Joe DeLise se mostró muy disgustado cuando atravesó la puerta de la Madriguera de Warren y vio a alguien sentado en su taburete favorito. Aún se disgustó más cuando el tipo se volvió y reconoció quién era.
—No me importa lo que dijo ese picapleitos —le advirtió DeLise desde la puerta—. Si no sacas tu culo del taburete para cuando llegue allí, te partiré la cara.
—Ya que lo mencionas, ese picapleitos está ahí mismo —dijo Holloway, señalando a Sullivan, que jugaba al billar solo.
DeLise hizo una pausa.
—¿Qué pasa, Jack? ¿No puedes dar un paso sin tu protector? —preguntó un instante después. Echó a andar de nuevo en dirección al taburete—. Supongo que he logrado asustarte de verdad, ¿eh?
Holloway miró fijamente a DeLise.
—Por Dios, Joe, ¿qué te ha pasado en la cara? —preguntó—. Es como si hubieras intentado morrearte con un gato que no quería saber nada de ti.
—No es asunto tuyo —replicó DeLise de malos modos.
—Ojo, que conste que no culpo al gato —continuó Holloway, mirando fijamente de nuevo a DeLise—. Dime, ¿cuánto hace de eso? Por su aspecto diría que cuatro, puede que cinco días.
—Vete al carajo —dijo DeLise, que ya se encontraba frente a Holloway—. Y sal de mi taburete.
—Iba a hacerlo —respondió Holloway—. Huele mal. Supongo que por la de años que llevas tirándote pedos ahí sentado.
—Eso es —dijo DeLise—. Venga, muévete.
—Pero antes tengo algo para ti —dijo Holloway.
—¿Qué?
—Esto —dijo Sullivan, estampándole en el hombro una orden judicial. Se había acercado a DeLise por la espalda mientras el oficial de seguridad amenazaba a Holloway—. Tiene usted cita con los juzgados para una vista preliminar. DeLise volvió la mirada, pero no tocó la orden.
—¿Por?
—Por incendiarme la casa, gilipollas —replicó Holloway.
—No sé de qué me hablas —dijo DeLise—. He pasado aquí todo el tiempo que no he estado trabajando. Y tanto en el trabajo como aquí tengo gente dispuesta a atestiguarlo así.
—Bueno, entonces no tiene nada de qué preocuparse, ¿verdad? —preguntó Sullivan—. Persónese dentro de tres días con algunos de sus testigos, deje que charlen un rato con la jueza Soltan y podrá marcharse.
—No recuerdo que llamases a seguridad para comunicar el incendio —dijo DeLise.
—Eso tiene gracia.
—Teniendo en cuenta la posible implicación de un oficial de seguridad de ZaraCorp, el señor Holloway pidió a la jueza que le permitiera presentar directamente una petición para la vista previa —explicó Sullivan—. Y yo, como representante legal de ZaraCorp, apunté que para la compañía no supondría ningún problema. Y aquí estamos.
—¡Sorpresa! —dijo Holloway a DeLise. DeLise miró con desdeño a Holloway, antes de volverse de nuevo hacia Sullivan.
—Aunque eso fuera cierto, que no lo es, ¿a ti qué te importa? —preguntó a Sullivan—. Eres el abogado de ZaraCorp y no representas a Holloway, que no es empleado de ZaraCorp. Su casa no es propiedad de la compañía. Mierda, soy yo quien trabaja para ZaraCorp, y no este gusano.
—Pero cuando va por ahí incendiando casas ajenas, no trabaja para ZaraCorp, ¿verdad, señor DeLise? —preguntó Sullivan—. Esas actividades no pueden considerarse parte de sus atribuciones laborales.
DeLise esbozó una sonrisa afectada.
—No creo que quieras entregarme esa orden, letrado —dijo.
—Voy a darle un consejo, señor DeLise —dijo Sullivan—. Sólo porque no haya tocado la orden con los dedos no significa que no le haya sido entregada.
DeLise resopló, agarró la orden y la dejó en la barra. Después se volvió hacia Sullivan.
