Holloway vio alzarse los jirones de humo cuando aún se encontraba a veinte kilómetros de distancia. Eran como finos trazos pintados a lápiz, recortados contra el cielo.
—Mierda —maldijo para sus adentros.
La buena noticia era que la fina columna de humo indicaba que el incendio se había extinguido y que el daño se limitaba a su hogar y la plataforma sobre los árboles, de modo que los árboles espino no habían desaparecido y el resto del bosque no había ardido hasta las raíces. El sistema de extinción de incendios que había instalado había cumplido adecuadamente con su función.
La mala noticia era que, casi con toda certeza, su cabaña se había convertido en un torrezno. Se alegró de haber dejado a Carl en compañía de Isabel antes de emprender el viaje. Carl no estaba psicológicamente preparado para afrontar los daños causados por un incendio.
También estaba un poco preocupado por los peludos, pero sólo un poco. Fueran inteligentes o no, estaba convencido de que sabrían cómo huir de un incendio.
Al cabo de varios minutos, Holloway sobrevolaba en círculos la plataforma, evaluando los daños. Tal como había esperado, la cabaña estaba hecha una pena, construida como estaba con madera y plástico relativamente baratos. Los cobertizos y la zona de aterrizaje, hechos de metales y compuestos inflamables, mostraban daños derivados del humo, y la zona más externa, daños provocados por el fuego, pero no se habían carbonizado ni mostraban aparentes daños estructurales. Holloway decidió entrar, tras estacionar el aerodeslizador a un metro de altura sobre la pista de aterrizaje, en lugar de posarlo en ella. Tal vez la estructura no hubiese sufrido daños visibles, pero de momento prefería no poner a prueba la validez de esa suposición. Estaba seguro de que aguantaría su propio peso, pero no estaba tan convencido de que también pudiera con el vehículo.
Salió del aerodeslizador y pisó sobre la pista de aterrizaje, que aguantó su peso sin problemas. Dio un paso y estuvo a punto de caer de culo, no por culpa de los daños derivados del incendio, sino por los restos de espuma contra incendios que había salido expulsada por las diversas tomas para cubrir el complejo en cuanto el sistema de emergencia había detectado el fuego. Dado que la casa de Holloway estaba entre los árboles, cuando se producía una tormenta eléctrica, no era raro que algún rayo le hiciera una visita. Aunque Holloway contaba con veletas y pararrayos, no sería la primera vez que se declaraba un incendio allí. Después del primero, Holloway se había preparado para el siguiente.
La primera parada de Holloway no fue su ruinosa cabaña, sino que se dirigió en línea recta a los espaciosos cobertizos. Tocó la puerta con cautela. Habían transcurrido un par de horas desde que se declarara el fuego, pero quizá la puerta seguía ardiendo. Comprobó que no era así. Es más, el cierre electrónico estaba intacto. Holloway tecleó la combinación, se situó a un lado para evitar una fuga de aire caliente y abrió la puerta.
Había un agujero en el suelo allí donde tenía que haber encontrado los explosivos que utilizaba para provocar explosiones durante la prospección.
Holloway esbozó una sonrisa torcida. Se suponía que debía haber un agujero en el suelo donde solían estar los explosivos, o no habría encontrado ninguna plataforma donde aterrizar, y tal vez tampoco un bosque que sobrevolar. Holloway no almacenaba una cantidad excesiva de explosivos, pero lo que tenía bastaba para arrasar las inmediaciones.
Se acercó al agujero, que era una trampilla sobre la cual Holloway colocaba los explosivos en cajas de seguridad. En caso de incendio o de tormenta eléctrica sobre la zona, la trampilla se abriría y las cajas se precipitarían al vacío sobre el terreno de la jungla. Las cajas estaban diseñadas para poder arrojarlas desde aviones y sobrevivir intactas a una caída de hasta trescientos metros, mucho menos que la que separaba la plataforma del suelo. El calor podía activar los explosivos, pero los movimientos bruscos no.
Holloway se asomó por la trampilla y distinguió las cajas abajo, en el suelo; un par de ellas estaban justo debajo, pero las demás habían rodado un poco con la caída, o las ramas del árbol de espino las habían apartado de la trayectoria. Holloway tendría que cerrar la trampilla y recuperar las cajas. Aparte de peligroso, eso sería un coñazo, y además siempre corría el peligro de toparse con un depredador, pero era preferible a permitir que los explosivos explotasen a causa de un incendio y dejaran un boquete en la jungla.
