utilizar a esas criaturas para manipular nuestras emociones —dijo la abogada defensora.
—No tengo ningún interés particular en sus emociones, Meyer.
—Y yo no tengo ningún interés particular en su intento de manipular las mías —dijo Soltan a Holloway—. Hemos venido a examinar los hechos del caso, señor Holloway. Le he dado cierto margen porque pensé que llegaría usted a estos hechos, pero esto… —Soltan señaló con desprecio en dirección a Papá Peludo, quien a esas alturas había alcanzado el centro de la sala y observaba a los tres con curiosidad—. Esto deja bien claro que no ha venido usted a presentarnos los hechos, sino a hacer algo totalmente distinto. Ya es grave que trajera el cadáver de una de esas criaturas a esta sala para lucirse. No voy a permitirle que presente uno vivo para tomarme el pelo. Me ha tomado el brazo cuando le ofrecí la mano, y ahora acaba de ahorcarse de él.
—Esta criatura es un testigo, señoría —dijo Holloway, hosco—. Si tanto quiere conocer los hechos como asegura hacerlo, entonces me permitirá llamarlo a testificar.
—¿Y cómo se ha propuesto hacerlo? —preguntó Meyer—. ¿De pronto se ha convertido en un experto en su modo de comunicarse, Holloway?
¿O planea avisar al doctor Chen para que nos haga de intérprete? Porque llamar a un xenolingüista, cuya carrera se beneficiaría enormemente si afirmara que estos animales poseen un lenguaje, no supondría un problema, claro.
—Me parece interesante la preocupación que tiene por mi testigo potencial, considerando las molestias que ha llegado a tomarse ZaraCorp para asegurarse de que no tuviera a nadie a quien convocar —dijo Holloway.
—No va a avisar al doctor Chen, señora Meyer —dijo Soltan—. No va a llamar a nadie. Lo reitero, señor Holloway: lo acuso de desacato al tribunal. Impongo un receso hasta el momento en que encuentre usted un nuevo representante legal que se haga cargo del resto del proceso judicial. Cuando reanudemos la sesión, se le permitirá entrar en la sala de justicia y también comunicarse con su nuevo representante legal, pero eso será todo. Será detenido cuando concluya la vista preliminar.
—¿Va a ponerme en las amables manos de la brigada de seguridad de ZaraCorp? —preguntó Holloway—. ¿Qué interés tiene usted en que me ahorquen?
—Ya basta, señor Holloway. —Soltan se levantó.
—Tengo un testigo, señoría —insistió Holloway—. Tiene que dejar declarar a mi testigo.
—Deje de hacerme perder el tiempo, señor Holloway —dijo Soltan—. La respuesta es no.
—¿No voy a hablar? —preguntó entonces Papá Peludo con un tono de voz agudo, apenas audible—. He venido a hablar. He venido a contar mi historia. ¿Y ahora no puedo hablar?
Holloway contó mentalmente los segundos antes de que alguien pronunciara una palabra. Llegó a nueve.
—Dígame que no he oído lo que creo haber oído —dijo la jueza Soltan, que seguía de pie.
—Eso es lo que he estado intentando decirle, señoría —se apresuró a responder Holloway—. Tengo un testigo que está dispuesto a testificar. —Se volvió hacia Meyer—. Y no necesita un intérprete. —Se volvió hacia Papá, que le miraba con expresión curiosa—. Saluda, por favor, a la jueza Soltan.
El peludo se volvió hacia la jueza.
—Hola, jueza Soltan —dijo lentamente Papá Peludo.
La jueza tomó asiento.
—Así que ha enseñado a esa cosa a pronunciar frases concretas —dijo Meyer, apresurándose a intervenir para recuperar el terreno perdido—. Eso demuestra que es tan inteligente como un loro.
—Señor Holloway —empezó diciendo Soltan.
—Háblele, señoría —dijo Holloway—. Si cree que intento engañarla, hable con el peludo. Hágale una pregunta. Cualquier pregunta. Pero si me permite hacerle una sugerencia, procure hacerlo con un lenguaje sencillo. No tiene un vocabulario muy extenso.
—Esto es ridículo, señoría —intervino Meyer.
—Señoría, puede que sea un presumido que busca llamar la atención, pero no soy tonto —dijo Holloway—. ¿De veras cree que traería a esta criatura en presencia de usted si no pasara de pronunciar las palabras y frases sencillas que yo le hubiera enseñado? ¿Durante cuánto tiempo se sostendría un truco así? Un par de preguntas, puede que tres o cuatro, antes de que los argumentos se desviaran del guión. No hay forma posible de que pueda haber previsto todos los comentarios o preguntas que podría hacerle. Entonces, ¿qué? ¿De qué iba a servirme engañarla en mi caso contra el señor DeLise?
