La jueza Nedra Soltan tomó asiento y paseó la mirada por la sala.
—Esto me suena —dijo dirigiéndose a Holloway y Janice Meyer, que estaban de pie tras sus respectivas mesas.
—¿Vamos a hablar de nuevo acerca de esas criaturas peludas?
—No, señoría —respondió Meyer, que representaba DeLise, de pie a su lado en la mesa de la defensa.
—Creo que el acusado tiene algo de gorila, señoría —dijo Holloway.
—Ojo, señor Holloway —le advirtió Soltan, que leyó las notas que había tomado en un papel—. Aquí dice que va usted a representarse a sí mismo.
—Tendría que haberse encargado de ello otra persona, pero van a deportarlo hoy del planeta —se justificó Holloway—. Así que no tengo otro remedio.
—Sabrá lo que suele decirse de quien se representa a sí mismo, señor Holloway.
—Sí, lo sé —dijo Holloway—. Pero también conozco la ley. En tiempos fui abogado.
—Lo expulsaron del colegio —dijo Meyer.
—No fue por desconocimiento de la ley —puntualizó Holloway.
—Lo sé. Después de cómo se manejó aquí la última vez, consulté su historial. Sé que descargó un puñetazo sobre su propio cliente —dijo Soltan.
—Se lo merecía.
—Tal vez, pero si hace algo parecido aquí, le aseguro que la expulsión del colegio de abogados le parecerá cosa de niños. ¿Me ha entendido, señor Holloway?
—Le doy mi palabra de honor de que no golpearé a mi cliente —prometió Holloway.
—Muy gracioso, señor Holloway —dijo la jueza Soltan—. Siéntense.
Todos los presentes tomaron asiento.
—Asistimos a una vista preliminar en presencia de un juez —informó Soltan en un tono de voz que sugería que había pronunciado esas mismas palabras innumerables veces en presencia de gente que sabía exactamente lo que se disponía a decir—. En casos en que la naturaleza de una colonia dificulta o imposibilita reunir un gran jurado, el demandante y la defensa pueden acordar que un juez revise las pruebas que se presentarían en un juicio, así como examinar también los testimonios, para que pueda determinar si existe motivo suficiente para llevar a cabo un juicio en toda regla, ya sea de naturaleza civil o penal. ¿Coinciden la acusación y la defensa en este aspecto?
—Sí, señoría —dijo Meyer.
—Sí, señoría —convino Holloway.
—¿Entienden la defensa y la acusación que esta vista se realiza únicamente en beneficio del juez, para que éste determine la suficiencia de las pruebas para llevar a cabo un juicio, que no se trata de un juicio en sí y que no se aplican las habituales reglas de un juicio en lo que al conocimiento de las pruebas y los testigos por parte de ambas partes se refiere? —preguntó Soltan—. O lo que es lo mismo: uno u otro, o ambos, podrían no estar al corriente de las pruebas y los testimonios que aporte la otra parte.
—Entendido —dijo Meyer.
—Sí —dijo Holloway.
—¿Entienden la defensa y la acusación que las conclusiones y los dictámenes del juez de esta vista preliminar son vinculantes, a la espera de un juicio en toda regla, siempre y cuando se lleve uno a cabo? —preguntó Soltan.
Meyer y Holloway asintieron.
—De acuerdo. En ese caso empecemos. Señor Holloway, ¿de qué acusa al señor DeLise?
—De incendiar mi casa —respondió Holloway.
—O sea, de incendio premeditado.
—Incendio premeditado, en efecto. También de intento de provocar el incendio de los edificios adjuntos, así como de destrucción de propiedad privada e intento de asesinato.
—No estaba usted en casa cuando se incendió —matizó Soltan.
—Cosa que él ignoraba cuando llegó —replicó Holloway.
—No saquemos conclusiones aún, señor Holloway —pidió Soltan—. Voy a proceder de momento con incendio provocado y destrucción de la propiedad privada. Si el intento de incendio y el intento de asesinato son evidentes tras la presentación de las pruebas, tendré en cuenta ambos cargos.