En las ramas que había debajo, Holloway distinguió una mancha blanca. Parecía Pinto el peludo.
—¿No podrías haber apagado el incendio? —le gritó Holloway.
La criatura no respondió, claro que Holloway no esperaba que lo hiciera.
Abandonó el cobertizo en dirección a la cabaña.
Ésta, sin techo y con un imponente agujero en una de las paredes, estaba totalmente en ruinas. Por lo visto, el incendio se había declarado allí; Holloway sospechaba que un rayo había causado una chispa, cerca, probablemente, de la bomba de calor del aire o del motor de la nevera. La cabaña también disponía de un equipo contra incendios; irónicamente, buena parte de sus funciones dependían de la presencia allí de Holloway. Básicamente, después de pagar una considerable suma de dinero para extinguir un incendio que se declarase en la finca, Holloway había escatimado en la vivienda en sí. Dio por sentado que era un riesgo personal que podía permitirse el lujo correr; aparte del sombrero que llevó en la facultad de Derecho, no había nada que pudiera considerarse de valor personal o material. Todo podía reemplazarse con un largo viaje de compras a Aubreytown.
Holloway buscó el sombrero entre los escombros. Lo encontró en la mesa destrozada, chamuscado y fundido sobre la cámara de seguridad.
«He ahí algo más de la facultad de Derecho que ya no usaré más», pensó. Era ya inservible. Todo lo demás también estaba chamuscado, cuando no derretido. Lanzó un suspiro y se encaminó de vuelta al aerodeslizador.
Primero comprobó que la pista pudiese soportar el peso del aerodeslizador. Podía. Holloway despegó y tomó tierra tres veces para asegurarse. Aguantó. Al parecer, aparte de la cabaña, el resto de la finca había conservado su estructura en condiciones. Supuso cierto alivio para él, ya que la tienda de Aubreytown vendía cabañas prefabricadas, pero hubiera resultado más difícil sustituir el resto del complejo.
Una vez solucionado eso, Holloway volvió al cobertizo y cerró la trampilla. Luego se dedicó a sobrevolar en el aerodeslizador la parte inferior de la plataforma para apuntalar las vigas y los tornillos dañados antes de transportar de vuelta al cobertizo las cajas de explosivos. Eso fue lo siguiente que hizo Holloway, pero no antes de utilizar el panel de información para hacer un pedido de algunos bidones adicionales de espuma contra incendios que sustituyeran los utilizados. No le salió barato, pero Holloway pensó que debía hacerlo y que, de todos modos, pronto iba a ganar dinero.
Lo siguiente era el viajecito a la jungla. Holloway no anhelaba precisamente que llegase el momento de arrastrar las cajas de explosivos hasta el aerodeslizador; cada caja no era mayor que una maleta de viaje grande, pero al ser indestructibles, eran más pesadas, por no mencionar que los explosivos que había en su interior no eran precisamente un peso pluma. Lo bueno de todo aquello era que como Holloway había descubierto el truco de subir el volumen para barrer las frecuencias de agudos, podía posar el aerodeslizador y cargar todas las cajas en un solo viaje, en lugar de posar el vehículo, desplegar la verja de seguridad, arrastrar una o dos cajas del perímetro al vehículo, desmontar la verja y repetir todo el proceso a unos metros de distancia. Por consideración a Pinto, sin embargo, a quien Holloway imaginó holgazaneando entre las ramas, esperó a haberse posado en tierra antes de subir el volumen y acentuar los agudos del equipo de audio.
Al cabo de quince minutos, Holloway tenía un fuerte dolor de cabeza y estaba bañado en sudor después de arrastrar las cajas por el terreno con aquel calor. Probablemente, era el ejercicio más intenso que había llevado a cabo en años, y estaba razonablemente seguro de que entre la última vez que había trasladado una cantidad semejante de cosas y ese preciso instante, su corazón se había visto sustituido por dos lonchas de jamón que aleteaban fútiles entre sí. Cargó la última caja en el vehículo, y luego, jadeando, se apoyó en él. Al levantar la vista, vio a Pinto a varios metros de altura, subido a una rama, mirándolo casi directamente desde arriba.