—Esto será una pérdida de tiempo para todo el mundo —dijo—. Y no me hace ninguna gracia que me hagan quedar como un gilipollas, letrado. —Señaló con el pulgar a Holloway—. Crees que te haces un favor enganchándote a este zurullo andante, Sullivan, pero entre tú y yo, te diré que esta vez has escogido el caballo equivocado. No creo que te guste el sitio al que acabará arrastrándote.
—Bueno, señor DeLise, viniendo de alguien a quien en una ocasión tuve que impedir que matara al señor Holloway en la celda de detención de ZaraCorp, lo considero un consejo de lo más irónico —dijo Sullivan—. Puede tener la certeza de que le dedicaré la consideración que merece.
—Claro, estoy seguro de ello —respondió DeLise—. Pero ya no es tan intocable como usted lo pintó. Y cuando todo esto haya terminado, ya veremos quién es aquí el gilipollas, ¿verdad? —Se volvió hacia Holloway, que lo cegó con un inesperado e intenso destello.
—¿Pero qué ha…?
—Tan sólo te hacía una foto —dijo Holloway, bajando la cámara—. Esa cara magullada que tienes hace que me parta de risa, Joe.
—Sal de mi taburete, gilipollas —ordenó DeLise—. Ya.
—Todo tuyo. —Holloway se levantó—. Disfrútalo mientras puedas.
DeLise lanzó un gruñido y se sentó en él.
—¿Ya te he dicho hoy cuánto te odio? —preguntó Chad Bourne a Holloway.
Ambos paseaban a Carl, que husmeaba alegre el asfalto de una de las calles laterales de Aubreytown. Bourne había llamado a Holloway para reunirse en su cubículo, pero Holloway había rechazado la idea. Después de gritarse un rato, ambos se encontraron paseando al perro. Reinaba un ambiente sofocante. Bourne no iba vestido para caminar y sudaba profusamente.
—Hoy no he hecho nada para que me odies —dijo Holloway.
—Me has obligado a acompañarte a pasear a tu perro —contestó Bourne.
—No es para que me odies —protestó Holloway—. Además, Carl te cae bien.
—Mi cubículo tiene aire acondicionado.
—Tu cubículo probablemente esté plagado de micrófonos ocultos.
—Así que ahora, además de ser un grano en el culo, te has vuelto paranoico.
—En estas últimas semanas me han saboteado el aerodeslizador y me han incendiado la casa hasta los cimientos, por decirlo de algún modo —explicó Holloway—. Creo que me he ganado el derecho a experimentar cierto grado de paranoia. Además, necesito contarte un par de cosas que no quiero que oiga nadie más.
—Aparte de esas voces que oyes —bromeó Bourne.
—De acuerdo —dijo Holloway. Se detuvo mientras Carl examinaba un arbolillo que debía de parecerle interesante—. Mira, Chad. Tú y yo tenemos nuestras cosas, y hasta estoy dispuesto a admitir que buena parte de nuestros problemas son culpa mía. Sé que ha habido momentos en que te has apartado del buen camino para causarme problemas, porque yo me había desviado del mío para causarte muchos problemas. ¿Lo reconoces?
—Lo reconozco —concedió Bourne al cabo de unos instantes.
Carl había terminado su examen del arbolillo y había dejado atrás una nota para los demás perros. Los tres habían echado a andar de nuevo.
—Hay que reconocerlo —insistió Holloway—. Ambos hemos tenido nuestros más y nuestros menos. Pero hay algo que respeto de ti, Chad. Me refiero a que eres un hombre decente. A veces me odias, pero siempre me has invitado a esa absurda fiesta que organizas por Navidad para los contratistas a quienes representas. Siempre has sido transparente en tus tratos, y sé que no todos los contratistas de ZaraCorp lo son. Joder, si hasta te gusta mi perro.
—Es un buen perro —dijo Bourne—. Mejor de lo que te mereces.