—De acuerdo, señoría —aceptó Holloway.
—Señora Meyer, ¿por casualidad su cliente quiere declararse culpable de estas acusaciones?
—No, señoría —respondió Meyer—. Mi cliente tiene una lista de testigos que darán fe de sus movimientos durante toda la jornada en cuestión.
—Por supuesto —dijo Soltan. Hizo una anotación antes de levantar la vista—. De acuerdo, señor Holloway, primero el demandante.
—Gracias, señoría —dijo Holloway, que tomó el panel de información para conectarlo al monitor de la sala de justicia—. La primera prueba que desearía aportar es la grabación de la cámara de seguridad de mi casa. Tengo una cámara en el escritorio que graba constantemente, y el vídeo se almacena en el disco de mi panel de información, lo que resulta muy apropiado en este caso porque esta cámara en concreto quedó destruida tras el incendio.
—¿Se trata de una cámara de seguridad? —preguntó Meyer.
—No —respondió Holloway.
—Entonces no podemos descartar que usted haya modificado la grabación.
—Estoy más que dispuesto a presentar una declaración jurada ante esta sala conforme el vídeo no ha sido alterado ni editado, y también a testificarlo así en caso de celebrarse el juicio —dijo Holloway.
—Más tarde —dijo Soltan—. Por ahora muéstreme el vídeo.
—Sí, señoría —respondió Holloway, que puso en marcha el vídeo.
La imagen iluminó la pantalla del monitor: el aerodeslizador tomó tierra en la pista de Holloway, el tipo salió del vehículo, probó a forzar la puerta y la ventana, se topó con los peludos, destrozó a Bebé y peleó con Pinto.
Holloway miró a Meyer, que observó aterrada lo que hizo el intruso a Bebé, antes de volverse hacia DeLise, que permaneció sentado, inmóvil.
—Póngalo en pausa —ordenó Soltan de pronto.
Holloway puso el vídeo en pausa. La jueza se volvió hacia él.
—¿Se trata de una broma, señor Holloway?
—¿Por qué lo dice, señoría?
—Este vídeo aún tiene que mostrar algo relacionado con el incendio provocado —dijo Soltan—. En su lugar, lo único que hemos visto es a un tipo peleando y matando animales pequeños. Es nauseabundo, pero no tiene nada que ver con los cargos.
—Primero querría hacer notar a su señoría que estamos en proceso de determinar si los peludos que ha visto en la imagen son animales o personas —dijo Holloway—. Y si resulta que son personas, entonces quienquiera que haya prendido fuego a mi casa, yo digo que fue el señor DeLise, también tendría al menos que afrontar un cargo por asesinato.
—Señor Holloway… —empezó Soltan.
—Sin embargo, eso no figura en mi acusación, puesto que no lo acuso de asesinato —interrumpió Holloway—. Pero la interacción del intruso con los peludos es importante, tal como tendrá ocasión de comprobar en seguida.
—Más vale —dijo Soltan.
—Sí, señoría. De hecho, está a punto de suceder. —Holloway puso de nuevo en marcha la grabación. El tipo arrojó a Pinto al suelo y abrió fuego sobre el peludo—. Ahí está el arma. Ahora verá que el peludo emprende la huida, en dirección a mi cabaña. El hombre sigue disparando, y ahí es cuando uno de los proyectiles entra en la cabaña. Sospecho que este hecho fue el que prendió fuego al interior. Si espera un minuto, empezará a ver el humo.
Todos en la sala de justicia aguardaron en silencio a que apareciera el humo, y mientras, pudieron ver cómo el intruso daba patadas y disparaba sobre Bebé, y luego arrojaba el cadáver al interior de la cabaña. Meyer parecía a punto de vomitar.
«Perfecto», pensó Holloway, que congeló la imagen cuando la cámara había dejado de funcionar.