—Gracias por la ayuda —gritó Holloway al peludo—. Te lo agradezco mucho.
No es que Holloway esperase que lo ayudara, pero se sintió mejor al decirlo. Se inclinó apoyando las manos en las rodillas, respirando hondo lentamente para oxigenarse el cerebro.
Al cabo de un par de segundos, algo blando y húmedo le alcanzó en la nuca, seguido por algo mayor en el cuello. Levantó la mirada y vio a Pinto, mirándole desde la rama. Holloway esbozó una sonrisa torcida. El muy cabroncete le estaba tomando el pelo. Bueno, supuso que era mucho mejor de lo que lo haría un mono. Se secó el cogote, y estaba a punto de sacudirse los restos que le habían salpicado al pantalón cuando reparó en algo por el rabillo del ojo. Holloway detuvo la mano y se la puso ante los ojos.
Pinto no le había estado escupiendo. Holloway levantó de nuevo la mirada, justo cuando le alcanzó una gota de sangre en la mejilla.
—Oh, no —dijo—. Mierda, mierda. —Se limpió el rostro, subió al aerodeslizador, apagó de un manotazo el equipo de audio, encendió los rotores del vehículo y ascendió como alma que lleva el diablo.
Holloway tomó tierra bruscamente, abrió rápidamente el aerodeslizador y, con tanta suavidad como pudo, levantó a Pinto, lo sacó del aerodeslizador y lo dejó tumbado en la pista de aterrizaje. El peludo yació allí, inconsciente. Holloway volvió al interior del aerodeslizador y cogió el maletín de primeros auxilios, a punto de resbalar de nuevo cuando abandonó el interior a toda prisa.
Pinto tenía el abdomen cubierto de sangre. La espalda y las extremidades estaban limpias, a excepción de algún que otro hilo de sangre originado en el abdomen que se extendía hasta la extremidad izquierda y que era lo que le había caído desde la rama a Holloway. Holloway se dio cuenta de que el peludo había estado en la misma postura desde la primera vez que lo vio hasta el momento en que la sangre le goteó en el cuello. Era posible que el peludo llevase muerto todo ese tiempo. O también que hubiese estado vivo y que Holloway se hubiera dedicado a recriminarle a gritos su holgazanería en lugar de ayudarle. Ojalá hubiera prestado atención.
«Prestado atención». Holloway se sacudió de la mente las reflexiones irrelevantes y se concentró en la criatura que tenía ante sí. Holloway observó el abdomen de Pinto, consciente de que había mucha sangre; no podía ver de dónde provenía. Regresó al aerodeslizador y encontró la botella de agua que llevaba a bordo. Estaba prácticamente llena. La vertió sobre el peludo con toda la suavidad posible para limpiar la herida.
Localizó la herida casi de inmediato: un agujero con la anchura de un pulgar en la parte inferior izquierda del abdomen. Holloway se preguntó momentáneamente si podía haberla causado una de las espinas del árbol, pero al limpiar la herida, vio algo gris en su interior. La limpió a conciencia, retirando toda la sangre que pudo, y volvió a reparar en ello.
Era una bala.
«Los hemos condenado a la extinción —había dicho Sullivan—. Así de simple».
Holloway sintió arcadas, pero contuvo las náuseas y metió la mano en el maletín de primeros auxilios, en busca de una gasa. Abrió el envoltorio de la gasa y aplicó presión sobre la herida para detener la hemorragia.
Pero no había ya hemorragia alguna. La criatura había muerto.
Holloway acercó la mejilla a la boca del peludo con intención de comprobar su respiración y acarició el pelaje de la criatura como si con eso bastase para devolverle la vida. No había respiración, ni vida. Si hubo un momento en que pudo salvar a Pinto, había pasado ya, puede que un minuto, una hora o varias horas antes. No había nada que Holloway pudiera hacer, excepto permanecer inclinado sobre Pinto, silencioso, esperando equivocarse.
Pero no se había equivocado. Tardó varios minutos en admitirlo.
Al incorporarse, comprobó que no estaba solo. Papá, Mamá y Abuelo Peludo se hallaban frente a él, atentos al modo en que se lamentaba por la muerte de Pinto.
Holloway los miró inexpresivo. Los engranajes de su cerebro trabajaron a toda prisa, antes de atascarse con una sacudida que Holloway sintió con claridad en la columna vertebral.