Holloway señaló con el dedo a DeLise.
—Lo único que conseguiría sería pasar un tiempo en una celda de detención con sus compañeros vigilándome —dijo—. Así que no. No es un truco. Pregúntele lo que quiera, el tiempo que quiera, hasta que se convenza.
—Eso no prueba nada —dijo Meyer—. Podría haberle instalado un transmisor para dictarle las respuestas.
—Examínenlo cuanto quieran —propuso Holloway a Meyer—. Pásenle un escáner por el cuerpo. Perderán el tiempo, pero si es necesario, adelante.
—Señoría, tenemos que poner punto y final a esta payasada —dijo Meyer a Soltan.
—Silencio, señora Meyer.
La abogada apretó con fuerza los labios y dirigió una mirada cargada de veneno a Holloway, quien se mantuvo inexpresivo. Soltan siguió sentada en silencio, considerando lo que acababa de suceder.
—Señoría —dijo Holloway al cabo de un minuto—. Decida qué hacemos ahora. Y necesito saber si aún se me acusa de desacato al tribunal.
Soltan miró a Holloway.
—Señor Holloway, si descubro cualquier prueba de que este testigo es cualquier cosa excepto lo que usted afirma que es, la acusación de desacato al tribunal será el menor de sus problemas.
—De acuerdo —dijo Holloway—. Pero al menos intente hablar antes con el peludo.
Meyer y él regresaron a sus respectivas mesas.
Soltan miró al peludo, que seguía allí, observándola impasible. Soltan despegó los labios para hablar, cerró la boca y adoptó una expresión que parecía decir «No puedo creer que esté haciendo esto». Se volvió de nuevo hacia Holloway.
—¿Tiene un nombre, señor Holloway? —preguntó.
—¿Por qué no se lo pregunta a él?
—¿Tienes nombre? —preguntó Soltan, pronunciando lentamente las palabras, tras volverse hacia el peludo.
—Sí —respondió el peludo.
Soltan comprendió que tendría que haber sido más literal.
—Dime cómo te llamas, por favor —dijo.
—Me llamo… —Hizo una pausa antes de continuar—. Jack Holloway me llama «Papá», pero ése no es mi nombre. En realidad me llamo…
Soltan levantó la vista, confundida.
—No he oído el nombre —dijo.
—Porque no puede oírlo. Recuerde que el habla de los peludos supera la frecuencia audible por los humanos. Cuando le hable a usted en nuestra lengua, lo hará en el registro vocal más grave de la suya.
Soltan asintió.
—¿Puedo llamarte Papá? —preguntó al peludo.
—Jack Holloway me llama así. Puedes llamarme así también —dijo Papá.
—¿Cómo te sientes, Papá?
—Me siento tocándome con las manos —respondió el peludo.
—Tal vez quiera dirigirle preguntas más directas —propuso Holloway.
—De acuerdo. Papá, ¿cómo es que hablas nuestra lengua?
—Con la boca —dijo Papá, que miró a Soltan como si se preguntara por qué no se daba cuenta de ello.
—No —dijo Soltan—. ¿Quién te enseñó a hablar en nuestra lengua? ¿Te enseñó Jack Holloway?
—Conocía vuestra lengua antes de conocer a Jack Holloway —dijo el peludo—. Ningún hombre me enseñó a hablar vuestra lengua. Andy Alpaca nos enseñó a hablar vuestra lengua. Andy Alpaca nos enseñó desde dentro de la roca llana parlante.
—Eso no tiene sentido —dijo Meyer—. No tiene ningún sentido.
—¿Qué es una roca llana parlante? —preguntó Soltan.
Papá se dio la vuelta y señaló el panel de información de Holloway.
—Eso es una roca llana parlante —dijo—. Tú lo llamas diferente.
—Eso es un panel de información.
—Sí —convino Papá—. El hombre y su mono cayeron del cielo y el hombre murió por… —Hubo una pausa, mientras Papá usaba una palabra de su propia lengua—. Fuimos al aerodeslizador, a ver qué podíamos ver, y encontramos la roca llana parlante. Nos enseñó vuestra lengua.
Soltan miró a Holloway.
—Tradúzcamelo.
—Había un prospector llamado Sam Hamilton que tenía un mono por mascota. Su aerodeslizador sufrió un accidente y murió devorado por zaraptors. Los peludos localizaron los restos y encontraron el panel de información. Sam era prácticamente analfabeto, así que para aprender a leer había recurrido a un software de lectura para niños. El software era adaptativo, así que tenía en consideración el grado de entendimiento del usuario y graduó el aprendizaje a partir de ese punto.