—Señora Meyer —dijo Soltan al cabo de unos instantes—. ¿Algo que objetar?
Meyer pestañeó y tosió para disimular el hecho de que intentaba concentrarse de nuevo en el asunto que tenía entre manos.
—El vídeo muestra que un hombre prendió accidentalmente fuego a la cabaña del señor Holloway, pero no que ese hombre fuese el señor DeLise —dijo finalmente.
—El hombre que prendió fuego a la cabaña, lo hizo después de intentar forzar la puerta de entrada, lo que supone que esa acción estuvo asociada a un delito —replicó Holloway—. Según la ley Colonial, eso es intento de incendio en tercer grado.
—El hombre en cuestión pudo haber acudido al lugar por otro motivo —repuso Meyer.
—¿Llevando puesto un pasamontañas? —contraatacó Holloway—. En plena jungla. En un día húmedo y caluroso. Además, miren. Lo primero que hace el sujeto al toparse con alguien, persona o no, es dar patadas y disparar sobre él. Si los peludos fueran personas, eso sería asesinato. No había acudido a hacer una visita de cortesía, señoría. Comprenderá usted qué me lleva a pensar que mi asesinato fue uno de los motivos de su presencia allí.
—No sumaré el intento de asesinato a los cargos después de lo visto en este vídeo —declaró Soltan—, pero admito que existe un cargo razonable de intento de incendio, al igual que de destrucción de la propiedad.
—Sin embargo, nada en este vídeo demuestra que el hombre sea mi cliente —dijo Meyer—. Y, de hecho, nos muestra algo que apunta en contra.
¿Señor Holloway? —Meyer tendió la mano, gesto mediante el cual le pedía el panel de información, que Holloway le dio. Meyer rebobinó el vídeo hasta el inicio, hasta el momento en que el aerodeslizador tomaba tierra—. Ahí lo tenemos —dijo—. El aerodeslizador.
—¿Qué pasa con el vehículo? —preguntó Soltan.
Meyer señaló la imagen del monitor.
—Miré los números de serie del costado —dijo—. Es el número de la corporación Zarathustra. No se trata de un aerodeslizador de la brigada de seguridad, la clase de vehículo a la que tendría acceso mi cliente, sino un modelo asignado a representantes de ZaraCorp, gracias al cual éstos pueden visitar a los contratistas que tienen repartidos por su zona.
—Pues compruebe el número en la base de datos de ZaraCorp y dígame a quién pertenece ese aerodeslizador —pidió Soltan.
—No es necesario porque ya lo sabemos —aseguró Meyer—. El testigo se encuentra a la entrada de la sala, dispuesto a ser testigo de la defensa.
—¿Entiende usted que está bajo juramento? —preguntó Soltan.
—Sí —respondió Chad Bourne.
—Díganos su nombre y cargo, por favor.
—Chad Bourne, representante de contratistas para la corporación Zarathustra.
—Todo suyo —dijo Soltan a Meyer.
—Señor Bourne, ¿es usted el representante del señor Holloway? —preguntó Meyer.
—Sí —respondió Bourne.
—¿Y cuánto tiempo lleva ejerciendo como tal? —preguntó la abogada de la defensa.
—He sido su representante desde que me asignaron a Zara Veintitrés —respondió Meyer—. Hará unos siete años.
—¿Qué opinión general le merece el señor Holloway? —quiso saber Meyer.
—¿Tengo permiso para decir palabrotas? —preguntó a su vez Bourne.
—No —espetó Soltan.
—Entonces me limitaré a decir que nuestra relación siempre ha sido tensa —dijo Bourne.
—¿Por algún motivo en particular? —preguntó Meyer.
—¿De cuánto tiempo dispongo para responder a esa pregunta?
—Limítese a los puntos más importantes.
—Se salta a la torera las normas de la Agencia Colonial para la Protección del Medio Ambiente, así como la normativa de ZaraCorp, lo discute todo, intenta darle la vuelta a todo y, además, se comporta como un capullo —dijo Bourne, mirando a Holloway.