—Bueno, ahí está el quid de la cuestión, ¿no crees? —preguntó Holloway—. Algo que siempre he tenido la suerte de tener es gente mejor de la que merezco. Carl. Isabel. Sullivan, aunque esté saliendo con mi ex. Incluso tú, Chad. A pesar de lo que me incordias, te has portado conmigo mucho mejor de lo que me merezco. Salta a la vista que he tenido mucha suerte.
—Eso es un misterio para mí —dijo Bourne—. De veras.
Holloway sonrió al escuchar eso.
—Dado que te has portado de forma tan decente conmigo, quiero decirte algo. Creo que están a punto de joderte bien jodido.
Bourne detuvo el paso.
—¿Qué coño se supone que significa eso?
—Tienes un aerodeslizador —dijo Holloway.
—Tengo un aerodeslizador de empresa, ¿y qué?
—Creo que para cuando vuelvas hoy a tu cubículo, descubrirás que te lo han confiscado.
—¿Qué? —preguntó Bourne, alarmado—. Pero ¿por qué? ¿Quién? ¿Tú?
—No, yo no —respondió Holloway—. Sospecho que averiguarás que ha sido confiscado como prueba por cualquiera que represente a Joe DeLise en la vista preliminar que he cursado contra él por incendiar mi cabaña.
—¿Qué tiene que ver Joe DeLise con mi aerodeslizador? —preguntó Bourne.
—Que sepamos, nada en absoluto —dijo Holloway—. Y ahí está la gracia, Chad. Cuando lo confisquen, probablemente llevarán a cabo ciertas pruebas, y sospecho que encontrarán un residuo de espuma contra incendios. La misma que tengo en mi casa.
Bourne se mostró confundido.
—¿Cómo ha llegado ahí? —preguntó.
—Obviamente, porque tu aerodeslizador estaba en mi casa cuando se quemó. —Holloway reanudó el paseo, arrastrando al perro y a Chad. No quería quedarse mucho rato en el mismo sitio—. También podría haber otras pruebas físicas, pero supongo que serán las que utilice el abogado de DeLise para introducir una duda razonable en mi aserción de que fue él quien prendió fuego a mi casa.
—Ni me subí a ese vehículo el día del incendio —recordó Bourne.
—¿Dónde estabas?
—Me había tomado un día libre —respondió Bourne—. Se suponía que debía acudir a la investigación relativa a esas criaturas peludas que descubriste, pero me desperté algo indispuesto y decidí saltármela. Me quedé todo el día en el apartamento.
—¿Te hizo compañía alguien? —preguntó Holloway.
—No.
—¿Así que no tienes testigos que puedan corroborar que te pasaste el día durmiendo?
—¿Y qué?
—Pues que DeLise ya nos ha asegurado que cuenta con numerosos testigos que jurarán haberlo visto, tanto en el trabajo como en ese tugurio de mierda donde mata el tiempo —dijo Holloway—. Hay tanta gente que lo teme que testificarán ante el juez que estaba donde él diga, en lugar de testificar la verdad, que estaba en mi casa, incendiándola.
—Pero no tiene ningún sentido. Cómo iba a acceder DeLise, o cualquier otra persona, al aerodeslizador, si guardo el llavero en el bolsillo.
—¿Ha estado alguna vez DeLise en tu aerodeslizador? —preguntó Holloway.
—Ya sabes que sí —respondió Bourne—. Era el guardaespaldas de Aubrey cuando fuimos a visitarte.
Holloway miró a Bourne, contando los segundos hasta que su representante encajara las piezas.
—Mierda —dijo Bourne.
—Dejaste el llavero en el vehículo, con DeLise dentro, porque no quise que se moviera del asiento —le recordó Holloway—. Tuvo tiempo más que suficiente para descifrar la combinación y hacer una copia, si es que sabía cómo hacerlo o si alguien le ayudó. Luego pudo robar el aerodeslizador en cualquier momento, y cuando abandonó el garaje, la salida del vehículo quedaría registrada en tu llavero.
—¿Por qué yo? —preguntó Bourne.