—Está sugiriendo en serio que estas cosas aprendieron a leer y escribir nuestra lengua gracias a un aparato tecnológico avanzado —dijo Meyer.
—Sí, igual que cualquier niño pequeño —matizó Holloway—. Sorprendente, ¿no le parece?
—Al contrario que estas cosas, los niños pequeños están rodeados de otros humanos que les hablan continuamente —dijo Meyer.
—Y al contrario que los niños pequeños, los peludos que encontraron esto eran adultos y lo bastante inteligentes para suponer qué les estaba mostrando el panel de información —dijo Holloway—. Sigue usted razonando bajo la suposición de que estas cosas son animales. No lo son. Son tan listos como usted o como yo.
—¿Por qué no había mencionado antes todo esto? —preguntó Soltan—. Estuvo aquí hace una semana, arguyendo que estos peludos hablaban una lengua. Si se hubiera hecho acompañar por uno que hablase nuestra lengua, le habría resultado más fácil defender su caso.
Holloway señaló al peludo con un gesto.
—He ahí una pregunta para Papá. Soltan se volvió hacia el peludo.
—¿Hablabas nuestra lengua antes de conocer a Jack Holloway? —preguntó.
—Sí.
—Cuando conociste a Jack Holloway no le hablaste en nuestra lengua —continuó Soltan.
—No.
—¿Por qué? —preguntó Soltan.
—No quería que Jack Holloway lo supiera —explicó Papá—. No sabíamos si Jack Holloway era un buen hombre o un hombre malo. Hay muchos hombres malos. Los malos nos quitan la casa y la comida, y nos obligan a movernos lejos de los demás. —Hubo una pausa—. No sabíamos si había hombres buenos. Todos los que habíamos visto eran malos. Cuando nos trasladamos, descubrimos dónde vivía Jack Holloway. Quise mirar y fui a mirar. Jack Holloway y Carl se me acercaron y me asusté. Pero Jack Holloway era bueno y me dio de comer. Volví junto a mi gente y les dije que había encontrado un hombre bueno.
Janice Meyer no pudo evitar soltar un bufido al oír aquello.
—Quise volver, pero mi gente estaba asustada —dijo Papá—. Les hablé de Carl y les dije que era como el mono que nos seguía. Un animal que no era inteligente, pero que gustaba al hombre. Dije que volvería y que no diría nada, para aprender más cosas sobre Jack Holloway y los hombres. No hablaría vuestra lengua. No permitiría que Jack Holloway supiera que sé hablar vuestra lengua. Averiguaría cómo era Jack Holloway conmigo callado, antes de ver cómo Jack Holloway se comportaba cuando supiera que era inteligente. Si Jack Holloway era un buen hombre, entonces podríamos mostrarnos tal como somos y revelar nuestra inteligencia. Si Jack Holloway era un hombre malo, nos esconderíamos y nos trasladaríamos como habíamos hecho otras veces.
Holloway escuchó la explicación que ofreció Papá a Soltan, asombrado de nuevo por la criatura. Papá utilizaba palabras y expresiones sencillas, ya que incluso en su nivel más avanzado, el software del panel de información de Sam no estaba preparado para manejar conceptos o grados de lectura complejos, y el lenguaje de Papá era tosco debido a ello, pero el peludo pronunciaba las palabras con confianza y fluidez. No era un maestro de la lengua humana, pero lo poco que sabía lo había aprendido a conciencia. Lo bastante bien para comunicarse en ese momento.
Papá se volvió hacia Holloway.
—Me duele la garganta —dijo el peludo.
—Pues claro que sí. Llevas un buen rato forzando la voz para que podamos escucharte.
Soltan se volvió hacia Holloway.
—Está diciendo que hizo de espía, comportándose como una mascota.
—Más o menos —confirmó Holloway—. Aunque no del todo como una mascota. Quedó claro que Papá era inteligente, pero no sabíamos qué grado de inteligencia tenía. Por cierto, no es realmente «él», sino «ello».
Soltan arrugó el entrecejo.
—Usted lo llama «Papá» —dijo.
—Un error por mi parte —explicó Holloway—. Di por sentada una estructura patriarcal. Qué le vamos a hacer.
—Vayamos al grano —espetó Soltan, volcando de nuevo la atención en Papá—. ¿Todos vosotros habláis nuestra lengua? —preguntó.
—No —dijo Papá—. Yo sí. Otros también. No muchos. Es difícil de aprender. De los que estábamos con Jack Holloway sólo yo la sabía.
—¿Por qué quisiste aprender nuestra lengua? —preguntó Soltan.