—¿Alguna cualidad positiva? —preguntó Meyer con media sonrisa.
—Me gusta su perro.
—¿Alguna vez ha manifestado su odio hacia el señor Holloway? —preguntó Meyer.
—Lo hago habitualmente.
—Señor Bourne, ¿es consciente de que su aerodeslizador podría haber sido utilizado para cometer un delito?
—Lo supuse cuando el otro día me requisaron el vehículo —contestó Bourne.
—Sí —dijo Meyer—. Encontramos restos de espuma contra incendios en el aerodeslizador. La misma marca que utilizó el señor Holloway para proteger su vivienda.
—De acuerdo.
—También hemos podido ver un vídeo en que el número del aerodeslizador es perfectamente visible en el costado.
—Muy bien.
—Señor Bourne, ¿podría decirnos qué hizo el día en que se incendió la cabaña del señor Holloway? —preguntó Meyer.
—Pasé la mayor parte del día enfermo en casa —respondió Bourne.
—Así que no vio a nadie, y nadie le visitó —dijo Meyer.
—No —confirmó Bourne.
Meyer se volvió hacia Soltan y se preparó para exponer una teoría alternativa del delito.
—Espere, eso no es exactamente cierto —dijo Bourne—. Sí vi a alguien.
Meyer se guardó el discurso que pretendía soltar.
—¿Disculpe?
—Digo que vi a alguien.
—¿A quién?
—A él —respondió Bourne, señalando a Holloway—. Tenía que contarle que había cometido un error insignificante, en referencia al hallazgo que hizo de la veta de piedra solar. Por lo visto no es propiedad de ZaraCorp, sino de Holloway.
—¿Qué? —Meyer abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Qué? —preguntó Soltan.
—En efecto, justo antes de que descubriese la veta yo había rescindido su contrato —explicó Bourne—. Debo añadir que tuve motivos de peso, pero cuando me habló del hallazgo, olvidé reactivar su contrato, lo cual habría cedido el descubrimiento a ZaraCorp. Mientras estaba en casa, revisé los contratos y reparé en que faltaba el suyo. Así que hice algunas indagaciones. Resulta que, según la jurisprudencia sentada por los casos «Butters contra Wayland» y «Buchheit contra la corporación Zarathustra», él es el propietario de la veta. Pensé que tal vez ZaraCorp intentaría arrebatársela legalmente, pero ahí tenemos «Greene contra Winston», y dado lo que sucedió la última vez que ZaraCorp litigó por ello, preferí no arriesgarme. Así que me sentí en la obligación de informarle de ello. Sabía que ese día visitaba Aubreytown, así que fui a hablar con él. Supuse que querría saber que vale uno coma dos billones de créditos. Al menos yo querría que alguien me informara de algo semejante. ¿Quién no?
Se hizo un silencio absoluto en la sala.
—¡Vamos, hombre! —protestó Meyer—. No puede usted creer que Holloway es el dueño de esa veta.
—Pues lo es —dijo Bourne—. Fue un descuido por mi parte. Lo siento.
—¿Que lo siente? ¿El único testigo de su paradero y actividades resulta ser el demandante, a quien usted acaba de entregar un billón de créditos del dinero que pertenece a ZaraCorp? Sin duda pediría perdón por eso.
—¿Puedo hacer objeciones? —preguntó Holloway tras levantar la mano.
—¿Qué pasa, señor Holloway? —preguntó a su vez Soltan.
—¿Es cosa mía o ha pasado la defensa de dar a entender que el testigo fue quien prendió fuego a mi cabaña a sugerir que ambos somos compinches en una estafa a ZaraCorp, todo en una misma frase? —preguntó Holloway.
Soltan se volvió hacia Meyer.
—No le falta razón, señora Meyer —advirtió Soltan.