—Porque eres mi representante, Chad —dijo Holloway—. Todo el mundo sabe que nos llevamos como el perro y el gato. Todo el mundo sabe que yo soy el grano en tu culo. Hay pilas de quejas formales presentadas por ambos en las que nos peleamos por esto o por otro. Infinidad de ejemplos en los que hago caso omiso de lo que dices, me lo salto a la torera o paso de ti para salirme con la mía. Ahora que la jueza Soltan ha dictaminado que debe ampliarse la investigación sobre los peludos, he puesto en jaque tanto tu trabajo como el de cualquier otra persona de este planeta. Después de todo, no es inverosímil que se te crucen los cables y decidas tomarla conmigo. Diste por sentado que yo había regresado a mi cabaña al concluir la vista y tomaste la decisión de prender fuego a mi propiedad. Como ves, todo encaja perfectamente.
Bourne se detuvo de nuevo para sentarse en el bordillo de la acera, sin decir palabra.
—Todo encaja —insistió Holloway—. Excepto para quienes te conocen, Chad. Como yo, por ejemplo. Por mucho que hayamos tenido nuestras diferencias, sé que eres una buena persona. Por eso te aviso con antelación.
Bourne siguió sentado en el bordillo de la acera, sacudiendo la cabeza con incredulidad.
—Vamos —dijo Holloway, dándole unas palmaditas en la espalda—. Te acompaño de vuelta a la oficina.
—Podrías equivocarte —dijo Bourne tras un largo silencio.
—Es posible —admitió Holloway—. Quizá vuelvas a tu cubículo, bajes al garaje y encuentres ahí el vehículo, esperándote. En ese caso, te aconsejo que lo laves a conciencia. Por el contrario, tal vez descubras que tengo razón, y que te han llamado a declarar en la vista preliminar, en cuyo caso descubrirás que las pruebas circunstanciales combinadas con tu carencia de coartada va salvar el culo de alguien, tanto como comprometerá el tuyo.
—Dices que todo esto sucederá, pero no cómo puedo librarme de ello —dijo Bourne.
—Ahí no puedo ayudarte. Ya te estoy diciendo más de lo que debería, y el único motivo de que lo haga es porque, que nosotros sepamos, no han confiscado tu aerodeslizador ni te han llamado a testificar. Aún no estás en la lista, pero te llamarán. Y entre este momento y cuando eso suceda, vas a tener que plantearte algunas cosas.
—¿Como qué, por ejemplo?
—Como quién ha decidido mantener al margen de esto a DeLise, a cambio de cargarte a ti el muerto —respondió Holloway—. Porque quienquiera que haya sido ha decidido que no puedes hacerles nada que les perjudique. Así que cuando averigües de quién se trata, tu próximo paso será descubrir qué puede causarles el mayor perjuicio posible.
—No tiene sentido que haga eso si no va a servirme de nada —contestó Bourne.
—Chad, a esto me refería cuando dije que eras un tipo fundamentalmente honesto —dijo Holloway—. Deja que lo exprese de este modo: a veces en la vida ganas, otras pierdes. Pero porque pierdas no significa que el otro tipo tenga que ganar. ¿Me entiendes?
—En realidad, no —reconoció Bourne.
—Bueno, piensa en ello de todos modos —dijo Holloway—. Tal vez se te ocurra algo.
Los tres doblaron una esquina y se detuvieron delante del edificio administrativo de ZaraCorp.
—Tu parada —anunció Holloway.
—Sigues sin caerme bien.
—Nunca te he dado motivos para sentir lo contrario, Chad —dijo Holloway—. Y no voy a fingir que tú me caes bien, pero sí quiero que sepas que te considero un buen tipo. Eres un buen tipo y no mereces que te jodan de esa manera. Y en la medida de mis posibilidades, haré lo posible para impedirlo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. —Un impulso lo llevó a tender la mano a Holloway, que éste estrechó.
—Gracias —dijo Holloway.