—Queríamos saber por qué hacéis las cosas que hacéis —explicó Papá—. Cuando descubrimos la roca llana parlante, comprendimos que podría ayudarnos a enseñarnos a hablar con los hombres. Aprendimos y buscamos uno con quien hablar. No encontramos hombres buenos. Encontramos hombres malos.
—¿Quiénes son los hombres malos? —preguntó Soltan—. Has dicho que hay muchos.
—Sí. Tienen máquinas y agujerean el suelo y los árboles y hacen que el ambiente huela mal. Vivimos en los árboles y en ellos está nuestro alimento. Cuando ellos llegan, no nos quedamos. No nos ven porque vemos cómo matan a los animales que se les acercan. Nos vamos y nos escondemos.
Soltan levantó la vista hacia Holloway.
—Supongo que no habrá usted explicado a su amigo a qué se dedica profesionalmente, señor Holloway.
Holloway se mostró incómodo.
—No ha salido en la conversación.
—No crea que se me escapa la ironía —dijo Soltan.
—De acuerdo —admitió Holloway—. Pero teniendo en cuenta quiénes son y cómo viven, resulta fácil comprender por qué consideran que los prospectores y operarios son mala gente. También explica cómo me encontraron. El antiguo territorio asignado a Sam Hamilton estaba junto al mío. No hace mucho, el nuevo prospector encontró cobre allí, a lo largo del terreno que hacía las veces de frontera entre ambos, y ZaraCorp llegó y extrajo lo suyo, como de costumbre. La tribu de peludos de Papá debió de verse desplazada. Se han trasladado entre árboles desde entonces, en busca de un nuevo hogar. Y si quiere oír algo que es a la vez triste y divertido, pregunte a Papá por qué pensó que vivir conmigo sería buena idea.
Soltan se volvió hacia Papá.
—¿Por qué querías vivir con Jack Holloway? —preguntó.
—Porque no creo que los hombres agujereen el suelo y destrocen los árboles allí donde viven —explicó Papá.
—Piénselo, señoría —pidió Holloway—. Aparte de la evidente ironía de la afirmación, el suyo es un modelo cognitivo de consideración. Este peludo tomó todo lo que sabía acerca de los humanos y llegó a la conclusión de cómo nos comportábamos unos con otros, y cómo sacar partido de ello y beneficiar a su propia especie.
—Si eso es verdad, entonces esta cosa le ha estado utilizando desde el principio, señor Holloway —dijo Soltan.
—He ahí otro argumento de peso que viene a apoyar a quienes creemos que están dotados de inteligencia.
—No le molesta —dijo Soltan.
—En absoluto, señoría.
—Señor Holloway, eso no me sorprende lo más mínimo —dijo Soltan.
—Sí, señoría. Y ahora permítame recordarle que, por aleccionador que haya sido todo esto, he traído a Papá por un motivo específico, que es testificar en esta vista preliminar. Si su señoría se ha convencido ya de que Papá no se comporta como un loro ni que intento tomar el pelo a los presentes, me gustaría que lo sentara en el estrado.
—Señoría, debo objetar enérgicamente —intervino Meyer—. Aún no se ha demostrado que esta criatura sea inteligente. Cualquier testimonio que pueda dar sería inadmisible en cualquier tribunal de justicia de la Autoridad Colonial o en la Tierra. Si permite que preste testimonio, cederá ante el espectáculo secundario que aseguró que quería evitar.
—Señora Meyer, ¿ha pasado usted estos últimos minutos en la misma sala de justicia que yo? —preguntó la jueza—. Acabo de mantener una conversación larga y más coherente con esta criatura de la que sospecho que ha tenido usted con su cliente. Para mí la cuestión ya no estriba en si estas criaturas son inteligentes o no. Esa duda quedó despejada para mi satisfacción hace varios minutos. Ahora la única duda aquí es si esta criatura en particular es un testigo creíble. Así que voy a escuchar su testimonio, señora Meyer, y después, cuando haya escuchado lo que tenga que decir, tomaré una decisión.
—Entonces me gustaría solicitar un receso de treinta minutos para prepararme —pidió Meyer.
—Otro receso —dijo Soltan—. ¿Por qué no?
—Y se dirigió hacia su despacho.
Meyer se puso en pie como activada por un resorte. Salió de la sala de justicia a buen paso. DeLise la vio marcharse, boquiabierto. Entonces reparó en que Holloway le estaba mirando y adoptó una expresión hosca.
—Parece que has dejado de ser la principal preocupación de tu abogada, Joe —dijo Holloway—. Yo en tu lugar me preocuparía.
DeLise se cruzó de brazos, miró al frente e ignoró a Holloway.