—Señoría, independientemente de lo que pueda haber dicho, no me negará que resulta muy sospechoso —se defendió Meyer—. El señor Holloway acusa a mi cliente de incendiarle la casa, y resulta ser la única persona aquí capaz de proporcionar una coartada al señor Bourne.
—También estuvo presente el señor Mark Sullivan —dijo Holloway.
—¿Discúlpeme?
—Estaba en casa de Sullivan cuando Chad me localizó para hablarme de ello —explicó Holloway—. No veo por qué no habría que considerarlo un testigo creíble. Después de todo, fue subordinado de la señora Meyer.
—De acuerdo —dijo Soltan—. Haré que un alguacil vaya a buscarlo.
—Eso no será posible —dijo Meyer.
—¿Por qué no?
—Porque lo han ascendido. De hecho, el cargo que desempeñará supera al de la señora Meyer. A partir de ahora es el nuevo consejero general de ZaraCorp en Zara Once. Se va hoy mismo.
—¿Se va o ya se ha ido? —quiso saber la jueza, basculando la mirada entre Meyer y Holloway.
—Se ha ido —aclaró Meyer.
—Lo hará en breve —puntualizó Holloway—. Le han sacado billete para dentro de tres horas. Probablemente esté esperando en el vestíbulo del ascensor espacial.
Soltan miró a Meyer con los ojos entornados.
—De ahora en adelante, señora Meyer, cuando alguien siga en la superficie del planeta, no me diga que ya se ha ido.
—Sí, señoría.
—Haré que uno de los alguaciles anule el billete del señor Sullivan y le saque otro para el siguiente transporte —dijo Soltan—. Otro irá a buscarlo y lo traerá aquí. Eso nos llevará cerca de media hora, más o menos. Hasta entonces ordeno un receso. —Se levantó, mirando a Bourne—. Puede retirarse, pero no se vaya muy lejos —dijo. Bourne se levantó.
—¿Puedo acercarme, señoría? —preguntó Meyer.
—¿Qué parte de «ordeno un receso» no ha entendido, señora Meyer? —preguntó Soltan tras pestañear con incredulidad.
—Por favor, señoría —insistió Meyer.
Soltan se sentó de nuevo con el entrecejo arrugado, e hizo un gesto a Holloway y Meyer para que se le acercasen.
—Tenemos que hablar de la situación de la veta de piedra solar —dijo Meyer.
—No, nada de eso —dijo Soltan—. Aparte del papel que representa esa veta para la coartada del señor Bourne, no es relevante para el caso que nos ocupa.
—Es relevante para todo lo demás en el planeta —dijo Meyer—. El señor Bourne ha testificado en una sala de justicia que ZaraCorp no tiene derecho a reclamar la propiedad de esa veta. Eso nos lleva a transitar un terreno peligroso. Tenemos que obtener un dictamen previo.
—Cuando termine la vista —contestó Soltan.
—Cuanto más esperemos, peor será su fundamento jurídico —dijo Holloway—. Hablando como parte interesada, a mí también me interesa un dictamen previo. Cuanto antes mejor.
Soltan volvió a entornar los ojos.
—De acuerdo —dijo—. Acompáñenme a mi despacho. Diez minutos. Expongan su caso, pero que sea deprisa porque en cuanto el señor Sullivan entre en la sala, volveré a ocuparme de esta vista preliminar.
El despacho de Soltan, atestado cuando sólo lo ocupaba ella, se volvió claustrofóbico con la presencia de seis personas en su interior. Estaban presentes Soltan, Meyer y Holloway, además de Chad Bourne, Brad Landon y Wheaton Aubrey VII, a quien Meyer se había apresurado a avisar.
—Qué acogedor —dijo Holloway, con la espalda pegada a la pared.
Soltan, sentada al escritorio, le miró antes de volverse hacia Meyer.
—Adelante —dijo—. Y rápido.
—El señor Bourne no tiene autoridad para Meyer. Es representante de contratistas, no forma parte de la junta de dirección.