Bourne asintió con la cabeza antes de entrar en el edificio. Holloway lo vio fundirse en la negrura del recibidor y luego llevó a Carl por la calle hasta donde Isabel y Sullivan le estaban esperando. Carl fue directo hacia la bióloga, quien le dio unas palmaditas con una sonrisa.
—¿Cómo está? —preguntó Sullivan, refiriéndose a Bourne.
—Muerto de miedo —respondió Holloway—. Tal como habíamos planeado.
—¿Tienes idea de qué hará cuando lo llamen a testificar?
—Ni la más remota.
—Será interesante.
—Yo no lo hubiera descrito mejor.
—Callaos de una vez —dijo Isabel—. Pobre Chad. Es un ser humano, por si no os habíais dado cuenta. No es una pieza de ajedrez con la que podáis jugar.
—Definitivamente se trata de un peón —dijo Holloway—. La cuestión es si es nuestro o de otro. Y al menos evitamos que le culpen de un incendio provocado. O de un intento de asesinato, ahora que lo pienso.
—Es una buena persona, Jack —le recordó Isabel.
—Lo sé, Isabel —dijo Holloway—. De veras.
Pero Isabel no se mostró muy convencida, a juzgar por su expresión.
—Mientras vosotros dos teníais vuestra charla, Isabel y yo hemos recibido noticias interesantes que compartir contigo —anunció Sullivan.
—¿De qué se trata? —preguntó Holloway.
—Nos van a trasladar —dijo Isabel—. A los dos. A Mark le han asignado un puesto de consejero general en Zara Once, y a mí me envían de vuelta a la Tierra, donde dirigiré un laboratorio.
—¿Cuándo se hará efectivo? —preguntó Holloway.
—De inmediato —dijo Sullivan—. Ya nos han relevado de nuestras funciones y nos han concedido tres días para recoger nuestras cosas. Nuestro transporte por ascensor espacial coincide con la celebración de la vista preliminar.
—Qué sorprendente coincidencia.
—No sólo nos atañe a nosotros —continuó Isabel—. El problema administrativo que trajo aquí a Arnold Chen se ha solucionado como por arte de magia. Partirá hacia Uraill en el mismo transporte que nosotros.
—Debe de estar emocionado.
—Todo lo contrario —dijo Isabel—. Me llamó para hablar de ello y te aseguro que gimoteaba. Lleva toda la vida esperando la oportunidad de descifrar una lengua extraterrestre, y no van a permitírselo. Lo han apartado de toda la documentación. También me han confiscado la mía.
—Yo sigo conservando la copia de seguridad que hicimos —señaló Holloway.
—Razón por la que no gimoteo —comentó Isabel.
—Se deshacen de nosotros antes de que llegue aquí el equipo de investigación de la Agencia Colonial para la Protección del Medio Ambiente —dijo Sullivan—. De cualquiera que esté al corriente de la existencia de los peludos. Exceptuándote a ti, Jack.
—Y estás convencida de que eso es nefasto —dijo Holloway.
—¿Tú no? —preguntó Sullivan.
—Desde que mi aerodeslizador se estrelló en mitad de la jungla tengo el convencimiento de que todo es nefasto —respondió Holloway.
—Nos tienes preocupados, Jack —confesó Isabel—. Ambos lo estamos.
—No vais a engañarme —dijo Holloway—. A vosotros quien os preocupa es Carl.
—Hablo en serio, Jack —dijo Isabel.
—Pues a mí sí me preocupa más el perro —confesó Sullivan.
—Ya estamos —contestó Holloway.
—Mark —regañó Isabel.
—Isabel, Mark —dijo Holloway—. Vuestros nuevos destinos no cambian las cosas. Nada de todo esto cambia las cosas. Cuando nos despertamos esta mañana, teníamos tres días para prepararnos, y ahora seguimos teniendo tres días para prepararnos. Si lo logramos, no necesitaremos más de tres días. Si no, entonces ya no tendrá importancia. Por ahora, dejemos que el futuro cuide de sí mismo. Tenemos tres días. Pongámonos manos a la obra.