—¿Dónde está Bebé? —preguntó Holloway, a nadie en particular.
Holloway no supo si le entendían o no. Lo que sí comprendió es que cuando hizo la pregunta, todos se volvieron hacia los restos de la cabaña.
—Dios mío —dijo Holloway.
Dio un brinco y echó a correr hacia la cabaña, ante la cual se detuvo debido al calor y al humo que seguía desprendiendo. Miró a través de la pared derruida, buscando a Bebé con la mirada, deseando no encontrarlo.
Localizó los restos de Bebé junto a la puerta. A pesar de todo, Holloway se sintió momentáneamente confundido. No recordó haber visto a Bebé al marcharse, y había cerrado todas las ventanas para mantener fuera tanto a los lagartos como a los peludos. No tenía sentido que Bebé hubiese muerto en la cabaña.
Entonces recordó la bala que había matado a Pinto. Bebé no había entrado en la cabaña, sino que lo habían puesto a propósito allí.
Holloway observó los restos del sombrero, fundidos sobre la cámara de seguridad. Los engranajes de su cabeza volvieron a atascarse. Holloway se alejó de lo que quedaba de su cabaña en dirección al aerodeslizador, de cuyo interior casi arrancó el panel de información de la base, antes de sentarse en el asiento. Pasó los dedos por la superficie y abrió la comunicación con la cámara de seguridad. El aparato habría grabado las últimas horas previas al incendio. Y la última vez que había tocado la cámara de seguridad había inclinado el sombrero para que pudiera grabar el exterior.
La grabación apenas mostraba el interior de la cabaña debido al sombrero, pero a través de la ventana, la imagen del exterior no podía ser más clara. Holloway, impaciente, pasó una hora de imagen a cámara rápida, y tuvo que rebobinarla cuando tomó tierra en la pista un aerodeslizador, de cuyo interior salió un hombre.
Holloway congeló la imagen y la amplió sobre el rostro del tipo. Nada; lo llevaba tapado por un pasamontañas. Holloway se preguntó quién demonios tenía un pasamontañas en un planeta cubierto por una inmensa jungla, pero entonces recordó que ZaraCorp llevaba a cabo extracciones mineras de altura en el extremo sur del planeta. Se podían comprar máscaras de esquí en la tienda de Aubreytown, tal como debía de haber hecho el hombre de la imagen. Holloway volvió a poner la grabación en marcha.
El hombre atravesó la pista de aterrizaje en dirección a la cabaña y se detuvo ante la puerta, momento en que salió del encuadre cuando la pared bloqueó el campo de visión de la cámara. El tipo se movió bruscamente al intentar forzar la puerta, que estaba cerrada. Luego se acercó a la ventana del escritorio, que también encontró cerrada. El cuerpo del hombre bloqueaba buena parte de la vista de la cámara, pero detrás de él Holloway percibió movimiento, y entonces en la parte derecha del cuadro, Holloway vio a Bebé, caminando por la plataforma en dirección al intruso.
A Holloway le dolió verlo. De todos los peludos, Bebé era el que se mostraba más confiado en presencia de los humanos. Los demás peludos parecían tener la impresión de que los humanos, como cualquier otro animal, podían ser peligrosos. Pero Bebé, por algún motivo, carecía de esa intuición. A Bebé le gustaban los humanos. Con el corazón en un puño, Holloway comprendió cómo acabaría aquello.
El tipo se dio la vuelta y vio a Bebé caminando hacia él. Dejó de forzar la puerta y, en lugar de ello, caminó hacia el peludo, deteniéndose y arrodillándose ante la criatura, para después tocarle, acariciarle incluso; por supuesto, Bebé se dejó querer. Holloway no pudo oír lo que estaba diciendo, nunca había llegado a activar de nuevo el registro de voz del micrófono de la cámara de seguridad, pero no tuvo dificultades para suponer lo que decía. El hombre era un depredador que atraía a su presa para que confiara en él.
El hombre se levantó de pronto y alzó el pie. Holloway tuvo que darse la vuelta.
Pero volvió a mirar la imagen a tiempo de ver lo que había sucedido a continuación: algo se precipitó desde los árboles sobre la cara del intruso, a quien arañó y mordió a través de los agujeros para los ojos y la boca que tenía el pasamontañas. El tipo aulló. No se oyó nada, pero sin duda toda la jungla se enteró de sus gritos. Mientras, hizo lo posible por librarse de su agresor.