—Algo que es totalmente irrelevante —dijo Holloway—. Bourne nunca dijo que tuviera autoridad. Se limitó a señalar que había revocado mi contrato. En cuanto hizo eso, se aplicó el precedente sentado por el caso Butters. Esa veta es mía.
—Si su contrato no es válido, ha estado en este planeta ilegalmente —dijo Meyer a Holloway.
—Sé perfectamente que debe lealtad a la compañía y demás, señora Meyer —replicó Holloway—. Pero, de hecho, las normativas de ZaraCorp no coinciden con la ley Colonial. Va en contra de las normativas que prospectores no contratistas permanezcan en Zara Veintitrés, en efecto. Pero no va en contra de la ley. Y de todos modos, depende de ZaraCorp la defensa de sus propias normativas. No se me puede culpar si la compañía nunca se molestó en escoltarme hasta la puerta.
—Pondremos solución a eso —aseguró Aubrey.
Landon torció imperceptible el gesto al escuchar eso.
El motivo se hizo evidente después de que Soltan enderezara la espalda.
—Vuelva a hacer eso en mi presencia, señor Aubrey, y pasará un tiempo en una de las celdas de su propia compañía —dijo.
—No pasa nada, señoría —dijo Holloway—. Aunque hago notar que no permitiré que mi veta sea explotada, a menos que yo esté presente para supervisar la operación. Cada vez cuesta más encontrar un buen servicio.
—Silencio, señor Holloway —ordenó Soltan, que se volvió hacia Bourne—. Señor Bourne, ¿está seguro de que rescindió el contrato del señor Holloway antes de que éste descubriese la veta?
—Totalmente, señoría —respondió Bourne, que le tendió su panel de información—. Aquí tiene la orden de rescisión del contrato. Verá que poco después, tanto el señor Holloway como yo firmamos una ampliación del contrato original, tras renegociar nuevas condiciones de resultas de su hallazgo. Sin embargo, puesto que esta ampliación iba adjunta a un contrato que nunca se reactivó, la ampliación tiene carácter nulo.
Soltan comprobó el panel de información unos minutos, antes de levantar la vista a Meyer.
—¿A nadie se le ocurrió comprobar esto? —preguntó.
—Todos los contratos son estándar y los tramitan los representantes —respondió la abogada de la defensa—. El departamento jurídico los repasa cuando el representante nos llama la atención sobre ellos.
Soltan volvió la vista hacia Bourne.
—¿Y usted no llamó la atención al departamento legal respecto a este contrato?
—Señalé la ampliación —dijo Bourne, que recuperó un instante el panel de información para seleccionar el historial del documento—. Era la ampliación la que incluía las cláusulas inusuales. No había necesidad de destacar el contrato estándar, porque era estándar.
—Exceptuando el hecho de que olvidó usted reactivarlo —dijo Soltan, recuperando el panel de información.
—Sí, señoría —admitió Bourne.
—Usted firmó la ampliación, señora Meyer —dijo Soltan.
—Sí —confirmó Meyer.
Soltan dejó el aparato en el escritorio.
—Esto no es complicado —aseguró—. Si no hubo contrato, se aplica el precedente sentado por el caso Butters.
—El señor Holloway creía tener un contrato —señaló Meyer.
—¿Sugiere que el señor Holloway está de algún modo obligado legalmente a cumplir un contrato que no existe, simplemente porque creyó estar contratado? —preguntó Soltan—. No, señora Meyer. Aquí es ZaraCorp la que ha estado sacando tajada de la situación. Sea como fuere, usted quería un dictamen previo. Aquí lo tiene: fallaré en favor del señor Holloway y pondré el caso en la lista de causas pendientes a resolver en una sala de justicia. Es un caso civil, y si no recuerdo mal, tiene usted una larga lista de casos que lo preceden, así que lo atenderé dentro de… pongamos, un año.
—Solicito que lo adelante en la lista de causas pendientes, señoría —pidió Meyer.
—Lo pensaré —dijo Soltan—. Pero hoy no.