Era Pinto.
Holloway dejó escapar un pequeño grito de ánimo al peludo. Pinto, el valiente peludo, no había titubeado un instante para defender a Bebé.
¿Serían hermanos? ¿Amigos? ¿Era su pareja? Se había enzarzado de veras en una pelea con el intruso, vengándose del humano por su acto inhumano.
El hombre se revolvió y lanzó un golpe al peludo, pero Pinto lo esquivó y aguantó la posición, arañando constantemente la cabeza y el rostro del hombre. No había duda alguna de que el pequeño peludo estaba dispuesto a que el humano pagara caros sus actos.
Al cabo, el hombre logró aferrar a Pinto y se lo quitó de encima. Pinto arañó como pudo las manos del tipo, que lo levantó en alto y lo arrojó con todas sus fuerzas al suelo, estampándolo. La intensidad del golpe reverberó en las entrañas de Holloway.
Pinto se puso en pie, dispuesto a atacar de nuevo al intruso, pero el tipo sacó una pistola de la cartuchera y abrió fuego sobre el peludo.
La pequeña criatura giró sobre sí por la fuerza del impacto, proyectada al suelo del complejo. Asustado, movido por cualquiera que fuera el equivalente de la adrenalina en los peludos, Pinto echó a correr, pasó de largo la cabaña y se perdió en el bosque de árboles de espino, mientras el tipo abría fuego repetidas veces sobre él. Una de las balas atravesó una ventana; era posible que hubiese rebotado en el interior, preparando el escenario para el incendio. Holloway pensó en lo poco que le importaba eso en aquel instante.
El intruso enfundó el arma y se llevó las manos a la cara, quejándose de dolor. Hizo un alto al ver a Bebé tendido en el suelo, inmóvil tras el ataque. Se acercó al peludo, hundió dos veces la bota en su cuerpo, desenfundó de nuevo el arma y abrió fuego sobre él. Luego se puso a gritarle, furioso. Holloway no alcanzó a oír las palabras.
Comprendió de quién se trataba.
Entonces, el humo de la cabaña empezó a oscurecer la imagen de vídeo. No obstante, Holloway vio al tipo agacharse para recoger el cadáver de Bebé y dirigirse a la puerta de la cabaña, momento en que volvió a salir del enfoque. El cuerpo del hombre sufrió una sacudida espasmódica, y Holloway tuvo un par de segundos de confusión antes de comprender lo que estaba pasando: el tipo descargaba patadas sobre la portezuela del perro. Debió de ceder, porque el intruso se movió de otro modo. Introdujo el cuerpo de Bebé por la portezuela para que se consumiera en el incendio.
Hecho eso, el hombre se apartó de la puerta. Se tocaba la cara mientras se dirigía al vehículo. Llegó a medio camino del aerodeslizador antes de que se disparara el sistema contra incendios y la espuma cubriera la pista de aterrizaje, además de al intruso y el aerodeslizador. Quiso alejarse de la espuma, pero tropezó y cayó al suelo, cubriéndose de más espuma. Hubiera sido cómico si el tipo no acabara de asesinar a dos personas. Al cabo, logró llegar al vehículo y despegó, saliendo de cuadro casi en el mismo instante en que el sombrero de Holloway se quemó sobre la lente de la cámara, tapándola justo antes de que la destruyera el calor.
Holloway dejó el panel de información y salió del aerodeslizador, incapaz de ver nada, a excepción del cadáver de Pinto. Se arrodilló junto al cuerpo y le tocó las manos, atento a las puntas de los dedos, a las uñas, más afiladas y cónicas que las de un humano, probablemente más adecuadas para atrapar insectos y cortar fruta.
Las tenía ensangrentadas y había restos de piel en ellas.
—Sí —dijo Holloway sin soltar la mano de Pinto—. Ya te tengo, hijo de puta. Ya te tengo y tú ni siquiera lo sabes.
Holloway levantó la vista hacia Papá, Mamá y Abuelo Peludo, que lo miraban de un modo extraño, o al menos de un modo que Holloway consideró peculiar.