—Esta decisión supondría el cese de las operaciones de la empresa en Zara Veintitrés —intervino Brad Landon—. Decenas de miles de personas se quedarán sin trabajo. De hecho, ya lo están debido al dictamen previo. Lo que pasa es que aún no lo saben.
—Todo eso depende del señor Holloway, ¿no cree? —dijo Soltan, volviéndose hacia el prospector.
—Debo decir que me conmueve profundamente la preocupación que demuestra tener ZaraCorp para con sus operarios —dijo Holloway—. Así que por mi parte no habrá problema en proseguir con las operaciones en la veta. Lo único que pido es la mitad de los ingresos brutos.
Landon palideció.
—La mitad —dijo, como un eco.
—A menos que ustedes consideren que yo debería obtener una cifra mayor —apuntó Holloway.
—Todo ello mientras ZaraCorp cubre el coste de la maquinaría y los sueldos de la mano de obra —dijo Aubrey.
—Tal como ha dicho la señora Meyer, sólo se permite la estancia en el planeta a los empleados y contratistas de ZaraCorp —recordó Holloway—. Cuando quieran cambiar eso, háganmelo saber. Hasta entonces, esos gastos corren de su cuenta.
—No es precisamente una división equitativa de los cos… —empezó Landon.
—La mitad de los ingresos o nada —ofreció Holloway, interrumpiéndole—. Ése es el trato. Tómenlo o déjenlo.
Landon miró a Aubrey, que asintió imperceptiblemente.
—Trato hecho —aceptó Landon.
—Perfecto, todo el mundo queda satisfecho —concluyó Soltan, que se levantó—. Ahora, por favor, váyanse. Tengo unos asuntos que atender. —Abrió la puerta al cuarto de baño adjunto al despacho y se metió dentro.
Aubrey se volvió hacia Bourne, sentado en una de las sillas.
—Gusano insignificante —dijo—. Nunca volverá a encontrar trabajo. Eso se lo aseguro.
—Sí, claro —respondió Bourne, sosteniéndole la mirada—. Su abogada ya se estaba ocupando de eso ahí fuera, ¿no? La única diferencia entre ahora y ese momento es que su decisión de joderme la vida y la carrera tan sólo le ha supuesto la pérdida de seiscientos mil millones de créditos. Espero que haya merecido la pena, capullo arrogante.
Se levantó y salió del despacho.
—Nombre y ocupación —pidió Soltan.
—Mark Sullivan. Soy abogado. Actualmente no tengo puesto asignado.
—Señor Sullivan, el día en que el señor Holloway fue a visitarle, ¿tuvo usted visitas? —preguntó la jueza.
—Aparte del propio señor Holloway, quiere decir.
—Sí.
—Tuve dos visitas —respondió Sullivan—. Tres si cuenta al perro de Jack. Además de Jack y el perro, me visitó Isabel Wangai, que es amiga de ambos. Y hubo un momento en que Jack recibió una visita breve de Chad Bourne.
—¿Sabe usted de qué hablaron? —quiso saber la jueza.
—No. Lo hicieron en voz baja, y Jack no comentó nada después. Al poco rato llegó Isabel y comentamos otros asuntos.
Soltan se dirigió a Meyer.
—¿Tiene alguna pregunta?
—No, señoría —dijo Meyer—. Pero presentaremos testigos que testificarán acerca del paradero del señor DeLise durante el día en cuestión. Hasta el momento no hemos hecho más que desvincular al señor Bourne de lo sucedido.
—Estoy segura de que eso a él le parecerá suficiente —comentó Soltan—. Señor Sullivan, puede usted retirarse. Mi alguacil le llevará de vuelta a la terminal del ascensor espacial.
—Si me lo permite, querría quedarme —dijo Sullivan—. Mi transporte no sale hasta dentro de doce horas.
—Como usted quiera —respondió Soltan—. Bueno, señor Holloway, ha llegado el momento de que nos presente su segunda prueba, si es tan amable.