—Sé que no podéis entenderme —dijo Holloway a los tres peludos—. Pero sé quién es el responsable de esto. Sé quién lo hizo y voy a castigarle por ello. Tenéis mi palabra. Voy a atrapar a ese hijo de puta. Eso os lo prometo.
Entonces Jack Holloway soltó la mano de Pinto, se sentó en el suelo de la pista de aterrizaje, cerró los ojos y se echó a llorar.
Lloró porque sabía que todos sus planes e intrigas habían matado a Pinto y Bebé, dos criaturas que, independientemente de su naturaleza, eran inocentes. Inteligentes o no, qué importaba. Nadie merecía la muerte que habían sufrido, y todo por su culpa. Holloway, acongojado por la culpa, siguió llorando.
Sabía que los demás peludos le estaban mirando, pero no le importó. Se quedó ahí sentado un buen rato.
Poco después sintió un roce en la mejilla. Holloway abrió los ojos y vio a Papá Peludo ante él. Holloway le miró, curioso.
Papá Peludo señaló hacia arriba.
Holloway miró en la dirección que le señalaba.
Y allí en lo alto, las espinas de los árboles estaban cubiertas de peludos. Docenas de ellos. —¡Santo Dios! —exclamó Holloway, incorporándose.
Los peludos empezaron a bajar de los árboles, cayendo en la pista de aterrizaje hasta que estuvo atestada de criaturas. Holloway las observó, en parte divertido ante aquella convención, en parte preocupado. Un humano acababa de asesinar a dos de sus congéneres. Era perfectamente posible que los peludos estuvieran planeando descargar su frustración con él. No pudo decir que los culpara.
En la periferia de la pista de aterrizaje, uno de los peludos más pequeños le llamó la atención. Holloway se lo quedó mirando unos segundos, preguntándose por qué ése en particular le parecía tan interesante, cuando le dio por pensar que no se trataba de un peludo.
Holloway entornó los ojos, mirándolo. Era un mono capuchino.
—Pero ¿qué…? —exclamó Holloway.
Papá Peludo miraba a Jack con curiosidad.
—Yo conozco a ese mono —dijo Holloway, señalándolo—. Una vez el muy cabrón me robó la cartera. No puedo creer que siga vivo. No puedo creer que haya estado viviendo con vosotros.
Papá Peludo siguió la trayectoria que señalaba el dedo de Holloway hasta reparar en el mono, y luego se volvió de nuevo hacia el prospector con un gesto que, a todos los efectos, era el equivalente de un encogimiento de hombros.
«Sí, es un mono —pareció decirle—. ¿Y qué pasa?»
—Creo que es el día más raro de mi vida —dijo Holloway.
Un objeto avanzaba a través de la multitud hacia Holloway, llevado por un solitario peludo que tenía los brazos extendidos y que se abría paso entre los demás. El peludo llegó a la altura de Papá Peludo, que le gritó algo. El otro peludo ofreció el objeto a Holloway, quien lo aceptó.
Era un panel de información.
Holloway se preguntó un segundo si no sería su panel de información que se habría librado del incendio de la cabaña, cuando comprendió que era de un fabricante y modelo distintos. Ése era un modelo de menor capacidad que cualquiera de los que poseía Holloway, pero tenía una característica puntera: paneles solares en el reverso. Si lo dejabas una hora al sol, cargaba batería para una semana. Desde luego, era muy útil para quienes pasaran mucho tiempo dedicados a la prospección.
Holloway se volvió hacia el panel.
Andy Alpaca, mascota de las Súper Aventuras Escritas para dispositivos digitales adaptativos, le sonrió a su vez, mirándole a los ojos gracias al software de identificación facial y la propia cámara del panel de información.
—¡Buenas! —exclamó—. ¡Soy Andy Alpaca!
¿Te gustaría correr una superaventura escrita conmigo?
Vale, era el panel de Sam Hamilton. El pobre Sam, que apenas sabía leer, cuyo aerodeslizador cayó en la jungla años atrás. El mono había sobrevivido. No parecía muy probable que Sam lo hubiera hecho.
—Tenías que haberte comprado una verja de protección, Sam —dijo Holloway.
Miró de nuevo el panel de información, donde Andy Alpaca esperaba una respuesta. Entonces observó a los peludos, que le miraban armados de paciencia.
Por tercera vez aquel día, los engranajes de su cerebro giraron y giraron, trabajando con denuedo.